EL JOVEN CALÍGULA

Como solía ocurrir, Tiberio no recibió inmediatamente a Benasur. El navarca dedicó el resto de la mañana a aposentarse en las dos alcobas que le dispuso el mayordomo. El dormitorio tenía ventana al mar, resguardada de la intemperie con vidrios. La sala era amplia, provista de un pequeño triclinio y un nicho con libros. Le extrañó ver entre ellos un ejemplar de Ars Amandi, de Ovidio, el proscrito de los cesares.

Contra lo que solían decir los maldicientes de Roma, la sobriedad regía la vida en la villa tiberiana. El prandium, para evitar motivo de reunión y de holgorio, se servía a cada huésped en sus habitaciones. Sólo a la hora de la cena podía verse a los invitados reunidos. Y esto casi siempre que estuviera presente el César.

Por la tarde abrió el tiempo, y cuando Benasur, después de la siesta, cruzó el jardín rumbo a las termas, respiró aliviado. Capri con sol era uno de los más hermosos retiros que podían encontrarse en el mundo.

Y ver el cielo luminoso, sentir la tibieza del sol, le hicieron desechar las ideas deprimentes que le asaltaron durante la mañana. Él tenía pensado ver al César para obtener una regularización del status de Garama; principalmente, para conseguir el beneplácito de Roma a la dinastía de los Benasures. Pero la carta recibida en Leptis Magna le hizo dudar sobre los motivos que tendría Tiberio para llamarlo a Capri.

Y saber por boca de Cornelio que miembros de la Comisión Naval eran huéspedes del César, le indujo a suponer que el negocio era especialmente naviero. Posiblemente, dada su condición de asesor de dicha Comisión, querían conocer sus puntos de vista respecto a la piratería en el Mar Rojo.

A la vista del sol concluyó por admitir que nada grave pasaba y que Tiberio continuaría favoreciéndole con su confianza.

En el vestidor de las termas se encontró a Cayo César. Tuvo la impresión de verle más alto y más peludo que la vez anterior. No simpatizaba con el ahijado de Tiberio. Había algo de taimado y también de larvado en el joven, que repugnaba a Benasur. Sobre todo, sus preguntas capciosas. En lo único que coincidían era en la aversión que los dos sentían por los caballeros del Orden ecuestre.

Cayo César estaba completamente desnudo, y con el movimiento de los citaristas se rascaba la pelambrera del pecho. Parecía que se contaba los pelos o se tiraba de ellos pulsándolos. Prestaba mucha atención a su vellosidad. Al oír las pisadas de Benasur, alzó levemente la cabeza, miró de reojo y sin dejar de rascarse exclamó con la misma voz del histrión Floro cuando interpretaba el papel de Tais en el Eunuco, de Terencio:

- ¡Hola, hola! ¿Es Benasur de Judea quien turba la serenidad de mis ojos?

A lo que Benasur repuso:

- ¿Acaso es Cayo César quien se busca el piojo?

El príncipe, con la cabeza gacha, rió sordamente, con más veneno que alegría.

Desde la primera vez que se conocieron se tutearon, sin mencionar ninguno de los títulos de tratamiento. Por el contrario, como los estibadores del Tíber y las prostitutas del foro, se cruzaban palabras canallescas. Cayo César con mucha mayor procacidad que Benasur, pues el navarca debía medir sus palabras, de modo de que el insulto o la censura fuese a la persona y no a las instituciones que Calígula encarnaba.

- No me busco el piojo, Benasur, que para esos menesteres te tengo a ti…

Calígula se creyó gracioso y alzó la cabeza para reír. Benasur le tiró una de las toallas que traía:

- Tápate el sexo, abominación de Príapo; que me repugna ver tus desnudeces danzar al son de tus carcajadas…

- ¿Qué más, qué más? ¿No has visto que ninguna escultura griega tiene los testículos mayores que los míos?

- Tampoco ninguna tiene tus patas de avestruz ni tu pecho de chimpancé.

