TODA ROMA EN POMPEYA
Pompeya estaba invadida por los forasteros. El banquero Marco Cecilio, tras movilizar inútilmente a sus criados en búsqueda de hospedaje para Mileto y el matrimonio Dam, decidió darles alojamiento en su casa. Ordenó a la servidumbre que habilitaran dos cuartos, uno de ellos para Mileto y Benasur, en caso de que éste no tuviera donde hospedarse. Y Marco Cecilio terminó por decir el nombre que los huéspedes habían estado oyendo como una monserga desde que llegaron a Siracusa:
- ¡Este Festo!
Mileto no supo bien si el banquero se quejaba o se admiraba. En todo caso, su exclamación iba dirigida hacia algo que escapaba a su dominio, a las categorías pitagóricas.
¡Festo, Festo, Festo! Era el nombre que estaba en todas las bocas, que se escuchaba en todos los lados. Y por si fuera poco, en las esquinas de la ciudad un cartel que anunciaba los juegos gladiatorios, pregonaba en tinta roja el nombre de Festo. Mileto nunca creyó que la repetición, la presencia de un nombre, pudiera producir náuseas. Sin embargo, cuando los cuidados del hospedaje quedaron cumplidos, fue el primero en interesarse dónde adquirir localidades para el anfiteatro.
El banquero se echó las manos a la cabeza. Y en el mismo tono de admiración que pudiera despertarle lo inaccesible, dijo que a buen lugar venían a buscar discos para el anfiteatro; que era más fácil encontrar una entrada en Roma que en Pompeya; que las localidades que se reservaba el Municipio, estaban destinadas a los personajes de Roma y que las del pueblo, que se habían repartido por riguroso orden del censo local, se vendían de treinta a cincuenta sestercios, según estuvieran más o menos próximos al palco de la presidencia. Y que había que darse prisa para adquirirlas, pues no estaba muy seguro de que quedaran muchas.
Lucio Cecilio, el hijo del banquero, a quien el padre miraba con tanto afecto como admiración, les dijo:
- Podrán comprarse discos en el mismo momento de empezar los juegos. Sólo que por la localidad que hoy se pagan cincuenta sestercios, mañana habrá que pagar ciento… No os apuréis, que hay entradas de sobra.
- ¿Tú crees, hijo mío? -le preguntó el banquero con una expresión incrédula.
- ¡Cómo no lo voy a creer, padre, si yo tengo doscientos discos que me dio el edil Titenio para que se los vendiera! Pero yo me reservo para mañana. Titenio me dijo que quiere cien sestercios por cada uno. Son buenos discos, desde luego, porque corresponden a las siete primeras filas y a la derecha del palco presidencial. Y yo pienso venderlos entre ciento cincuenta y doscientos sestercios.
Su padre volvió a llevarse las manos a la cabeza y dijo perplejo:
- ¡Pero si el mismo edil Titenio, que es el encargado de la organización de los juegos, hizo pregonar hoy en el foro un edicto sancionando con veinticinco azotes y siete días de cárcel a quien vendiera discos!
- ¡Claro, claro, mi querido padre! Eso para que sus agentes no suframos competencia… -Y dirigiéndose a los forasteros, informó-: Mi padre continúa dedicado a sus moderados negocios de créditos y subastas, y hoy todo Pompeya está comerciando con Festo… ¡Bien caro le cuesta al municipio de la ciudad el tal Festo! Quinientos mil sestercios ha pedido por incluir a Pompeya en la lista de su gira de despedida. ¡Y nos ha hecho un gran favor! Y Divo Mincio, que está retirado, que peleará contra gladio de madera, y que ha accedido a la exhibición para dar mayor esplendor a la despedida de su amigo y viejo ex rival, se embolsa cien mil sestercios. Y Divo Mincio no tiene que pagar ninguna comisión, porque ya no tiene lanista. Cinta, el lanista de Festo, se gana en esta gira de despedida algo más de un millón de sestercios.
