VANGAMÍ EN PALACIO

Clío habría echado a correr, pero recapacitó y, conforme se lo había recomendado algún tiempo atrás Benasur, bajó sin prisa, indiferente, la escalera. Abajo estaba Vangamí, vestido de blanco como siempre, con un turbante de seda amarilla que llevaba piedra y pluma verdes. Los zapatos del mismo color los sujetaba con cordones dorados. Clío antes de pisar el último escalón se hizo la sorprendida.

- ¡ Ah, eres tú…! ¿Qué deseas, Vangamí?

En ese momento el paje de Artabán hubiera deseado retorcerle el cuello a la britana. Pero, sumiso, repuso con los ojos más abiertos que lo habitual:

- Vengo a visitar el palacio… -y con un inesperado tono de orden, agregó-: y su señoría Artabán me dijo que tú me lo enseñarías.

- Es cierto, Vangamí. Ahora recuerdo… Se me había olvidado. Estoy tan ocupada con mis estudios…

Había vanidad en las palabras de Clío. Pero Vangamí no la percibió. Ver a Clío tan cerca, vestida con la estola parta de lana azul y los ricos bordados de seda negra; verla con aquellos brillantes y dorados rizos que se le alborotaban en la cabeza; verla, oírla, sentirla tan cerca… ¡Y qué aroma despedía a jazmín de Persépolis!

- ¿ Por dónde quieres que empecemos?, ¿qué es lo que te interesa? Si hubieras llegado hace una hora habrías visto el relevo de la guardia del Rey.

- He visto muchos relevos de guardia…

- Si quieres empezamos por el salón hecatómpilos…

En ese momento se presentó Dalo, con el flamante uniforme que Benasur había inventado para su gabinete militar, que no dejaba ni a sol ni a sombra a Clío.

- ¿ Te dispones a salir, señora? -No, Dalo. Vamos a recorrer el palacio. -Entonces te acompañaré.

No era necesario que lo dijera. Dalo estaba en todas partes en que estuviera Clío. Y cuando entraba en sus habitaciones, dos piezas contiguas a las de Benasur, Dalo permanecía las horas muertas a la puerta, como uno de los tantos leones sedentes.

Iniciaron la visita. Un paje les abrió las puertas del hecatómpilos, un enorme salón al modo de un peristilo griego con las cien columnas de madera y los infaltables capiteles bicéfalos. En medio, una fuente de tres surtidores, cuya pila de terracota la sostenían seis leones sedentes. Una especie de compluvio permitía ver el azul del cielo. A Vangamí le interesaba muy poco la arquitectura y se hubiera aburrido si Clío no le indicara los distintos aspectos de la misma con nombres griegos. - ¿Tú sabes quién es Ahura Mazda?

- Sí, Clío. Creo que mejor que tú. Y Anahita y Mitra y Zoroastro. Y también Angra-Mainyu, el espíritu del mal. Y debo decirte que en mi calidad de paje del emperador de Partia estoy iniciado en el tercer grado de los misterios de Mitra, que corresponde al título de Caballero de la Milicia Santa…, ¿verdad, Dalo?

- Sí, señoría -contestó respetuosamente el ayudante. Clío se quedó cortada. Ahora resultaba que al paje del Rey se le decía como a un sátrapa o a un jefe del ejército, «señoría». ¿Por qué Benasur le había dicho que con un paje no se iba a ninguna parte? La britana trató de rectificar:

- Te lo preguntaba precisamente porque yo lo ignoro. Yo sé, Vangamí, quiénes son Zeus Basileo y Hera, Artemis y Apolo, Dionisos y Afrodita, Deméter y Ares, Poseidón y Anfitrite, Cronos y Hermes, Eros y…

- ¿ Es necesario conocer tantos dioses para visitar el palacio, Clío? -No, no es estrictamente necesario… Pero yo te preguntaba lo de Ahura Mazda porque vamos a entrar en el oratorio de su majestad… Ahora fueron dos pajes los que abrieron la puerta de dos hojas del oratorio. Clío miró con un gesto de suficiencia a Vangamí. Y esperó a ver el efecto que la puerta le hacía. Porque una puerta igual no la había visto Clío en ninguna parte, ni en la misma Olimpia en que abundaban las maravillas. Eran dos hojas con marcos de sándalo y celosías de marfil, trabajadas al modo de un encaje de Frigia, y que reproducían escenas de los siete trabajos misionales de Zoroastro. En medio de estos episodios, una plancha de oro, circular, también cincelada al modo de encaje, representaba el sacrificio solsticial del toro por Mitra.

