LIBRO VII
SUSA
EL LECHO DE PLUMA
La hora de la siesta en el mes de agosto había sido siempre igual para Fraates. Tumbado en una litera permanecía en una pesada somnolencia, mientras dos pajes cuidaban de su comodidad: uno, abanicándole con un haz de plumas que al mismo tiempo que removía el aire caluroso espantaba a las moscas; el otro, pasándole una esponja húmeda por el tórax y el abdomen, que servía tanto para enjugarle el sudor como para refrescarle la piel. Pero las moscas, a pesar del cuidado del paje, insistían en acudir voraces al abdomen. Fraates se había acostumbrado tanto a la ineficacia del paje como a la pertinacia de las moscas. Y sabía que un resoplido potente que llegara a desviar las plumas ahuyentaba también por unos instantes a las moscas. Los resoplidos no eran lo bastante continuos para mantener a raya a las moscas.
Esto sucedía en Tigranocerta, la capital fundada por T igranes II, llamado el Grande, quien, apenas hacía un siglo, animó a pensar a los armenios que su rey era capaz de fundar un nuevo, colosal imperio. Mas después de unas campañas felices, las cosas vinieron a menos, Tigranocerta declinó y una ciudad que iba para capital de Asia se quedó reducida a unas cuantas edificaciones monumentales en medio de un villorrio. Entre sus grandes edificios sobresalía el palacio real, de imponente fachada de mármol, al gusto helenizante, con unos salones residenciales de piedra y estuco, y con una profusión de habitaciones de adobe, que habrían sido de nobles y ricos materiales si la fortuna hubiera acompañado a Tigranes el Grande.
Hoy Tigranocerta no es más que la sede de una satrapía. Y el palacio asiento, casa del sátrapa Hierón. En este palacio se hospeda Fraates, sátrapa de Armavira. Un criado viene a interrumpirle la siesta para anunciarle:
- Señoría: ha llegado a las puertas de palacio un extranjero que se dice Benemir y que pregunta por el gran Farasmanes.
El gran Farasmanes es el primo de Fraates. El gran Farasmanes es hermano de Mitrídates Hibero, proclamado rey de Armenia después de la muerte de Arsaces, hijo de Artabán.
- ¿ Qué pinta tiene ese sujeto?
- Aunque no trae otros bultos que las bolsas de viaje, parece más bien un mercader.
- Entérate con disimulo si no está piojoso. Si te satisface, hazlo pasar con cualquier pretexto al patio para que yo pueda asomarme y ver de quién se trata… ¿Dices que pregunta por Farasmanes?
- Sí, señoría.
Fraates cerró los ojos. Volvió a sentir sobre el cuerpo el roce de la esponja, y cuando oyó rumor de voces en el patio se levantó perezosamente para asomarse a la ventana.
Torció el gesto. Los viajeros no le gustaron nada. ¿Qué cosa buena podía llegar a Tigranocerta estando el país revuelto? El individuo se hacía acompañar de un paje. Los dos tenían aspecto de vagabundos. Dos acémilas de cabalgadura y una de carga donde llevaban las bolsas de viaje. Torció el gesto porque conjeturó que los dos individuos traían más piojos que oro.
Cuando el criado volvió a la sala, el sátrapa le preguntó:
- ¿ Y para qué quieren ver a Farasmanes esos desgraciados?
- Dicen que para un asunto de extrema importancia.
Fraates se echó de nuevo en la litera. Decidió que pasada la siesta, antes de la cena, recibiría al extranjero para averiguar qué asunto traía con Farasmanes.
- Mira, alójalos en las caballerizas. Que se aseen en la pila. ¿De dónde vienen, del poniente o del levante…? ¡Con tal de que no sean escitas… ¡
- Supongo, señoría, que vienen del sur.
