LA PRIMERA VICTORIA
Ese día toda la Grecia peninsular cayó sobre Olimpia. En el Leonidaión los huéspedes habían aumentado en tal número que el prandium se sirvió de pie. En las barracas improvisadas que hacían las veces de mesones se pagaban las literas a siete dracmas. Y por los caminos y calzadas que conducían a Olimpia la corriente de peregrinos y viajeros era continua.
Los nombres más altisonantes de la aristocracia helena estaban en los labios de los anunciadores. Las rancias familias de Atenas, Corinto, Micenas, Pisa, Esparta, ya sin querellas territoriales que dirimir, acudían como simples espectadoras.
Mileto podía confrontar la decadencia de su patria, la pérdida de sus más austeras y heroicas virtudes contemplando principalmente a aquellas mujeres de singular belleza, de una elegancia refinada, de unos ademanes y gestos que parecían aprendidos en la más exigente escuela de conducta social. Miradas frías y vanidosas de unos ojos que apenas si brillaban entre los párpados tenuemente oscurecidos; labios de delicado dibujo sin pulpa provocativa; cabellos rubios a los que se les aplicaba polvo de cobre para dar cambiantes reflejos a las cabelleras; uñas largas pintadas de nácar en tono morado; pies cuidadosamente aderezados, con ligeros toques de lápiz en las venas, con pintura rosada en la parte superior de los dedos… ¡Y cómo iban vestidas! Mantos, estolas, peplos, palios confeccionados con un tejido de trama de lino y seda, que hacía muy estatuarios los pliegues. Todos los blancos, desde los azulados a los marfiles, y la rica gama de los púrpuras, teñían estas prendas de un colorido suntuoso.
¡Qué lejos de aquellas matronas, de aquellas mujeres zoológicamente hembras, que con su heroísmo, su abnegación y bravura escribieron junto a sus hombres las páginas más ejemplares de la historia! No, estas mujeres de ahora, en caso de caer embarazadas, no abortarían en el teatro al escuchar a Esquilo, a Sófocles. No morirían al pie de la muralla de sus ciudades hirviendo el aceite, disparando dardos; estas mujeres no podrían cohabitar con los titanes ni con los centauros ni con los semidioses porque en el primer abrazo se quedarían abiertas en mortal hemorragia. Ninguna de ellas sería capaz de sostener en la mano una espada de cinco libras.
Toda su audacia y potencia habían quedado reducidas al descaro con que se mostraban al paso de los hombres. Los hombres, también corroídos por la molicie, las distinguían con claudicantes atenciones, con blandengues solicitudes. Se había dado fin a la gran época del gineceo y la mujer se apoderaba del triclinio. Se morían por salir de viaje sólo por tener la oportunidad de echarse en el triclinio en promiscuidad con los hombres, oyendo obscenidades dichas con mayor o menor ingenio, bebiendo iguales dosis de vino que sus acompañantes, y procurando que la túnica se escotara para enseñar los pechos, que, de tan perfectos, se dudaba pudieran cumplir su función de glándulas mamarias; mostrando las piernas más arriba de media pantorrilla…
Todavía las mujeres romanas tenían esa solidez física y esa integridad moral lo suficientemente definidas para crear un hogar, una prole y dar a su patria soldados; pero ¡éstas…! Éstas que, amparadas en una cultura y en una civilización que ni ellas ni sus hombres habían creado, se reían de la ordinariez de las romanas…
¡Qué lejos de aquellas jóvenes de la comunidad nazarena de Antioquía! De aquellas muchachas que se llamaban Marta, Judit, Priscila; que sin renunciar a las gracias físicas y a los adornos del vestido y del tocado, anteponían a todo la belleza y la elegancia de su virtud. ¿Qué hijos parirían aquellas doncellas cuando se unieran en matrimonio? No estos hombres frívolos, entontecidos ante la eficacia del músculo ajeno, nostálgicos de unas dotes definitivamente perdidas. Los hijos de Priscila, de Judit, de Marta serían atletas del espíritu, campeones de la ética, olimpiónicos de la conducta humana…
Mileto se hacía estas acres reflexiones quizá porque su anónima cuna le despertaba un secreto resentimiento hacia esa sociedad que representaban las hermosas y decadentes mujeres; quizá porque la impresión que le había causado Priscila seguía minando su espíritu. Eran el mundo judío y el romano los que le habían liberado de la inferior condición en que nació y vivió en su propia patria. No se sentía griego sino en el rencor contra la sociedad que lo había humillado. Y si a veces sentía el orgullo de su raza era traspasándolo a hombres y épocas ya pasados, olvidados en el tiempo. Todo lo que Grecia representaba en la actualidad no era más que persistencia, contumacia en el error de las viejas y caducas fórmulas. Se habían perdido y abandonado las virtudes de los buenos tiempos y se conservaban únicamente sus vicios.
