UN EJÉRCITO SIN MANDO
Clío no había visto nunca un ejército en marcha. Por lo menos un ejército oriental. En Antioquía tuvo ocasión de ver desfilar alguna vez a las legiones de Siria, al mando del legado Marco Trebelio -cejijunta cara cuadrada- o del tribuno Columela, orgulloso y presumido; pero el ejército romano, fuera de la vistosidad que le prestaban los estandartes y manípulos, resultaba de una pobre monotonía comparado con un ejército oriental como el de los sátrapas Hierón y Fraates. Mas que un ejército parecía una ciudad volante. Además de los ricos uniformes de los sátrapas, jefes y séquitos, de las insignias y banderines; del colorido de los trajes que distinguían a las distintas centurias -fueran de caballería, infantes, arqueros o lanceros- daban la nota pintoresca los carromatos en que viajaban las esposas y concubinas de los magnates; la corte de artistas y tahúres; las jaulas de las fieras y animales de recreo; los armones de las balistas y arietes cubiertos como los caballos de ricos caparazones de damasco. Y las bestias y carricoches de los comerciantes que hacían mercado con el ejército.
Contra este ejército tan vistoso y decorativo, Benasur tenía muchos reparos que oponer. Hasta entonces había participado en las guerras como financiero de uno de los ejércitos o como consejero o eminencia gris. Pero ahora ambicionaba tener el mando para llevar a cabo toda la campaña de reconquista del reino parto. No se preciaba de poseer dotes de estratega, pero desde joven había andado entre militares y conocía en teoría la vida y la función de un ejército. No deseaba tampoco iniciar a los cuarenta y seis años una carrera militar. No perseguía el laurel del triunfo ni las insignias. Pero necesitaba el mando. El éxito de la explotación de las concesiones estribaba en el botín humano, en los prisioneros que, en calidad de esclavos, habrían de construir las Instalaciones portuarias y las flotas; y presumía que tal como se había desarrollado la guerra en Armenia sería difícil rescatar de la codicia de los jefes el botín de esclavos. Por eso mismo, porque necesitaba muchos prisioneros, no le convenía tampoco que la reconquista se hiciera en una campaña relámpago, espectacular en que el ejército enemigo desertara de sus filas para engrosar las de Artabán. Quería una campaña con muchos combates «muelles», con operaciones envolventes que hicieran más prisioneros que muertos.
Con miras a constituir un gabinete de mando, le rogó a Artabán que le facilitara cuatro oficiales, que le sirvieran de séquito de acuerdo a su jerarquía. Si Fraates e Hierón se hacían acompañar de ocho y diez oficiales, él bien merecía cuatro por lo menos. El Rey no tuvo inconveniente en complacerle y sólo se extrañó de que el judío señalara con sus nombres propios los oficiales que deseaba pasaran a integrar su séquito. No era capricho. Benasur los había venido observando en todas las marchas, especialmente a Mausolo, oficial de Fraates, a Frahatides y Artitas, de Hierón, que se distinguían por su seriedad, su sentido de la disciplina castrense, su fervor por las armas. Completó el cuadro pidiéndole a Marzas, uno de los oficiales partos que habían permanecido adictos al rey. Los cuatro eran jóvenes, duros y atléticos.
Lo primero que hizo Benasur fue asegurarles una gratificación de servicio, y a fin de que comenzaran a sentir el gusto de distinguirse, de sentirse distintos a los demás, ordenó al sastre que les hiciera uniformes nuevos, no tan vistosos como los del séquito del rey para no despertar celos, pero sí muy elegantes. Los sátrapas debieron de murmurar o quejarse con el Rey, porque Artabán le preguntó a Benasur:
- ¿ Es que piensas hacer un uniforme para cada séquito?
- No, majestad. Habrá sólo tres clases de uniformes. Los del séquito real, que vestirán al gusto tradicional de la Corona parta; los del gabinete de mando que, si no tienes nada que oponer, irán vestidos como mis oficiales; y los de tropa, que llevarán traje igual, diferenciado tan sólo en los colores e insignias de cada arma…
- ¿ Debo pensar que los oficiales que has elegido integran ya el gabinete de mando?