- ¡Un millón de sestercios! -volvió a maravillarse el banquero. Se veía que todo lo que no eran cifras aplicadas al negocio bancario resultaba incomprensible para Marco Cecilio. Lo de «un millón de sestercios» lo dijo con el mismo sentido de ignorancia que hubiera dicho estrellas.
Los dos Cecilios, padre e hijo, no tenían aspecto simpático. A ambos les caracterizaba el mismo gesto socarrón, aldeano; mas no era difícil adivinar que Yucundo, el hijo, aventajaría en triquiñuelas al padre. Por lo menos demostraba tener más despierta su avidez. El padre debía de padecer el mal hepático, pues el blanco de sus ojillos estaba ligeramente teñido de amarillo. Los dos tenían orejas múridas, y cualquiera, al verlos por primera vez, pensaría si no las moverían como los ratones.
La casa del banquero era bastante confortable. A pesar de su exterior mediocre, no le faltaban ciertos alardes de riqueza. Las sillas y banquetas del atrio, de rica madera y con aplicaciones de bronce. Un trípode que sostenía un amplio brasero, mas que obra de herrería se antojaba de orfebre. En el peristilo, Mileto había visto pinturas con tenias de religión. El estilo de estas pinturas no le agradó nada. Las encontró con demasiadas concesiones al gusto vulgar. Y quizá lo que más le molestó fue ver en un escondite, sobre una de las puertas, tapado con un tapiz, el cofre del banquero, reforzado con gruesas chapas de metal. Ver el cofre y asociarlo a la fisonomía de los Cecilios, le hizo pensar con aprensión en las más rigurosas usuras.
Mileto optó por no perder el tiempo:
- Bien. Como yo deseo adquirir unos discos al precio más módico que pueda obtenerlos, ¿adonde me aconsejas que dirija mis pasos?
- Al foro. Detrás del templo de Apolo están las freidurías de pescado. Por allí andan los vendedores de localidades económicas. Y en él lado de poniente, donde están los puestos de flores, se consiguen entradas por sesenta sestercios, porque ésas son del lado central del anfiteatro. No ofrezcas por ellas más de cuarenta sestercios.
Mileto miró interrogadoramente a Dam, pero fue Helena la que hizo un movimiento negativo con la cabeza.
- No nos interesa ir al anfiteatro, Mileto.
Y como el griego diera muestras de irse, se escandalizó el banquero:
- Pero ¡si ya nos van a servir la cena¡
- Discúlpame, honorable Cecilio. Comeré cualquier cosa por ahí… Quiero ver la ciudad y de paso compraré los discos.
Mileto salió a la calle, estrecha e insignificante. Enfrente de la casa de los Cecilios había una fullonica. La puerta del vestíbulo estaba abierta y dejaba ver el patio donde los bataneros, introducidos en amplias cubas, pasaban las ásperas lanas de las togas para suavizarlas y limpiarlas. Los bataneros hacían su faena con una canción monorrítmica en los labios, desesperante como su labor.
La calleja en que vivían los Cecilios daba a otra algo más amplia y por la que transitaban las gentes que se dirigían al foro. Se respiraba en la calle un aire fétido que provocaba náuseas. El olor de la comida, el humo de los hornillos y cocinas se mezclaba a un intenso hedor de orines. Como Mileto no viera cerca una letrina pública, pensó que en alguna de aquellas casas se teñirían paños en púrpura, tinte muy suntuoso y bello a los ojos, pero que necesita el baño en orines de bestia para alcanzar sus más bellos colores rojos, pardos, morados y amarillos. La vanidad llegaba a acostumbrar al olfato a esta pestilencia que despiden todas las telas purpúreas, y el propio Mileto aceptaba la fetidez de sus franjas de púrpura en sacrificio a su representación. Por eso la púrpura exige un consumo constante de esencias aromáticas, a fin de neutralizar la hediondez que despide. Y esto con la desventaja de que el perfume delicado se volatiliza antes que la fetidez de la púrpura, que es permanente.