Y a éstos se agregaban el pretendido refinamiento, una exquisita molicie, inmoral substituto de otros modos de vida más genuinos y lícitos.
Benasur, que lo vio preocupado, contemplando aquella aglomeración de griegos que con los ademanes y gestos más refinados se llevaban a la boca el alimento; que no hacían más que comentar con frivolidad, con desvaído ingenio las incidencias del viaje y del alojamiento; que hablaban despectivamente de las autoridades de Olimpia por la falta de organización para recibir adecuadamente a tan distinguidas personas; Benasur le dijo a Mileto:
- ¡Cuánto heleno!
El judío podía ser sutil en el aspecto puramente mundano. Efectivamente, «cuánto heleno», que era como si Benasur le dijera: «Tú no eres de la calaña de éstos. Tú todavía tienes la entereza, el coraje suficientes para jugarte la vida con un Skamín, con unos caballeros ecuestres, con unos salmodeos en el campo de batalla; tienes el arrojo suficiente para ayudarme a crear el Imperio que hemos levantado; tú conservas en tus venas la mejor sangre helena, aunque ella sea anónima, expósita. Tú todavía eres capaz de entender y gustar una tragedia sofoclea… Pero éstos… Estos que se llaman Filipos, Antígonos, Milicíades, Ptolomeos, Mardonios, Licurgos… Éstos, con la herencia de nombres tan ilustres, son los que llegan en el momento justo en que unos aurigas van a romperse la nuca en el hipódromo, y para ver sólo cómo unos pancracistas pretenderán quebrar la cabeza de sus adversarios; éstos son los que cuando hablan de letras murmuran que la Eneida es superior, ¡más fina! que la Iliada. Estos vendidos no a Roma, sino a la resaca de corrupción y derrotismo que crea la fuerza incontenible de Roma, éstos ¿qué tienen que ver con la Hélade?»
Osnabal se mantenía neutro ante la invasión helena. Y con los codos procuraba defender de los apretujamientos su plato de lentejas. Akarkos, que como marino tenía su filosofía especial, contemplaba indiferente, más bien complacido aquella sociedad que lo rodeaba.
Y Clío lo sorprendió más de una vez guiñando el ojo a alguna de las damas aristocráticas, que correspondió a las deferencias de Akarkos con una significativa, prometedora sonrisa.
Clío lo pasaba mejor que nunca. Pues dada la aglomeración de gente nadie se fijaba si cogía la cochlear más arriba o más abajo, si sostenía mejor o peor la mappa. Y cuando le ofrecieron la lígula para servirse el trozo de pastel, nadie protestó porque lo cogiera con los dedos.
- ¿Quién conoce el programa de hoy? -preguntó Benasur. Y antes de que le contestara alguno de sus amigos, una dama helena, que desde hacía rato le estaba observando, le informó:
Esta tarde en el bouleuterión se hará el escrutinio para las carreras. -Y poniéndose psique, alzando la punta de la nariz, dejando al descubierto unas fosas nasales carmíneas, preguntó-: ¿Qué colores tiene tu cuadra?
- ¿Cuál? -repuso Benasur-. ¿La de Alejandría o la de Siracusa, la de Gades o la de Rodas?
- ¿Tantos caballos traes al Hipódromo?
