TEATRO DE CRONIÓN

Certamen escénico de la CCIV Olimpiada.

Electra de Sófocles

Primera, segunda y tercera representación: Aristo de Éfeso, en el papel de Electra.

Cuarta, quinta y sexta representación: Philón de Elis, en el papel de Electra.

Séptima, octava, novena representación: Dido de Zeraso, en el papel de Electra.

En todas las representaciones actuará el elenco del Teatro de Corinto. Corifeo, Tales.

¡Dido de Zeraso! Mileto no pudo contener su emoción. ¡Cuántos recuerdos, cuántas ideas comenzaron a bullir en su cabeza! Al fin, Dido había logrado colmar su ambición. ¡Y de qué modo! Disputando el certamen escénico en una olimpiada. Sólo figurar en el programa significaba ya la puerta abierta para una brillante, envidiable carrera teatral. ¿Cómo estaría Dido? Ahora tendría veinticuatro años.

No pudo menos de decir a su vecino:

- Dido de Zeraso es viejo amigo mío…

- ¿Y tú crees…?

- No, no lo he visto nunca trabajar. Lo conocí hace más de seis años. Era un adolescente, con mucha afición por la escena…

No dijo más. Siguió leyendo la tablilla. El reparto. Los demás actores e histriones no tenían ningún relieve. Se comprendía. Esta tragedia de Sófocles era obra para histrión y coro. El coro de Electra tenía una dimensión pathética que difícilmente se encontraba en otras obras. Era envolvente, insinuante y áspero, solidario e inconsecuente. En una palabra, era el coro plural, policardio, policéfalo, flexible y acomodaticio a los cien matices audaces de la tragedia. Era, en cierto modo, el antiprotagonista, y por ello la sombra y la luz, el contraste continuo, el subrayado de Electra.

La nota final de la tablilla decía que el sacerdote de Dionisos ocuparía el sillón a la hora tercia en punto.

La escena no era fija. Mileto observó que el Cronión conservaba las características arquitectónicas y mecánicas de los teatros antiguos. La orquestra, totalmente redonda y de tierra apisonada. El proscenio era una amplia plataforma de madera que se levantaba escasamente un codo de la orquesta, con un declive o rampa que descendía a ésta, a fin de que cuando los actores se mezclasen al coro o el corifeo pasara al proscenio estos desplazamientos no quitasen unidad al todo armónico de la acción conforme a los cánones clásicos.

El Cronión no mostraba ninguno de los suntuosos frontispicios que tenían los actuales teatros, tanto griegos como romanos. La escena la constituía una pared de ladrillo sobre la cual se adosaba la decoración, generalmente de madera y de otros materiales ligeros. Tras este muro se levantaba una construcción más sólida, muy funcional, para las dependencias administrativas del teatro, así como para los cubículos de los actores, coreutas, corifeo, músicos, instrumental, guardarropía, etcétera.

Las mismas sillas de honor eran de madera, movibles, bien trabajadas en la talla y recubiertas con almohadones de cuero repujado. Sólo un asiento era de mármol: el del sacerdote del templo de Dionisos, que ocupaba el lugar central de la primera fila. Las dos filas de sillas destinadas a los magistrados, helanódices, jueces del certamen e invitados de honor se hallaban al mismo ras de la orquesta. Tras estas dos hileras venía ya el graderío, hecho de madera y aprovechando, como en todos los teatros, el declive del cerro de Cronos. Mileto calculó por el número de gradas y la amplitud del círculo de éstas que habría en el teatro unos veinte mil espectadores.

La decoración representaba la fachada del palacio de los atridas en Micenas. La entrada principal tenía un pórtico con una anchurosa escalera que imitaba el mármol.

Mileto consultó el reloj. Pasaba la hora tercia. Seguramente se adelantaba por la dilatación del agua de las ampolletas. Su vecino de asiento le dijo:

- Ya es hora.

Mileto devolvió la tablilla al acomodador. Por un lateral del muro que hacía de escena aparecieron el sacerdote de Dionisos y los jueces. Él sacerdote se coronaba con unos pámpanos de lámina de oro muy estilizados. De las gradas se alzó un grito unánime: «¡Philón, Philón, Philón!» Los jueces no se sintieron intimidados por los partidarios del histrión de Elis. Con mucha cortesía cedieron el paso al sacerdote y éste inició la entrada. Llevaba a modo de pectoral una máscara trágica. El rostro con muchos afeites. Los jueces eran cinco y uno tras otro con expresión grave y paso solemne, fueron a ocupar sus sitiales en la orquesta, al lado del sacerdote.