La última claridad del día lamía el empedrado de las calles. A Mileto se le antojó que había más gente que una hora antes, cuando entraron en Pompeya. Y eso que era la hora de la cena. Las gentes y los coches que llegaban de todas partes, confluían hacia el foro, muy cercano. Las familias que venían de lejos, especialmente de Roma, llegaban en los carpenta de viaje, con tiro de cuatro caballos. Las cortesanas se paseaban en sus carrucae de lujo, con el toldo descubierto. Los corredores de circo sujetaban indolentemente las riendas del cisium, que era conducido por dos espoliques que llevaban del ronzal a los caballos. Al llegar a la bocacalle anterior a la entrada al foro, los vigiles del tránsito los obligaban a cambiar de dirección. Muchos pasajeros abandonaban el vehículo y se encaminaban a pie hacia el foro. Otros habían traído sus literas de Roma, o bien se las habían pedido a sus amigos de Pompeya, y provistos de licencia especial se hacían conducir por esclavos.
Mileto, a los pocos pasos, se dio cuenta de que toda Roma estaba en Pompeya. Por dondequiera veía rostros romanos que llevaban en su semblante el gesto peculiar que los identificaba como los habituales del muro del cipriota Teomides del pórtico del Campo de Marte, donde se subastaban las pinturas; con los clientes de los librerías de las calles de Tuscus y el Argileto; los ociosos paseantes de la segunda nave de la Basílica Julia, los clientes de Casa Mario y del mesón Makronidas de Kosmobazar; los trescientos suscritores de la Notitia, que redactaba Casio Julio; los del paseo por la vía Nova a la hora sexta, antes del prandium; en fin, toda la Roma aristocrática, ociosa, que en día de estreno ocupaba el áureo semicírculo del Teatro Marcelo, se encontraba aquel día en Pompeya.
Y el foro, iluminado con antorchas en sus principales edificios, ofrecía ese aspecto un tanto vulgar que tenían los foros provincianos en día festivo. Infinidad de vendedores salían al paso de los ciudadanos importunándolos con ofertas de toda clase. Panecillos, tortas, empanadas, pasteles. Retratos de Festo, pintados en piel, en la actitud triunfal de recibir la ovación; figuritas de gladiadores en distintas posiciones de las diversas luchas; bolsas con golosinas, con pétalos blancos o con hojas aromáticas para arrojar a la arena; silbatos de cerámica, amuletos, exvotos, joyería barata… y todos los servicios que se ofrecen en voz baja y con guiños maliciosos.
Pero lo que llamó la atención de Mileto fue la abundancia de literas, mucho más lujosas que las que solían verse en Roma. La mayoría de los modelos se reconocían como salidos del taller de Filo Casto, el proveedor de los cónsules. Pensó Mileto que los aristócratas romanos -que por las exigencias del tránsito en la Urbe no tenían ocasión de lucir en Roma sus literas-, no desaprovechaban ocasión de exhibirlas en la primera oportunidad, aunque tuviesen que arrastrar de ellas hasta provincias. Las literas habían formado un paseo y se movían en fila una tras otra, dando vueltas al foro. Iban precedidas de un anteambulo, ricamente vestido, que anunciaba la presencia de su amo y señor, con los mismos gritos que el traficante de perfumes pregonaba su mercancía.
En cuanto Mileto llegó al primer puesto de flores, se encontró con Cayo Petronio, a quien acompañaba un hombre de unos cuarenta años, delgado, más bien alto, de tez pálida, que vestía una rica toga con tres discretos galones de púrpura. Era natural que un acompañante de Petronio se distinguiera por cierta personalidad o elegancia. Petronio parecía sumido en una frívola preocupación, pues, ante la vista un tanto fiscalizadora de su amigo, dudaba si comprar lirios, rosas o lotos, «recién llegados de Egipto», según rezaba en un cartel. Eran lotos, claro está, cultivados en los invernáculos de Neápolis. El amigo de Petronio no parecía disfrutar de buena salud y tanto en el brillo de los ojos como en la palidez de los labios, que apretaba como si no quisiera dejar escapar una sonrisa que se antojaba sería amablemente burlona, se descubría al enfermo del pneuma, de los humores del pecho.
- ¡Mi caro Petronio! -saludó el griego, al mismo tiempo que le ponía las manos sobre los hombros.