- ¡Peste de árabes! -refunfuñó Fraates. Hizo una seña al criado para que se fuera. Cerró los ojos. Susurró-: Maldito calor…
El criado los condujo hasta las caballerizas y les dijo que podían alojarse en un cubículo de caballerango que por cama tenía un montón de paja. Clío no le hizo ascos y se dejó caer molida. Benasur no estaba menos cansado, pero lo disimulaba. Con la ayuda del criado bajó de la acémila las bolsas de viaje. Le dio una moneda y le rogó que les diera pesebre a los animales. Después se puso a sacar la ropa y los útiles de aseo de las bolsas, que colocó aprovechando unas tablas y unos clavos, único ajuar del cubículo. Se llevó el perfumador a la nariz.
- Te prometo, Clío, que hoy dormiremos sobre colchonetas de pluma.
La britana no contestó. En mes y medio de viaje, de azarosa expedición ¡se lo había dicho tantas veces! Y cada noche parecía aguardarles un peor alojamiento. Muchas habían dormido a la intemperie, y no habían sido las peores. Para Clío aquel viaje resultó ser una pesadilla, no tanto por las fatigas y penurias pasadas, sino por las humillaciones sufridas. Cada sacrificio o renuncia de Benasur le hería el corazón. No comprendía cómo persona tan principal, de su poderío y orgullo, se resignase a las afrentas y a los menosprecios con tan abnegada, sumisa expresión. ¡Qué diferencia del Benasur del Aquilonia, siempre tan pulcro y refinado, tan orgulloso y autoritario, con este otro hombre paciente, dócil a toda incomodidad!
Clío frecuentemente se mostró arrepentida de haber insistido tanto en acompañar a Benasur. Ella lo había hecho con la intención de cuidarlo, de servirle de distracción y compañía en el viaje que iba a emprender. Porque Anfisa, al llegar a Lequeo, se negó con lágrimas y prolijas razones a acompañarlo. Benasur, comprendiendo la necesidad que la seléucida tenía del salario, optó por mandarla a Garama en compañía de Osnabal. Como dama de la reina. Fue entonces cuando aceptó que Clío lo acompañase. Pero no de muy buena gana… Y Clío en cuanto pasaron la Puerta Cilicia en la sierra del Tauro tuvo ocasión de arrepentirse al ver que más que una ayuda ella representaba un estorbo para Benasur.
Haciendo grandes rodeos, buscando la seguridad o eludiendo la sospecha, estuvieron en un sinfín de pueblos y ciudades: Carras, Sura; atravesaron el Eufrates para ir a Niceforia, bajaron por la Mesopotamia hasta Seleucia del Tigris y la inmediata Ctesifón… y de ahí vuelta a subir, siempre en zigzag, simulando las más diversas condiciones: mercaderes, vagabundos, limosneros, rapsodas… Entraban en los mesones y unas veces con el arpa y otras con la lira se ganaban el sustento; no porque Benasur no llevase algún dinero, sino por no despertar la codicia ni la sospecha. En Niceforia se habían presentado en palacio preguntando por Farasmanes, pero éste a pesar de las reiteradas razones que dio Benasur, no quiso recibirlos. Tuvieron que abandonar Niceforia rehuyendo la amenaza de ser apaleados…
- ¿ No quieres lavarte, Clío? Aquí fuera hay una pila… El agua está limpia y mejor es que lo hagamos ahora antes de que traigan a los animales a abrevar.
Clío dijo que no podía levantarse, que mejor al otro día o en la noche, cuando el agua volviera a estar limpia.
Benasur se lavó. Primero el torso, después las piernas. Luego se friccionó la cabeza con aceite aromático y se vistió con la mejor ropa que tenía, muy ajada por el viaje.
Desde que el Aquilonia los dejó en Tarso éste era el primer momento de alivio que experimentaba. Por lo menos ya tenían el pie puesto en el palacio de Hierón. Lo demás dependía de él. Hasta entonces no había hecho más que desesperar, morderse el orgullo, aguantar menosprecios, sufrir privaciones sin cuento. A cambio de esto, pudo obtener una información directa, experimental del país y sus gentes; de cómo había sido derrotado el rey Artabán; de cómo el pueblo acogía la noticia de la próxima coronación de Tirídates. Todo estaba perdido, pero por eso mismo, porque todo habría que hacerlo de nuevo, si él encontraba un palmo de tierra firme donde pisar, podría convertirse en el arbitro de la situación y dar un nuevo curso a los acontecimientos.