En seguida aparecieron en la escena dos coreutas sin máscara, uno por cada lado. El de la derecha portaba un platillo con brasas, el de la izquierda una escudilla y su cucharita. Bajaron la rampa y se dirigieron atravesando la orquesta o conistra al sacerdote de Dionisos. Éste se puso en pie. Vertió las brasas sobre el tímele y después echó una porción de incienso. Mientras propició a Dionisos los dos coreutas permanecieron reconcentrados, erguidos. El público, puesto de pie, guardó un profundo, respetuoso silencio.

Hecha la ofrenda, el sacerdote volvió a sentarse. Y los coreutas regresaron hacia la escena. Mientras atravesaban la conistra surgieron de nuevo los vítores a Philón.

Se escucharon los timbales simulando la tenue brisa de la alborada, El público se recogió en un silencio absoluto. Más leves aún las flautas que imitaban el cantar de los pájaros. Todo el mundo se sentía ya en un amanecer de Micenas.

Por la izquierda hicieron entrada el Pedagogo, Orestes y Pílades. A Mileto no le gustó la máscara del Pedagogo. Exageraba una expresión maliciosa que no iba bien con el papel. La de Orestes no tenía nada de particular. Era la clásica máscara de Orestes creada hacía más de veinte olimpiadas por el actor Míelos, que tenía la afición de la escultura. Tan presente estaba en todos los espectadores que en ningún teatro del mundo heleno un actor osaría darle otra expresión a Orestes.

El público se sabía de memoria la obra. Pero escuchaba con atención. Los dos intérpretes decían con extrema pulcritud sus parlamentos, Lo importante ahora era escuchar la voz de Dido de Zeraso. De esta inicial dicción dependería mucho la atención que le prestara el público en el transcurso de la obra.

Y cuando Orestes despide a Pílades y dice al Pedagogo:

Y nosotros dos vámonos, que en toda empresa el hombre no tiene mejor guía que la ocasión

todo el teatro pareció un solo y único oído. Desde el interior, Electra lanzó sus primeras palabras:

¡Ay de mí, ay de mí, desventurada!

En este momento Orestes y el Pedagogo se quedaron en actitud de escuchar. Los dos tenían una igual inclinación en las máscaras. Los cuerpos de ambos hacían una difícil flexión. El público acogió con un sofocado rumor de aprobación la iniciación de Dido.

El Pedagogo dijo:

¿No has oído, hijo, los gemidos de alguna sierva tras las puertas de palacio?

Ya con estas palabras, Sófocles expresaba la condición de humillante y dolorosa servidumbre en que se hallaba Electra.

Orestes hizo un movimiento, rompiendo la euritmia plástica que tenían las dos figuras. Esta súbita fisura óptica con el lamento de Electra fuera de la escena, estableció el primer grado tónico de la admirable gama dramática de la obra.

Después la salida del Pedagogo por el ala izquierda del proscenio, conservando siempre su actitud expectante y angustiada, hizo contraste con el mutis de Orestes y Pílades por el extremo opuesto. Pílades arrastrando los pies, dando a sus pasos la elocuencia que no tenía su papel mudo. Y Orestes erguido, entre orgulloso y anhelante, como si paseara su vista sobre la ciudad que significaba para él un recobrado señorío.

Adentro, la lira arcaica de cinco cuerdas desgranó las notas de una triste melodía. Y como fondo, en un murmullo, la iniciación del canto sin palabras. A su ritmo entró en el proscenio Electra. ¡Qué máscara! Un rumor mezcla de extrañeza y de admiración se extendió por las gradas. ¿Quién había sido tan audaz de concebir una máscara igual para Electra? En la frente los surcos de tres grandes y graves arrugas de un color rojo, sangriento. Y la boca abierta en un rictus ambiguo, bueno para el llanto, bueno para la imprecación iracunda. Los ojos como puestos en un punto lejano, en lo perdido del horizonte o en la más recóndita intimidad. Electra comenzó el canto:

¡ Oh impoluta claridad naciente!

¡Oh aire que envuelves la tierra!

