YO SOY JESÚS, A QUIEN TÚ PERSIGUES

Saulo de Tarso y los suyos -hasta seis hombres-, cabalgaban por la calzada. A cinco millas de la ciudad de Damasco. Se encontraban, pues, a dos horas del almuerzo. En Cochaba, donde pernoctaron, no se les había ocurrido pedir que les preparasen alimentos. Se trataba de medía jornada y sin hostigar a las bestias estaban seguros de llegar a Damasco a la hora del prandium. Saulo conocía bien el camino porque muchas veces hubo de recorrerlo. Pero en esta ocasión bastó que a la mañana siguiente uno de sus hombres tuviera un altercado con uno de los camelleros que se alojaban en el mesón de Cochaba, para que la salida a Damasco tuviera que aplazarse por una hora. El camellero acusaba al fariseo de haberle substraído un medallón de hueso que había mercado en Damasco. Y después del escándalo siguió el bochorno del registro y del hallazgo del medallón en las ropas del fariseo. No hubo más remedio que dejar en el poblado al ratero. Le darían cincuenta palos. Por su gusto, Saulo le hubiera dado cincuenta flagelazos hasta dejarlo sin vida.

La persecución de los adeptos del Nazareno cada vez tenía más decididos y principales partidarios. Al mismo tiempo, a su lado, se alzaban los detractores de la represión. La noticia de un robo hecho por uno de los hombres de la guardia de Saulo, correría como agua en pendiente por todo el país palestino. Y las malas lenguas de los seguidores de Cristo, aumentarían al hecho la ganga de las calumnias, de las difamaciones. ¿Qué dirían ahora de ellos? «Saulo y los suyos ya no se dedican sólo a apalear a las gentes, ahora las roban.» Eso dirían. Y esos argumentos Saulo los había estado repitiendo una y otra vez, hasta la monotonía a sus hombres. Después, a media mañana, Saulo y los seis se recogieron en el silencio.

Pero Saulo no cejaría por eso. Si alguna acusación se alzara contra él, Saulo les mostraría las manos a los jueces diciéndoles: «Aquí están limpias como mi corazón de toda maldad. Honradas en el trabajo honesto. No negaré que ellas como mi corazón se han agitado por la violencia, pero yo he puesto la violencia al servicio del Señor».

Toda la mañana fue un continuo pensar en lo mismo y con iguales palabras. Y ante la idea de que los secuaces del pseudo Mesías propalaran el incidente del mesón, adobado con las peores calumnias, se avivaba en él la encendida aversión hacia aquellos sucios blasfemos.

Llegado el caso no habría por qué cumplir el expediente con el Sanedrín. En Jerusalén, principalmente entre los viejos doctores de la ley, siempre se encontraban gentes lentas, muy helenizadas, que gustaban de dar beligerancia y oportunidades al enemigo. ¿Para qué llevarlos a Jerusalén? En adelante llevaría sólo a los ensoberbecidos, a los que proclamaban su nombre de rancio linaje, pero a los otros, a las sabandijas, a esos que se escurrían babeando falsa humildad, cobarde resignación, mentida fe inspirada, a esos los aplastaría al borde del camino.

Y Saulo al llegar a estos pensamientos instintivamente se llevaba la mano a la espada, y sus manos se crispaban en la empuñadura. Sí, los peces gordos los reservaría para el festín de los leguleyos; pero él se entendería con la canalla. Resultaban además demasiado caros, porque ya en varias ocasiones después de llevarlos de un lugar apartado, de Antioquía y Damasco, principalmente, a Jerusalén, corriendo los gastos de manutención a cuenta del Sanedrín, no faltó algún viejo letrado que convenciera a sus compañeros de tribunal de que el compareciente no había pecado; y que era sencillamente víctima del «riguroso celo de Saulo». Encima, le achacaban a él la equivocación. Porque la canalla se había introducido en el Sanedrín y contaba con simpatizantes declarados como José de Arimatea o tácitos como Gamaliel, o encubiertos como el zorro de Benasur, cultivador de rameras con velo de cortesanas, fornicador honorario de Roma.