- ¡Ah, caballos! -se hizo el confundido Benasur-. Yo creí, señora, que me preguntabas por mis flotas…
El equívoco era bastante tonto, pero la dama rió con mucho psique. Miró con femenina intención al navarca y le dijo:
- Son más rentables las flotas que las cuadras. Pero, seriamente, ¿cuáles son tus caballos?
- Mis caballos pacen en Bética, señora.
- En Bética… ¿Has dicho caballos o toros?
- Caballos…
La dama sonrió y alargó la mano para coger un trozo de pastel del trípode de los alimentos destinado a Benasur y los suyos.
- ¿Me permites? Soy muy golosa…
Que fue el pretexto para dejar a su acompañante y pasar al grupo de Benasur.
- Eres Lazo de Púrpura. Actualmente sólo hay tres Lazos de Púrpura en todo el mundo. Y conozco sus nombres. ¿A que adivino quién eres?
- Lo dudo.
- Por eliminación, tú eres Benasur de Judea. -Volvió a levantar la nariz y el judío miró de nuevo las fosas carmíneas.
- ¿Te las pintas? -se le escapó decir.
- ¿Cómo dices?
- Perdón… Digo que quiénes son los otros dos colegas míos…
- ¡Oh, Benasur! ¿Vas a decirme que tú no lo sabes? Tú y tus colegas figuráis a la cabeza de los cincuenta conspicuos de Roma que aparecen en la guía Aristo… Venís después de las veintisiete insignias del Triunfo…
- Lo desconozco.
- ¡Bah! Es bien sencillo: en primer lugar, Kolines de Capadocia, ya muy viejo; después, el rey Ptolomeo de Mauritania; y por último tú… Tu lazo de púrpura no tiene más de ocho años, ¿verdad?
- Exactamente seis…
- No andaba descaminada… ¿Vas a jugar a las carreras? Te doy un nombre, pero no lo divulgues: Somisto. Él será el ganador en las bigas. En las cuadrigas el pronóstico es más difícil.
Luego, dirigiéndose a Mileto, le preguntó sin alzar la nariz: -Tú eres heleno; ¿dónde nos vimos antes?
- ¿Antes? Lo ignoro. ¿No sería ayer en el barrio de Alcibíades? La dama no se puso colorada. Rió. En seguida: -Es una tentación. Pero mi marido no quiere llevarme. No está para esos trotes… Dicen que el Alcibíades de Olimpia es más licencioso que el Transcerámico de Atenas… ¿Conocéis Dafne de Antioquía? Pero nada igual al suburbio proscripto de Sardes…
- Perdóname, señora -intervino Akarkos-, pero donde esté el barrio de las Coloradas de Odessa… -y tras de guiñarle el ojo, agregó-: Soy un excelente guía.
- ¿Sólo coloradas? -preguntó, incitante, levantando la nariz. -También hay colorados… - ¡Ah…!
- ¡Cuidado, señora, que me pisas! -exclamó Clío. La dama bajó la nariz, pero no abrió los ojos. Después como si cogiera un parásito levantó el gorro de la muchacha. - ¿De dónde sale esta pelona? -De tu pie, que es enorme… -dijo la britana. - ¡Oh…! -La dama alzó de nuevo la nariz. -Ésta es Clío, mi pupila -aclaró Benasur.
La dama no supo qué quería decir el judío con lo de «mi pupila». Lo mismo podía ser su ahijada que la esclava que le rascaba la espalda. Optó por hacerse la desentendida. Posó los ojos en Osnabal, pero sin alzarle la nariz, porque supuso que aquel hombre o era traficante de vinos o un vulgar edil. Mileto no le pareció hombre de fiar. Y lanzando una mirada vaga que lo mismo iba dirigida a Benasur que Akarkos, murmuró:
- No sé cómo haré para asistir estar tarde al Altis. Las luchas infantiles le aburren a mi marido…
Las luchas se celebraban en campo abierto, en una arena especialmente destinada en el Altis para estas competencias. El mismo reglamento de los adultos normaba los encuentros entre niños. Única diferencia: los niños peleaban completamente desnudos.
