CON ARETAS. REY DE LOS NABATEOS
Aretas debía de sentirse más cómodo sentado con las piernas cruzadas sobre un almohadón, pero Aretas sabía que los reyes se sentaban en un trono. Su silla era de ébano con incrustaciones de marfil y nácar, y la estrella de cinco puntas que campeaba en el respaldo estaba confeccionada con cristales preciosos nativos, de los que se extraen de las entrañas de la tierra. Remataban el respaldo dos leones alados al modo persa, que sostenían con sus lenguas la A del alefato.
Aretas se tocaba con un turbante de seda en cuya parte frontal se veían las cuarenta y nueve luces que lanzaba el diamante rojo de Copto, en su tiempo propiedad de Siamón, después de Salomón, más tarde de Ciro; que Pompeyo el Grande tuvo en sus manos, que pertenecía al tesoro de Damasco y que nadie sabía por qué arte o trapacería había caído, como una estrella errante, sobre el impecable turbante del rey Aretas.
El destino de piedra tan preciosa, de una pureza sin igual, había desasosegado por mucho tiempo a Tiberio, hombre culto en astrologías. Pues entre las versiones que existían sobre su procedencia, Tiberio, influido por Trasilo, desechaba la tradición terrena del hallazgo en la mina, y aceptaba aquella que aseguraba haber caído de los cielos, desprendida como estrella de un ignorado Olimpo; y que al chocar con el suelo había quedado reducida al diamante rojo que ahora brillaba sobre la frente del más extraño de los reyes que tenía cabida en la Historia.
En la tienda real de Aretas IV, además del diamante rojo brillaban las antorchas de teas aromáticas. Y la luz que desprendían las teas ponía múltiples brillos y reflejos en las ricas piezas de oro y de plata, en las finas sedas de vivo colorido, en los trajes y armas de sus chambelanes, en fin, en toda la riqueza que se atesoraba allí a un palmo de la misérrima arena del desierto.
Aretas era un extraño rey. Porque sin la majestad de su vestidura, aun arropado con el pobre cilicio de un esclavo, sin la piedra prócer, tres cosas servían a denunciar su jerarquía sobre el hombre común: sus ojos con fuegos de águila, dominadores de cualquier clase de vértigo; su nariz de cuervo, lista para husmear los rastros de la pitanza; y sus manos, crispadas como garfios, de uñas grandes y curvas, ideales para la rapiña. Cosa que vieran aquellos ojos, que husmeara aquella nariz, que atraparan aquellas garras, no se escaparía, no.
Pero este hombre nacido para conquistar un imperio, tenía el Tiempo en su contra. Había llegado al mundo cuando ya el mundo estaba repartido entre los dos grandes imperios, el parto y el romano. Había visto la primera luz en el pétreo desierto y lejos de las tierras verdes que Roma tenía acotadas con el hierro de sus lanzas. Y por si esto fuera poco, astrólogos venales hicieron recaer sobre él las aprensiones y remilgos de la corte. Sileo, el ministro y valido del rey Oboda, con corona y palacio en Petra, lo apartó del trono. Y así su infancia, nutrida por los pechos de la carencia y del resentimiento, estuvo huérfana de blanduras y molicies, y sus infantiles músculos se vigorizaron en las prácticas impropias de un príncipe: en el asalto y en la ratería. Nunca le faltó ni un manto de púrpura ni una espada de hierro bruñido, pero tampoco tuvo un pedazo de césped donde tumbarse a mirar a la estrella de su adversidad. Y ya comenzaba a conocer los pedregosos caminos del desierto, cuando manos familiares pusieron en su turbante el rubí caído en tierras idumeas…
Este fantasma de rey endureció su ambición corriendo como un nómada por la estepa. Sus ojos de águila, agudos y penetrantes, aprendieron a calar más allá de los espejismos, más allá de los falsos horizontes. En dondequiera que se alzara la visión de una tierra verde, se presentaba Aretas y los suyos con los cartílagos venteadores en busca de la presa. Y siempre la presa estaba guardada por lanzas romanas. A cada nuevo fracaso se le irritaba más su instinto de posesión y rapiña. Y según le iban creciendo las uñas deambulaba febril de un lado para otro, recorriendo la línea sinuosa de la estepa a la busca de una grieta por donde meterse. Jamás sus miembros supieron del desfallecimiento ni del halago. Los tuvo siempre tensos y prontos para el salto felino. Y era como un tigre joven concupiscente de las tierras de que estaban ayunos, hambrientos sus estandartes.