- Ya falta menos -oyó que decía uno de sus hombres.

- ¿Falta menos?, ¿para qué falta menos?

- Para llenar el estómago, Saulo…

- ¿El estómago? Es posible. He estado comiendo toda mi vida sin darme cuenta de que tengo estómago, Dimo. Tú has venido a revelármelo. En reciprocidad, ubre de burra, te diré que tú tienes cabeza. Y que más necesidad de alimento tiene tu cabeza que tu estómago. ¿Adonde va a dar lo que comes? Dime, ¿adonde va a parar? Y tú eres de los que te echas a la mesa sin lavarte las manos, como esos puercos que perseguimos. Y ahora dime tú adonde va a parar lo que alimenta tu cabeza.

- ¿Tiene estómago la cabeza? -preguntó Dimo, amoscado.

- La tuya sí, porque piensas con el ano -le repuso Saulo.

Los otros rieron. Y uno gritó: «¡¡Ruuubo!!» al mismo tiempo que picaba los ijares del caballo. Pero el caballo no quería dar un paso adelante. Y entonces ocurrió que el caballo de Saulo en segundo lugar, y uno tras otro, los demás se negaron a avanzar, poniendo eréctiles las orejas, piafando sobre el cemento de la calzada; igual que si hubieran husmeado el rastro de una fiera, igual que si sintieran la proximidad de un tremedal. La gritería salió de todas las gargantas. Y los hombres comenzaron a mirar a uno y a otro lado como buscando el motivo de la renuencia de las bestias.

Y sólo vieron que la luz del día se hacía más intensa, y que en un lugar frente a ellos se abría como un fulgor más brillante que el de siete soles.

- ¿Qué pasa? -preguntó alguien.

- ¡No pasa nada! -repuso autoritario Saulo-. ¡Dadles aguijón a los caballos!

Y él puso el ejemplo. El caballo se encabritó, y obedeciendo al castigo del acicate dio los primeros pasos. Y así hicieron los demás. Pero los caballos andaban de lado, y unos miraban como hacia las estribaciones del Antilíbano, que quedaba al poniente, y otros hacia la estepa que se extendía al levante. La luz cada vez se hizo más intensa, al extremo de que Saulo alzó el brazo al modo de pantalla para librarse de ella. Mas el caballo volvió a encabritarse tan súbitamente que Saulo vino a tierra, entre el alboroto de la caída de sus guardias. Antes de que Saulo tuviese tiempo de explicarse aquel extraño fenómeno, una voz que partía de la misma luz, una voz que hacía eco en su interior, como si todo él estuviese vacío hasta el infinito, le dijo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?»

«¿Por qué me persigues?, ¿por qué me persigues?, ¿por qué me persigues?» La frase se multiplicaba en mil resonancias interiores, se multiplicaba e iba perdiendo intensidad, pero sin dejar de ser audible, como si aquellas palabras estuvieran prendidas en el hilo invisible, inacabable del infinito. Y la frase llegaba hasta lugares de su interior insospechados, que parecía iluminar por primera vez aquella luz. Como si él, Saulo, su cuerpo y su conciencia hubieran perdido los límites, agigantándose en dimensiones mucho más inmensas de las que pudiera pensar.

«Por qué me persigues, por qué me persigues, por qué me persigues.» El, Saulo, no perseguía a nadie; él era un modesto judío, un infeliz fariseo. ¿A quién iba a perseguir él? Y menos al Señor Yavé, al poderoso Señor de los Cielos? Él, Saulo, siempre se había mostrado obediente de la Ley y siempre al servicio del Señor. ¿Cómo él iba a perseguir al poderoso Señor Yavé? Sus manos, sus pies, su cabeza y su corazón estaban insobornablemente al servicio de Dios…

«Por qué me persigues, por qué me persigues, por qué me persígues.» Y la voz iba tras la luz, y no había rincón de su intimidad, de su cuerpo que no alcanzara la luz, donde no resonara el mismo eco «por qué me persigues». Y entraba en los pulsos, y se iluminaban las arterias y las venas y en cada gota de sangre una chispa de luz y el mismo rebote: «por qué me persigues».