Como Vangamí no mostrase admiración ni el menor interés por tan exquisito trabajo, y Clío le viera entrar en el oratorio, le retuvo de un brazo para preguntarle:

- ¿ Qué te parece esto?

- ¿ Qué cosa, Clío?

- La puerta.

- Ah, sí. Como ésta hay centenares en la India… claro, que diez y quince veces más grandes. Perdóname, Clío, pero cuando está presente Mitra no se le puede hablar a un Caballero de la Milicia Santa…

Vangamí entró en el oratorio y se arrodilló. Tras él, Dalo, que mientras el paje oraba se mantuvo de pie con los brazos extendidos y las palmas de la mano mirando hacia oriente. Clío se dedicó a pasear ante la puerta, un tanto desconcertada por la actitud respetuosa de Dalo. Recordó que a una pregunta de Benasur, el rey Melchor le había contestado que el Emperador, por derecho divino, era hijo de Ahura Mazda; «por tanto -pensaba Clío-, ser paje de Artabán es mucho más importante que serlo del César.» Desde luego, Vangamí no era un criado cualquiera.

El indio salió del oratorio. Y ahora que su pensamiento no estaba absorbido por Mitra pensó en la rudeza de los occidentales. ¿Cómo Clío se había atrevido a cogerle del brazo? En cualquier parte del mundo civilizado, del mundo oriental, claro está, ninguna mujer hubiera osado coger el brazo de un hombre. Y todo para preguntarle «¿qué te parece esta puerta?» Era una mentalidad completamente distinta. ¿Qué valor podrían tener el marfil y el oro de la puerta, el sándalo y el artificio si dentro del oratorio estaba presente Mitra? ¿Acaso los occidentales admiraban y amaban a sus dioses sólo por la riqueza de los ornamentos que le ofrecían? Sin embargo, a pesar de esta rusticidad, de este comportamiento incivil de Clío, a Vangamí le seducían ciertos aspectos de la barbarie helénica de la muchacha. Precisamente ese moverse con libertad entre los hombres, y la misma pecaminosidad que significaba el estudio. Clío, que era una doncella muy joven, casi una niña, estudiaba. Todavía si sólo se ejercitase en la danza sacra, lo comprendería; pero estudiaba música profana, estudiaba lenguas, gramática, geometría, astrología, ciencias y artes prohibidas por el clero oriental a las mujeres y permitidas únicamente a los hombres iniciados en los misterios religiosos. Y además de todo esto, Clío se echaba en la litera o se sentaba en los almohadones para comer en compañía de los hombres. Y Clío no era ninguna acolita de templo ni danzarina sacra.

El mundo que presentaba y significaba Clío levantaba en Vangamí no sólo confusión y perplejidad sino también asombro, admiración. Otra muchacha llevaría ahora púdicamente cubierta su cabeza, desprovista de cabellera, y Clío mostraba con la mayor naturalidad sus bucles de efebo, sin sentir timidez ni desdoro en ello, sin sentirse cohibida y avergonzada. - ¿Por qué no me explicas, Clío? -rogó Vangamí cuando pasaron a la biblioteca.

- Carezco de suficientes palabras persas para hacerlo… -contestó desabridamente, y agregó mortificadora-: y tú de griego no distingues ni la omicrón a pesar de ser redonda.

- Es un idioma muy áspero…

- ¿ Áspero el griego? ¡Oh, Vangamí, no sabes lo que dices! Es la única lengua que cuando se recita deja miel en los labios… miel ática, ¿entiendes? ¿Tú has probado la miel ática?

Vangamí miraba a los ojos de Clío. Estaban húmedos y con una luz de rabia. Y miró sus labios y pensó que quizá hubiera miel en ellos.

- A ver, háblame tú en indio… -propuso la britana.

Vangamí inició una canción. Clío se acordó inmediatamente del erg ástulo de Tigranocerta. Se acordó de las ratas y de los gatos egipcios. Porque asoció la voz de Vangamí a los maullidos de los gatos. ¿Era ésa la suavidad de la lengua india? Pero comenzó a interesarle la expresión de Vangamí que al pronunciar ciertas sílabas o palabras la miraba con arrobo. Quizá cantaba algo que se refería al amor. Aunque de una lengua así tan ondulante y escurridiza a los oídos, no había que fiarse. Vangamí concluyó mirándola fijamente a los ojos y con un gesto melancólico.

- ¿ Te gustó? -No está mal.

- Es un canto de Sama Veda y lo llaman Tu perfumada nube… Te lo recitaré en persa. A ver si me sale.