- ¡Mileto carísimo! -correspondió Cayo-. Precisamente hace unos momentos le venía hablando a mi amigo de ti. Le decía que habías sido el único talento que, conociendo como pocos los secretos significados de la poesía diónica, no te habías contaminado de ella… ¿Qué haces por Pompeya?; Camino de Roma?
- No. Salimos dentro de unos días para Asia. Una vuelta nada más. Quiero estar en Olimpia para los juegos…
- ¡Olimpia! Me das envidia, Mileto. Mientras los romanos seamos Imperio (Imperio biberiano por supuesto), tendremos que conformarnos con estos lastimosos remedos en que un Festo arranca el aullido a la muchedumbre al mismo tiempo que el olor de sangre y de sudor, de pedo y de eructo atrofia el sentido del olfato… -y después de llevarse una rosa a las narices, dijo-: Llegas en un momento oportuno, Mileto… Antes, dime, ¿qué es de Benasur?
- Benasur… está en Capri, huésped del César.
- Lo lamento sinceramente.
- Y vendrá mañana o pasado.
- ¡Magnífico! Eso sí es ser psique. Llegará cuando toda esta ralea togada se haya meado de emoción en el anfiteatro…, ¡Magnífico! Si en mí no resultara pedante, haría lo que Benasur…
- ¿Sabes, Petronio, que Benasur es hoy rey consorte de Garama?
Petronio abrió los ojos, asombrado.
- ¿De Garama has dicho? -Y con el mismo gesto de estupefacción se quedó mirando a su acompañante-. ¿Pues no era Garama una invención de Cornelio Balbo? Así que Garama existe… ¡Vaya, vaya, vaya! Garama existe. Y habrá gente allí que goce y que llore, que nazca, que procree y que muera. Igual que en todas partes. Y adorarán a los dioses ciegos… ¿Qué dioses, aparte del oro de Benasur, protegen a Garama, caro Mileto?
- Ahora la diosa Kamar, antes la diosa Istamar…
- Perdóname. Son divinidades que no están en mi panteón. Pero bien, Mileto, me regocijo de este encuentro. Y quiero que me aconsejes. Festo está al llegar de Roma. En anteriores ocasiones le he regalado un brazalete de oro, después un cuerno de elefante con las más insensatas figuras que el extravío sexual haya imaginado… ¿Qué cosa mejor para una despedida que un obsequio de flores? ¿Los húmedos lirios, las femeninas rosas, los enigmáticos y muy costosos lotos? Dime tú, Mileto, porque este amigo mío… Perdóname que no os haya presentado: Mileto de Corinto, siempre con el oído atento al caracol de Afrodita… Lucio Anneo Séneca… Por favor, Séneca, no me digas ahora que el pedestal de Afrodita era la concha, la valva. ¿Tú crees, Mileto, que se puede caminar por el mundo llamándose Séneca? Por lo menos tu nombre, Mileto, que no es ningún hallazgo, tiene geografía y sincoparía griegas, ¡pero Séneca! Pues a pesar de las apariencias sí se puede andar por el mundo con tal nombre. Ahí donde lo ves, tan flaco y con cara de persona decente, tiene su talón de Aquiles. Séneca pretende enmendarle la plana a Eurípides, al que considera demasiado servil con las pasiones humanas. Tú, que eres griego, y sabes cómo se tiñe la púrpura, ¿qué opinas?
- Estoy enteramente de acuerdo con tu amigo. Soy de los que estiman necesario buscarle una innovación al teatro. Y creo que el momento es propicio para que esa innovación la haga un romano…
- ¡Frena la cuadriga, que llegamos a la vuelta de la meta, Mileto!
La monstruosidad que pretende Séneca es hacer un teatro moral, un teatro ético. Este hombre, que es lo bastante romano para haber ejercido ya una cuestura, es hético…
Mileto interrumpió a Petronio para decirle a Séneca: - ¡Pródigo, magnífico país! - ¿Lo conoces?