El sorteo se hacía metiendo en una bolsa tantos pares de discos de barro como parejas de contendientes había. Los discos estaban marcados con una letra o con un número, y los luchadores que sacaran igual guarismo se enfrentaban. Si se daba el caso de que los aspirantes al titulo fueran impares, el que sacaba el disco sin pareja peleaba la eliminatoria. Por tanto, el disco individual era codiciado por todos los concursantes cuando éstos hacían número impar. Mas en esta ocasión no hubo impares.
La arena era un cuadrilátero de tierra suelta. Antes de empezar las peleas, los preparadores del gimnasio untaban de aceite el cuerpo de los luchadores, a fin de que sus miembros fueran escurridiza presa a las manos del contrario. Pero, al mismo tiempo, se humedecía la tierra a fin de que una vez que un luchador fuese tirado al suelo su cuerpo quedase enlodado, y por tanto cubierto de la arena necesaria para ser aprehendido por el adversario.
Benasur y Clío llegaron a buena hora, para ver no las primeras luchas, sino las eliminatorias, en las que quedaron once parejas para contender.
Las segundas eliminatorias tenían el máximo interés, pues los luchadores se encontraban con el estímulo y el entusiasmo de haber salido bien de la primera fase. Y en pleno disfrute de facultades. Después, conforme las eliminatorias se iban reduciendo, los luchadores ganaban cansancio y perdían fuerzas. Los helanódices con atribuciones para eliminar «a juicio», desechaban a ojo a muchas parejas, a fin de no hacer monótono el espectáculo.
Clío, muy hecha a la vida helena, no disimulaba el alborozo que aquellas competencias le procuraban. Se trataba además de niños, que para ella tenían mucho mayor interés.
Aparecieron en la arena tres parejas. Aunque algunos de los luchadores ya habían caído en el suelo en anteriores peleas se presentaban ahora recién bañados y con el cuerpo aceitado de nuevo. El juez dio la orden al heraldo y éste tocó la trompeta. Las tres parejas se pusieron en guardia con las manos extendidas y los miembros tensos. Y a una palmada del helanódice comenzaron las luchas. El quid de la pelea estribaba en hacer que el adversario tocara el suelo con los dos hombros. Para obtener esto y al mismo tiempo evitarlo, el forcejeo era continuo; y a veces los cuerpos de los luchadores adquirían las más extrañas posturas y posiciones provocando gritos de admiración o carcajadas del público. Éste, constituido más por gente adulta que por niños, no perdía ninguna de las incidencias de la lucha y con sus gritos y voces de aliento animaba a sus favoritos.
Pronto la atención del público se fijó en dos niños que por la codicia y destreza puestas en la pelea restó interés a las otras dos parejas. Estas dos, aunque siguieron peleando, quedaron automáticamente eliminadas a juicio» de los helanódices.
Los dos adversarios se llamaban Tyrso y Xelas. Xelas, un poco más alto que Tyrso y de pelo rojizo se movía con más calma y más seguridad. No parecía ser él quien tuviera la iniciativa, pues casi siempre esperaba a que Tyrso, algo más rechoncho y de pelo oscuro, se aproximara para aguantarlo y ver el modo de sujetarlo por la cintura. En principio, tanto uno como otro contendiente buscaban tirar a su rival, pues las manos en cuanto tocaban los brazos o las piernas resbalaban. Cuando uno de ellos se sentía apresado no tenía más que poner los músculos en tensión para que las manos del rival aflojaran la presa.
Se movían con elasticidad y los ojos respondían rápidos al menor movimiento del adversario. En una «toma» afortunada, Tyrso logró echar los brazos al cuello de Xelas y presionarle con la rodilla en la articulación de la ingle. Xelas vaciló un instante y cayó al suelo sentado. Tyrso tuvo la habilidad de soltarlo para no caer con él. Y en cuanto lo vio ceder entonces se fue sobre el caído para restregarle bien contra el lodo. Pero Xelas en uno de los movimientos que hizo logró asir por una pierna a Tyrso, y éste también cayó. Entonces comenzó ese revolcarse en el suelo que tanto gustaba a los espectadores, pero que resultaba aburrido. Porque los contendientes no buscaban otra cosa que enlodarse lo más posible, cuidando tan sólo de librar los hombros del suelo. Si transcurrido algún tiempo los luchadores no se levantaban, el arbitro tenía facultades para suspender esa fase de la lucha y ordenar que los contrincantes volvieran a reanudarla de pie.