¡ Testigos cotidianos de mis quejas

y lamentos, de los duros golpes asestados

sobre mi pecho ensangrentado!

La afeminada voz de Dido adquiría con la máscara una entonación húmeda y grave, como impregnada de las congojas que hervían en el pecho de Electra.

Mileto pensó si Dido no se habría excedido ya en el tono de las primeras palabras, en el subrayado de la primera estrofa. Mantener ese nivel por un gran lapso de tiempo y luego subirlo sería una prueba de sobresalientes facultades.

El vecino de asiento hizo un gesto de encarecimiento a Mileto. Y le dijo al oído:

- Si este muchacho no se ahoga, acaba con todos los histriones que yo he conocido…

La representación continuó. La entrada del coro, que muchos espectadores ya habían visto días anteriores, fue motivo de especial curiosidad por parte de Mileto.

Aparecieron las quince mujeres micenas con actitud distinta cada una. Esta presentación del coro acreditaba a su director Tales. Según avanzaban movían pausadamente la cabeza hacia Electra. Y en cuanto pisaban la orquesta, la giraban rápidamente para, de cara a los espectadores, entonar el canto coral:

¡Ay Electra, Electra, hija de la más torpe de las madres!

La evolución que acompañaba al canto hacía más relevante la figura de Electra parada en medio del proscenio, atenta a la melodía de la lira que había acompañado su canto. Las mujeres micenas, vueltas hacia el público, parecían repudiar su papel de testigos de tanta infamia, mientras que al pasar al otro segmento de la orquesta se volvían hacia Electra en una actitud solidaria. La evolución tenía el movimiento de una ofrenda recatada, casi dolorosa en la abstención. El coro comenzaba a participar vivamente en el drama personal de Electra, como si fuera su luz y su sombra, su angustia viva, remozada en cada alborada; su debilidad claudicante en cada ocaso. Electra era así cuerpo y sangre de su hermanastra Ifigenia sacrificada por el oráculo ciego que perseguía a Agamenón. Y todas las noches se sentía victimada y todos los amaneceres temblaba con las ansias vengativas de un victimario.

El público asistía a la representación con devoción religiosa. El:oro era el mismo, pero igual que el coro sirve a destacar en esta obra a la protagonista, ésta, interpretada como ahora por un histrión de la capacidad, del sentido sofocleo de Dido, ganaba una eficacia plástica y emotiva que no había tenido en anteriores representaciones.

Cuando terminó el canto, el público prorrumpió en una ovación clamorosa, cosa excepcional, ya que, generalmente, estas manifestaciones se reservaban para los momentos del mutis. Pero la aclamación fue como un aliento, como un estímulo al histrión en la seguridad de que en el recitado el intérprete se superaría. La ovación fue tan insistente que Electra hubo de quitarse la máscara. Apenas si Mileto pudo apreciar el rostro de Dido entre aquel corpachón descomunal.

Volvió a colocarse la máscara y se hizo un nuevo silencio. El corifeo dio unos pasos hacia el proscenio y se detuvo a mitad de la rampa para decir su primer recitado. El coro se había sentado en dos alas, haciendo como un ángulo cuyo vértice apuntaba al corifeo.

Pues bien, niña, yo he venido aquí…

Se esperaba con impaciencia el recitado de Dido que seguía.

Y cuando dijo:

Bien avergonzada estoy, mujeres,

con la cansina insistencia de mis lamentos

Mileto respiró. Dido no sólo conocía bien la obra y a Sófocles sino que interpretaba con singular sutileza los distintos estados de ánimo de Electra.

La representación siguió con el mismo tono inicial, pero según transcurría la obra el público empezó a darse cuenta que un nuevo elemento patético aparecía en el teatro sofocleo, susceptible de ser llevado a otros trágicos. Y eran los silencios que Dido imprimía a su recitación. No eran las pausas, sino unos silencios mayores o menores con los cuales parecía darse una nueva puntuación a la obra. Una puntuación que nada tenía que ver con la gramatical, y que se antojaba hacía más viva y expresiva la poética de la obra. Como si el movimiento mismo de la tragedia y sus elementos emocionales tuvieran sus desfallecimientos y sus crispaduras. La entonación que daba Dido a las últimas palabras que precedían a esas peculiares pausas, enriquecían en significados, en intenciones expresivas los parlamentos.