- Bastante. Aunque mi lugar de residencia es Ónoba… El filósofo hizo un gesto apático para decir: -No es lo mejor de Bética. Yo nací en Córduba. -Conozco Córduba y Gades, Emérita e Híspalis… Cada una de estas ciudades tiene su tono, su encanto especial. Y Carteia. Y la ciudad muerta de Menaké… ¡Curioso misterio, Séneca! Y también, ya en la Tarraconense, la Nueva Carthago. No desestimes a Ónoba, amigo. Es una ciudad en la que tengo puestas mis caras esperanzas.
- Ónoba tiene demasiadas herrerías… Y allí está muy enraizado el espíritu turdetano. Excesivamente industrioso. Trabajan, trabajan y no dejan resollar al espíritu, caro Mileto… -y llevándose el pañuelo a la boca para reprimir un acceso de tos, dijo al cabo de unos momentos-: ¿Sabes que te conozco de nombre?
- ¿A mí? ¿Tienes noticia de mis actividades en Ónoba? -No. Te conozco de Alejandría. ¿No fuiste tú el que diste un, malogrado curso de lecciones en el Museo? -Sí, fui yo. ¡Quién se acuerda de eso!
- Yo me acuerdo. Entonces mi tío era prefecto en Alejandría… - ¿Cayo Galión tu tío? ¡Pues no me trató muy bien! -Mucho mejor de lo que querían los principales de la ciudad, que intrigaban para lapidarte. Yo intervine con mi tío para que fuese clemente contigo. Y si no recuerdo mal, se resolvió el conflicto con una multa.
- ¿Y por qué interviniste a mi favor si no me conocías? - ¡Ah! -exclamó Petronio-. Porque nuestro amigo es ético. Ante todo, la moral. ¿Tú crees que Séneca podrá innovar el teatro introduciendo en él la moral?
- ¿Por qué no? -rebatió Mileto-. Estamos hartos de pasiones y de violencias, de intrigas olímpicas y de enredos de castas. Bueno está que los dioses se queden en sus aras. Que los héroes, que no lo hicieron muy bien por cierto, se queden en la leyenda. Es tiempo de que en el teatro aparezca el hombre tal como es, y, mejor de como es, tal como ambiciona ser. Y el único camino para la superación del hombre es la ética. Aristófanes no la erró porque hacía burla, sátira. Un teatro, moderno, sea cómico o trágico, debe tener como fiel de los antagonismos humanos, a la moral… -Y dirigiéndose concretamente a Séneca, le preguntó-: ¿Has escrito obras para la escena?
- No, Mileto… Todavía no. Estoy pensando los asuntos.
- Séneca lo piensa todo mucho… Ahora anda metido en filosofías… ¿Te molesta oírme decir que eres muy paciente, Séneca? Se necesita ser muy paciente para soportar a Fabiano. ¿Tú has oído a Fabiano, Mileto? -El griego negó con la cabeza. Petronio volviendo su atención a las flores, solicitó-: Pero decidme, amigos, ¿qué flores le mando a Festo?
- Mejor una corona de laurel -propuso el filósofo.
- ¡Por los testículos de Hércules, Séneca! ¡Laurel! Todavía tenía cierta vigencia cuando con él se coronaba a los actores y a los poetas, ¡pero ahora que hasta los cesares se lo ponen para disimular los cuernos! Tú, Mileto, ¿qué me aconsejas?
- Mándale lotos, y para que resulten más enigmáticos, que esparzan sobre ellos unas gotas de aceite de rosas. Así perturbarás a Festo. Será muy psique.
- ¡Excelente idea, Mileto! Festo me conoce lo suficiente para quedarse absorto y aceptar este obsequio como el más exquisito que recibe. Es bastante ignorante para creerlo así… -Y dirigiéndose a la florista, que tenía grácil cara de Cibeles y ancas de eunuco adiposo, le recomendó-: Escógeme los siete mejores lotos, échales el mejor tinte que tengas perfumado de rosa, me los atas con un lazo de plata, y dame una hoja liviana para que ponga unas líneas. -Después dijo a Mileto-: Me encantaría cenar contigo, pero tengo compromiso con un liberto que fue escanciador en mi casa, que ha levantado una fortuna en Pompeya, y que a falta de mayores méritos debería dedicarse a una vida honesta de agricultor, pero que le ha dado por frecuentar las musas y el desdichado pretende hacer poemas diónicos. ¿Te das cuenta. Mileto? A estas alturas ¡poesía diónica! Aquel nefasto libro que me editó Tulio hizo estragos en este pobre Chrismalción.