- No precisamente. Sabes muy bien que hay oficiales que sirven para las funciones y aparato de la Corte. Ésos compondrán tu séquito. Otros, por dotes intelectuales y conocimiento del arte de la guerra, son útiles para organizar campañas y preparar batallas y combates; es decir, militares de mesa. Éstos son los que yo estoy eligiendo para el gabinete de mando. Los terceros son los osados y esforzados, los que luchan y ganan las batallas. Ninguna rama es superior a la otra, pero todas se complementan. No hay razón para que un señor, por el hecho de ser sátrapa y tener dos mil hombres sobre las armas, sea jefe de una tropa. Sin tratar de criticar a Fraates, puedo asegurarte que no es hombre para la guerra. Fraates puede hacer útil y buen papel en la intendencia o en la administración… o en cualquier otro lugar que no sea la tropa. Recuerda que tu hijo Orodes fue vencido en torneo por Farasmanes. ¿Por qué tu hijo tenía que ir necesariamente al frente del ejército? Si en lugar de tu hijo hubiese habido un verdadero militar, la suerte de las armas partas habría sido otra…
- Es que la tradición, Benemir, obliga a que el rey o su hijo vayan al frente del ejército.
- Un ejército tiene dos frentes, el de la vanguardia y el de la retaguardia. A la vanguardia debe ir el general, para que si lo matan y la batalla se pierde, el rey pueda ir al frente de la retirada. Mientras el rey no cae, majestad, puede haber batallas perdidas, pero no reyes destronados…
- Pero las leyes de la caballerosidad…
- Preciosas para otros tiempos. Roma conoce otras leyes que aplica con eficacia en su provecho. Yo no me opongo a que tú asumas el poder del ejército, pero veo muy peligroso que te pongas al frente de él… No es prudente exponer una vez más la Corona a ese juego de azar que es un combate, majestad.
Artabán no insistió. El nuevo armamento del que tanto le habían hablado ejercía sobre él la influencia de una superstición. Benemir y sus técnicos habían creado ese armamento y él mejor que nadie sabría cómo debía emplearse. Desde luego, tanto Zisnafes como Garsuces, le habían escrito antes de la derrota hablándole muy encomiásticamente de los carros, de los arietes, de las catapultas, de las ballestas. Con una mínima parte de ese armamento, Aretas había logrado conquistar Damasco, y con tal eficacia se había apropiado de la ciudad y sus tierras vecinas, que el procónsul Lucio Vitelio no tuvo coraje para intentar una reconquista.
Por otra parte, aunque eran Fraates e Hierón los que se le acercaban censurando y quejándose de ciertas intromisiones de Benasur, Artabán no olvidaba que gracias al judío aquellos dos traidores habían vuelto con él. Y como tampoco le convenía tenerlos disgustados, pues esperaba sacarles la confesión de quién había sido el asesino de su hijo, trataba de contemporizar con unos y otros, apaciguando ánimos, disipando sospechas, limando roces y resquemores.
Además él no se sentía muy seguro. No se sentía seguro porque estaba en tránsito, porque le faltaba ese elemento de autoridad y persuasión que es el dinero; porque aún se sentía lejos de la Corona. Una vez que se sentara en el trono, las cosas serían distintas.
Pero Benasur, que ya daba por descontado el cambio de la actitud del Rey una vez coronado y restablecida la Corte, diariamente insistía con él para sacar su aprobación o aquiescencia a pequeños detalles que, presentados aisladamente, no tenían trascendencia aparente, pero que coordinados y asociados constituían todo un plan inteligentemente elaborado para apropiarse de los recursos materiales y morales de la guerra.
En cuanto rendían jornada, Benasur llevaba a los oficiales de su séquito a su tienda de campaña. Los demás jefes solían hacer lo mismo para jugar o beber. Benasur les hablaba de las doctrinas bélicas más modernas, así como de las batallas o combates que había presenciado. Comentaban los textos de Polibio, Julio César, Julio Floro. Discutían las vaguedades de Heródoto y Jenofonte, y de un modo insensible, tal como si fuera natural derivación del tema, concluían hablando de la reorganización del ejército parto. Así, Benasur pudo enterarse que Tarminas era un buen jefe, pero sin imaginación, sin astucia; que Filarces, del séquito del Rey, pasaba por ser el único buen general parto que existía. Que Zisnafes era buen organizador, especialmente de la marina, pero poco resuelto en las decisiones; que en el campo enemigo había cinco jefes muy dignos de consideración: los generales Baladanes y Sulfones, los comandantes Zafres y Nabuco, el centurión Marcio, de origen romano. Que los escitas no eran soldados buenos en grupos, pues se contagiaban en seguida de miedo o se hacían morosos en el saqueo; que había que mezclarlos con tropas partas disciplinadas.
Mientras tanto Clío, sin decir palabra, se movía discreta por la tienda, escanciando vino en los vasos de los oficiales, cuidando de que los platones de queso, frutas secas y almendras estuvieran siempre llenos. A la hora de la cena se despedían, y Benasur y Clío, si no tenían invitación del Rey o de alguno de los sátrapas, cenaban solos. Clío solía ejercitarse con el arpa todas las noches pasando a este instrumento muchas de las piezas que tocaba en la lira.