Ya sin aceite, ya con los cuerpos ásperos por la arena que se les adhería a la piel, los dos niños comenzaron a tantearse con más precauciones. Tyrso continuaba con la iniciativa, pero de un modo más eficaz. Y en uno de sus ataques logró asir a Xelas por la cintura, y atrayéndolo sobre su pecho le oprimió hasta doblarlo. Xelas le puso las manos en la quijada, creyendo en la eficacia de alguna llave, pero la presión de Tyrso fue tan fuerte que vaciló y cayó al suelo. El cuerpo a cuerpo fue muy breve, y a pesar de la ventaja que parecía tener Tyrso, Xelas se las amañó muy bien para darle la vuelta al adversario y caer con todo su peso encima del pecho. Tirso tocó con los hombros en tierra. El arbitro dio por concluida la pelea.
Siguió otra y otra más. Benasur se aburría, pero Clío en cada lucha parecía más entusiasmada. Y en seguida tomaba partido por los contendientes. De las cuatro peleas que presenciaron, sólo se equivocó de candidato en una ocasión.
El heraldo volvió a tocar la trompeta para anunciar la eliminatoria final. En ese momento llegaron muchas personalidades a sentarse en el estrado. Además de los siete helanódices que faltaban, los sacerdotes de los templos de Hermes, Heraklés, Pélope -el legendario vencedor del rey Enomao, y al que se rendía culto en Olimpia- y la sacerdotisa mayor del templo de Artemisa. Clío en cuanto la vio llegar juntó disimuladamente los dedos índice y pulgar de cada mano, pues haciendo esto y pensando en Artemisa cuando se veía a una de sus sacerdotisas, se cumplía uno de los tres deseos que se formulaban. Y Clío pensó: que nunca más apareciera Anfisa; que ganara la pelea el niño que se presentaba con la cabeza completamente rapada, y que era pecoso como ella; y que Benasur la llevase a las competencias del Pentathlón.
Los dos contendientes se acercaron al estrado para besar las manos de los sacerdotes. A la sacerdotisa de Artemisa le hicieron una gentil genuflexión. Era muy hermosa y joven la sacerdotisa, y a juicio de Clío mucho más que Anfisa. Llevaba un jitón de lino muy blanco bordado en oro. El jitón, muy escotado en el lado derecho, dejaba casi al descubierto un seno. En la mano llevaba un carcaj de cuero con aplicaciones de marfil y dardos de oro.
La pelea no fue del agrado de Clío, pues el adversario del niño rapado demostró desde el principio una gran superioridad. El niño rapado, a quien llamaban Melo, daba la sensación de estar cansado. Tenía sus partidarios que le alentaban «¡Melo, arriba Melo!», pero Melo, con gran consternación de Clío, se venía abajo. Ya estaba todo embadurnado de arena y su contrincante, Tele, apenas si mostraba algunas salpicaduras. Clío apretaba con mayor ímpetu los dedos índice y pulgar y se decía para sí «que gane Melo, que gane Melo»; pero indudablemente había espectadores que apretaban más los dedos que Clío y que pedían que ganase Tele. Clío pensó que aquel Tele quizá se llamara Telémaco, como el hijo del vinatero de Mitilene, que siempre le andaba sacando la lengua y haciendo gestos sucios. Ella conocía la Oda a Telémaco de Itaca, mas ese hijo de Ulises nada tenía que ver ni con el vinatero ni con el antipático que ahora agarrotaba el cuello de Melo. Benasur, al verla tan nerviosa, le dijo:
- Sin pelo no se puede ganar…
La britana no entendió y miró interrogadoramente al navarca…
- Sí -le aclaró Benasur-, a los hombres que se les corta la cabellera… ¿Tú no conoces la historia de Sansón? -y en voz baja agregó-: Era más fuerte y ágil que Heraklés… Dile a Mileto que te la cuente…
Los luchadores ya estaban en el suelo. Los gritos eran «¡Tele, Tele, Tele!» Unánimes. Si Melo tuvo algún simpatizante no se le veía ni oía por ninguna parte.