Mileto cada vez sentía mayor admiración por Dido, pero al mismo tiempo perdía el hilo de la obra. En cuanto Dido salía bien de un pasaje difícil respiraba aliviado, y en seguida empezaba a pensar en la próxima prueba que se le venía. Así, con las manos frías y crispadas sobre los brazos de la silla, con el cuerpo en vilo, en terrible tensión, escuchó)a escena en que el Pedagogo anuncia a Electra la muerte de Orestes.

Y aquel desgarrador, tremendo:

¡Ay, ay de mi! También…

Se hizo uno de aquellos silencios crispados, tensos de Dido. Luego con un hilo de voz, al compás de la máscara que se doblegaba sobre el pecho, murmuró:

yo muerta soy en este dia!

Se oyó como el tintineo de unas esquilas. Clitemestra adelantaba el busto con toda la avidez de tan grata noticia. Las mujeres micenas de la derecha escondían el rostro entre las manos, ocultando su llanto. Las de la izquierda se mesaban los cabellos. Sólo el Pedagogo permanecía indiferente y erguido ante el choque de tan inconciliable sentimiento.

¿Qué es lo que dices, extranjero? No hagas caso a esta…

Dido continuó dominando la obra. Y afrontó magistralmente la escena de la agnición, en que Electra descubre la identidad de Orestes, la escena más emotiva y tierna de la obra:

¡Oh amada luz de mis ojos,

salvador único de la casa de Agamenón

con jubilosas y cálidas vibraciones en la voz. El público no perdió sílaba ni movimiento de este diálogo. Sólo quedó la parte más áspera, que no difícil, de la tragedia. ¿Cómo salvaría Dido aquel brutal lenguaje puesto en boca de Electra cuando su madre es asesinada por Orestes en cumplimiento de la venganza?

Ésta no era ya curiosidad sólo de Mileto, sino de todo el público. Las palabras eran claras, definitivas. Pero si este joven intérprete había encontrado modos para matizar los diferentes estados patéticos de Electra, cabía esperar con expectación dicha escena.

El coro, entraña viva de Micenas, sombra y luz de Electra, víctima y victimaría, lanza su lamentación. Y tras la pausa ominosa se escucha adentro la voz de Clitemestra que grita abatida por el puñal:

¡Ay, que me hieren!

La interpretación habitual era la exclamación rápida de Electra: «¡Dale, no te detengas, otra vez!», que pasaba por demasiado grosera para un autor como Sófocles. Dido le dio una interpretación más atenuada. Cuando se oyó el grito de Clitemestra, Electra, en la interpretación del joven de Zeraso, echó las manos hacia atrás e hizo un movimiento de vacilación, de duda. Inclinó poco a poco el busto como si temiera un súbito arrepentimiento de Orestes, y dijo:

¡ Dale, no te detengas…

dejando la sensación de que conminaba a Orestes a dar el primer golpe.

Y en seguida, llevándose las manos a la máscara, en actitud de ocultarse el rostro ante el terrible sacrificio:

otra veeez!!

La frase resonó como un grito interminable, con una potencia superior a la que se hubiera podido esperar del histrión. Como si alguien, el espíritu de la venganza, fuera superior a la misma conciencia instigadora. Electra sacrificando por segunda vez a Ifigenia. El público se puso en pie, convencido de que durante mucho tiempo Electra no había sido interpretada como ese día. Se tuvo la impresión de que con ese grito se habían roto las sombras del Hades y que Sófocles asistía al final de su tragedia.

Ya todo lo demás resultó menor. Y si el coro cuando comenzó los versos finales de

¡Oh linaje de Atreo…

no fue interrumpido por la ovación, se debió a que el público aún se encontraba sobrecogido por aquel grito que lo había desgarrado como un puñal. Y hasta que los coreutas no comenzaron a desfilar en el mutis final, con la serenidad que les daba la pasión purgada, no estalló la ovación ruidosa, imponente, unida al vítor de veinte mil gargantas que proclamaban como una sola voz: «¡¡Dido, Dido, Dido!!»