A Clío le gustaba ir a cenar a la tienda del Rey, porque allí se encontraba con el paje Vangamí, un indio dos o tres años mayor que ella y que se quedaba mirándola en muda y devota contemplación. Era menos desenvuelto que Theo, el paje del Leonidaión, pero mucho más hermoso. Tenía unos ojos grandes, negros, que los párpados escondían en su parte superior, y unos labios de doncella, sin que les faltara esa rotundidad de la boca viril. El Rey lo traía vestido de blanco y oro, y casi siempre se hablaban en idioma indio. No se le sentía, y antes que Artabán expresara un deseo o hiciera la petición de un servicio, Vangamí acudía solícito a cumplimentarle. Pero lo que más curiosidad despertaba en Clío era la piel del paje, que se le antojaba de un color extraño de brillos metálicos, oscuros, como los tornasoles que hace el auricalco.
Una mañana que el ejército marchaba por la meseta de Media, vino galopando Vangamí en su caballo blanco. Daba gusto verle tan erguido y tan esbelto sobre la montura, con el capotillo azul al vuelo, con su túnica blanca bordada con seda amarilla. Llegó hasta Benasur para darle un recado del Rey. Después sofrenó el caballo y se situó cerca de Clío para decirle sin mirarla, con los ojos puestos en el horizonte:
- Yo no sé lengua tuya, pero sé pocas palabras grecas para decir que tu mañana es hermosa, Clío.
Clio se ruborizó aunque no llegó a comprender si Vangamí quería decirle que ella hacía hermosa la mañana o si la mañana la hacía más hermosa. Pero por coquetería intuyó que las palabras de Vangamí eran un elogio.
No supo qué contestarle, temerosa de que no la entendiera. Pero también sin mirarle sonrió. Se puso nerviosa y sin querer espoleó el caballo, que protestó tratando de encabritarse. Vangamí dijo:
- Zeus contigo, niña -y dio media vuelta y se fue.
Otro día Clío sintió por primera vez el pinchazo de los celos. Cenando en la tienda real vio al Rey acariciar la barbilla de Vangamí. El paje sonrió y dijo: «Gracias, señoría». Era el único que no le decía majestad. Sintió celos más que en el corazón en su natural femenino, porque malició si el Rey no sería de los hombres que se enamoran de los efebos. Al otro día Clío sacó la conversación sobre el tema:
- ¡ Qué raro que el Rey no lleve esposa ni concubina!
- Toda Partía está regada de esposas y concubinas de Artabán. De mujeres y de hijos de esas mujeres… -le contestó Benasur-. Lo que sucede es que el Rey es viejo, mucho más viejo de lo que representa.
- ¿ No será que le gustan los efebos, señor?
- Ni pensarlo. ¡Pobre Artabán! El Rey no ha tenido más amores que con sus mujeres…
- Es que lleva un paje tan lindo, señor…
- ¿ Quién? ¿Vangamí? ¡Si parece un espectro! Se mueve de un lado para otro y no abre la boca… Vangamí es un regalo que le hizo un sátrapa de la India.
A la tienda de campaña que no le gustaba ir a Clío era a la de Hierón. No tanto por lo cruel que Hierón había sido con ellos, sino porque el sátrapa se quedaba mirándola de un modo que no le gustaba nada, Hierón era muy apuesto y tenía una simpatía irresistible, pero por eso mismo a Clío le disgustaba ser objeto de la mirada codiciosa del sátrapa. En Hierón descubría lo que el hombre desea, en Vangamí adivinaba el misterio que el hombre encierra. Y su espíritu se sentía más atraído por el misterio. En los ojos de Vangamí estaban ocultos extraños y remotos paisajes, en sus orejas -tan breves y bien dispuestas, de las que colgaban argollas de oro- se encerraban melodías desconocidas que deseaba le fueran reveladas.
Benasur tardó en darse cuenta que Clío había dicho que el paje de Artabán era lindo. Y todo su pensamiento se resumió en unas cuantas palabras, demasiado ásperas a los oídos de la britana: -Con un paje no llegarás a ninguna parte…
Clío no pensó en lo que pensaba Benasur. El judío no se oponía a que la muchacha tuviera unos iniciales sentimientos afectuosos, propios de su edad. Pero quería rescatarla desde un principio de las debilidades y confusiones que crean en el adolescente los ensueños afectivos Esto era más moroso de explicar que difícil. Y el modo más expedito para ponerla sobre aviso eran las advertencias contundentes y realistas Ese mismo día, cuando después de la cena repasaban un léxico de palabras árabes, Clío preguntó:
- ¿ Será muy difícil hablar el indio?