Sabía que una buena parte del ejército rebelde estaba en manos de Fraates e Hierón. Y sabía más: que Abdageses, el padre de Sinaces -el hombre de confianza de Roma-, a la par que perdía popularidad en el país ganaba el favor del futuro monarca. Fraates e Hierón habían sido encargados de mantenerse en sus satrapías para asegurar el orden en la retaguardia. Quizá esta medida no tenía mayor alcance que la de su función. Pero Benasur conocía el natural de los hombres y sabía manejar los resortes que ponen en marcha las pasiones. No dudaba de despertar la desconfianza y la ambición de estos dos sátrapas.
Respecto a Artabán, derrotado apenas dos semanas antes, no tuvo tiempo más que para salir huyendo. Zisnafes no había llegado con el nuevo armamento. Quizá estaba organizando un ejército en Susa. Pero en tales circunstancias, con un rey huido, no cabía confiar mucho en Zisnafes. Porque con el fin de defender la satrapía de su padre el rey Melchor -que era su heredad-, quizá se animara a aliarse a Tirídates y jurarle obediencia, o por el contrario, dando pábulo a su ambición se arriesgara a levantarse con las miras puestas en la conquista de Partia en personal provecho.
Artabán no era la primera vez que perdía el trono. Pero podía ser la última. Pues si ahora al rey no le faltaba la malicia de los años mozos carecía de ímpetu y del entusiasmo de la juventud. Gracias a esa malicia se libró de caer en manos de Farasmanes, cuyas fuerzas le pisaban los talones. Su estratagema fue hacer en la huida un cierto rodeo para dirigirse a la fortaleza de Garnifa donde era sabido que en sus arcas secretas guardaba un tesoro, y en el harem de la fortaleza muchas mujeres. Este cebo fue eficaz, y primero Farasmanes y después Sinaces y por último Abdageses y Tirídates, unos tras otros, fueron cayendo en la trampa de su propia codicia. Tres días tardaron en dar con las bóvedas secretas y violentarlas, pues ignoraban el artilugio de su apertura; tres días de trabajos y tres noches de orgías, ya que Artabán les dejó con las mujeres buenas cantidades de bebidas. Algunas ánforas envenenadas sólo atosigaron a los pobres degustadores de oficio. Y cuando abrieron al fin la bóveda no encontraron más que la cantidad suficiente de dinero y de joyas para sembrar en los cuatro hombres la primera simiente de la discordia. Pues Abdageses tomó, como financiero de la rebelión, la parte del usurero. Mientras tanto esos tres días los aprovechó Artabán para huir con más desahogo hacia Hircania, acompañado del pequeño séquito de sus más fieles oficiales.
Dando a Artabán por derrotado, los rebeldes se dirigieron a Seleucia del Tigris a preparar las ceremonias de la coronación. Se ganaron la obediencia de Haramán, el surena de Artabán que estaba en Ctesifón. Querían que el surena, en su calidad de guardatronos de Partia, coronase a Tirídates, cosa que impresionaría a los partos, especialmente a aquellos que se mostraban todavía renuentes a ponerse bajo los estandartes de Tirídates, pues el rumor popular decía que el estandarte era de Tirídates, pero la corona de Abdageses.
El objeto inmediato de Benasur no se limitaba sólo a hacer fracasar a Tirídates sino a evitar que del lado parto surgiera un patriota de esos que luchan por la bolsa propia, que proclamara que «ni Tirídates ni Artabán, sino yo que represento a la tradición»; y se alzara con el Imperio. En nombre de la tradición siempre se daban cuartelazos. En este caso, todo el negocio de las concesiones estaba perdido. Y ese patriota lo mismo podía ser el príncipe Gotarces -del que no había vuelto a saber nada-, o Zisnafes -que tenía en su poder el nuevo armamento-, o el propio Garsuces, que alegaría como derechos legítimos ser el parto mejor enterado y capacitado para ponerse a la cabeza del Imperio.