Yo estaba solo con tu nube blanca y perfumada,

y tu nube me envolvía;

Derramaba la claridad de la luna y la tibieza del sol

y tu nube me envolvía;

Traía el perfume de los almendros y los granados,

y tu nube me envolvía;

El susurro de los arrozales y el canto del río;

y tu nube me envolvía;

Y dejaba humedad de lágrimas en mis miembros,

y tu nube me envolvía;

Suave humedad de rocío sobre el pétalo encendido,

y tu nube me envolvía.

- ¿ Qué te parece?

- Demasiado envolvente tu nube…, ¿qué sucede después?

- ¿ Cómo que qué sucede? Eso es todo… En sánscrita la palabra no es envolver precisamente, sino estar fuera y dentro de uno al mismo tiempo.

- Pero bueno, ¿quién es la nube y quién el objeto que envuelve?

- La nube es Dios, ¿no lo comprendes?

- ¿ Dios? ¿Cómo es tu Dios, Vangamí?

El paje se encogió de hombros.

Entraron en la biblioteca. Clío le dijo:

- Ya sé la palabra que buscas, ésa de estar dentro y estar fuera. En griego diríamos empapada…

- Empapada… ¡Qué palabra tan horrible! Empapada… ¡No es poética!

- ¿ Te parece poética arrozales? Un poeta griego no diría nunca viñedos sino pámpanos. No la planta, sino el fruto. Homero si hubiera tenido que caer en el prosaísmo de describir los arrozales, que supongo son los campos de arroz, hubiera dicho: «Eolo riza la susurrante cabellera del lácteo grano…»

- Una cosa es el arroz y otra el arrozal. ¿Y qué tiene que ver la leche con el arroz? Agregándole polvo de caña, en la India hacen con el arroz y la leche un plato de dulce, pero no un poema. Y no una canción de Sama Veda, ¿no comprendes?

- No, no comprendo. Y no podremos entendernos nunca, Vangamí. Tú no hablas griego y yo no hablo indio…

- Indio, no; sánscrita.

- ¡ Pues sánscrita! Yo soy lirista y sé música y recito poemas en veintiuna cuerdas y tú no eres más que un Caballero de la Milicia Santa… ¿No sabes una canción erótica, de esas que un hombre canta a una mujer? ¿No sabes un himno de amor o de bodas?

- No, pero sé las sentencias del libro de los Sutras. Hay una que dice: Si te pica en el pie, es víbora; y la yerba buena te sanará. Si te pica en la mano, es escorpión; y la yerba buena te sanará. Si te pica en el corazón, es mujer; no hay yerba buena para el aguijón de la mujer.

- No me gusta, Vangamí… Mira, aquí hay una tablilla con poemas de amor. Me dijo el rey Melchor que están escritos en elamita arcaico de hace más de dos mil años. Están dedicados a una princesa hítita que reinó noventa y nueve días en Boghazkoi. ¿Tú sabes quiénes fueron los hititas?

- No.

- Pues yo tampoco. Pero mi padrino dice que los clitas del Tauro hablan todavía la vieja lengua hitita. Nadie se acuerda de los hititas ni de que existió una princesa que reinó noventa y nueve días en Bogházkoi, pero ya estoy pasando al arpa alejandrina ese poema de amor. Así sabrán todos los que me escuchen que hubo un rey elamita llamado Melka que estuvo enamorado de una princesa hitita llamada Zidanhita. Atiende:

No es el sol rojo y violento; no, no es el sol; ni tampoco la luna pálida y fría, no es la luna; ni la riada turbulenta de los grandes ríos, no. Es Zidanhita, la dulce princesa de Boghazkoi la que me enciende y me hiela, la que me abate y pone precipitados latidos en mi corazón.

Clío se desesperaba, pero procuraba disimularlo. Al fin, ¡qué le importaba a ella Vangamí! Parecía que no tuviese sangre en las venas, que no sintiera palpitar el corazón. Y, sin embargo… Era su mirada, eran sus labios de doncella, era su elasticidad y suave indolencia…

- Bueno, ¿qué? ¿Te gusta o no la biblioteca? ¿Acaso son mejores en la India?

- No. Nosotros no guardamos tablillas. ¿Para qué? Son muy estorbosas y ásperas al tacto… Nosotros usamos libros de papel…

- ¿ De papel? Será papiro o pergamino…

- No, no; papel, Clío, papel. Más fino y suave que el pergamino y el papiro vuestros. Más delgado y terso que la mejor seda. Los fabrican en China. En una hoja de papel cabe el texto de veinte tablillas de éstas, y en un libro de papel cien libros de papiro. Y no los enrollamos de derecha a izquierda como vosotros los occidentales, sino de abajo para arriba…

- No es novedad. Así se enrollan los pregones.