Sintió que se le iba el ánima, que el aire se espesaba como calcinado por aquella luz y que la vida se le iba de los pulmones. Que todos los flujos del cuerpo se le paralizaban. Y que un silencio inédito, de muerte lo rodeaba. Y miró rastreando la vista y veía las sombras de sus compañeros caídos y de las bestias, y sólo acertaba a distinguir claramente el perfil de luz que, como un bisel luminoso, las diferenciaba. Y en todas partes, la misma frase resonando: «por qué me persigues», sin extinguirse, sin morirse en un silencio que fuera alivio a la angustia que empezaba a invadirle.

Trató de mirar al centro de la luz, de donde había surgido aquélla demanda de fuego, pero no vio nada. Y entonces rastreándose, porque su cuerpo de tan grande tenía toda la pesantez del monte Hermón, queriendo escapar de aquella fuerza que al multiplicarle lo desintegraba, queriendo saber qué Dios, qué Espíritu, qué Fuerza nunca sospechada hasta entonces le recriminaba, balbució: «¿Quién eres, Señor?»

Y notó que el eco pluralizado hasta el infinito se extinguía. Y la voz de Él abría una nueva perplejidad én su confusión: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Duro te es dar coces contra el Aguijón».

No. No pudo verlo. La angustia se le iba. Y estas palabras no se multiplicaban como las anteriores. Se iba la angustia y la sangre y todos los humores volvieron a fluir por su cuerpo. Y volvió a tener sentido de su corporeidad. Pero en cambio se le secó la conciencia y sintió una sed enorme por volver a escuchar lo de «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Porque nunca sus oídos habían escuchado una Voz igual; tan plena de humildad, tan plena de potencia, «Yo soy Jesús; a quién tú persigues.» Cómo un alpha y omega. «Yo soy (este pobre) Jesús, a quien tú (poderoso Saulo) persigues.» Porque así era la humildad de la voz. Y al mismo tiempo: «Yo soy (este poderoso Jesús) a quien tú (impotente Saulo) persígues». Porque así era de soberana la voz.

Sintió que las mejillas le ardían, y que de los ojos ciegos, pero iluminados con la luz, unas lágrimas le escurrían. No sabía si eran lágrimas de sal o lágrimas de sangre. Eran lágrimas que le hacían recordar todos los perseguidos, todos los apaleados, todos los ofendidos, todos los sacrificados. Y sentía como un ansia incontenible de desaparecer, de desintegrarse, de convertirse en arcilla, en ceniza milenaria. En polvo de la calavera de Caín. Anularse… Pero a la vez, algo nuevo resurgía en él, una fuerza superior plena de graciosa vitalidad que le inducía a estar recreándose en aquella luz, en aquellas palabras. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues.» Porque ellas tenían la savia de toda una nueva, auténtica ley. Era, al cabo de los siglos, el diálogo del hombre con Dios. Era la posibilidad de que el hombre, todos los Saulos de la Tierra, permanecieran así en el suelo, de bruces, ciegos, pero con el consuelo del perdón. Porque él podía confesar, invirtiendo la frase, y el corazón se le sosegaba en una paz, en una dulzura que nunca antes había conocido: «Yo, Saulo pecador, soy quien te persigue; y Tú, Jesús, eres mi Señor». Sí, pero había que conquistar el perdón, había que obtener la absolución por todos los pecados, por todo el dolor y la sangre vertida, por todas las infamias, por la cerrazón de la conciencia, por la dureza del corazón.