Calígula cambió súbitamente de expresión, y sus ojos se clavaron en el cuello de Benasur. Sus ojos, apagados y hundidos, adquirían a veces un extraño fulgor, como abrillantados por una fiebre interior. Cuando se quedaba mirando así, la boca se contraía en un rictus de enajenado, el labio inferior se le hundía en un gesto entre infantil e idiota. Benasur no sólo lo veía alto y más peludo, sino también más grueso, con anticipos de una obesidad innoble que empezaba a redondearle el cuello, los hombros y la parte superior de los glúteos.

- ¿Qué miras, babosa de cloaca?

Pero Calígula no contestó ni parpadeó. Continuó mirando atentamente al judío. Benasur se llevó la mano al cuello con cierta aprensión. El joven dijo, al fin, con voz muy queda, como salida del fondo de su mirada, del mismo fondo de la superstición:

- No traes tu pectoral… ¿Dónde lo has dejado? Sabes que me gusta tu pectoral… -Y más quedamente, tras mirar a todos los lados, percatándose de no ser oído, agregó-: Cuando sea emperador, te lo arrancaré… ¿Me oyes, Benasur? Yo mismo te cortaré la cabeza y te arrancaré el pectoral… ¿De quién dijiste que era tu pectoral?

- De Hiram, sarnoso; de Hiram, rey de Tiro…

Benasur sabía que a Cayo César podía aplicarle todos los epítetos, menos llamarle Calígula, cabrito u oso germánico.

- Cuando sea emperador te mandaré comparecer ante mí con tu traje de navarca fenicio, con todos tus adornos y aderezos. ¿Sabes que cuando te vistes de navarca, de tan suntuoso e inflado pareces la burra preñada que sacan en la procesión de Cibeles?

Volvió a reír. En realidad, Calígula no escuchaba a la gente. Sólo oía, y en esta aplicación del sentido auditivo jugaba papel el humor en que estaba. Por tanto podía oír de Benasur los mayores dicterios si no los escuchaba; pero se revolvía furioso, saliéndole espumilla de hidrófobo por las comisuras de los labios, cuando se sentía desagradablemente aludido. Era también muy difícil saber qué palabras podían desagradar a Calígula. Pero soportaba a Benasur. Lo sabía amigo de su tío abuelo, y esto bastaba para que frenase cualquier impulso de violencia.

- Vamos al caldarium -dijo Calígula. Y mientras Benasur accedía, le informó-: ¿Sabes que eres afortunado? Dentro de una semana se celebran luchas gladiatorias en Pompeya. Te invito a mi pulvinar… Pero manténlo en secreto. No le digas nada al César…

Benasur, cautamente, no contestó. Y como el joven había caído va en su manía, no cesó de hablar de los juegos gladiatorios:

- Verás a Festo… ¿Nunca lo viste pelear? Por su diestra corre la sangre de Jove. Yo daría cinco onzas de mi sangre julia por una sola de la sangre de Festo…, pues has de saber que me gusta manejar el gladio… ¿Me oyes? Hablo tan bajo porque no quiero que alguien más que tú escuche y vaya con la noticia al César.

Entraron en el caldarium. Calígula continuó hablando de gladiadores. Decía que Festo se retiraba y que tras el combate de Pompeya se presentaría en otro más de Siracusa y en un último en Roma… Que para estos combates ya no había ninguna localidad gratuita, pues las gentes las habían vendido a precio de oro. Que todo el señorío de Roma seguiría a Festo en esta gira de despedida.

Benasur apenas si le atendía. Pensaba en la desgracia del Imperio en cuanto Tiberio muriese, si Calígula subía al solio. No creía a Roma tan encanallada como para conservarlo en el poder. Calígula no pasaba de ser un cretino con chispazos agudos, insólitos, a veces de una profunda inteligencia como los que suelen tener los dementes. Pero un hombre que oscilaba entre el imbécil y el loco no podía regir un imperio. Tenía muy penetrante el sentido de la simulación y podía mantenerse horas enteras fingiendo el papel que considerase conveniente. Mas en cuanto su pensamiento daba en las frivolidades del circo, de anfiteatro, de la escena o de los juegos gimnásticos, perdía el sentido de la hipocresía y alardeaba de sus fatuas vanidades ante las gentes. Entonces se convertía en un joven candido y confiado, enternecido a cualquier lisonja.