- ¿ Qué te interesa a ti la lengua india? Aprende bien el árabe, el persa, el dialecto parto… Debes aprender el garamanta, que no te será difícil por la semejanza que tiene con el árabe. Y si quieres aprender una lengua culta, que te distinguirá mucho en los pueblos de habla aramea, aprende el hebreo. Además conociendo el hebreo podrás leer libros muy importantes que te quitarán de la cabeza todas esas simplezas de tus dioses olímpicos.
- ¿ Por qué me hablas en ese tono, señor? -Porque veo que insistes sobre Vangamí. -No he mencionado para nada el nombre de Vangamí. -Has hablado del idioma indio, que es lo mismo. Y debes pensar que Vangamí no se separará nunca del Rey; que tú eres una mujer libre y él es un esclavo. Las mujeres libres deben tener la suficiente dignidad para no poner los ojos en un esclavo. ¿O es que aspiras a terminar siendo criada de una de las concubinas del Rey? Dedícate a tu música y a tus poesías y deja a los pajes en paz… -Es que yo soy mujer, señor…
- ¡ Vaya! Después de haberte visto desnuda en la tienda de Marsifal, ¿crees que ignoro tu sexo?
- Me refiero, señor, a mis sentimientos de mujer… Pero si esta conversación no te place, la dejamos, pues mi único deseo es evitarte disgusto o contrariedad.
- No, Clío; ni me disgusta ni me contraría. Además prefiero que me hables claramente de tus cosas… Yo no hago más que aconsejarte. ¡Qué duda cabe que Vangamí es un mozo hermoso y apuesto! Pero como él hay muchos en el mundo… Y espérate a conocerlos cuando ya tengas más edad y más malicia para defenderte de tus propios sentimientos. Es mucho mejor que él ande detrás de ti que tú detrás de él; que él se interese más por el griego que tú por el indio. Él monta muy bien a caballo, pero tú no lo haces mal tampoco. Tan no lo haces mal que Dorico no tiene ojos más que para ti…
- ¿ Dorico, señor…?
- ¡ Dorico! No te hagas la desentendida. Y ése es hombre de tu raza, y es oficial del Rey. Y te lleva diez o doce años que es la ventaja de edad que debe llevar un hombre a una mujer…
- Pero, señor, es que yo no pienso casarme… Yo quiero ser sacerdotisa del templo de Artemis…
- Tú estás en una edad en que no sabes lo que quieres. Por eso déjame a mí que oriente tus deseos. Y ahora lo que debes hacer es aprender bien el árabe y continuar con la música.
En efecto, Clío observó que Dorico no le quitaba ojo, y siempre que tenía oportunidad pasaba cerca de ella y le sonreía. Debía de ser ateniense porque pronunciaba el griego con una pureza chocante, igual que los pedagogos de las casas ricas. Siguiendo los consejos de Benasur, Clío encontró fácil y agradable mostrarse indiferente, cosa que hizo más melancólicos los ojos de Vangamí. Quizás el paje y el oficial ya se habían dado cuenta de sus preferencias, y los dos se celaban, si bien con discreción. En las jornadas de marcha, Dorico, adscrito al gabinete militar del Rey, procuraba con cualquier pretexto acercarse al séquito de Benasur. El navarca cabalgaba con sus oficiales, detrás iba Clío acompañada por un asistente de Frahatides, un decurión llamado Dalo, alto, feo y ya viejo, que lo mismo a pleno sol que en la noche imponía miedo. Hacían un curioso contraste los dos jinetes; la muchacha tan delicada y rubia, y el soldado tan duro y seco. Nunca sonreía, pero a la menor indicación de Clío, el hombre se desvivía por complacerle. Y no porque fuera mujer ni fuera bonita, sino porque su jefe le había dicho que asistiera a Clío. Y la cuidaba igual que haría con un estandarte o una corona, como a una cosa que estaba bajo su custodia. Tampoco le importaba mucho el valor de la cosa. Para Dalo la cosa tenía importancia extrema en cuanto le encargaban su cuidado y vigilancia. Y por ahora, mientras no le dieran orden en contra, miraba por Clío más que por el sol que lo alumbraba y que tan despiadado se había mostrado con su cutis. Porque si bien Dalo era el más feo de los partos, por el color de su tez parecía un etíope.