Por todo esto la posibilidad que había de restituir al trono a Artabán era mínima y sutil, tan endeble y minúscula que podía deshacerse con el soplo de una palabra. Esta oportunidad era también una prueba para Benasur: saber si estaba acabado o todavía tenía fuerza y habilidad suficientes para rehacer de la nada un imperio. En el primer caso no le quedaba otro remedio que dar media vuelta y regresar a Garama fracasado. A vivir el resto de sus días como esposo de la reina, como padre del rey. Sólo de pensarlo se le cortaba la soberbia, produciéndole un escalofrío.
Cuando un criado vino por Benasur para conducirlo ante la presencia de Fraates, Clío dormía profundamente. El navarca, en previsión de que su entrevista se alargara demasiado, le puso una manta encima.
Precedido por el criado atravesó el patio de las caballerizas, subió una escalera, recorrió varios pasillos y, al fin, llegó hasta la entrada de una amplia sala. Fraates estaba acostado en una litera al fondo del salón. Benasur esperó una frase de bienvenida. Pero el armenio se quedó mirándolo sin decir una palabra, sin mover un músculo del rostro. Ni los párpados los tenía lo bastante abiertos para que Benasur pudiera descubrir qué clase de luz había en sus ojos. Era un tipo excesivamente grueso. Benasur dio unos pasos hacia él, pero se detuvo al oír:
- Si eres un mercader, ahórrate el camino. ¿Cómo dices que te llamas?
- Benemir, señoría -contestó Benasur apagadamente. Con una humildad que parecía más real que fingida. Después agregó, bajando la vista-: Y soy menos que mercader, señoría…
- ¿ Menos que mercader? -dijo el sátrapa con un gesto de repugnancia-. ¿Qué se puede ser en este mundo que sea más infamante que mercader? -Y tras penosa meditación, con cruel curiosidad-: ¿Acaso eres filósofo?
- Menos aún, señoría…
Fraates movió la cabeza malhumorado. Metió la mano bajo la túnica y se rascó el abdomen.
- Soy un rapsoda, señoría…
- ¡ Un rapsoda! Y en plena siesta te metes en palacio para empiojar las caballerizas… Dime: ¿qué cuento traes tú con Farasmanes?
Fraates dejó de mirarlo, y, despectivamente, se echó en la litera. Benasur tragó saliva y sin perder ni la actitud humilde ni el tono subordinado, dijo:
- No es un cuento sino un canto. Un canto que el soberbio de Farasmanes no quiso escuchar… Sólo un insensato o un idiota puede negarse a escuchar el canto de Benemir.
Benasur esperó el efecto. Desde el primer momento se dio cuenta del temperamento blando de Fraates. Con esta clase de hombres nunca se sabía cuándo se les pinchaba o hacía daño.
Fraates movió la cabeza lentamente. Quería volverse para mirar al judío sin perder la cómoda posición en que estaba. Tuvo que incorporarse y esto le puso de mal talante.
- ¿ Un canto has dicho? ¿Dónde está tu cítara? ¿O es la flauta la que tocas, desgraciado?
Benasur sonrió con una película de hiel en los labios.
- Mi canto, señoría, no tiene música…
- ¡Bah, bah, bah! No me exasperes. -Y mirándolo fijamente-: ¿Por qué me habían dicho que eras árabe? Tú eres judío…
- Por gracia del Señor Yavé, señoría -dijo llevándose las manos al pecho y bajando la cabeza.
- ¡Del Señor Yavé! Siempre que oigo nombrar a tu Dios, se me revuelve el estómago.
- Toma té de opio que es muy digestivo, señoría.
- Acabemos: ¿qué canto es el tuyo, que no tiene música?
