UNA NIÑA A LOS PIES DE ZEUS

El mundo era un absurdo; un absurdo tan sorprendente que Clío inauguraba en Olimpia su libertad. Nadie se preocupaba de ella. Alguna vez Benasur mandaba a un sirviente a su cubículo para saber si estaba en el Leonidaión o en la calle. Clío prefería la calle, donde se veían tantas cosas curiosas que provocaban su risa o su asombro infantiles.

Benasur por quién sabe qué sentimentalismo le había reembolsado las tres dracmas que le costara la lira y el juez había sentenciado al filósofo a pagarle dos dracmas y cinco óbolos como justa retribución al trabajo prestado. Como no le faltaba dinero, en cuanto salía a la calle dirigía sus pasos a la vía de los Triunfadores, al comercio de Arquígemes, el de los instrumentos musicales, para estarse allí largo tiempo mirando el arpa alejandrina que le quitaba el sueño. Quince dracmas. Y ella apenas si tenía seis y pico. Pero estaba ganando ya su salario. Al menos, eso le había dicho Benasur que, por otra parte, sólo había tenido paciencia para escuchar tres himnos de Píndaro y dos odas de Anacreonte.

El comerciante sabía cultivar a su cliente. No le preguntaba ni le importunaba con el gesto. Después que la niña se entretenía algunos minutos ante la mesa sacaba el arpa de la estantería y la ponía en sus manos sin hacer la menor alusión. Y así Clío, poco a poco, pues la britana visitaba la tienda mañana y tarde, fue perdiendo al instrumento aquel supersticioso temor que le produjo la primera vez. Y aunque no tenía la menor noción de cómo utilizarlo, llevada por su conocimiento de la lira, logró sacarle ciertas armonías. Luego le daba las gracias al comerciante y se iba. Arquígemes estaba seguro de que la britana se llevaría el arpa un día u otro.

Una tarde Clío se fue al Altis. Hasta entonces había sentido una inexplicable timidez ante la puerta, no obstante que estaba franca para todo el mundo. Pero el hecho de que el bosque sagrado estuviese cerrado dentro de la misma ciudad le imponía un poco. Esa tarde tuvo el ánimo más resuelto y entró en medio de un grupo de visitantes.

Nunca antes había estado en un jardín igual. Parecía un jardín hecho para niños, dada la cantidad de vendedores de juguetes y golosinas que recorrían en todas las direcciones sus veredas y avenidas. Nunca tampoco había visto tantos templos, esculturas y aras. Y cabezas en bronce y mármol sobre columnas que tenía su inscripción. Se detuvo ante una que llamó su curiosidad porque la cabeza parecía la del dios Heraklés. Decía así la leyenda:

Éste es Climon ganador del pancracio y de la lucha

en la CXXI Olimpiada.

Ten í a los puños de hierro y el corazón

de manteca. Con los puños venció

a sus rivales Policrates, pancracista,

y Siriano, luchador. Y tras

la victoria, murió al recibir la doble

corona de olivo, pues se le derrit ó

el corazón. Esta estatua se la erige su

ciudad nativa Megara, honrada con su victoria, defraudada con su muerte.

Desfiló ante una hilera de más de diez imágenes de Zeus en bronce con la Victoria y el cetro dorados. Casi todas eran del mismo tamaño y tenían la misma actitud. A los pies de la base, ofrendas florales. Una pareja que pasó al lado de Clío se detuvo a contemplar una de ellas. El hombre dijo:

- Todas estas estatuas del amado Zeus han sido costeadas con las multas impuestas a los atletas que faltaron a los reglamentos de los juegos. Afuera, cerca del estadio, hay diez veces más.

«¿Qué cosa serán los reglamentos?», pensó Clío. Y continuó la marcha.

Los pórticos que flanqueaban el Altis eran espaciosos, respondían en el columnario a un mismo orden arquitectónico: el florido de las hojas de acanto. A la sombra de estos pórticos se paseaban las gentes y entre ellas también aquellos seres extraños, sucios y entrometidos que se llamaban filósofos. Decían muchas extravagancias, pero su comportamiento era aún mucho más excéntrico. Desde el pórtico de los Agoranomos Clío vio el templo de Zeus. Por la amplia escalinata de mármol subían y bajaban muchos peregrinos. Frente al templo grupos de curiosos contemplaban el monumental edificio y en particular la Victoria alada que remataba el vértice superior del frontón.

Clío con paso decidido se dirigió a las gradas, y cuando iba a poner el pie en el primer peldaño una mano le sujetó el brazo.

- ¿Cómo te atreves a entrar en la casa de Zeus Olímpico sin llevarle una ofrenda?

- ¿Tú qué eres: filósofo o mercader?

- Yo soy un vigilante celoso de la ventura de los mortales. Llévale al amado Zeus Basileo estas flores, pídele con el pensamiento lo que desees, di las tres oraciones propiciatorias, y te lo concederá.

- ¿Eso es verdad?

- Tan verdad como la luz que nos alumbra.

- ¿Y cuánto cuestan las flores?

- Según el tamaño del ramillete. Y el ramillete debe guardar proporción con la magnitud del deseo que quieras que te cumpla.

Clío pensó en el arpa.