Trató de incorporarse, alzó la cabeza hacia el resplandor. Y entonces vio a Jesús que le miraba con una infinita pena. Y viendo a Jesús tan pleno de majestad y al mismo tiempo tan afligido, le preguntó:

- Señor, ¿qué haré?

Y Jesús con sus propios labios, manteniendo el diálogo vivo, le respondió:

- Levántate y ve a la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer.

Ahora sí pudo incorporarse Saulo, como si las fuerzas que había perdido en la caída volvieran a asistirle. Pero la luz se iba, y con ella la figura de Jesús, y las tinieblas venían a sus ojos. Antes no había sentido la ceguedad porque la luz del Señor lo iluminaba, pero ahora la luz del sol se detenía ante sus ojos. Dio unos pasos vacilantes buscando a tientas el camino. Y dos de los suyos acudieron a cogerle las manos.

- Saulo, ¿estás bien?

No les contestó. No, no estaba bien. Ellos mismos veían que había quedado ciego. Y sin embargo, Saulo tenía en el rostro una expresión de alegría como pocas veces le habían observado. Y sonreía. Sonreía con una beatitud que el rostro, la fisonomía semejaban estar iluminados por una gracia especial.

Se pusieron en marcha. Condolidos, ninguno de los guardias quiso subirse a su caballo. Los llevaron de los ronzales, y dos atendieron a Saulo.

- Esto es un milagro -comentaba uno.

- No, esto es un castigo… -decía otro.

- Es un milagro y un castigo… ¿No viste el resplandor?

- Yo vi el resplandor y oí la voz y vi la figura de Jesús el que crucificaron… Y nosotros, por andar en los mismos negocios de Saulo, tendremos también nuestro castigo… ¿Tú, Zacarí, ves bien?

- Igual que antes de la caída…

- Pues si no ciego te quedarás sordo…

- ¡Qué tus labios se conviertan en sal!

- Y el que no quede sordo se quedará sin lengua.

- Que ése seas tú… ¿Nosotros qué? Nosotros somos mandados. Y si apaleamos a inocentes que su dolor les caiga a los culpables. Uno gana su salario. Y luego si uno lo está haciendo mal… Claro, que no tenemos culpa. ¿Acaso el Señor mencionó a Dimo, a Elias, a Hamon, a David, a Sam? Bien claro oí que dijo Saulo.

- Yo no oí nada. A mí no me pongas de testigo.

- ¿Y adónde lo llevamos?

- A nuestro barrio…

- Pero no con el Rabí…

- No con el Rabí… Lo llevaremos al mesón de Judas…

- ¿Al mesón de Judas? ¡Está en la vía Recta! El más caro de la ciudad.

- No seas tonto. Alguien pagará el hospedaje… ¿Quieres que te diga una cosa? Con Judas estará seguro… porque me huelo que el que persiguió será perseguido.

Saulo no oía nada. No oía porque estaba atento a las voces interiores, a las mil preguntas y mil contestaciones que surgían de aquellas escamitas de luz que habían quedado en su conciencia en el momento de la revelación. Y cuanto más preguntaba y más le respondían, más confusiones acudían a perturbarlo. Pero sí sentía. Apenas si podía unir una idea a otra, un concepto que se asociara a otro concepto; mas, sin embargo, los sentimientos, unos sentimientos nuevos, inaugurales, se encadenaban produciéndole a la vez que la tranquilidad el ansia por conquistar una paz absoluta.

Tenía ganas de llegar a la ciudad, a Damasco. Ansiaba despojarse de todas las sucias adherencias de su pasado. Más que olvidarlos, quería enterrar sus recuerdos, principalmente aquellos que estaban en función con sus actividades al servicio del Sanedrín. Todo esto le repugnaba como si de tiempo atrás hubiera estado indigesto de abominaciones, de aberraciones. No era cuestión de limpiarse el polvo del camino y lavarse el cuerpo. Había que cambiar de piel, de corteza. Hasta cambiar de nombre. Y abandonaría el de Saulo, perdido en la infamia de su obcecación y adoptaría el gentil de Paulo, como de niño le llamaban en Tarso. Dar un salto de la inocencia de la infancia a la revelación de la Verdad. De la ignorancia al conocimiento.