A Benasur no le gustaba el lento proceso del baño romano. Estuvo unos cuantos minutos en el sudatorium y se fue en seguida hacia el frigidarium. Al pasar por el vestidor se encontró con Cneo Pompeyo, Emilio Lépido y Sixto Afro, que pertenecían a la Comisión Naval. Pompeyo y Lépido lo saludaron con cordialidad, pero Sixto Afro, que desde el primer día que lo conoció había mostrado su aversión a los judíos, le distinguió con su estudiada sequedad.

- ¿Sabes, caro Benasur, que nuestro amigo Marco Appiano está enfermo? -le dijo Pompeyo.

- No. No sabía nada. ¿Qué es lo que tiene?

- Anda con los humores revueltos…

A Benasur, que viajaba desde hacía más de diez años con el médico Osnabal a su lado, le produjo gracia, aunque no sorpresa, que el descendiente de la gran familia patricia se explicase de modo tan vulgar sobre la afección del senador Appiano. Y no pudo contener la pregunta:

- ¿Cuáles humores, caro Pompeyo?

- Los del frío… -repuso el senador.

- Hemos tenido un invierno muy crudo en Roma -informó Lépido-. Los físicos dicen que no hay peor ciudad para la salud que Roma…

- ¡Bendita Roma! -suspiró Sixto Afro sin entrar en la conversación.

- Pero, aparte de los humores, tú sabes que anda delicado de un pie… Pues Appiano tuvo la mala suerte de estar husmeando en la Basílica Argentaria cuando se derrumbó el muro poniente… -informó Pompeyo.

- ¡Cómo! ¿Se derrumbó…? ¿Y qué le sucedió a Appiano?

- Uno de los cascotes le cayó en el pie…. Anduvo cojeando varios días. Y la herida aún no le cicatriza. ¿Acaso ignorabas lo de la Argentaria? Por fortuna, la gente estaba apiñada en el mostrador de rústicos; si no ¡quién sabe qué hubiera ocurrido…!

- Y ahora, ¿en dónde se especula?

- En la Basílica Emilia… Los hombres de negocios están allí de prestado. Y va para rato, porque el César, que desea descongestionar el foro, ha encargado que se hagan los planos de una nueva Basílica Argentaría, que se emplazaría en el Campo de Marte. No la verán nuestros ojos. ¿Estás aquí de paso para Roma?

- No, he venido atendiendo una cita del César -dijo el navarca.

Cneo Pompeyo hizo un gesto de comprensión. Después dio tres saltitos gimnásticos. A Benasur le pareció ridículo. El senador conjeturó.

- Tu presencia en Capri nos convence de nuestras sospechas… El César nos reserva problema náutico. ¿Tienes idea de cuál puede ser? - se interesó Pompeyo.

- Supongo que la piratería del Mar Rojo.

Benasur no quería continuar la conversación sabiendo que Calígula no tardaría en entrar en el apodyterium. Se disculpó con los senadores y pasó al frigidarium. El navarca sabía que ante un posible enemigo, como podía serlo Sixto Afro, no había mejor conducta que la prudencia de la boca cerrada.

En la piscina no estaba nadie. Sólo, a la puerta que daba al cuarto de los linos, un criado cubierto con un ceñidor en la entrepierna. Benasur dejó la toalla en manos del criado y se echó al agua al modo de los pescadores de perlas de Philoteras, hundiéndose a plomo. A los pocos minutos llegó Calígula, que, sentándose en el borde de la piscina, comentó:

- Ya manchaste el agua, Benasur. Huele a perro judío.

- El que a ti te deleita, Cayo, que me sigues con tanta tenacidad… Supongo que echas de menos el sudor de los gladiadores…

- ¿De quién me decías que era tu pectoral?