Las dos criaturas se revolcaban en el lodazal. Hubo un momento que no se sabía quién era Melo y quién Tele. Y de pronto se oyó un grito terrible… y Tele abandonó el barro dando saltos y llevándose la mano a los testículos. El público abucheó con un aullido sordo y prolongado a Melo, que se levantaba penosamente del suelo. El niño bajó la cabeza y se encogió de hombros, como disculpándose. Después murmuró: «No es cierto, no lo he hecho con mala intención». Se le veía rendido, sin aliento.
Era difícil averiguarlo. Los helanódices no vacilaron en dar por terminada la lucha. La superioridad de Tele fue evidente. Melo se dirigió a su adversario para pedirle excusas. En cuanto Tele se las aceptó, Melo se dejó caer rendido.
Los helanódices se levantaron. Uno de ellos, el que hacía de arbitro, dijo a gritos, ahuecando la voz:
- ¡Ha quedado vencedor en la lucha infantil de la categoría de doce años Tele de Cenares, hijo de Telémaco de Cencres!
Un vítor resonó en el Altis. En ese momento el mensajero de la ciudad de Corinto salió corriendo de la palestra, a fin de abandonar Olimpia y dirigirse al coche de la teoría que, en marchas forzadas, le llevaría a Cencres, uno de los puertos de Corinto, y allí dar tan fausta noticia. Quizá fuera la primera vez en la historia que un vecino de Cencres era proclamado campeón olímpico.
Y aunque el fallo era del juez y no se hacía todavía proclamación oficial, rara vez los helanódices invalidaban el fallo del arbitro.
Toda Olimpia se sacudió como un estremecimiento. La CCIV Olimpiada tenía ya un triunfador, un nombre que inscribir en su lista gloriosa. Había nacido para el mundo un nuevo ídolo.
Desde ese momento Tele dejaba de ser un niño como los demás. Se convertía en ciudadano honorario de la Hélade, se convertía en vecino conspicuo y mimado de Corinto. Desde ese momento el tesoro de la ciudad subvendría a sus necesidades. Los mejores maestros serían contratados para continuar la educación y preparación física del muchacho. El bouleuterión de Corinto lo recibiría solemnemente; los ricos lo colmarían de regalos, y sus padres, si tenían el corazón bien puesto para recibir la noticia sin morirse de emoción, vivirían el resto de sus días halagados por la gloria de haber traído al mundo al sin par Tele. Y comenzaría la leyenda. La madre, movida por la emoción, contaría la anécdota de que cuando lo llevaba en la entraña presintió que sería atleta por el vigor con que palpitaba en el seno. Y los poetas y los músicos le harían cantos e himnos. ¡Cencres! No sería raro que una nave de las muchas que tocaban ese puerto del Egeo fuera bautizada con el nombre del triunfador… Apenas doce años. Pero doce años que habían triunfado en Olimpia. La ciudad de Corinto, como máximo homenaje, haría abrir con el ariete la muralla, para que Tele entrara en su recinto como un conquistador. Y le ofrecería el banquete oficial, donde estarían presentes los ediles o arcontes de la ciudad.
Desde ese momento cualquier mujer que se acercara a Tele sería reconvenida, amenazada. Se le mantendría alejado de la contaminación. Se le mantendría casto. Y ya de joven, si el gimnasiarca de Corinto lo consideraba oportuno, se presentaría a otros juegos olímpicos. Por lo pronto su presencia sería un honor y una atracción bien pagada en los juegos panatenaicos, en los píticos, en los ístmicos. Vestiría túnica bordada, llevaría áureos brazaletes de Demetrio en los brazos, tendría clámide escarlata. Y tendría coche de dos caballos. En todos los espectáculos y actos públicos a Tele lo esperaría silla en la primera fila de honor, donde se sientan los sacerdotes, las autoridades y los próceres. Su nombre aparecería por cinco días consecutivos en las tablillas de todos los ágoras, foros y plazas del orbe romano. Millones y millones de gentes lo pronunciarían con admiración, desde la lejana y occidental Hispania hasta la oriental Armenia. Y la ciudad daría a su padre todas las facilidades para establecer un negocio, para convertirse en proveedor oficial o exportador de los productos del país.