- Tiene la melodía de mi palabra… Atiende un momento: en Partia hay una satrapía que se llama Carmania… ¿Has cogido el tono, señoría? Escucha: esa satrapía está esperando un hombre que diga «yo la quiero»… ¿Qué, te gusta el canto?
Fraates se incorporó. Benasur esperó anhelante.
- Explícate, hebreo.
- No antes de que tú cubras ciertos requisitos.
- ¿ Como cuáles?
- Primeramente ponerte de pie y recibirme con la cortesía a que tiene derecho un caballero; darme el tratamiento que me es debido; por último, que se halle presente el señor de la casa, su señoría el sátrapa Hierón.
- ¿ Te crees tan importante, judío? Te he visto llegar a palacio. ¿Qué persona respetable viaja sobre mulas?
- Lamento mucho tu falta de criterio. Juzgas por las apariencias. Siempre resultarás burlado. Y nunca sabrás gobernar… No me extraña la situación en que has quedado.
Fraates sintió por primera vez una cierta inquietud ante aquel sujeto. ¿A qué situación aludía? Pero tuvo que oír más:
- ¿ Sabes? Soy treinta y seis veces ilustre, pero el parto Garsuces abrevia diciéndome sencillamente señoría…
- ¿ Has dicho Garsuces?
- No volveré a decir palabra mientras no cumplas con los requisitos que te he dicho.
Fraates se puso en pie. No sin cierto esfuerzo. Se pasó la mano por la nuca. Dio unos pasos hacia Benasur. Se detuvo. Abrió las piernas en compás y apoyó las manos en la cintura. Observó de arriba abajo al visitante.
- Bueno… Sé bien venido a la satrapía de Tigranocerta, señoría. Pasa y siéntate o échate, si lo prefieres, en una litera… Ahora haré llamar a Hierón… -Y después de asomarse a la puerta para decir a un criado que llamase a su amo, preguntó-: Dime…, señoría, ¿qué quieres decir con eso de la situación en que he quedado?
Benasur había cambiado ya su actitud de sufrida modestia. Movió la cabeza y dijo con un gesto de cautela:
- No merece la pena. El caso de Hierón no es el tuyo, pero no es prudente alarmarlo; máxime que él tiene tiempo a poner un remedio…
- Un remedio… ¿y yo no? ¿Pero qué es lo que pasa?
- ¿ Tu satrapía no es vecina de la de Abdageses? No se necesita ser un suspicaz ni un malpensado para imaginarse cuál es el porvenir de tu gobierno… En vida del rey Arsaces se decía con terrible ironía que cuando su majestad quería dar un paseo a caballo fuera de Artaxata tenía que pedirle permiso a Abdageses porque en seguida entraba en sus tierras. Nadie que gobernara Armavira se sentiría en estos momentos tranquilo… ¿Acaso ignoras los aires que corren por Seleucia? Partía será dividida en dos regiones. En una reinará Tirídates, en la otra Abdageses… Pero ha surgido una pequeña divergencia: Abdageses quiere además de su tajada de Partia toda la Armenia… En estos momentos, fuerzas de Abdageses están invadiendo tu satrapía, porque el muy zorro es aficionado a la política de los hechos consumados. Si tu primo Mitrídates Hibero logra conservar el trono de Armenia no podrá quitarle ya a Abdageses la satrapía de Armavira… ¿Lo comprendes, confiado Fraates?
Fraates se había puesto pálido. Toda la autoridad que prestaba a Benasur se debía al hecho de que el judío había nombrado tan oportunamente a Garsuces. Y Garsuces, el diplomático de Artabán, pasaba por ser la inteligencia más aguda entre partos, armenios, hiberos y albaneses. Mas Benasur había comenzado a tejer su intriga ajeno a la facultad de influir, inquietar y persuadir que tenía el nombre de Garsuces.
El armenio iba a hacer otra pregunta a Benasur, pero éste, considerándose seguro de la primera parte de la entrevista, se llevó el dedo a los labios imponiendo silencio.