Una parte del público se amontonó en la parte posterior de la escena, ante la puerta que conducía a los cubículos de los actores. Mileto a duras penas pudo abrirse paso y llegar hasta la puerta de la pieza que ocupaba Dido. Dos criados se opusieron a dejarle paso. El histrión aún no se curaba del trabajo realizado. Mileto insistió, adujo poderosas razones, untó la mano de uno de los sirvientes, que al fin se resolvió a pasar con el recado, cerrando tras de sí la puerta. El público que estaba en la calle se impacientaba y daba gritos de «¡Dido, Dido, Dido!» con la pretensión de ver al histrión de cuerpo entero, tal como él era y no con vestido acolchonado, con la careta y con el copete de la representación.

Cuando entró el criado, Dido continuaba envuelto en un sinfín de mantas. Todavía no se le iba el sofoco, el sudor, la congestión que la máscara, el disfraz y el trabajo le habían producido. Entre las mantas aparecía su rostro aniñado, femenino, húmedo de sudor en el que brillaban los ojos alegres por el éxito.

- Un señor que dice llamarse Mileto de Corinto desea verte…

Por unos instantes Dido no cambió de expresión. Pero dentro del aparatoso abrigo se movió inquieto.

- ¿Has dicho Mileto de Corinto?

- Sí.

- ¿Un joven alto y rubio?

- Sí…

- ¡Por favor, Fryso, quítame estas mantas! - ¿Tan pronto?

- ¡Quítame estas mantas y prepárame el agua para lavarme!

El criado cumplió del modo más parsimonioso que pudo la orden del histrión. Y casi pasó media hora antes de que a Mileto le franquearan la puerta. No esperaba el escriba una tan afectuosa, apasionada recepción por parte de su viejo conocido. Sin decir palabra, con los ojos casi llorosos, Dido se echó en brazos de Mileto y prorrumpió en hipos, en unos sollozos entrecortados que conmovieron al heleno. Y después de un largo rato de esta muda efusión, el histrión echó atrás el rostro para contemplar con arrobamiento a Mileto.

- ¡Zeus magnánimo, cuánta gloria y cuánta felicidad para un solo día! ¡Tú, sólo tú, Mileto, tenías que haber sido testigo de este triunfo mío!

Mileto también se quedó embobado admirando a Dido. Había perdido la gracia infantil con que lo conoció en el Regium, con que lo vio en Gades, pero ahora estaba más efebo que entonces, con la garganta más torneada, con la barbilla agraciada por un hoyuelo, con los labios más carnosos y los ojos más expresivos; tenían esa luz un tanto cambiante que sólo dan los años y la experiencia. No, Dido había dejado de ser un niño y ahora era un adolescente en la plenitud de su edad.

- Estás muy bello, Dido -halagó Mileto-. Mucho mas bello y mucho más seductor.

Dido hizo un mohín.

- ¿De verdad, Mileto? ¿Eres capaz de jurármelo por los Dióscuros?

- Por Talía si lo prefieres…

- ¡Por Apolo, Mileto, no me invoques a Talía que la tengo metida en un vaso de agua! ¿No sabes que Talía me ha sido adversa? ¡Si, adversa, adversa, adversa! Y me ha perseguido como una eumenide a la que le pincharan en las asentaderas. Por eso me he entregado a Euterpe. Euterpe me es fiel… Mira, Mileto -sacó debajo de la túnica una imagen en oro de Euterpe y la acercó a los labios del escriba-. Bésala, igual que si me besaras a mí…

Mileto quedó un poco confundido. Sí, él había tenido sus más y sus menos con Dido, pero no se creía capaz de despertar una pasión tan viva y al parecer tan duradera en el joven armenio.

Mileto besó el idolillo y de paso dejó un beso en el cuello de Dido para que no se sintiera defraudado. Dido cerró los ojos y suspiró. En la calle, el público continuaba aclamándolo.

- Te esperan, Dido…

- ¡Que esperen! Bastante les he esperado yo… Y también a ti. ¿No eres tú primero que nadie?

Las palabras comenzaron a ser más serenas, más pensadas. Mileto dijo:

- Has interpretado una Electra de maravilla.

- ¿No viste a Sófocles? El pobrecito quería asomarse a la escena por el teologeion. No he interpretado solamente a Electra, Mileto; la he recreado. Desde ahora ningún histrión se atreverá con Electra, a no ser que quiera hacer una pantomima o un remedo de mi actuación… ¿Y la máscara?, ¿qué te ha parecido la máscara?

- Muy bien… Quizá un poco atrevida.