La florista le dio el papel, caña y tinta. Petronio escribió:
¡O Festo! Desde Men Nofir vienen estas flores de loto para ofrecer sus cuellos virginales al diamante de tu gladio. Te saluda, Cayo Petronio Galo.
- ¿Por qué te pones Galo? -le preguntó Mileto. -Porque Festo siente por el doble apellido la misma debilidad que una aspirante a vestal. También le pongo Men Nofir, porque Menfis le sonaría demasiado prosaico… -Y volviéndose a la mujer-: ¿Cuánto he de pagarte?
- Quince sestercios por todo.
Petronio le recomendó:
- Mándaselos, antes de que se destiñan, al castro gladiatorio. Y con el dinero sobrante inicia una subscripción pública para comprarle una toga a nuestro bienamado César.
__Cuando decimos frases brillantes es difícil saber, amigo Petronio, si las palabras son de oro o de bronce. Cuídate muy bien, que la frivolidad puede convertirse en necedad -le dijo Séneca.
- Digo necedades para dar en el blanco alguna vez, Séneca. No mortifiques tus hígados con lo sentencioso de tus palabras, que el pensar no reditúa sino sinsabores. ¿Qué opinión va a formar de ti mi amigo Mileto? Abandona esa voz cavernosa, que no parece sino el eco repetido de una pobre idea… ¿Sabes, Mileto, a qué aspira Séneca í A ser un filósofo del Palatino… -Y reparando hasta entonces en las franjas de púrpura de la toga de Mileto, preguntó-: ¿Qué mala acción has cometido para que te haya honrado Biberio?
- ¡Chis! Por favor, Petronio, no seas imprudente… -Y temiendo suscitar polémica con Petronio, planteó-: Tú ya has salido de tu apuro. Pero a mí me falta comprar mis entradas para el anfiteatro…
- ¿Cuántas necesitas?
- En principio, una para mí. Pero si pudiera conseguirlas a buen precio, compraría dos más para Dam y Helena…
- ¿Dam y Helena? Hace una eternidad que no los he visto. Se han desterrado de Roma… Cuando a mí me nombren procónsul de una provincia, y será, a pesar de Bíberio, mucho antes que Séneca entre en el Palatino, llevaré conmigo a Dam para que haga la obra más colosal e inútil que haya conocido la Humanidad… Bien. No te preocupes por las entradas. Dispongo de seis curules edilicias. Nos hospedamos en casa de Severo Floro, que es amigo de Séneca. Hay un liberto que quiere dedicarse al arte gladiatorio y que será infamado mañana. Si nunca has visto la ceremonia de infamación de un gladiador, te gustará verla. Pasa por nosotros mañana a la hora quinta, y nos vamos al castro gladiatorio… Te presentaré a Festo, a Divo Mincio…
- ¿Cuento entonces con las entradas?
- Sin duda. Nos haremos conducir en litera hasta el anfiteatro.
Se despidieron. Apenas había vuelto Mileto la espalda, cuando oyó:
- ¡Mileto! Este flaco, vale. Ya tendrás ocasión de hablar con él.
El griego se fue con una sensación de desagrado. Encontraba cambiado a Petronio. El poeta tenía el prurito de hablar mucho y zahiriendo, de expresarse con giros populares. Quizá esto no era más que una reacción a sus años de «postura diónica», cuando cultivaba la poesía culta y esotérica. Escandalizaba demasiado contra Tiberio, quizá porque la impaciencia por llegar a una posición política movía su resentimiento. Sin embargo, su amigo Séneca, aunque se había mantenido muy discreto, le pareció un hombre de interesante y denso contenido… El acceso de tos que tuvo no invitaba a hacer cuentas alegres sobre su larga vida.