Clío era la expectación y la comidilla del ejército. Aunque iba vestida de hombre y cabalgaba al modo varonil, una mujer en la tropa era un suceso inusitado, extravagante. Las mujeres de los sátrapas viajaban en los carros de celosía como correspondía a su condición. Y las de los oficiales y soldados seguían al ejército bien a pie, como los infantes, bien sobre asnos o acémilas. Pero nunca se había visto marchar entre los soldados a una muchacha. El judío sabría mucho de milicia, mas en ningún texto castrense ni en ningún relato de historiador aparecía que las mujeres tuvieran cabida en el ejército. Y con grado de comandante, porque sólo los comandantes llevaban asistente.
Lo curioso es que el Rey, cuando un jefe como Filarces le insinuó la improcedencia de que una doncella formara en la columna, se manifestó favorable:
- ¡ Es magnífico! Ya sé que las mujeres tienen fama de dar mala suerte en el juego, en la guerra y en las iniciaciones religiosas, pero desde que he visto a esa muchacha la suerte ha cambiado para mí. No me opondré a que siga marchando con la tropa. Y si da ocasión para ello, le daré un grado en el ejército.
Pero lo cierto es que Artabán se acordaba mucho de Semíramis. Si Semíramis no hubiese tenido oportunidad de andar entre soldados desde niña, no habría llegado a ser la reina excepcional que había sido.
Rindieron jornada a diez millas de Arsacea, una pequeña población fortificada que, en tiempos pasados, algún arsácida fundó con la pretensión de convertirla en capital del reino. Pero conforme los apetitos de los reyes se fueron dirigiendo hacia occidente, hacia la Mesopotamia y la Anatolia, las capitales continuaron el mismo camino de las apetencias territoriales.
Arsacea pertenecía a la satrapía de Media, y ésta se consideraba pertenencia de la Corona. Era la primera población no autónoma, sino supeditada a Tirídates, que encontraron en la marcha.
Benasur pensaba eludir cualquier roce, choque o combate con las tropas de Tirídates hasta no tener debidamente organizado el ejército. Por tanto su ánimo fue separarse del camino de Arsacea, eludirla y continuar la marcha hacia Apamea. Mas Hierón, de cuyo criterio partícipaban algunos oficiales, proponía entrar en Arsacea, de nombre tan vinculado a la dinastía, alzar estandartes y dar los gritos por Artabán.
Como los pareceres eran opuestos, el Rey convocó a consejo.
Benasur expuso sus argumentos: a) La entrada en Arsacea no significaba gran cosa para la restauración; b) si la población se aliaba, ni el tesoro del municipio ni la leva de soldados importarían mucho; c) si la población resistía, tendrían que detenerse en el sitio y toma de la ciudad; d) llegarían noticias a Seleucia del Tigris, y se organizaría una expedición de auxilio; e) con lo cual Tirídates se enteraría que el rey había logrado organizar un ejército; f) como éste era poco importante corrían el peligro de ser cortados antes de llegar a Susa; g) si, en definitiva, Arsacea resistía más de lo que calculaban y no la tomaban, sería un obstáculo serio que encontraría Tarminas y su ejército, integrado por una tropa precariamente armada e instruida. Por todo ello era aconsejable rehuir la entrada en la población.
Hierón se opuso a estos razonamientos alegando que la toma de la ciudad pacíficamente constituiría un estímulo para la tropa; que no debía desestimarse la posible aportación pecuniaria y humana de Arsacea; que, en el peor de los casos, la resistencia de doscientos hombres sería quebrantada en unas horas de combate; que la resistencia les daba motivos para entrar a saco en la ciudad. Y que, posesionados de la misma, no sería un obstáculo sino una avanzada muy útil para Tarminas.
La discusión se acaloró. Uno de los oficiales del séquito de Benasur, Mausolo, de las tropas de Fraates, se sumó al criterio de los sátrapas. Marzas, aunque consideraba muy sensatos los razonamientos de Benasur, se inclinaba por la entrada a la ciudad. Y al fin el Rey les dijo que procurasen unificar un criterio que participase de la prudencia de los argumentos de Benasur y de los puntos de vista de los sátrapas Dorico propuso una fórmula:
- Lo mejor sería rodear la ciudad a fin de que no se escape nadie con la noticia. Entrar en la noche y tomar el castro. Invitar a los oficiales a que se sumen a nuestras fuerzas, y si no lo hicieren de buena voluntad, acabar con ellos. En la misma noche saquear las arcas. Y al amanecer levar estandartes y dar los gritos por su majestad.