- ¡Oh Mileto! Tenía que acabar con esa máscara llorosa y detestable que todos los histriones se ponen para interpretar a Electra. ¡Siempre llorando! ¿No ves que una máscara así no va con la anagnórisis y quita emotividad y fuerza al diálogo de Electra y Orestes? Aunque Sófocles haya querido cubrir el expediente aludiendo a las lágrimas, yo con mi máscara hago entender que son las lágrimas del corazón, las que no salen a los ojos… Quizá también las lágrimas de la alegría… -Y tras breve pausa-: ¿De verdad que me ves hermoso?

Mileto asintió con un movimiento de cabeza; y observó que la mirada de Dido se oscurecía en una ausencia. En seguida el histrión preguntó:

- ¿Y… Benasur? -lo dijo con timidez o miedo. Como si temiera descubrirse demasiado o no se atreviera a oír la respuesta.

- Bien, muy bien.

Mileto escrutó los ojos de Dido. Éste hizo un gesto ambiguo y se llevó la mano a la cabeza pasándosela por los cabellos. Después se decidió:

- Decir bien… no es decir mucho… ¿Dónde esta?

- En Olimpia.

A Dido se le iluminó la expresión. Cogió el palio y se lo echo sobre los hombros. Mileto le compuso los pliegues. Hubo un silencio largo.

En la calle seguían gritando. Se abrió la puerta. Apareció un hombre de unos treinta y cinco años, de rasgos enérgicos, sonriente.

- Dido, el público está esperando…

- Éste es Eríanto, el corega de la compañía. Tiene cara de buena persona, pero es un tirano. Peor que los de Siracusa. Él tiene pendiente del cabello más fino y sobre mi cabeza una máscara que pesa cien talentos. O me mata o me asfixia… -y presentando a su amigo-: Mi primero y verdadero amor, Mileto de Corinto… No se me olvida el brazalete con piedras que me regalaste. ¿Te acuerdas?

Salieron del cubículo. El pasillo estaba intransitable Parientes, amigos y amigas de actores y coreutas. Dido aprovechó la aglomeración para preguntarle casi al oído, sin tener que mirarle, a Mileto:

- ¿Y Benasur sigue con aquella concubina?

- ¿Cuál concubina?

- Una muchacha que se llamaba…, se llamaba ¡Zíntia!

- Es su esposa…

- ¡Qué horror!

- Es también reina madre de Garama…

- Eso ha de ser una tribu salvaje, porque la muchacha…

Una ovación estruendosa apagó las palabras de Dido. Y como una masa compacta todo el público se echó contra la puerta. Dido y Mileto se echaron para atrás. Intervinieron los guardias. Menudearon los palos y, al fin, entre apretones y codazos, sin librarse de algún pisotón, los dos amigos pudieron alcanzar el coche. Era un coche de dos plazas, con sombrilla de púrpura, con cochero de capotillo rojo; un coche muy coquetón propio de histriones, gladiadores y cortesanas.

La gente corría tras el coche. Y no cesaban de aclamar al intérprete de Electra. Como el tránsito rodado estaba prohibido dentro de la ciudad salieron a extramuros. El auriga tomó un camino estrecho y polvoriento.

- Vamos a casa de mi amigo Sísifo. Supongo que no te negarás a almorzar con nosotros. Estuvo en la función, pero él debió de venir en seguida a preparar la comida…

La casa no estaba lejos. En la orilla más meridional del Alfeo. Durante el trayecto adelantaron a varios mozos y pajes con paquetes, flores y canastillas de fruta…

- De mis admiradores… Hasta ahora ni Aristo ni Philón han recibido un solo obsequio de un helanódice… Si yo recibiera alguno… podía dar por seguro que la corona sería para mí.

- Tu triunfo es indiscutible…

- No te creas. Puedo tener el triunfo del público, pero esos jurados son muy quisquillosos: que si la entrada al canto tal, que si los dáctilos del segundo verso de la quinta estrofa, que si la voz en el segundo estásimo… Siempre tienen algún «pero» técnico para dejarte a un lado… ¡Y ese condenado Philón, que es de aquí, pesa mucho…!

Cuando bajaron del coche, Dido propuso:

- Debes invitar un día a Benasur a que venga a cenar conmigo… Le gustará saber que he triunfado.

Mileto bostezó. Dido no había dicho «a cenar con nosotros».