Eso era ser triunfador en Olimpia. La delegación de Corinto mandaría en seguida hacer los retratos de Tele. En mármol y en bronce. Unos serían de busto, otros de cuerpo entero. Y en Olimpia quedaría uno, y otro lo tendría Cencres y otras más Corinto. Y en las palestras o gimnasios de su tierra, también se colocarían los retratos de Tele.
La delegación de la ciudad de Corinto con su arconte a la cabeza pasó a la pista para felicitar a Tele. Éste, en el centro de la arena, con las manos en alto, recibía las aclamaciones del público. Cuando los representantes aparecieron fueron objeto de nuevos vítores de «¡Arriba Corinto, arriba Corinto!» y nadie podía explicarse de dónde habían salido tantos lazos con el color heráldico de la ciudad. Los helanódices se pusieron en pie para sumarse a los saludos.
La CCIV Olimpiada empezaba bien para Corinto. Ninguno de los representantes había esperado llevarse el premio de lucha infantil. Sus esperanzas estaban puestas en las carreras y en el pentathlón, especialmente en esta prueba, pues contaban con un buen corredor, un excelente discóbolo y un habilísimo lanzador de jabalina. Por muy mal que fueran las cosas, aunque perdieran las restantes pruebas, Corinto ya se consideraba honrada con el triunfo de Tele.
Benasur cogió de la mano a Clío para abandonar el graderío de madera, improvisado al lado del Olivo sagrado de Hércules. Por una tradición de carácter religioso las luchas se celebraban en el recinto sagrado y no en el estadio o en cualquiera de los dos gimnasios. Todos los accidentes del terreno e incluso los árboles estaban llenos de espectadores. Pero en cuanto los heraldos hicieron la proclamación oficial del triunfo de Tele el gentío se desbandó y muchas personas se dirigieron a la explanada del Pelopeon, donde se haría la proclamación de los vencedores en los certámenes escénico y musical.
- ¿Te gustaron las luchas? -preguntó Benasur a Clío.
- Sí. No me gustó que ganara Tele.
Los delegados de Corinto y Tele se quedaron con un grupo de curiosos. Ellos iban a comenzar el turno de las ofrendas ante los altares de los dioses mayores del Altis, comenzando por el de Zeus Olímpico. La mayoría del publico se dirigió hacia el templo de Pélope. Cuando Benasur y Clío llegaron a este lugar les fue difícil abrirse paso. Y no había un guardia cerca para pedirle ayuda. Un helanódice desde el estilóbato del templo leía la lista de los triunfadores que habían muerto en los últimos cuatro años, es decir, desde la última olimpiada. Pues cada olimpiada tenía su promoción de triunfadores y su promoción de difuntos. La lista no era larga, pero el ceremonial luctuoso no carecía de cierto ritual.
Los heraldos alzaban la trompeta y daban tres toques. Después el helanódice con una clámide de luto sobre los hombros leía solemne:
- ¡Cresto Poligetes, hijo de Poligetes y Missya, de Alejandría!
Un silencio. En seguida otro de los helanódices leía los triunfos del difunto, así como el número ordinal de las olimpiadas en que había participado.
Luego un sacerdote se acercaba al ara de Pélope, que se levantaba en medio de la explanada, y hacía la ofrenda, que era distinta para cada clase de atleta: coronas de olivo, de encino, de laurel; y cuando se trataba de olimpiónico de las artes, incienso.
Después de rendir el póstumo homenaje a los héroes de Olimpia, los helanódices se quitaron la clámide de luto y se dispusieron a proclamar los nombres de los ganadores en teatro y en música. Los pónticos y armenios estaban en mayoría, o por lo menos el público se pronunciaba ya en un principio a favor de Dido. Y cuando el nombre de Dido fue proclamado como el mejor histrión de la CCIV Olimpiada, volvieron a repetirse las manifestaciones de entusiasmo y de júbilo. La banda de trompetas que salió triunfante fue la de Éfeso.
Este de las trompetas era el certamen de menor interés de toda la Olimpiada.