Artabán encontró muy conveniente la proposición de Dorico. Pero Benasur la completó con una enmienda:
- Todos estáis seguros que la guarnición no excede de doscientos hombres. Por tanto la operación que propone Dorico puede desarrollarse con buen resultado. Debemos dejar aquí una guarnición de confianza. Pero si atacamos Arsacea pasaremos de largo por Apamea, porque se impone de nuevo la necesidad de dividir el ejército…
Hubo un rumor de desaprobación. Benasur continuó:
- Estamos olvidando lo más por lo menos. Es necesario dividir el ejército de modo que una columna de caballería salga a jornadas forzadas para Susa a fin de comunicar a Zisnafes lo que sucede, y apresurarle con su ejército. Nos falta un mes de viaje, y en un mes las fuerzas de Tirídates pueden cortarnos el paso. Te invito, majestad, a que recapacites sobre este punto.
Los oficiales del séquito de Benasur aprobaron esta enmienda, incluso el armenio Mausolo y el griego Dorico. Hierón dijo que para aceptar la enmienda antes necesitaba saber quién mandaría la columna de caballería.
- Dos hombres de la confianza de todos, tus oficiales Mausolo y Artitas, adscritos a mi gabinete.
- No tienen grado para mandar una columna de caballería… - opuso el sátrapa.
- No hablemos de columnas ni de cohortes. Como se trata de cumplir una misión de correos, pueden ser cincuenta jinetes. Si es que vosotros, que conocéis el terreno, consideráis que cincuenta jinetes pueden llegar sin contratiempo a Susa.
Hierón opinó que cincuenta y hasta treinta soldados de caballería constituían fuerza suficiente para llegar con toda seguridad a Susa.
La ciudad se tomó con mayores facilidades de las imaginadas. La guarnición la componía una centuria cuyo jefe estaba francamente disgustado con el nuevo régimen. Mostró vivos deseos por hincarse a los pies de Artabán y jurarle lealtad. Luego les dijo que la población se mostraba decepcionada; que Arsacea nunca había sido desafecta a Artabán, y que en menos de dos meses de reinado de Tirídates, éste había mandado por tres veces publícanos y cohorte a recaudar tributos; que el senado de la ciudad no tenía un artabán en las arcas, y que de leva podía dar un contingente de quinientos hombres, pues la población había perdido el gusto por el trabajo, que tan escaso provecho les daba. Muchos hombres habían salido hacia el Tigris y la costa pérsica en busca de trabajo.
Enterado de todo esto, Benasur logró obtener que el Rey pidiera un nuevo préstamo a los sátrapas de doscientos artabanes, a fin de dejárselos al centurión. En la mañana temprano se convocó a asamblea, y cuando la población se reunió en la plaza, el Rey y sus acompañantes salieron al balcón del senado con muchas aclamaciones de los populares. Se alzaron los estandartes y se dieron los gritos por Artabán. Después se pregonó edicto haciendo saber que la ciudad quedaba sometida al régimen de sitio, hasta que el ejército real volviera a restituirle las garantías.
Se anunció conscripción voluntaria y mercenaria. A los voluntarios se les aseguró una prima de cinco artabanes al concluir la campaña, uno de los cuales recibirían en el acto de engancharse a las banderas, con objeto de que pudieran dejárselo a su familia. Se hicieron listas de cuatrocientos y pico voluntarios y de algo más de una veintena de mercenarios.
Y como todo se había realizado con orden y buen concurso de la población, sin un grito y sin derramar una gota de sangre, se levantó campo para continuar la marcha, dejando al centurión con sus propios soldados. Los vecinos, en su mayoría mujeres y niños, acompañaron un gran trecho al ejército real al que se habían incorporado padres, esposos, hijos, hermanos…
Sí, el prestigio de Hierón ganó muchos puntos entre la oficialidad y especialmente con el Rey. Pero Benasur vino a puntualizar la situación en cuanto cenó a solas con Artabán:
- No hemos saqueado las arcas ni levantado leva. La toma de Arsacea nos ha costado un buen pico. Sí, me dirás, majestad, que hemos engrosado el ejército con quinientos hombres…; quinientos hombres que no saben cómo se maneja ni la espada ni la lanza, pero que tienen estómago muy habituado a comer. Por tanto, tenemos quinientas bocas más que alimentar y setecientas monedas de oro menos… Si no hubiéramos entrado en Arsacea, ahora estaríamos a una jornada de aquí…
- ¡ Pero tú, Benemir, fuiste el que sugeriste el socorro de los doscientos artabanes a las arcas de la ciudad…!