- Mi deseo es muy grande… Pero sólo tengo dos óbolos.

- No te preocupes, niña. Llévate este ramo… que Zeus magnánimo no tomará en cuenta la desproporción entre la magnitud de tus deseos y la parquedad de tu peculio.

Clío tomó las flores con un sentimiento de fervor. Y comenzó a subir las gradas diciendo para sí, con el pensamiento puesto en Zeus: «Padre Zeus, yo quiero el arpa; Padre Zeus, yo quiero el arpa».

Llegó al vestíbulo. Las puertas estaban abiertas, pero unas pesadas cortinas de cuero repujado, teñidas de varios colores entre los que predominaban el dorado y el púrpura, cerraban el paso. Avanzó hacia la derecha y traspuso el claro que quedaba libre entre la cortina y el muro del vestíbulo. Se sintió sobrecogida. La penumbra en que se encontraba la celia, el frescor que se experimentaba en el interior unidos al perfume intenso de las resinas aromáticas operaban inmediatamente sobre los sentidos. En la penumbra se destacaba la blancura ebúrnea, que se antojaba fantasmal, de la imagen, y los oros de su ropaje, los dorados de la verja, el electro de las gigantescas columnas luminarias.

Siempre había pensado que Zeus, el dios supremo del Olimpo, era grande, pero nunca creyó fuese tan grande como aparecía allí, sentado en su trono de ébano y auricalco, con aquellos ojos que atemorizaban por la luz múltiple que salía de ellos. Según se adelantaba hacia la imagen, resguardada por una alta verja de bronce, sentíase más pequeña y más intimidada. ¡Y qué hermoso era el amado Zeus! Imponía con lo augusto de la expresión, con la majestad de la actitud, con la arrogancia de la apostura. Pero no obstante esta grandeza, Clío observó que en el rostro de Zeus había la suficiente dulzura para confiar que escuchase su ruego. Y cuando después de extender los brazos comenzó a decir el himno propiciatorio -que prefirió a los ruegos que le aconsejara el hombre de las flores-, le pareció percibir que los labios del Dios, que al entrar le parecieron adustos, ahora sonreían benévolos. Y musitó: «Padre Zeus, señor del Olimpo, por favor concédeme el arpa alejandrina que tiene veintiuna cuerdas. Ya sabes cuál es».

Clío se hincó y puso las flores en la jardinera de bronce. Y poco a poco volvió a levantar la cabeza. Aún seguía sonriéndole Zeus. ¡Qué hermoso estaba con su rostro, con su pecho, con sus brazos, manos y pies de marfil; con la túnica de oro! ¡Qué grandioso entre aquellas dos columnas de electro en que se quemaban resinas aromáticas! Sí. Clío estaba segura de que Zeus le daría el arpa. ¿Qué importaban quince dracmas a un señor tan poderoso?

Clío metió la cabeza entre dos barrotes de la reja para alcanzar a leer la inscripción de la lápida de mármol que aparecía en la base: Soy obra del ateniense Fidias, hijo de Carmide. Y Clío completó la inscripción: «Que te ha hecho, padre Zeus, con tu ayuda magnánima».

Un cuidador del templo vino a sacarla de su soliloquio.

- No metas la cabeza ahí, niña. La imagen tiene treinta y cinco codos, y puede verse desde cualquier lugar del templo.

No se lo dijo con destemplanza, pero la britana se sintió cohibida. Dio unos pasos para atrás retirándose de la reja y tropezó con las manos extendidas de un señor. Éste protestó. Clío fue sorteando los grupos de peregrinos que invocaban a Zeus y llegó a la puerta. Allí, de espaldas a la cortina de cuero, volvió a mirar la imagen. Seguramente los ojos eran de turquesas y zafiros, a juzgar por los destellos que lanzaban.

La imagen era enorme, y el templo siendo aún mayor tenía las proporciones justas, sabiamente medidas para que Zeus aumentara en grandeza. Clío se preguntó cuando estuvo afuera cómo era posible que tan grande estatua cupiera dentro.

Se alejaba de las gradas, cuando oyó que le preguntaban:

- ¿Cómo te ha ido?

Era el vendedor de flores y ofrendas.

- Bien, muy bien. Zeus magnánimo me ha escuchado.

- Pues ahora paciencia y a esperar; porque has de saber, niña, que el tiempo de Zeus no es el tiempo de los mortales. Lo que para ti puede parecerte una eternidad para él sólo es un soplo. Por eso muchas veces los dioses no llegan a tiempo ni con sus bienes ni con sus consolaciones… Pero tú eres joven, y se cumplirá tu deseo antes de morirte.

A Clío se le cayó el alma a los pies. Aquel hombre también decía las extravagancias de los filósofos, pero éste hería más. «¡A esperar!» «¡Antes de morirte!» ¿Acaso no le había dicho el padre Zeus que sí con los labios, mientras sonreía?

Estaba segura de que el Dios supremo le concedería la gracia pedida. Pero, no obstante, las palabras del florista le removieron desazones y desconfianzas. Anduvo el resto de la tarde un poco melancólica. No dudaba que Zeus cumpliría con su petición, pero le disgustaba haber escuchado al florista. Se fue al ara de Cronos y por un cobre le pusieron unos adarmes de incienso en el hornillo. Mientras ascendía la columna de humo pidió: «Tú, paciente Cronos, padre del amado Zeus, haz que el tiempo camine más rápido en la voluntad de tu hijo».