Después de deambular durante los años mozos tras el Jordán, luego de llegar a las costas del Mar Rojo, de subir a Siria y de asomarse al desierto persa, optó, consumido por la impaciencia, por crear un reino tan fantasmal como su corona. Y se comenzó a hablar del Reino areteo que comprendía como un sueño de fiebre las tierras áridas, arenosas del sur de esa región donde las aguas del Abana se estancan y corrompen. Y un día mandó heraldos a todas las tribus nabateas que por más de tres generaciones habían vivido lejos de las tierras verdes de Roma y de las pedregosas de Petra. Y leyeron bando de Aretas. Nuevas tribus nómadas se aglutinaron a la sombra de los estandartes del rey.
Y fue un reino de espejismo que se deshacía en cada ocaso para reintegrarse en cada alborada.
Aretas organizó sus finanzas. Sus huestes dejaron de asaltar a las caravanas y estableció el quinto de peaje, el impuesto de tránsito por su reino. Su reino que era la arena donde él y sus huestes se encontraban, fuese de Arabia, de Palestina o de Siria.
Cuando tuvo segura esta fuente de ingresos hizo la proclamación a la antigua usanza: «Estas tierras -y abarcó con el brazo estepa y cielo- constituyen el reino areteo bajo el patrocinio del Altísimo, y yo soy el soberano». Todos dijeron que sí y se tocaron dianas. Y en otra ocasión proclamó: «Éste es el reino areteo y Damasco su capital». Los guerreros de Aretas se echaron sobre Damasco, mas la guarnición romana los rechazó más allá del Charco. Sin embargo, los romanos, que no querían ver perturbada la paz del Imperio, negociaron con Aretas como «cabecilla de las tribus nómadas» y le concedieron arrimo a las murallas de la ciudad.
Aquello, para la ambición dura y afilada de Aretas comenzaba a dejar de ser un espejismo, pero distaba mucho de ser una realidad totalmente tangible. Pero en eso la muerte del rey Oboda, su tío, vino a cambiar la situación. Y los cortesanos de Petra, hostigados y hastiados del valido Sileo, levantaron estandartes por el rey Aretas IV, conspicuo bandolero de las puertas de Damasco. Augusto hizo un gesto de asco cuando se enteró de la proclamación, y Sileo se movió diligente cerca del emperador para decirle con sus buenas razones de experimentado intrigante cuánto mal había que esperar de tal rey. Porque Sileo, metidas sus manos insaciables en las arcas de Petra, ambicionaba la corona para legitimar el peculado. También se movió Aretas, que pensó que no hay rey si no tiene historia, y no hay historia sin guerra. Y seguido de sus huestes ululantes se presentó en Palestina a darle un susto a Herodes, que andaba de mucho coqueteo con Roma. Y le dio un mordisco a la región de Perea. Herodes, entonces, mandó construir una ciudad que fuera bozal a la voracidad de Aretas. Y así surgió Livia Julia. Pero Herodes, cazurro como buen idumeo, pensó que no hay mejor fortaleza que la alianza y pidió para matrimonio la mano de la hija de Aretas. El nabateo aceptó gustoso. Comenzaba a hacer historia.
Pero con el tiempo su ambición lejos de aplacarse, se excitaba.
Y como las fronteras de Artabán le caían muy lejos, ya muerto Augusto mandó carta al César Tiberio: «Sabrás que yo, rey de los nabateos, estoy sin mi Damasco que tú usurpas, pero poseo en mi tiara el diamante rojo que acredita mi majestad indiscutible». Tiberio no le hizo caso. Ya se le había pasado la afición por el rubí. Además no quería dar beligerancia a un bandolero árabe, escarmentado de lo que le estaba sucediendo con Tacfarinas en el África Proconsular. Se contentó con ordenar que fortaleciesen la guarnición de Damasco y que las cohortes que hacían vigilancia por las rutas mercatorias de los desiertos sirio y árabe, apaleasen y crucificasen, si era necesario, a todo nabateo con que se tropezaran.
Desde entonces los romanos y nabateos sostuvieron una guerrilla ocasional, simplemente policíaca. Para cada una de las dos partes, el bando contrario representaba la usurpación y el bandolerismo.
Los ricos nabateos asentados en Damasco contribuían a los publícanos de Aretas más por temor que por patriotismo. Y los nabateos de extramuros de la ciudad, los desperdigados en las tribus que constituían el anterior reino areteo esperaban ansiosos a que la paciencia de Aretas se colmase. Entonces entrarían a saco en Damasco y se posesionarían de las casas y de los bienes de sus compatriotas vendidos a la molicie romana. Ésta es la mecánica del desierto, el flujo y el reflujo de las culturas que nacen y mueren en los espejismos. Pero alguna vez el espejismo se hace realidad, no quebradiza imagen, y los hombres de la arena se asientan en las tierras verdes. Y así hasta que la molicie viene a consumirlos. Esto pasaba en todas las ciudades limítrofes a los desiertos. Pero en cada desierto el mismo fenómeno tenía distinto estandarte.