- Del rey Hiram de Tiro… Has tenido muy sabios pedagogos, pero tu cabeza es de corcho. Del rey Hiram de Tiro… Si tanto te gusta ¿por qué no me lo compras?

- ¿Tú me lo venderías?

- Sí. Debes saber que yo sé el precio de las cosas. No te quedes corto.

- ¿Cincuenta julias es su precio?

- Fallaste, Cayo. No olvides que es del rey Hiram…

- ¿Acaso cien?

- Cuando tú seas emperador, alteza, con el pectoral del rey Hiram podrás reclamar tus derechos al trono de Siria…

- Siria es provincia romana…

- ¿Pero no te gustaría siendo emperador coronarte rey de Siria?

- Dime cuánto quieres por el pectoral…

- ¿Te parece bien que te cobre por él lo que me cueste hacer una copia?

- ¿Y tú, zorro Benasur, osarás ponerte una copia de una alhaja que lleva Cayo César?

- ¿Por qué no? Te advierto que todos los navarcas fenicios llevan idénticos pectorales. Sólo que el mío es el original de Hiram.

- ¿Dónde lo robaste?

- Tú no sabes que yo soy por veintisiete generaciones descendiente de Hiram.

- Todo el mundo sabe, Benasur, que tu abuelo era pescador en Tiberíades.

- El linaje de los Hiram, de los Assur, de los Mir, que son mis linajes, vinieron a menos y mi abuelo tuvo que conformarse con un mar y una actividad menores. Cierto que mi abuelo pescaba en Genesaret, pero lo hacía con redes de seda y remos de plata.

- La estirpe de los Assur, de los Hiram, es cananea, que repudian los judíos. Y tú eres judío de sinagoga y de tu dios Yavé.

- Cierto lo que dices, pero una rama de los Assur, primos de los Hiram, se asentó en Jerusalén cuando Salomón construyó el templo, y desde entonces mi linaje es judío por veinte generaciones… ¿Tú sabes quién fue Salomón?

- Ya no conozco más historia que la que se escribe en griego, Benasur. ¿Por qué te empeñas en fastidiarme con tus linajes? Todos los linajes de las naciones sujetas a Roma han desaparecido. ¿Intentas decir que el linaje de los Benasur es más antiguo y legítimo que el de los julios, el de los claudios?

Con malicia o ignorancia, Calígula había formulado la réplica implicando en ella a la familia imperial. Benasur contestó con cautela:

- ¿Cómo voy a pretender mezclar lo humano con lo divino, alteza? Mi linaje es humano por siete veces siete generaciones. Mi linaje se pierde en los siglos del siglo sabático. Y el tuyo, el de los julios y Claudios, apenas si llega al siglo de los cien años…

Calígula, escuchando a Benasur, se había puesto pálido, con una mueca de despecho en el rostro. El labio inferior lo tenía más remetido que nunca.

- ¿Sabes que estás blasfemando, Benasur? El tuyo más limpio linaje que el del César?

Benasur rió. Calígula, irritado, se llevó la mano al pecho y comenzó a tirarse del vello.

- ¡No te rías y contesta!

- Te digo que yo no mezclo lo humano con lo divino. El linaje de los julios, de los claudios, que es tu linaje, es linaje divino. Y los linajes divinos no tienen antigüedad, pues ellos se pierden en lo infinito de los tiempos. ¿Qué vale el linaje de un miserable mortal, como Benasur, ante la esclarecida estirpe de Cayo César, que desciende de Venus por línea de los julios y de Eneas por vía de los claudios?

- ¿Tú lo crees? -preguntó Calígula con una expresión más amable.

- Lo creo y lo aseguro.

Calígula se dio por satisfecho. Por lo menos, comprendió que no había podido meter en la trampa al judío. Y no hablaron más del asunto porque en aquel momento entraba del vestidor un criado buscando a Benasur para decirle que el César lo recibiría media hora después.

Cuando Benasur se presentó al César, tuvo que disimular un gesto de asombro. Lo encontraba muy desmejorado, con aquella cara de momia que le vio el primer día, en la villa del campo vaticano.