Se compró un pastel de Ceres, que le supo muy sabroso y se montó en un caballo enano. Por un óbolo la pasearon por todo el Altis. Después, en el pórtico de Eco, se estuvo divirtiendo con otros niños. Uno le preguntaba: «¿Cómo te llamas?» y el eco, hasta por siete veces repetía: «amas, amas, amas». Ella contestó «Clío» y se avergonzó en seguida, pues por siete veces todo el mundo escuchó su nombre: «Clío… Clío… Clío…» Creyó que la miraban con soberbia, como si se dijeran: «Pero esta osada que así proclama su nombre, ¿no es aquella esclava que apenas hace un mes estaba en venta en el mercado de Antioquía?»

Sintió una sensación de fracaso, de culpa. Y a prisa abandonó el pórtico de Eco, se dirigió hacia los Tesoros. A medio camino se desvió hacia el Heraión que se alzaba entre laureles. No era un templo que llamase la atención, pero allí estaba la amada Hera, la esposa y hermana de Zeus magnánimo. Posiblemente Hera influyera en su señor marido.

Subió los tres escalones del templo. En el vestíbulo, una imagen de Hermes. Clío rió, porque algún bromista le había puesto al dios un lacito en el apéndice viril. Y entró en la cella.

La pareció menos grandiosa y proporcionada que la de Zeus. La imagen de Hera, pequeña y pobre. Y muy mal hecha. Quizá porque era muy antigua. La celia estaba más oscura que la de Zeus y no pudo ver si la cara y las manos de la diosa eran de marfil o de madera pintada. En los candeleros de cobre ardía el incienso.

Clío extendió las manos y oró. Y tras ensalzar a Hera le pidió que intercediera cerca del amado Zeus Basileo a su favor. Sin mucho convencimiento. Se le ocurrió pensar si Zeus y Hera no estarían enfadados. Por lo menos en Olimpia poco ascendiente tenía, a juzgar por el templo. No sería la primera vez que el padre Zeus estuviese enojado con Hera.

En el vestíbulo se detuvo ante la imagen de Hermes. Ya le habían quitado el lacito. La imagen le pareció de tan bien hecha, el dios vivo. Llevaba sobre el brazo izquierdo a Dionisos niño y lo entretenía mostrándole en la mano derecha un sistro con hojas de vid. En la base, en que figuraba el nombre de Praxiteles, vio infinidad de firmas hechas con tintas de diverso color. Esperó a que alguien le sacara de la duda, y al poco rato dos efebos se pararon ante la escultura. Se entretuvieron en leer los nombres, y por los comentarios que hicieron Clío comprendió que las firmas eran de atletas, principalmente de pentathlonidas a quienes Hermes había sido propicio. Los dos muchachos, que llevaban el distintivo de los discóbolos de Ática, echaron unas monedas en la urna petitoria. Clío extrajo un óbolo de la faltriquera y lo depositó murmurando: «Diligente Hermes, sé tan bondadoso de llevarme en seguida el arpa que te dará el amado Zeus Basileo. Vivo en el Leonidaión». Luego se arrepintió temerosa de que a Hermes le gustara el arpa y se quedase con ella. Hermes no era de fiar.

Continuó el camino. Estatuas y más estatuas. Aras y más aras. No faltaban tampoco las fuentes. Llegó, al fin, al Pórtico de los Tesoros y no pudo ver nada, pues estaban arreglando las salas para el día siguiente que se abrirían al público.

No se le olvidaban las palabras del florista. Decidió regresar, no fuera a ser que se hiciera demasiado tarde. Atravesó el Altis para salir por la puerta de la vía de los Triunfadores, la que daba casi por frente al taller de Fidias. Todavía tuvo tiempo a detenerse a contemplar una Artemisa, también firmada por Praxiteles. Mas aquí el cervatillo no era de mármol, sino de verdad, y daba vueltas en el recinto de una reja circular que aislaba la estatua. Unos niños le echaban de comer al cervatillo. Ella no llevaba nada que darle.

Salió a la vía de los Triunfadores. Ya no hacía el calor sofocante de las primeras horas de la tarde, y una muchedumbre transitaba en una y otra dirección. Comenzó a notar que desde que llegó a Olimpia oía los mismos nombres en todas las bocas: Trino, Pales, Delos, Tiphón, Crotas II, Anasarpio, Dido, Poliandro, Bakerón, Somisto. De tanto oírlos se le hacían familiares.

Echó un vistazo al comercio donde vendían el arpa. Hasta entonces se dio cuenta que llevaba el nombre de Arquígemes. Sin poder evitarlo los pies se le iban hacia la tienda. Quiso pasar de largo, pero cedió a la tentación de mirar de reojo el arpa. Le pareció que no estaba en su lugar. Se detuvo, mas al ver que el comerciante la miraba temió que le fuera a decir: «Ya he vendido el arpa». Echó a correr entre la gente. Llegó al pórtico del Leonidaión. Bajo la sombra se paseaban Mileto y Osnabal. Se detuvo tímida. Mileto le dijo malhumorado:

- ¿Por dónde andas, mocosa? Toda la tarde ha estado buscándote el señor…

- ¿Es que me quiere para algo?