Pensó que sería prudente reducir el tamaño de las franjas de púrpura. Séneca, que al decir de Petronio había sido cuestor, no llevaba más que unos discretos galones. También era cierto que Tiberio le había visto las franjas, y si bien insinuó sus dudas sobre el derecho a llevarlas, ningún reparo puso al tamaño.
Pompeya, por desgracia, no era la ciudad rica y feliz que se veía en el foro y en las calles principales del centro de la ciudad. Cuando Mileto dio un paseo a solas, para tomarle el pulso, encontró motivos para contrariarse.
En algunas de las calles, las casas particulares y muchos de los edificios de departamentos podían competir con los de Roma: balconadas y terrazas, puertas suntuosas, columnatas, pórticos construidos con piedras y mármoles de las más codiciadas canteras testimoniaban con el lujo y buen gusto de sus ornamentos, una vida fácil, cómoda, agradable. Pero esas casas, cuyo emplazamiento no cubría sino una mínima, inapreciable parte de la superficie de la ciudad, pertenecían a familias romanas, que venían a Pompeya a pasar la temporada invernal. Preferían esta ciudad a otras de Italia porque en Pompeya, sin que les faltaran los alicientes de la Urbe, encontraban la paz y el halago campesinos tan caros al romano. Pompeya venía a ser una ciudad aldeana, un tanto basta y rolliza, vestida de metrópoli.
Pero el pompeyano, como buen agricultor, se recataba de exhibir sus riquezas; y contrariamente al gusto romano, vivía en casas que no mostraban al transeúnte sino un muro, casi hostil, con una sola e insignificante puerta a la calle. En Grecia sucedía cosa parecida. Pero la casa griega -pensaba Mileto- no disfraza con la sobriedad y desnudez de sus muros exteriores, riquezas ni halagos exorbitantes. Para el griego la casa no era más que el refugio transitorio de la noche, porque, de espíritu callejero, era en el ágora, en la vía pública o en la acrópolis donde se pasaba la mayor parte del día.
En Pompeya, no. En Pompeya, una vez traspasada la pequeña puerta del muro desnudo, se entraba en un palacio. Y sus habitantes atesoraban en él todo aquello que, además de tener un valor, cumplía una función decorativa: mármoles, metales, ricas cerámicas, muebles de maderas preciosas, mosaicos, pinturas.
Al principio, Mileto creyó que en toda la ciudad habría unas cuantas casas como la primera que visitó. Mas en seguida se cercioró de que esos ocultos palacios se repetían con una pluralidad y uniformidad abundante. Sin duda, la fértil campiña pompeyana daba los mismos ricos productos; el comercio se practicaba con idénticas ganancias, la industria producía con igual seguridad. Todo pompeyano debía de beneficiarse por una constante economía próspera que se reflejaba en sus casas en un patrón común de comodidad y lujo: semejante distribución de las habitaciones, muros decorados por el mismo estilo y con los mismos temas; igual profusión de muebles, muchos innecesarios; parecidas superficies de mosaicos… Todo, en conjunto y en detalle, se repetía un tanto sólida y machaconamente, como si respondiera a un solo gusto, a un modo y a una moda.
A Mileto le pareció Pompeya una ciudad hipócrita. Descubría que los ásperos muros que ocultaban los interiores señoriales enmascaraban también albergues de miserias, las sórdidas casas de los artesanos. El muro austero y desnudo de la fachada, que proporcionaba a la calle un aspecto sobrio y recatado, servía por igual a escamotear al ojo curioso del forastero, la miseria más degradante y el regalo más ofensivo.
Pretextando interesarse por un conocido imaginario, llamó a varias puertas con el mismo resultado. La puerta era siempre igual o parecida, sin que su tamaño, sin que ningún signo externo anticipara la sorpresa de su interior. Y unas veces aparecía ante sus ojos un espacioso atrio cubierto, la clásica entrada de la casa del pompeyano rico, y otras, por el contrario, el estrecho y oscuro pasillo que conducía a un atrio, flanqueado por sórdidos cubículos. En el atrio, hacinados, los artefactos y los trabajadores de la artesanía sobre un piso pestilente y sucio de los residuos de los materiales o preparados usados en la pequeña industria bien fuera de curtiduría, de tintes o lavado de togas; bien de la cerámica doméstica, de las conservas locales, de los molineros de tierras y fabricantes de pinturas. Familias artesanas, que si mal cabían en el atrio donde trabajaban, peor se alojarían en las raquíticas habitaciones, donde tenían que convivir en promiscuidad.