- Y tenemos libros que no son rollos…

- Ya, ya, Vangamí. Y me dirás que en la India los libros hablan por sí solos…

- No. Pero tenemos memoristas que se saben todos los libros sagrados. Y los recitan sin comerse una sílaba. Son más de veinte los libros sagrados y su recitado dura siete días de luz. Y en ellos está toda la sabiduría del mundo.

- Ya, ya, Vangamí. Y Sócrates y Aristóteles, Euclides y Anaxágoras todavía aprendiendo el alfabeto, ¿verdad? Sígueme, vamonos pronto que ya tengo prisa.

- ¿ Es que te enojas?

- ¿ Ahora te das cuenta? Llevamos una hora recorriendo palacio y todavía no has manifestado un gesto de admiración, no has dicho una palabra amable. ¡A mí me importa muy poco Susa, sus palacios, sus templos y sus propíleos! Porque todos los templos de Susa no valen la centésima parte del Altis de Olimpia; pero no por eso dejo de reconocer que esa biblioteca es magnífica; que el oratorio del rey es soberbio, que la sala del trono es grandiosa; que en el hecatómpilos los surtidores susurran musicalmente; que esas cabezas de toro que empalagan por su repetición, tienen algo que emociona, no sé si por el bruñido del esmalte, por el colorido o ¡por los cuernos, Zeus magnánimo! Pero tú, que te quedaste ciego en la India de ver tantos prodigios, que naciste en una lancha de marfil y sándalo que se mecía en los estanques floridos de arroz.

- Es el arroz y no los estanques los que florecen, Clío.

- Ya. Y en la India se come con leche…

- Espolvoreado de polvo de caña de Chryse… No como en occidente que lo muelen para empolvarse la cara…

- Claro, qué esperas de unos salvajes como nosotros… ¿Y cuántas cuerdas tiene vuestra lira, Vangamí? -preguntó no sin mordacidad Clío.

- No tenemos lira, sino una especie de salterio que tiene cuarenta y nueve cuerdas. Y el bastidor es de ébano y las clavijas que tensan las cuerdas son de marfil. Y el cuadrante de plata, porque la plata…

- ¡Ya, Vangamí! ¡Cuarenta y nueve cuerdas! Y los músicos nacen con cuatro manos para tocarlas…

- No, no son necesarias cuatro manos… Si yo un día cogiera tu arpa te demostraría cómo no son necesarias cuatro manos para tocar cuarenta y nueve cuerdas; porque en la India hacemos sonidos pulsando al mismo tiempo tres o cuatro cuerdas…

- Sí, Vangamí. Y las revolvéis con caña de Chryse para que resulte la música más dulzona… -y dirigiéndose a Dalo, le ordenó-: Acompaña a Vangamí que se le hace tarde, por favor.

Clío se dirigió a la escalera. Vangamí permaneció quieto. Clío se volvió al pisar el primer peldaño. El paje le dijo:

- No se me hace tarde, y su señoría me dijo que tú me invitarías a almorzar, que luego me enseñarías el jardín, y después que daríamos una vuelta por las murallas…

- ¿ Eso te dijo su majestad?

- Sí, tengo el día libre hasta la hora de la cena…

- ¡Ah, ya comprendo! Entonces a ti te releva Dorico que vendrá esta tarde a cenar y a oír música…

- No me importa que te enfades, Clío. Me es igual que estés enfadada o contenta. Tampoco me importa saber que Dorico vendrá a cenar.

- A mí sí me importa, Vangamí, porque con Dorico hablo mi propia lengua.

Mas Clío no subió un peldaño más. No podía. Aunque Vangamí fuese mudo no hubiera podido resistir la seducción que le provocaba. Semejaba un ser irreal, ajeno al mundo. Un ser que sólo en su remoto y misterioso país podía existir.

Se acercó de nuevo a él sin abandonar el tono mordaz.

- De haberlo sabido, habría avisado al cocinero para que preparara arroz. Tendrás que conformarte con unas habichuelas, pasta de huevo y un trozo de carne.

- No es muy buena comida, tienes razón; pero por un día… Lo importante, Clío, es compartir contigo… ¿Sabes que su señoría Artabán me concede muy pocos días de asueto? Por tanto este día tiene que ser una jornada suave a mi corazón.

- ¿ Es posible, Vangamí, que tengas corazón?

- Soy un ser humano, Clío -repuso el paje.

- ¡ Parece mentira! Si tú lo dices… Pero yo creía que como indio tendrías dos o tres corazones. Uno para la mañana, otro para la tarde, otro para la noche…

- En la noche el corazón duerme…

- ¿ También está escrito en el libro de Sama Veda?