- Te quiere para que no andes gastando la suela de las sandalias.

Clío subió al cuarto de su amo y llamó. Como nadie contestara abrió la puerta. El corazón le latió con fuertes sacudidas: ¡el arpa estaba sobre la mesita! Y Benasur, acostado en la litera. Supuso que dormía y avanzó de puntillas para no despertarlo. Era la misma arpa que había visto tantas veces en la tienda. Adelantó los dedos hacia las cuerdas. Sin querer las rozó.

Benasur, que no dormía, hizo como si se despertara.

- ¿Qué haces?

- ¡Señor…!

- ¿Dónde has estado toda la tarde?

- En los jardines del Altis…

- ¡Con el sol que está haciendo! ¿No ves que puedes coger una insolación?

Clío no se atrevió a responder. Se quedó callada. Y también Benasur.

El judío se acordaba de sus hijas Zintia y Mara, a pesar de la diferencia de edad entre ellas y la britana. Nunca sus hijas le habían interesado lo más mínimo, porque nunca tuvo por ellas el menor sentimiento paterno. Cuando él esperaba tres hijos -«espléndidos como tres soles», tal como se lo prometiera Zintia-, nacieron aquellas dos niñas rubias. ¡Rubias! No existían antecedentes de semejante pelaje entre la ascendencia de ninguno de los padres. Lo que nunca aceptó el judío fue la burla que aquellas niñas significaban a la ansiada primogenitura viril… Mas ahora, con la noticia del nacimiento de su hijo Benalí Kamar, todo parecía cambiar, como si este retoño estableciera ya unas ligas formales y sólidas en su descendencia. Fue este acontecimiento el que despertó su sentimiento de la paternidad que, poco a poco, iba extendiendo hacia el recuerdo de Mara y Zintia… Ahora tenían cinco años. Clío, trece. Cuando sus hijas tuvieran la edad de Clío, quizá se dieran un aire a ella: espigadas y rubias. El pelo rubio había entrado en la familia por la gracia del Señor, y Benasur ya no veía extraños, extranjeros, exóticos los cabellos dorados. Como los de la perdida cabellera de Clío.

Para Benasur, Clío continuaba siendo una niña. Y los sentimientos paternales que le despertaban las hijas ausentes los desviaba hacia Clío, como la más viva e inmediata depositaría. Clío tenía el pelo rubio. Como Mara, como Zintia… Por eso no supo contener la ira cuando vio que Anfisa había cortado de raíz la cabellera de la britana.

Esa tarde, después de la siesta, Benasur y Akarkos habían salido a dar un paseo hasta el Gimnasio de Pélope. El sol todavía picaba molesto. Pasearon bajo los toldos de las tiendas. Y al llegar a la de artículos musicales, Arquígemes le preguntó:

- Señor, ¿esa muchacha con la que te he visto pasear es tu hija?

- No. Es mi pupila. ¿Por qué me lo preguntas? -No me tomes por un entrometido. Sólo quiero decirte que esa muchacha tiene la protección del amado Apolo y de Euterpe. Toca muy bien la lira, tiene hermosa voz, vocaliza todos los acentos… Sería una magnífica lirista si estudiara un poco con maestros órficos o maestras sáficas. No te recomiendo a los panidas, por ligeros. Todos los días pasa por esta modesta tienda…

- Me imagino… Supongo que a ti te habrá comprado la lira. -Sí; pero lo que la seduce es el arpa alejandrina… El comerciante trajo el arpa para enseñársela. Akarkos, que como buen marino, no desconocía ningún instrumento que fuera grato a Poseidón, se puso a pulsar las cuerdas. Tarareó una vieja canción focense que se refería a las mozas que se hacen las rezagadas en el campo. El estribillo era el macho cabrío.

- No está mal… -dijo Akarkos-. El arpa es más sensual y al mismo tiempo más misteriosa que la lira… -Y al comerciante-: ¿Así que le gusta a la muchacha?

- Sí -repuso-. Y no vale más que quince dracmas… El tensor es de ébano y las incrustaciones de concha. Es un excelente instrumento.

Benasur dijo al mercader:

- Envíala al Leonidaión.

Cuando regresaron al mesón, Benasur buscó a Clío. No estaba. Preguntó a Mileto por ella. No sabía dónde se había ido. Se contrarió, pues deseaba ver la cara que ponía Clío cuando le diese el arpa. Optó por tumbarse en la litera hasta la hora de la cena. Y cuando llegó la britana se hizo el dormido para sorprenderle el gesto.

Ahora no quería decirle nada. Y Clío no se atrevía a salir del cuarto. Clío pensaba que el amado Zeus había atendido su ruego… y equivocado el cuarto.

- ¿Qué esperas ahí plantada? -le dijo Benasur al cabo de un rato.

- A lo que tú dispongas, señor…

- ¡A lo que yo disponga, y todo el día te lo pasas en la calle! En adelante no saldrás sola, ¿entiendes? No está bien que una muchacha de tu edad ande suelta entre tanto lobo…

- ¿Lobos has dicho, señor?