Los atrios de las casas ricas eran otra cosa. Entre la servidumbre dedicada a sus diversas tareas, campeaba el molino movido con el esfuerzo de tres o cuatro esclavos encadenados a la rueda. Para ahorrarse la vigilancia de un capataz, que sería más útil en el cuidado de otras faenas, los pompeyanos colocaban en la rueda un dispositivo de púas metálicas que tañían agudamente mientras la rueda estaba en movimiento. Con este dispositivo, dondequiera que estuviese el capataz se enteraba de si la rueda cesaba de girar, y así, látigo en mano, podía acudir inmediatamente a poner el oportuno correctivo.
Mileto se esforzó en encontrar sentido a lo que se le antojaba una sinrazón. Y no dio con él hasta que, de regreso a la casa, supo que el trabajo de la tierra estaba sujeto al más duro régimen de explotación esclavista, y esta fórmula rigurosa había pasado, como norma, a las demás manifestaciones de la vida pompeyana.
- Pompeya siempre tiene escasez de braceros -le decía el joven Cecilio Yucundo, hijo del banquero-. Si tuviéramos que adquirirlos en el mercado de esclavos, nos resultaría muy gravoso. Por eso en Pompeya se ha recurrido tradicionalmente a un expediente mucho más económico.
- ¿Más aún que comprar carne esclava? -se asombró Mileto. -Mucho más. Lo comprenderás cuando te diga que nuestros reglamentos municipales son muy puritanos y velan estrechamente por el mantenimiento de las buenas costumbres. Pocas ciudades podrán envanecerse del alto nivel moral de Pompeya. Aquí, cuando se celebra una escandalosa orgía, ocurre en una casa de las habitadas por los forasteros. Los pompeyanos, como buenos trabajadores, somos austeros…
- Sin embargo, me parece haber notado -opuso Mileto- que en Pompeya hay más tabernas y más burdeles que en cualquiera otra ciudad.
- No me extraña tu observación. Y a eso voy. Todos esos lugares de disipación o vicio son fomentados por las asociaciones de agricultores. Porque es en ellos donde se reclutan brazos jóvenes. Los vigilantes nocturnos hacen leva de cuanto mozo encuentran y los pasan a los agricultores por una módica cuota. Puedo asegurarte que los campos de Pompeya se enriquecen con centenares de jóvenes que durante el año pasan por la ciudad. Por su parte, los funcionarios del Registro son muy hábiles para simular traspaso de servidumbres…
- Pero eso es un crimen. Es convertir en esclavos a hombres libres. -Desde el punto de vista económico, que es al que estamos atentos los pompeyanos, la libertad y la esclavitud son meros accidentes. Todos los años hay un crecido porcentaje de esclavos que son liberados. Si en Pompeya (y supongo que en otras ciudades) no se hiciera lo contrario, se agotaría la mano de obra. He oído hablar de que en los puertos del Egeo no obran de distinta manera cuando se trata de reclutar remeros… Y los legados, cuando sus legiones son reducidas por alguna calamidad. echan mano de iguales recursos.
- Sí, pero eso es sabido y aceptado. Las levas que hace el ejército no desposeen al hombre de su libertad.
- Pero pueden quitarle la vida, que es algo peor…
- ¿Tú lo crees así? ¿Le has preguntado alguna vez a un esclavo si prefiere la vida a la muerte?
- No he hecho una pregunta tan ociosa, Mileto. Me ha bastado con ver cómo mendigan la medicina y cómo suplican la asistencia del curandero cuando están enfermos.
Ni Pompeya ni sus gentes acababan de convencer a Mileto. Estaba deseando que llegara Benasur para abandonar la ciudad.