- Claro, para probarte que las palabras que llevan a la discusión no son las provechosas, sino las ideas. Las palabras de Hierón nos orillaban a la violencia, pero fueron mis ideas las que hicieron fracasar a Hierón y nos costaron un pico. Te digo esto, majestad, porque la guerra es un negocio y sujeta a una estrecha economía. Es con la inteligencia con la que se ganan las batallas y se gobierna a los pueblos, no con la pasión. Si das oídos a las palabras de Hierón, la toma de Apamea nos costará un ojo de la cara, tanto en sangre como en dinero, no te quepa duda. Y es hora ya, majestad, que recobres tu autoridad y que me otorgues a mí el poder que necesito para llevarte al trono de Ctesifón; porque estoy viendo que tu tienda no es estancia real sino foro público, donde cualquiera puede expresar e imponer sus pareceres.
Artabán se quedó mirando fríamente a Benasur. Luego murmuró:
- Bien se ve que no me conoces, Benemir.
- Porque te conozco te hablo así, majestad. En estas circunstancias no interesan las virtudes de la persona sino los hechos del Rey. Has perdido cuatro veces el trono y deseo que lo recuperes para mientras vivas. Yo para cobrar mi préstamo necesito un Estado sólido y un gobierno duradero…
- No me conoces, Benemir.
- Te conozco, majestad. Y perdóname que insista. Tú esperas la oportunidad para investirte otra vez del poder que has perdido. Tú esperas que los hechos se acomoden a tu tiempo. Y no, majestad. Los hechos se desarrollan a un tiempo que no es el tuyo ni el mío. Y hay que ir a los hechos al tiempo que ellos imponen. Si hoy mismo no te posesionas de toda la autoridad real, del privilegio y poder que ella implica, vamos al fracaso.
Estaban en la tienda real. Habían acudido Clío y él a cenar con el Rey. Y de esta conversación sólo eran testigos el paje y la britana. A Clío se le había puesto la carne de gallina oyendo a Benasur. No podía concebir que un extraño, un extranjero hablara así a un rey en su misma patria, entre sus mismos servidores y soldados.
- ¿ Para qué quieres que yo me posesione de todas las prerrogativas y privilegios inherentes a la Corona?
- Para tener la seguridad personal, majestad, de que yo he hecho un convenio con el emperador de Partia, y que ese convenio tiene todas las garantías reales… Porque temo, majestad, que cualquier día Hierón u otro sátrapa cualquiera saque a discusión no el convenio, sino decisiones previas que son necesarias para que el convenio comience a entrar en vigor.
Artabán hizo una seña a Vangamí para que les sirviera más vino. Después bajó la cabeza y se quedó acariciando la copa. Alzó la vista poco a poco y la clavó en los ojos de Benasur.
- ¿ Cuáles son esas decisiones previas?
Benasur sorbió un trago. Y en seguida, mirando fijamente al Rey le dijo:
- Es necesario que desde ahora tu ejército tenga un jefe supremo. De tu absoluta confianza. Y de la mía también, majestad. Bien sé que no nos ligan afectos de parentesco, de amistad ni siquiera de raza. Nuestras dos personas en nada son comunes. Pero hay algo que nos ata con tanta o más fuerza: nuestros negocios, que siendo distintos no pueden separarse. Tú quieres tu trono y yo soy el único que puedo dártelo. Ninguno de tus militares sabe conducir una guerra. Saben combatir, pero no planear. Por tanto, debo declararte de una buena vez lo que sospechas: debes nombrarme jefe supremo de los ejércitos de Partía. Y consejero del Tesoro mientras dure la guerra. Si no te place, dímelo de una vez. Si aceptas, decláralo públicamente… Mis ambiciones no están ocultas, majestad. Están escritas y llevan tu sello y el mío.
- Es curioso, Benemir. Las gentes hacen burla de Tirídates porque tiene a su derecha a Lucio Vitelio… ¿Qué pensarán de mí cuando vean que mi derecha es Benasur de Judea?
- Lucio Vitelio lleva las botas herradas, majestad, y sus pasos hacen mucho ruido. Yo las llevo con piso de suela… A mí no se me siente. ¿Acaso cuando estabas en tierras de Hircania me oíste llegar? ¿Habíais sentido mis pasos cuando Zisnafes llegó a Ctesifón con el convenio?
Artabán sonrió. Clío respiró aliviada. El Rey le dijo:
- ¿ Qué te sucede, Clío? Debes aprender persa para que puedas leer una historia muy interesante… Está desparramada en centenares de inscripciones lapidarias de Mesopotamia y Persia, pero yo la he recogido en un libro de papel de Pérgamo… Me he entretenido en dictarla durante mi conquista de la India…
- Sí, majestad… -afirmó la britana.