- ¿No lo entiendes? Entre tantos filósofos, timadores y maleantes como hay en Olimpia.

- Sí, señor… Y…

- ¿Y qué?

- Es que mañana… ¿Sabes, señor? Mañana empiezan las luchas infantiles, y yo quisiera verlas.

- Mañana se inauguran los juegos y tú irás adonde a mí me plazca. Y si te digo que te quedes en tu cuarto, pues no hay luchas que valgan.

- Tú mandas, señor.

- No es cuestión de que yo mande, Clío, Es cuestión de hacer las cosas como se deben. Y ya te he dicho que tú no eres una niña. Y hoy, después de la cena, antes de que se haga de noche, iremos a comprarte otros vestidos. Los que traes me dan vergüenza… Hay gente que cree que tú eres mi hija. ¡Anda, vete!

- Sí, señor…

Clío cogió el arpa y se dirigió a la puerta.

- ¡¡Clío!! -chilló el judío. La britana se asustó.

- ¿Qué mandas, señor?

- ¿Dónde te han enseñado a llevarte lo que no es tuyo?

- Nada me llevo que no sea mío… ¿O quieres que me quite las sandalias y el jitón que me compraste?

- No seas enredadora. ¡Te llevas el arpa, que es mía!

Clío apretó el arpa contra el pecho con instintivo impulso de propiedad.

- ¿El arpa? -balbució pálida-. ¡Es mía, es mía!

Benasur con sorna:

- ¿Es tuya? ¿Dónde y cuándo la compraste?

- No la compré. Me la dio Zeus magnánimo… Fui a verlo en su templo del Altis. Le hice la ofrenda, le pedí el arpa y me dijo que sí, que me la daría…

- ¡Maravilloso, Clío!… Así que Zeus magnánimo… ¿No dices tú que la vida es un absurdo? ¡Déjate de Zeus y de pamplinas, Clío, y pon el arpa donde estaba…! Ese arpa…

Benasur iba a decir «yo la he comprado», pero al ver la expresión de contrariedad, de angustia de Clío se detuvo. Y oyó:

- No blasfemes contra el amado Zeus, señor.

Benasur se incorporó en la litera. Se pasó la mano por el cabello. Después, como si acabara de despertarse, dijo:

- En ese armario hay una anforita y unas copas. Sírveme un poco de licor.

Clío, sin abandonar el arpa, hizo lo que le ordenaba. Benasur dio un trago.

- Mira, Clío, aquí hay algo que poner en claro. Atiéndeme bien: Esta tarde yo dormía la siesta, y en sueños (porque nosotros los judíos tenemos hermosos sueños), se me presentó el Señor Yavé, único Dios existente, que me dijo: «Benasur, aquí te dejo este arpa para una persona que la quiere. Cuando te la pida, dásela». Entonces yo le dije a mi Señor Yavé: «¿Y cómo he de conocer a esa persona, si no me das las señas?» Y el Señor Yavé me dijo: «La conocerás porque hará el saludo invocando mi nombre»… ¿Comprendes, Clío? En efecto, desperté y vi el arpa sobre la mesita. Y cuando llamaste a la puerta yo me hice el dormido, porque me dije: «Si es la persona de quien me habló el Señor, me saludará invocando su nombre…» Y resulta que eras tú. Y ahora, sin más explicaciones, te quieres llevar el arpa. Y luego dices que Zeus te la ha regalado. ¿No comprendes, criatura, que si Zeus te la hubiese regalado a ti la hubiera dejado en tu cuarto?

Clío pensó que en esto el amo Benasur tenía razón. Pero no en lo otro. Ella estaba segura de que el amado Zeus le había concedido la gracia pedida. Pudiera ser que ese Señor Yavé de quien hablaba Benasur fuera Hermes, heraldo de Zeus, y que en lengua palestina a Hermes le dijeran Yavé:

- Señor, ese Señor Yavé vino con el arpa cumpliendo el mandato de Zeus magnánimo.

- ¡No me hables de Zeus, que es una abominación! ¡Mi Señor Yavé no es ningún criado de los dioses gentiles, Clío. ¡Mi Señor Yavé es el único Dios verdadero!…

Clío movió negativamente la cabeza. Y pensó que no estaba bien que Benasur, persona tan principal y tan instruida, hablase con tanta irritación de los dioses. Y mucho menos de Zeus Olímpico, más poderoso que su padre Cronos. No, no estaba bien.

- Señor -dijo en tono conciliador-, si no me crees, duérmete y ya vendrá tu Señor Yavé a decirte que hagas bien las cosas, que es el padre Zeus quien manda el arpa y me la manda a mí…

Y Clío, muy segura y convencida de la prepotencia de Zeus, dejó el arpa sobre la mesa.

- ¿Puedo servirte en algo más, señor?

- Vete a tu cuarto, aséate y baja en seguida al comedor… -Y cuando Clío iba a trasponer la puerta, le preguntó-: ¿Te bañas todos los días?

- Todos, señor. Al levantarme…

- Es necesario que te acostumbres a lavarte las manos siempre que vayas a comer…

- ¿Para qué, señor?

- Para que los alimentos que te lleves a la boca no se contaminen con las impurezas de las manos. ¿No comprendes que dentro de tu cuerpo está tu espíritu?