Él sería Paulo. Él sería nuevo en la fe del Señor.

- Vamos a entrar en la ciudad, Saulo… Te digo, Saulo, que ya llegamos a la ciudad… ¿No me oyes, Saulo?

- Te oigo, Sam… Pero antes que tú me dijeras que llegábamos a Damasco, yo había percibido su olor… ¿Te has fijado que Damasco a media tarde huele a datilera recién llovida?

- Sí, Saulo, todos lo hemos notado. Damasco huele a datilera recién llovida, ¿verdad, muchachos?

- Sí, sí, Damasco huele muy bien…

- Yo no digo que huela bien -preciso Saulo-. Yo digo que Damasco a media tarde…

- … huele a datilera recién llovida -contestaron los demás.

- No os burléis, amigos míos… Y no me llaméis Saulo. Saulo ha muerto a tres millas de Damasco. Y ha resucitado un nuevo hombre que se llama Paulo… A ver, repetidlo. ¿Quién ha resucitado?

- Un hombre que se llama Paulo…

- Oh, qué duro tenéis el corazón, muchachos. Habláis de rutina. como los saltimbanquis, como si leyeseis un libro que no os divierte o no comprendéis; como si recitaseis la nómina de los reyes de Judá… Vosotros que habéis visto lo que visteis, vosotros…

Entraron en la puerta del Sol Oriental. Un pretoriano de la guardia se adelantó a ellos.

- ¿Qué hacéis con este hombre?

- ¿No lo ves? Es Paulo que ha resucitado.

- Dejaos de bromas. Decidme qué hacéis con él.

- No te irrites con ellos, soldado -le dijo Saulo-. Veníamos a Damasco y en el camino he perdido la vista… No son maleantes. Es gente honesta.

- ¿Quién os conoce en la ciudad?

- Todo el barrio judío. Pero si quieres más informes -le dijo Dimo-, sabe que vamos a hospedarlo en el Mesón de Judas, en la vía Recta.

Se acercó otro pretoriano al grupo y preguntó a Saulo:

- ¿No eres tú, Saulo, el amparado con libelo del Sanedrín?

- Yo era.

- Así que has dejado de serlo. Y por ello vuelves a Damasco ciego. ¿Qué ha ocurrido, Saulo?

- Estaba equivocado. Y una venda se me ha caído de los ojos.

- ¡Qué buen humor tienes en la desgracia! Mejor es así, porque yo, primero que ciego, en la sepultura… Tantas idas y venidas en esto tenían que parar. De Palestina no hay que esperar nada bueno. Lo mismo se pierde la vista que se recupera. ¿Quién te la quitó a ti?

- ¡El Señor!

- ¡Vaya, vaya, vaya! Pues que el Señor Yavé te la devuelva pronto. ¡Idos en paz¡

La comitiva entró en la ciudad. Cuatro de los hombres de Saulo se despidieron de él. Uno de ellos le preguntó:

- ¿Contamos al Rabí lo que ha pasado?

- Contadlo si se lo contáis todo sin ocultar nada -y sacando de la bolsa las credenciales del Sanedrín, agregó-: Y dadle mi libelo. Decidle que Saulo ha muerto en la última jornada. Que otro hombre ha resucitado en la fe de Jesús, Hijo del Padre…

- De verdad, de verdad, ¿qué quieres decir con que otro hombre ha resucitado?

- Id a comer, muchachos. Llenad vuestro estómago. Después alimentad vuestra cabeza. Entonces entenderéis. Que el Señor os acompañe, y sed fieles en el testimonio de lo que habéis visto.

- Hasta pronto, Saulo. Que el Señor te cuide.

Los otros dos llevaron a Saulo al Mesón de Judas.