Se saludaron sin mayores formulismos, con unas frases respetuosas por parte del navarca, sin dejar de invocar, como tenía costumbre, al Señor. No podía decir que el César se mostrase regocijado de verle, aunque sí dejaba entender que no le desagradaba la visita. Sin poder reprimirlo, Tiberio crispaba los dedos de la mano derecha, mientras la izquierda, que era la de su natural actividad, permanecía quieta, como entumecida o anquilosada.

Tiberio se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo. Después aspiró abundantemente e hinchó el pecho. En seguida, invitando a Benasur a que se sentara, le expuso:

- Te he llamado para dos asuntos diversos. De uno de ellos hablaremos esta noche, después de la cena, en una junta que tendré con los miembros de la Comisión Naval y en la que deseo que tú estés presente… El otro se refiere a Garama. -Tras una pausa, continuó-: He sabido que ha sido coronado in útero el príncipe Benalí Kamar, hijo tuyo y de la Reina madre, la princesa Zintia… Y yo al saberlo me he preguntado: ¿cómo es posible que mi caro amigo Benasur de Judea no haya invitado a César Tiberio ni al Senado romano a tan fausto acontecimiento?

A Benasur se le enfriaron las manos. Y aunque había dado por supuesto que el César se enteraría de todo lo ocurrido en Garama -pues para ello y con toda intención había invitado al rey Ptolomeo de Mauritania-, nunca creyó tener que dar explicaciones de lo ocurrido de un modo tan personal y directo al Emperador. Así que, cogido de sorpresa, prefirió ganar tiempo con un rodeo. Y preguntó, haciéndose el contrariado, a Tiberio:

- ¿Acaso tú, oh César, no recibiste la participación de mi boda con la princesa Zintia?

- Sí, hace bastante tiempo. Y respondí a ella con un presente. ¿No ha sido así?

- Cierto, majestad… Después creo haberte escrito diciéndote que la princesa Zintia había sido proclamada Reina madre de Garama…

- Sí, recibí la carta… ¿Qué obstáculo existía, pues, para que Garama invitase a Roma a la coronación? -replicó con cierta sequedad Tiberio.

- Mis dos comunicaciones, majestad, iban escritas de amigo a amigo.

Tiberio hizo un gesto de desaprobación. Se volvió de lado y se quedó mirando a través de la ventana al mar, donde la vela de una nave recibía de pleno los rayos oblicuos del sol. Murmuró:

- Sabes muy bien, Benasur, que tu amigo Tiberio es el Emperador de Roma, y que es difícil, aun en la amistad más privada, eludir su personalidad cesárea. Pero haciendo caso omiso de mi majestad, el amigo debe sentirse desatendido con tu conducta.

- ¿Por qué crees que he llegado tan pronto a Capri, majestad? Porque recibí tu carta en Leptis Magna; porque antes de que tú me llamaras yo venía a Roma a informarte de todo cuanto había ocurrido en Garama…

- Una cosa es que me informes de lo que no te pido y otra cosa es que no me hayas invitado a lo que la amistad esperaba.

- ¿Cómo invitar al amigo sabiendo que él es el César? ¿Con qué derecho el Gobierno de Garama, que sólo tiene una soberanía de jacto iba a invitar a Roma, que tiene una tutela de jure?

Tiberio sonrió de un modo casi imperceptible, sin abandonar su mirada de la nave. Sonrió porque el judío, en su habilidad por escurrirse, se había cogido los dedos planteando el único punto de la cuestión que interesaba resucitar el Emperador. Y sutil, también él se permitió hacer rodeos:

- Dime: ¿tu esposa Zintia es princesa jerosolimitana?

- No, majestad: es alhuma.

- ¿Alhuma? Desconozco esa naturaleza.

- Una raza de los pueblos perorsi, de la Getulia…

- Comprendo -apenas murmuró Tiberio.