Clío hizo un gesto afirmativo. Benasur concluyó:

- Voy a dormirme un rato para que me aclare el Señor Yavé esta situación.

Clío salió sin decir palabra.

Poco después Benasur le decía a Akarkos:

- Ni media palabra sobre el arpa. Llévasela al mercader y dile que la coloque donde la tenía. Y que si alguien se interesara por ella diga solamente: «Este arpa está separada para el Señor Yavé». Aunque sea yo quien finja querer comprársela. Procura que se aprenda bien el nombre de Yavé.

Akarkos cumplió el encargo y ya de regreso pasaron con Mileto y Osnabal al comedor. Ocupaban habitualmente un triclinio de dos alas. y como ellos eran cuatro, siempre tenían por compañía a dos huéspedes más, que solían ser miembros de las delegaciones de las ciudades participantes en los juegos. Clío no se reclinaba. Se sentaba en una silla, casi siempre al lado de Mileto. Pero esa tarde, Benasur ocupó el lugar de su escriba para tener cerca a Clío.

La britana llegó muy pulcra al comedor. La hora de la cena era la peor que pasaba. Aunque había presenciado muchos festines en casa de sus amos de Mitilene, jamás tuvo ocasión de hacer uso de los utensilios. Conocía los nombres de los cubiertos y de las distintas piezas de la vajilla, mas le resultaba difícil servirse de ellos. Se enredaba, se confundía. Y aunque ni Benasur ni sus amigos le hacían advertencia o amonestación, creía ver en ellos sonrisas burlonas. Sobre todo en Akarkos.

Al acercarse al triclinio se puso encendida. Y al ver que su silla no estaba al lado de Mileto su turbación fue mayor que la de otras veces. A lo mejor, aquellos señores habían decidido prescindir de su compañía.

Todos eran caballeros, señores importantes con muchos distintivos en los mantos y en las túnicas. El oro y las piedras preciosas brillaban en sus cuellos y en sus brazos. Cuando terminaban de cenar y comenzaban las libaciones de los brindis, los pajes les traían coronas de rosas, de laurel o de olivo. Algunos cantaban extrañas canciones acompañándose de la lira o de la cítara. Pero Clío nunca había visto en el comedor nadie que tañera el arpa.

- Tu silla está ahí, Clío -le dijo Mileto señalándole el lado de Benasur.

Clío tuvo que dar un rodeo al triclinio, que fue un motivo más de azoro. Y se sentó al lado de Benasur tiesa y seria. Los señores hablaban de los juegos, de los atletas, de los équites. Mileto preguntó a uno de los desconocidos que esa tarde compartía la mesa común, si el antioqueno Delos tenía alguna posibilidad de ganar. El otro dijo que todos los pronósticos daban a Bakerón por ganador de las carreras de caballos. Después hablaron del certamen escénico. Hasta ese momento los jueces continuaban deliberando. Y no se sabía si darían esa misma noche el nombre del triunfador o lo dejarían para el día siguiente «pues aunque existen antecedentes de proclamar los nombres de los triunfadores de los certámenes artísticos, antes de los juegos -dijo uno de los huéspedes- generalmente se respeta la tradición de no darlos a conocer hasta después de la ofrenda en el ara de Zeus». El día antes se habían concluido el concurso de bandas de trompetas, y también se reservaron el fallo. Uno de los huéspedes se enzarzó en una discusión con Mileto. Se declaró partidario de Aristo, porque este histrión había interpretado Electra dentro de las tradiciones clásicas, mientras que la interpretación de Dido abundaba de innovaciones no siempre acertadas. El huésped se oponía a la máscara adoptada por Dido. Y aducía: «En doscientos años nadie se ha atrevido a cambiar la expresión ni las características mímicas de la careta que Lisípido creó para Electra». Benasur, que no quería participar en la discusión, le dijo quedamente a Clío:

- Estabas equivocada, Clío. Me he dormido, y el Señor Yavé se me apareció en sueños y me dijo: «Me llevo el arpa, Benasur, pues la persona a quien estaba destinada no es grata a mi corazón, porque no supo invocar mi nombre».

Clío palideció. Apenas si pudo murmurar: -Entonces…

- Cuando me desperté el arpa había desaparecido. ¿Ves cómo estabas equivocada? Y ahora yo me pregunto: ¿Cómo es posible que Clío, a quien conocí en un mercado de esclavos, a quien di la libertad, a quien doy vestido, mesa y techo, pague mis deferencias tratando de llevarse un arpa? Si carece de dinero para comprarla ¿no tiene confianza para pedírmelo?

Los ojos de Clío se pusieron acuosos y dos lágrimas estaban prontas a correr por sus mejillas. Lo que menos le importaba era el arpa. Lo que le dolía era que así se deshiciera aquel milagro que le había realizado el padre Zeus. ¡Estaba tan hermoso en su trono! Le había sonreído con tanta dulzura. ¿Quién era aquel mal espíritu de Yavé que se había interpuesto entre la voluntad de Zeus Olímpico y su deseo? Contra ella, que quería aprender a tocar el arpa para cantar el Himno Viejo a Zeus Hellenios.