- No me gusta repetir las cosas. Cuando esté Hierón seré más explícito. ¿No te parece, Fraates, que mientras llega podríamos tomar unas copas de vino? No me gusta la cerveza, te lo advierto. Si fuera vino de Naxos, mejor, pero si no lo hubiera aquí, dame uno que sea ligero y tierno, pero sin agua.
Fraates pidió el vino. Luego, con las manos a la espalda, se estuvo paseando inquieto, nervioso. No tardó en entrar Hierón.
El sátrapa de Tigranocerta era la antítesis de Fraates: alto, enjuto, de músculos apretados, de tez oscura, de ojos negros, vivaces y un gesto en los labios que inspiraba simpatía, pues aun cerrados parecían estar iniciando una sonrisa. Benasur pensó: «Seguro que Hierón es más inteligente» al mismo tiempo que adelantaba las manos e inclinaba la cabeza. Hierón miró a Fraates y éste le hizo un gesto afirmativo.
- ¿ Quién honra mi casa? -preguntó cortésmente Hierón.
- Benemir, señoría, que te saluda con el respeto debido -dijo el judío.
- Bien venido seas, Benemir.
Cambiaron algunas palabras más de cortesía y Fraates, que estaba impaciente por oír a Benasur, planteó:
- Benemir tiene muchas cosas interesantes de que hablarnos, cosas que, al parecer, mi primo Farasmanes no quiso escuchar. ¿Sabes que Abdageses se ha posesionado de mi provincia?
Hierón no disimuló un gesto de asombro. Para que no le quedaran dudas, Benasur completó el informe:
- Y vendrá a quitarte la tuya, Hierón.
Todo era falso, mas para Benasur le bastaba con que las dos noticias tuvieran visos de verosimilitud. Le servían a crear el clima de expectación necesario para que aquellos dos hombres lo escuchasen. Además convenía predisponerlos desde el principio contra Tirídates y los suyos, a fin de que su labor de atracción a la causa de Artabán fuera más rápida y fácil.
- Vosotros -les dijo Benasur- habéis tenido el peso de la guerra de Armenia. Gracias a vuestra lealtad a Mitrídates Hibero os habéis hecho acreedores a las satrapías que tenéis. Pero después de haber contribuido a la victoria de Tirídates, ahora es su valido Abdageses quien pretende quedarse con Armenia y arrebataros las tierras que con tanto esfuerzo habéis ganado.
- Según tu insinuación -le dijo Fraates-, nosotros estamos en posibilidad de rescatar nuestras provincias de la codicia de Abdageses y de ganarnos la satrapía parta de Carmania, ¿no es eso?
- Eso es.
- ¿ Quién eres tú, Benemir, para disponer de las satrapías de Partía? -preguntó Hierón clavándole una escrutadora mirada.
- Yo soy un zorro judío, a quien Garsuces ha dado una misión.
Hierón bajó la cabeza. Pensó que Benemir era persona más importante de lo que aparentaba. Garsuces era la más hábil y escurridiza inteligencia parta. Fraates se anticipó suspicaz:
- ¿ Es que Garsuces pretende…?
- ¡ Oh, no, no, Fraates…! ¿Qué persona sensata, de nuestra categoría -recalcó mucho estas palabras- ambiciona hoy un trono? Se inventa un rey y se especula a la sombra del trono. Garsuces no tiene ninguna ambición dinástica. ¡Qué importa la persona! Lo que interesa es que esa persona, que es el rey, esté bajo nuestra influencia… Oídme bien los dos: ni tú, Fraates, ni tú, Hierón, ni Farasmanes tenéis nada que hacer, porque Tirídates está ya en poder de Abdageses… ¿O es que esperáis que Abdageses se eche a un lado para dejaros a vosotros el paso? No esperéis ningún favor de Tirídates, cuya voluntad ha ganado Abdageses… Hacéis la guerra, derrotáis a Orodes, ponéis en huida a Artabán y cuando las uvas están maduras, Tirídates os dice «Aguardad aquí. Vigilad la paz y el buen orden de Armenia…» Y mientras tanto ellos se lanzan contra Artabán fugitivo, entran al reparto del botín de Garnifa y dan la vuelta hacia Seleucia a preparar la coronación… ¿Para quiénes serán los favores y los bocados más apetitosos? Para Abdageses y su hijo Sinaces, porque temo que a Farasmanes lo eliminen en la primera ocasión. Cuando no se tiene la diligencia de Abdageses, que vosotros no la habéis tenido, hay que tener la astucia de burlar el despojo. Garsuces no quiere perder sus privilegios igual que vosotros no queréis perder los vuestros; pero si además se os ofrece una satrapía más a repartir como premio, ¿por qué no sumar los tres deseos en un solo esfuerzo…?