Benasur no quedó satisfecho con la ambigüedad del Emperador. Además continuaba sin mirarle cara a cara. Al fin decidió declararse:

- Bajo el reinado del rey Fileo el Grande, los pueblos alhumas pertenecían a la Corona de Garama… como en la actualidad. Por eso mi esposa fue proclamada hace tres años Reina madre…

- ¿Por qué insistir sobre los derechos de tu esposa, que no pongo en duda, Benasur? Lo que me extraña es que mientras el César no es invitado a la coronación, el Gobierno de Garama extrema sus atenciones con el embajador de Artabán de Partía.

Tiberio se volvió y se quedó mirando fija, escrutadoramente, a Benasur.

- Debiera felicitarse de ello tu majestad. ¿Acaso la presencia de un invitado de Roma hubiera animado al embajador de Partía a invitar a tu amigo Benasur a visitar la corte de Artabán?

Los dos hombres quedaron mirándose con una segunda u oculta inteligencia. Benasur observó que la contestación no desagradaba al César. Éste sacó de la bolsa un pañuelo muy perfumado y se lo llevó al rostro para enjugarse la serosidad que continuamente le transpiraba. A pesar del perfume, el pañuelo, impregnado de aquella materia, despedía mal olor. El judío echó mano al bolsillo para sacarse el perfumador, pero se contuvo.

La muerte se cernía sobre la cabeza de Tiberio. Se antojaba tan próxima y acosadora porque el César no hacía más que abrir los párpados que, contra su voluntad, pugnaban por cerrarse. Parecía sostener una esforzada lucha contra la muerte que quería avecindarse en sus ojos. Pero Benasur, no obstante esta observación, veía que el poder de Tiberio estaba en toda su vigencia, en toda su fuerza. Tras las instituciones que lo mantenían en el trono, se expandía el terror.

Tiberio dio unos pasos y posó su mano sobre el hombro de Benasur:

- Resulta muy oportuna la posibilidad de que tú puedas visitar la corte de Artabán, Benasur.

Y en seguida, cambiando de tono, pero no de expresión, dijo:

- Así que tu linaje se ha aupado en el trono de Garama… ¿Tú sabes, Benasur, cuáles son los derechos de Roma sobre Garama? Hace años, cuando el bandido Tacfarinas comenzó sus depredaciones en la Numidia, tuve que enterarme al detalle del status en que se encontraba la cuestión. Abumón, rey de los garamantas, ayudó a Tacfarinas con un ejército regular. Abumón, pues, estaba realizando actos hostiles contra Roma. La conquista de ciertos pueblos del reino, principalmente de Cydamos, se realizó en tiempos de mi llorado padrastro el divino Augusto. Aunque el reverenciado Augusto cortaba, como tú sabes, alas y ambición a la clase senatorial, dejó que el negocio de Garama fuera de exclusiva incumbencia y beneficio del Senado. Al divino Augusto no le gustaba el desierto. Yo, por prudencia, sigo fielmente las normas de mi llorado padrino. Pero esta apatía nuestra ha ensoberbecido en más de una ocasión a Garama. De jacto, no de jure, Garama ha recobrado su soberanía, sin que mediara entre ella y Roma ningún acuerdo especial que normalice, que legalice esta peregrina situación…

Tiberio sonrió al modo apático que era su natural. Pero aun en la sobriedad de la actitud podía descubrirse la particular afición que sentía por el navarca. El judío no había logrado descubrir en Bética las prometidas minas de oro con las que se lucraría el Emperador, pero daba en cambio regalías tan jugosas y limpias por las concesiones imperiales, regalos tan cuantiosos y dádivas tan generosas "para obras de asistencia", que le era difícil a Tiberio regatear al navarca su distinción y preferencia cesáreas.