Benasur ya no hizo ningún comentario, y en el momento de los brindis -en que los cuatro amigos abandonaban indefectiblemente el comedor- el judío oprimió cariñosamente la mano de Clío y le dijo: -No te aflijas, Clío… Si tantas ganas tienes de un arpa no faltará una tienda en Olimpia donde las vendan. Te prometo comprarte una más hermosa que la que esta tarde trajo el Señor Yavé.

No, Clío no quería un arpa mejor. Quería precisamente aquélla, porque aquélla tenía ya muchas miradas suyas, porque la había tenido varias veces en sus manos, porque la había pulsado, porque conocía de memoria los dos tritones hechos con incrustaciones de nácar; en definitiva, porque ese arpa se la había concedido Zeus Omnipotente.

Cuando salieron al pórtico, Mileto, Osnabal y Akarkos no sabían cómo separarse de Benasur y la muchacha. Ellos pensaban ir al barrio de Alcibíades, al otro lado del río, y que era el barrio licencioso de Olimpia. Desde muy antiguo el barrio fue conocido con el nombre de Citerea, pero en la época de Alcibíades, este fanático de las olimpiadas hizo construir allí un palacio. Como fueron muchos y muy repetidos los triunfos de Alcibíades, la zona de su palacio vivía en un continuo festival. Si no tenía guerra o aventura política por medio, Alcibíades llegaba a Olimpia dos meses antes de los juegos con un fantástico tren de carros y caballos, corredores y caballerangos, preparadores y gimnasiarcas. Arrastraba con él la corte de aduladores y amigos. Y tras éstos, las cortesanas encubiertas con el título de sacerdotisas de tales o cuales templos y ciudades. Cubriendo a este ejército de gente ociosa y libertina, la legión de criados, músicos rapsodas, danzantes, poetas y filósofos. Los banquetes y orgías para celebrar los triunfos continuaban uno o dos meses después de los juegos. La ciudad de Olimpia nada pudo oponer a estos excesos, puesto que el barrio de Citerea y el palacio y las caballerizas de Alcibíades quedaban fuera de los límites de la ciudad. Cuando el estadista se refugió en Frigia y sus propiedades fueron confiscadas, el arcontado de Elis vendió el palacio de Olimpia a un mercader que hizo de él mesón nocturno para toda clase de libertinajes. Y el nombre de Alcibíades a través de seculares olimpiadas fue imponiéndose al nombre de Citerea. Y hoy el barrio de Alcibíades con sus placeres y licencias constituía una atracción para los ricos ociosos que llegaban a Olimpia, tan grande como la de Zeus Olímpico, como la de la sala secreta del taller de Fidias, como la de los gimnasios, arenas, estadios, hipódromos, etcétera.

- Tú, Benasur… ¿te llevas a Clío? -le preguntó Mileto. -Sí, voy a comprarle ropa.

El escriba rió con cierto disimulo. Conocía lo suficiente a Benasur para saber que el judío antes de desnudar a las mujeres las vestía. Era un placer inicial como cualquier otro. Costoso, sí; pero Benasur podía pagarlo. Pensó que no importaba mucho que Clío fuese una niña todavía, pues dada la lentitud con que se generaban las pasiones en Benasur, podía esperar desahogadamente dos o más años. Benasur operaba como las serpientes: primero las hipnotizaba y después se las engullía. Lo curioso era que despertando interés y hasta amor en las mujeres, casi nunca cedía a quien se insinuaba, y prefería buscar por su cuenta y gusto la mujer más difícil -como Raquel-, más desdichada -como Zintia-, más pretenciosa -como Anfisa- o más inocentona e insípida como Clío, para sacarlas de su quicio, de su mundo, traerlas al suyo y modelarlas a su modo a golpes de atenciones y de menosprecios, de liberalidades y rigores. Y luego acostarse. Y en seguida de acostarse, aburrirse de ellas. Pero, eso sí, dejándolas a buen recaudo y bien situadas. Como cosas propias, en las que nadie podía poner la mano.

- Bueno, pues que Hermes os sea propicio -dijo burlonamente Mileto-. Nosotros daremos una vuelta por el Altis.

Porque una de las cosas que no se le podía decir a Benasur era que tres hombres relativamente jóvenes y solos necesitaban refocilarse de vez en cuando. Repugnaba a su moral de fariseo todo erotismo mercenario. Por eso él adornaba tan prolija y suntuosamente sus aventuras, para hacerse la ilusión de que en ellas comprometía honestamente su corazón.

Esto pensaba Mileto de Benasur. Pero si hubiera sabido que el navarca se mostraba interesado por la britana sólo por un sentimiento paternal, el griego habría pensado que su jefe y amigo estaba ya entrando en la senectud.

Benasur y la muchacha se fueron por la vía de los Triunfadores adelante. Benasur tuvo buen cuidado de escoger el lado opuesto al que se encontraba la tienda de artículos musicales. Y cuando pasaron frente a ella miró de reojo a Clío. El arpa estaba allí. Antes de llegar al gimnasio de Pélope se hallaban las tiendas de ropa. Benasur llevó a Clío a la que le pareció mejor. Y en cuanto el mercader se acercó a él, le dijo:

- Vísteme a esta niña como es debido. De pies a cabeza; con prendas para la casa, para el triclinio y para la calle. Seis vestidos para cada ocasión y su calzado respectivo.