- ¡ Basta, Benemir! -exclamó Hierón, interrumpiéndole-. Lo que tú propones es que nos alcemos contra Tirídates, que nos aliemos a un rey fugitivo… No tenemos ningún reproche que hacerle a Tirídates. Cierto que se va a coronar y hace tres días recibimos mensajeros de Seleucia del Tigris invitándonos a la ceremonia. Entonces se hará el reparto de las provincias…
- Te felicito por tu buena fe, Hierón… -y sonriéndole de un modo mortificador, le preguntó-: Decidme: ¿a cuánto habéis tocado en el reparto del tesoro de Garnifa? Más de doscientos talentos de oro, veinte de pedrería, trescientas mujeres del harem… No es mal botín, no, para repartir en tan pocas personas. ¿A cuánto tocasteis?
Para Fraates la cosa estaba clara, con los detallados informes que aportaba Benasur; pero Hierón no se mostraba tan impresionado. Al cabo de un silencio, y tras llevarse el vaso a los labios, murmuró:
- Artabán está derrotado.
- Todos estamos derrotados, no sólo Artabán -dijo Benasur-. Estamos derrotados todos los que no somos Sinaces y su padre Abdageses. Está derrotado vuestro propio rey Mitrídates. Y yo os doy una noticia. En un cierto lugar de Partía, Zisnafes está organizando el más poderoso ejército que haya tenido la nación. Nadie podrá oponerse a él. Y la misma Roma se mirará mucho antes de salirle al paso. Pueden suceder dos cosas con el mismo final inevitable: la desbandada de Tirídates y los suyos. Pero puede ocurrir que Zisnafes alce bandera en nombre de Artabán o en el suyo propio. En cualquiera de los dos casos, vosotros tampoco tendríais ya nada que hacer. Si por el contrario, os sumáis con prontitud a la causa de Artabán os anticipáis a cualquier posible acción de Zisnafes, le cortáis de antemano cualquier aspiración personal y os situáis los primeros al lado de Artabán. ¿Qué favores le pediréis al rey que no le parezcan mezquinos comparados con el trono que le hayáis restituido?
- Es inútil pensarlo más, Hierón. Todo lo que ha dicho Benemir ¿no es una confirmación de nuestras sospechas? -comentó Fraates-. Sólo que Benemir estaba más enterado que nosotros…
- Debes ser más prudente con tus palabras, Fraates. Yo le he jurado lealtad a Tirídates. Hasta ahora nada concreto tengo que reprocharle. ¿Qué cartas, qué garantías nos muestra este extranjero fuera de sus palabras? ¿Qué sello, qué signatura, qué testimonio las confirma, Fraates?
- ¿ Acaso hemos recibido parte del botín de Garnifa?
- Pero sabemos que en las bóvedas secretas no encontraron más que unas cuantas joyas…
- ¿ Y si nos engañaron? Ninguno de ellos nos mandó una sola mujer del harem ni por cortesía…
- Mira, Fraates. Creo que te has dejado alucinar por este hombre. Mañana temprano mandaré mensajeros a todas partes para confrontar la verdad de lo que Benemir nos ha contado. Si es cierto…, procederé como crea conveniente. Pero si es falso, lo mandaré con cadenas a Tirídates… -y dirigiéndose a Benasur-: Por tanto, siento decirte que quedas detenido en palacio.
El judío sintió que se le helaba la sangre.