- No, Clío, son palabras de mis labios. Y también te digo que si tengo corazón para la mañana y para la tarde, ese corazón se asusta y vuela como un pájaro si oye tu voz.

Clío se puso blanca.

- Tu corazón… -murmuró.

- Mi corazón se estremece cuando mis labios pronuncian tu nombre, Clío. Mi corazón se oprime y destila hiel cuando tú dices que Dórico vendrá a cenar esta tarde.

Ahora fue Clío la que enmudeció, y hasta el momento en que llegó Melchor, pasó el resto de la mañana mostrando otras estancias a Vangamí y mirándole con arrobo, apenas pronunciando algún monosílabo.

Si el maestresala no hubiera hecho hincapié en que Vangamí era paje del emperador, Melchor hubiera almorzado con los dos muchachos.

Sin embargo, tuvo compañía en la mesa, la de Benasur que llegó inesperadamente del campamento. Cambiaron frases sin importancia y antes de los postres, Benasur planteó:

- Tenemos que precipitar la guerra…

- ¿ Por qué?

- Las tropas de Farasmanes, de Abdageses, de Nabuco están desertando. Tirídates es impopular, y si no nos damos prisa él solo se expatriará.

El Rey no comprendió.

- ¿ Para qué la guerra entonces? -preguntó extrañado.

- Hay que dejar bien establecido que Artabán ha reconquistado el trono por las armas. Sólo con una guerra podrá restablecerse el nuevo Estado. Si no, dentro de un año o dos estaremos en las mismas. Lo peor que puede pasar es que un pueblo se aburra con sus gobernantes. Hay que hacer la guerra y expulsar a Tirídates y su camarilla…

- Pues hazla, Benasur.

- Necesito tu ayuda: cien mil artabanes. Yo no movilizo el ejército con las arcas vacías.

- ¿ Cien mil artabanes para una guerra que no es necesaria?

- Por eso, cien mil artabanes. Si fuera necesaria, necesitaría trescientos mil.

- ¿ Y yo qué gano con esto, Benasur?

- Tú nada, fuera del seis por ciento. Pero tu Emperador, sí; y tu hijo también.

- ¿ No se buscará un disgusto? Conozco a Zisnafes. Es muy dado a la molicie, y me sorprende verlo tan activo. ¿Qué persigue con esta guerra mi hijo, fuera de servir al Emperador?

- Ganarse la satrapía de Siria.

- ¡Siria! Vais a picar a Roma. ¿Acaso no le sobra con Aria y Susiana? ¿O se impacienta con mi vejez? Dile que si tiene prisas y gusto por la silla que a mí me basta con las excavaciones del barrio de los Cosecheros…

- Cien mil artabanes, majestad.

- Con las guerras sucede igual que con el juego. Sacas de la bolsa el dinero que tienes seguro para recuperar el que ha pasado a la bolsa ajena -pensó Melchor en voz alta.

- El juego es un vicio, la guerra es una inversión.

- Todo exceso innecesario es un vicio, y tú acabas de demostrarme que esta guerra es innecesaria.

- Aparentemente. No hay que dejar que Tirídates se vaya. Hay que aplastar a sus colaboradores.

- No lo entiendo, Benasur. Pero bien, ¿si te doy el dinero, el Emperador y todos los suyos abandonaréis Susa?

- He dado orden de levantar el campamento. Hay quince mil hombres listos para caer sobre Ctesifón.

- Si os vais, tendrás el dinero.

- Mañana vendrán fuerzas con un carro blindado a recogerlo. Dile a tu tesorero que lo tenga listo.

- ¿ Os vais mañana?

- No. Mañana el Emperador recibirá a la Corte. Se darán a conocer los nuevos cargos. Tu hijo será nombrado surena de Partía…

- Será emocionante, no lo niego. Y hasta honroso para Zisnafes. Pero… ¿es necesario que yo asista?

- Creo que sí, majestad. Debes estar orgulloso de cómo Susa ha salido sin mácula, sin menoscabo en su autonomía, de esta intromisión de la Corte parta. Mañana el Emperador hará pública su gratitud. Y nombrará a Susa ciudad leal y predilecta de Mitra. Y te impondrá el collar de los tres leones arsácidas.

Después de comer, el Rey se retiró y Benasur fue a ver a Clío que almorzaba con Vangamí en la galería de invierno. Le dijo que preparase todo el equipaje, de modo que pudieran recogerlo al otro día muy temprano.

- Saldremos pasado mañana para Ctesifón. Tirídates manda sobre Susa un fuerte ejército.

Que es lo que había ocultado al rey Melchor.