Frente a Damasco, se alzaba el de Aretas.
Un estandarte bien financiado por el oro parto. Tremolado por la diplomacia parta.
Cuando Saulo entró en la tienda real vio entre otras personas que acompañaban al rey, al soldado Turmasim. Uno de los cortesanos se adelantó para preguntarle:
- ¿Eres tú Saulo, que vas al desierto?
- Yo soy, señor.
- Hay dos testimonios contradictorios acerca de ti. Uno dice que eres espía, y Hazman ya te ha escuchado y puesto grillos. Hay otro, el de este soldado, que dice que eres elocuente y que posees el don de la profecía. El rey quiere hacerte unas preguntas… -Y dirigiéndose al monarca, dijo-: Ante ti, majestad, Saulo.
Aretas no le había quitado ojo, tratando de llegar a la más escondida intimidad del hombre.
- ¿Eres profeta? -le preguntó.
- Soy hombre justo, majestad -repuso Saulo.
- Dicen que dialogas con Dios.
- Dicen verdad, señor.
- Entonces tú estás en el secreto del destino de toda criatura…
- Majestad: ningún secreto me pertenece. Dialogar con Dios no es estar en sus designios, sino permanecer en Él. Y es muy fácil entrar y permanecer en Dios. Sólo con la intención que mueve a la fe.
- No quiero hablar de Escrituras, Saulo. Quiero que profetices sobre mi vida.
Saulo aprovechó la ocasión para que Aretas vomitara su resentimiento. Y le dijo, haciéndose el ignorante:
- ¿Desde cuándo los reyes escuchan a los profetas? El último que levantó la voz fue decapitado por Herodes Antipas. ¿No lo sabías?
- ¡No menciones a ese cerdo de Herodes, que es un miserable!
- Si tú, majestad, dices eso de Herodes eres hombre justo.
Bien conocía Saulo la historia. Antipas, para juntarse con Herodías, había tratado de repudiar a su esposa legal, la hija de Aretas. Pero ésta, enterándose de lo que los incestuosos tramaban contra ella, se anticipó a sus maquinaciones, y con el pretexto de tomar unas vacaciones en Maqueronte salió de Galilea y se pasó a la corte de su padre.
- Habla, Saulo, que yo no decapito a los profetas.
- Hay una ciudad, señor -relató Saulo-, que fue cortesana pasiva de todos los grandes de la tierra. Fue hollada y se dejó hollar.
Y vivió en promiscuidad con todas las razas: ayuntó con cananeos y judíos, con helenos y egipcios, con persas y babilonios. Y cohabitó, en el arrebato de la orgía, con todos los dioses de idolatría. E igual que se mezclaron sin escrúpulos las sangres, agitadas por la concupiscencia de las carnes, así promiscuaron los corazones y las creencias, y de este maridaje de confusión salieron hijos estériles que el Señor vomita… Esa ciudad es el escándalo, pues la cortesana desposada ahora con Roma, hace alarde de su hibridez, de su esterilidad. Y Dios maldice los vientres infecundos…
- Ya has hablado bastante de Damasco… ¿Qué va a suceder?
- El desierto es grande y hecho con el infinito de sus arenas.
Y grande es su mansedumbre. Pero un día se levanta un aire juguetón, caprichoso. Corre por la arena como trompo de niño, levantando salpicaduras de polvo que el sol dora primero y enciende después. En seguida se forma una columna, y la columna, sin dejar de correr por el desierto, va levantando con su apículo grandes cantidades de arena, hasta formar las nubes de una tempestad. Yo veo, majestad, que el torbellino es ya muy grande y que no habrá ejército de Roma que se oponga a su embestida, y entrará en casa de la cortesana y hará estrago. Y las mujeres llorarán por sus esposos, las hijas por sus madres y las madres por sus hijos. Porque la columna de arena corta como el hierro, abrasa como la pira. Y habrá dolor, lágrimas y duelos en la casa de la cortesana…
- ¿Y después, Saulo? -apremió el monarca. -Después, majestad, volverá la paz. Y un hombre se sentará en la silla principal de la casa de la cortesana. -Y ese hombre, ¿quién es?
- No lo sé, majestad. Si eres hombre justo, aplícate la mano al corazón y obtén la respuesta. Si eres hombre justo, ordena a tus soldados que dejen en libertad a este hombre que busca un lugar en el desierto donde orar.