Clío era todavía una niña, pero ya estaba en edad de comprender lo que aquel despliegue de túnicas, jitones y peplos suponía. Pero se alegraba mucho más por saber que había un hombre, un señor, que tenía para con ella aquellas atenciones que nunca antes conociera. Así eran los padres que más querían a sus hijos. Y Clío sentía recibir bajo una mirada fría y una voz áspera las ternuras escondidas de un padre.

Cuando Benasur vio a la britana con un peplo del más puro estilo dórico pensó: «Qué bien hará en Garama, ya con el pelo crecido, llevando de cada mano a mis dos hijas». Porque Clío estaba bonita con el peplo.

Benasur no prestó mucha atención a la ropa. No entendía mucho de ropa infantil. Dejó que la eligieran de mutuo acuerdo Clío y el mercader. Sólo intervino para oponerse a la adquisición de una túnica que le gustaba a la muchacha, y que llevaba en el cuello y en las mangas unos vivos de seda.

- No está bien la seda en una niña… Ni tampoco me gustan esas sandalias con el cáñamo purpúreo; mejor elige unas que lo tengan dorado.

Luego le dio al comerciante la dirección donde debían de llevarlo todo.

Al regreso, Benasur tomó la mano contraria y a media vía pasaron por la tienda de instrumentos musicales. Vio que Clío echaba una mirada al arpa, y él, haciéndose el distraído, exclamó:

- ¡Vaya! Mira ahí un arpa como la que quieres.

La britana miró alternativamente a Benasur y al comerciante, no sin cierto azoro. Benasur preguntó:

- ¿Cuánto vale ese arpa?

- Es alejandrina -dijo Arquígemes-. Vale quince dracmas. Pero siento no poder vendértela, porque ya está separada por el señor Yayé - concluyó pronunciando muy mal el nombre de Dios.

- ¿Del señor qué…? -replicó Benasur.

- Yayé. ¡Yayé!

- Será Yavé -dijo el judío rectificando la pronunciación.

- Bueno, pues sí, Yayé como tú dices…

- ¿Y no tienes otra igual?

- No hay otra en toda Olimpia… Tengo ésta…

El comerciante se agachó y anduvo manipulando en una caja. Al fin, sacó otra arpa algo más grande, pero con el mismo número de cuerdas. Tenía guarniciones de auricalco y el tensor era de electro. En la base, un ribete florido de marfil. La puso en las manos de Clío.

- ¡Púlsala!

La britana la pulsó con desgana.

- ¿Cuánto vale? -preguntó Benasur.

- Cuarenta dracmas…

El navarca fingió escandalizarse del precio. Le dijo a Clío: «Mucho dinero». La muchacha devolvió el arpa sin ningún pesar. Los ojos se le iban tras la de quince dracmas, tras la que ella había creído suya en la tarde.

- Te dormiste, niña… Si hubieras traído hoy en la mañana a tu padre, sería tuya. Pero ahora no puedo. Ahora es del Señor Yayé…

Clío reaccionó preguntando:

- ¿Y quién es el Señor Yavé? ¿En qué templo del Altis está?

El comerciante se encogió de hombros.

- No lo sé, niña… En Olimpia hay más de setecientos sacerdotes, ¡vete a saber quién es Yayé!

Se alejaron de la tienda. Benasur le dijo:

- No hagas preguntas impertinentes. Ese mercader es un gentil, como tú, que desconoce que el Señor Yavé es Dios y Padre único, creador de todas las cosas -y bajando la voz, casi al oído-, más poderoso que Zeus… que sólo es una mentira.

Clío enrojeció de rabia, pero no dijo nada. Desde que llegó a Mitilene siendo muy niña, no había oído hablar más que de Zeus, de Hera, de Artemisa, de Apolo, de Hermes, de Ares, de Dionisos, de Afrodita, de Heraklés… Y ahora, al decir de Benasur, que era tan principal e instruido, todos esos dioses no existían. Sólo Yavé. El Señor Yavé. Y el Señor Yavé -eso sí que era cierto- tenía separada el arpa.

Ya cerca del Leonidaión, Clío preguntó:

- Dime, señor, ¿cómo se invoca al Señor Yavé?

- ¡Ay, Clío, será muy difícil para ti! Tendrías que reconcentrarte como lo harías ante la imagen de Zeus, apartada de todo pensamiento grosero, y cuando sintieses tu alma conmovida, decir: «¡Oh Tú, Señor, soberano de la tierra, del mar y de las alturas, mueve tu poderosa voluntad hacia mí y concédeme el arpa alejandrina! Yo te saludo, Señor Yavé, como la más humilde de tus siervas. Gloria a Ti en las alturas, Señor».

Y tras una pausa, le dijo:

- Como son muchas palabras, lo mejor es que hoy duermas pensando en el Señor.

Benasur dejó a Clío en su cuarto. Después salió a la calle para recoger el arpa. Cuando regresó al mesón, Clío dormía profundamente. Bajó al piso en que estaba su cuarto. Salió a la terraza y se reclinó en una litera. A lo lejos, tras el Alfeo, se veía la pequeña luminiscencia del barrio de Alcibíades.