- Exquisita hospitalidad la tuya, señoría. Esperaré pacientemente a que vuelvan tus emisarios con la confirmación de mis informes. Pero, mientras tanto, aun en mi calidad de detenido, ¿puedo aspirar a una habitación un poco más cómoda que el cubículo de un caballerango?
- No dudo que merezcas un alojamiento digno de tu categoría Benemir. Pero los prisioneros sólo tienen un lugar preciso: la mazmorra. Lo siento, créeme.
- Por lo menos… traigo un paje que él nada ha hecho ni nada ha dicho para merecer este injusto rigor…
- El paje irá a la mazmorra contigo.
- Hierón: un día quizá me pidas disculpas por este agravio…
- Si eres inocente lo haré sin orgullo.
- ¡Quién sabe si yo las acepte!
Hierón se encogió de hombros. Luego le dijo al criado:
- Conducid a este hombre al ergástulo y llevaos con él a su paje… No lo sometáis, por ahora, a ningún castigo corporal.
El criado llamó a dos guardias. Fraates estaba consternado.
- Apura un sorbo de vino, Benemir.
- Gracias, Fraates…
Cogió el vaso. Le temblaba la mano. Miró a Hierón. Permanecía impasible con aquel gesto en la boca que suscitaba la simpatía. Pensó que la simpatía puede estar en los hombres delgados, pero que la bondad era atributo de los gordos. Apartó la mirada de los ojos de Hierón. Se sintió fracasado, definitivamente vencido. Dio unos pasos hacia la puerta, pero antes de trasponerla, dijo sin saber por qué:
- Es la primera vez que dormiré en una prisión… -y a los guardas-: Por favor, no es necesario que me agarréis, indicadme sólo el camino…
Los guardas miraron a Hierón y éste accedió con un gesto afirmativo.
Cuando atravesó el patio, las piernas le temblaban. Cuando pasó cerca de las caballerizas, se le hizo un nudo en la garganta. Cuando bajó los ocho peldaños de piedra del ergástulo, sentía los ojos húmedos. La puerta se cerró con un golpe seco, y la oscuridad se hizo en la mazmorra. Anduvo a tientas por todo el recinto. Ni un solo mueble El piso de tierra suelta despedía un terrible hedor de cosas muertas, pasadas. Olía a sangre, a lágrimas, a penas que nunca hubieran sido reivindicadas.
Sólo hacía unos minutos que había sentido el regocijo íntimo de creer que Partía estaba ya en sus manos… Se acordó de Garama. De su esposa Zintia. Se acordó de sus hijas, rubias como dos britanas. Como Clío. Se acordó de su hijo, el rey, a quien no conocía.
La puerta volvió a abrirse. Y sintió los pasos de Clío que bajaba la escalera. Luego el portazo y de nuevo la oscuridad. La niña no dijo nada. Ni una palabra. Se dirigió a tientas a un rincón. Y tras un silencio:
- ¿ No estás triste, señor?
Hizo un esfuerzo por deshacer el nudo de la garganta:
- No, Clío…
- Es lo principal, señor… Que duermas bien.
«Te prometo, Clío, que hoy dormiremos sobre colchonetas de pluma» Eso le había dicho en la tarde.
Se había concluido la época de las vacas gordas. Empezaba la de las vacas flacas. Ojala no durase tanto como la primera. Y esta de las flacas se acordaba bien cuando se inició. En el mismo momento que él cruzaba su vista con el agente de la Cauta en la bahía de Alejandría, caía sobre el Aquilonia la primera langosta de la plaga.
Sintió la lira de Clío que iniciaba la melodía de Los amantes del desierto, y cuando la britana alzó la voz para cantar:
En la noche, amado mío, yo soy arena encendida.,.
Benasur tuvo que llevarse el pañuelo a la boca para no gritar. Escuchó toda la canción. Y se sintió al oírla más desdichado que nunca. Al terminar, Clío dijo:
- Sé que te gusta… Es lo único que me han permitido traer, la lira.