- ¿Cuál es tu fe, Saulo? -La misma de Juan el Profeta.
- ¡El Nazareno! -exclamó Aretas con un gesto de temor a la vez que desparramaba la vista entre los cortesanos. Después bajó la cabeza y dijo-: No cabe duda de que eres un hombre justo…
- Majestad: te aseguro que es un espía -intervino el etnarca. -Hazman: ya ha caducado tu testimonio. No tengo nada contra este hombre. Olvídate de él. Y ponte a tu faena: manda emisarios al cuarto campamento ordenando a Sasaham que se ponga en camino para Damasco. El fruto está maduro, señores, y es el momento de levantar la cosecha. ¡Levantemos el campo!
Salieron algunos de los cortesanos. Se escucharon las trompetas. El rey se acercó a Saulo y le agarró la hebilla del cinturón con que se ceñía la túnica.
- ¿No llevas nada mejor? -Nada poseo, majestad. Aretas le arrancó la hebilla.
- Entraré con ella en Damasco… Y cuando vuelvas a la ciudad, vete a verme.
- En verdad te digo que tu etnarca no me dejará acercarme a tu trono. Y pondrá entre tú y yo y los míos, la discordia.
Fue así como Aretas supo por boca de Saulo que se sentaría en el trono de Damasco. Y Aretas no puso atención a lo demás.
Pues ya entonces comenzaron a cumplirse las palabras de Saulo, que hablaba por inspiración del Espíritu.
Cuando Saulo salió de la tienda del rey, escuchó la voz interior que le dijo: «Detente. Éste es el lugar».
Todo el campamento estaba en movimiento y las tiendas eran desmontadas. De los cercos traían a las bestias. La columna del ejército real se iba integrando. Media hora después, llevando una vanguardia de hachones, se puso en movimiento.
Desfiló la comitiva ante sus ojos. Nunca hubiera creído que los nabateos pudieran organizarse de tal modo. En medio de la columna pasaron los coches con el rey, los cortesanos y sus mujeres; después unos extraños carros con arietes, ballestas y catapultas; luego el etnarca y su estado mayor. Hazman salió de la columna para azotarle con el látigo, sin bajarse del caballo: «¡Por traidor!» Saulo se llevó la mano a la mejilla, que le ardía. Comprendió el porqué de la inquina del etnarca: era un adicto al Sanedrín que tenía, sin duda, noticias sobre su conversión. Saulo murmuró: «Señor, perdónalo, y déjalo entrar con bien a Damasco». Tras unos cuatrocientos soldados a camello desfilaban los carros de aprovisionamiento.
Después, el pueblo: las mujeres de los soldados, los viejos, los niños arrastrando pesadamente su miseria. Todos cargaban bultos. Los mejor dotados montaban un pollino o una acémila. Entre aquella caravana de desheredados, Saulo vio un solo dromedario.
Cuando se perdió el rumor de la columna, se echó sobre la arena. La noche comenzaba a enfriarse. Se abrigó bien con el manto. Cerró los ojos. Antes que le rindiese el sueño, oyó la voz de Jesús que le decía: «Aquí dialogarás conmigo, Saulo. Tu aprendizaje estará medido por siete tempestades de arena. Aprenderás a alzar la voz hasta hacer callar al viento. Ya tienes los pies para todos los caminos, ahora curarás tu garganta para todas las asambleas. Después, volverás a Damasco».
A la mañana siguiente Saulo comprobó que el lugar escogido por el Señor no era tan malo. Había un manantial a cuyo alrededor se alzaban veintidós palmeras datileras. Había un paño de tierra fértil donde podría cultivar algún grano. Las aguas del manantial, muy escasas, corrían por la arena unos doscientos cincuenta pasos, y allí se consumía la última gota. Toda la zona estaba al resguardo de una larga duna eterna que ya dejaba ver en algunas partes la roca.
Recorrió el lugar en que se había levantado el campamento del rey. Encontró muchos desperdicios de tela, de madera, de cuero que habrían de servirle durante su permanencia en el desierto. Y armas viejas, que él podría afilar. Y mucha manta para hacer bultos. Todas llevaban el mismo sello de la inspección aduanal de Bucolia.
Levantó su tienda, colocó los enseres y subió a lo alto de la duna para dar gracias a Dios por su infinita magnanimidad.
Al atardecer de ese día, al resguardo de la duna pudo ver que no a mucha distancia pasaba el cuarto campamento nabateo. Por entretenerse contó hasta trescientos caballos, doscientos camellos y cincuenta carros de guerra que llevaban por flecha un terrible tridente.