- Comprenderás, caro Benasur, por qué me complace que seas tú quien influya en el reino garamanta, pues así podremos arreglar lo pendiente. Hubo ya en las postrimerías del divino Augusto un intento de arreglo. Se firmó un convenio mediante el cual Garama recobraba su autonomía a cambio de la tributación de cien elefantes y cincuenta camellos anuales por espacio de treinta y siete años. Roma quería que el período fuera de cincuenta años, pero los negociadores garamantas adujeron que no era su costumbre firmar compromisos mayores a los años sabáticos, y como el gobierno estaba ya en el duodécimo año del período sabático que consta, como sabes, de cuarenta y nueve años, se veían imposibilitados de comprometerse al tributo por más de los treinta y siete años. El espíritu de Roma es tan liberal, que aceptamos. Y Garama tributó sólo el primer año. Después se olvidó de su compromiso, animada por la campaña que se hacía en Roma en contra de los juegos del anfiteatro. Se llegó a decir en el Senado que debían cerrarse las aduanas romanas de la Numidia y de la Libia a todas las bestias que venían de esas comarcas, destinadas casi siempre a engrosar los viveros de los anfiteatros.

Tiberio volvió a mirar hacia el mar, y tras un breve silencio, dijo:

- Bien, caro Benasur. En tu mano está hacer a tu esposa un espléndido regalo. Puedes llevarle, firmado por mi mano y sellado con mi anillo, el reconocimiento definitivo de la soberanía garamanta por parte de Roma, a cambio de la recíproca amistad y adhesión de Garama al Imperio… Y para no dejar burlado el tratado hecho en vida del llorado Augusto, podemos llegar a una fórmula de modo que con una sola tributación, puramente simbólica, el Palatino se dé por satisfecho en su derecho y Garama rescate su servidumbre.

Benasur pensó lo que otras muchas veces: que Tiberio era erudito en jurisprudencia y sutil en las insinuaciones a que le impelía su insaciable codicia. Aludir al Palatino era decir que el beneficiario de la tributación simbólica era él, el propio Tiberio. Cuando las tributaciones simbólicas se hacían al Senado, podían reducirse a una moneda de plata que se recibía con ceremonia en la Curia. Pero tratándose de una tributación al César, había que andar con pies de plomo a fin de no irritar con la decepción su personal codicia.

- La solución que propones es perfecta, magnánimo Tiberio. ¡Oh! ¿Cómo podré yo pagar tantas atenciones, las exquisitas cortesías que haces a tu humilde amigo? Bien dices que es un espléndido regalo el que podré hacer a mi esposa, la Reina madre de Garama. ¿Cómo corresponder a tu generosidad?

Bien conocía Benasur el precio de las favores del César. Bien caros le costaban. Y el César bien halagado se sentía con las reciprocidades del navarca judío. Así que éste dijo con el aplomo adquirido en la práctica del soborno:

- Aunque tú, César, pienses en un as de cobre como tributación simbólica (que yo, bienamado Tiberio, sé a los extremos que llega tu generosidad), no podrás oponerte a que por esta vez yo marque la contribución, que por muy crecida que te parezca nunca será de la importancia del don que tú acabas de regalar a Garama. Yo, César, fijo el tributo en el valor en oro de doscientos elefantes y cien camellos, pues tú no querrás que tan nobles bestias sean sacadas de comarcas donde son útiles en los transportes y en los trabajos de bosque y de cantera.

Tiberio, sonriente, contestó a Benasur:

- No puedo desairar a tan caro amigo en sus manifestaciones de sincero agradecimiento, y antes de darle una negativa que pudiera contristarle el corazón, me someto a su deseo, aunque para ello deba forzar mi natural repugnancia a los excesos. Regocíjate, pues, caro Benasur, de que el Palatino acepte de tu mano el tributo de cincuenta mil denarios oro, que supongo es lo que vale la cuota de camellos y elefantes que tú has marcado.

Benasur sudó frío. Y ahora sí echó mano al perfumador que se llevó a las fosas nasales. Conocía bien el precio de cualquier mercancía, y no ignoraba que el precio de cien camellos y doscientos elefantes con los colmillos íntegros no pasaba en el mercado de Garama de mil quinientos denarios oro.

El César, ya satisfecho de la hemorragia abierta en la bolsa del judío, lo despidió hasta la hora de la cena.