- Me entretuve en dictarla porque es extraordinaria… ¿Has oído hablar de Semíramis, Clío?
- No, majestad.
- Pues Semíramis montaba a caballo como tú, desde muy niña… Ella no tocaba la lira, no; pero hacía armonías con los aromas… Ella, la más grande reina que ha dado el mundo, debió de escuchar más de una vez conversaciones como ésta que acabas de escuchar. Tu padrino me ha puesto la espada al pecho, pero es la única espada que tengo para defenderme, Clío… Cuando ya seas mayor y me recuerdes., no lo hagas injustamente. No creas que claudiqué, no. No es cobardía, sino prudencia… Soy hombre experimentado. He llegado con mi ejército hasta las tierras de Marusthala… Conquisté tres provincias indias… No soy cobarde, no. Pero soy viejo… Cuando me viste por primera vez, en la mañana había cazado con mis propias manos el sustento de ese día… Creía que mi vida sería ya siempre igual. Y apareció Benemir. Y todo ha cambiado… No soy cobarde ni es ocasión tampoco de mostrarme agradecido, pero debo asumir todas mis prerrogativas reales para pasarle el poder del Ejército a tu padrino… -bajó la vista e hizo una pausa. Continuó como si hablara para sí-: Dice Benemir que las fórmulas caballerescas ya no se usan… Quizá tenga razón. He vivido siempre entre caballeros, y por cuatro veces me arrojaron del trono los mismos que me rodeaban. Han sido caballeros también los que mataron a mi hijo. Quizá tenga razón Benemir; pero reconocerlo me cuesta mucho trabajo y me da mucha pena. En fin, no quiero ser yo quien se lo diga, sino tú… Dile a tu padrino que el emperador Artabán III lo nombra jefe del Ejército, con todos los poderes que él necesita…. Anda, díselo, Clío.
Cogió la copa y apuró un sorbo. La britana le dijo a Benasur:
- Señor: su majestad te nombra jefe supremo del Ejército de Partia.
Y como Clío callara por una repentina opresión que sentía en la garganta, Artabán, sin abandonar la sonrisa, dijo:
- Semíramis en tu caso hubiera propuesto un brindis.
Clío cogió la copa.
- Majestad, yo propongo una libación, y te aseguro que al brindar por mi señor, brindamos por tu felicidad personal y por la felicidad de tu reino. Y te doy todas mis seguridades de que mi señor, treinta y seis veces ilustre, te será treinta y seis veces leal y que…
Benasur alzó la copa. Temió que Clío entrara en una de aquellas series de frases corteses que nunca se terminaban. Y brindó:
- ¡ Por Partia, majestad!
Al día siguiente, cuando la columna estaba dispuesta a iniciar la marcha, sonaron trompetas y timbales. Se reunieron alrededor del Rey todos los jefes y oficiales, incluso los dos sátrapas Hierón y Fraates.
- Sabed, caballeros, que he tenido a bien nombrar jefe supremo del Ejército a Benemir. Os ruego que le prestéis juramento de obediencia y lealtad. De ahora en adelante recibiréis de él las órdenes, y a él acudiréis en todos los asuntos que os conciernan personalmente y que conciernan al Ejército. He tomado esta determinación para desentenderme de las preocupaciones de la guerra y dedicarme a otros problemas de gobierno que reclaman mi atención. Cumplid, pues, mi voluntad.
Se elevó el estandarte de Artabán y uno a uno, por turno jerárquico, jefes y oficiales se dispusieron a prestar juramento. Fraates e Hierón estaban indecisos. Por una parte no querían participar en un acto que los subordinaba a Benasur, y por otra dudaban de abstenerse en merma de su jerarquía. Fraates, que por más simple, planteaba de cara las cuestiones, se adelantó:
- Un momento, señores. ¿Cuál es nuestra situación?
- Vosotros -les dijo Benasur- no estáis obligados a participar en la ceremonia, porque no tenéis grado en el Ejército…
- ¿ Y nuestras fuerzas? -reclamó Hierón.
- No olvides que tus fuerzas las cediste al Rey.
- ¿ Es que nos quedamos sin fuerzas y sin mando?
- No, Hierón. En este momento no tenéis mando. Pero esta tarde o mañana el Rey firmará vuestros cargos dentro del Ejército. Es todo.
- ¡ No, no es todo, Benemir! Me niego a…
- ¡ Silencio, señoría! -cortó Benasur-. He dicho que es todo, y no tienes nada que oponer.
Hierón dio media vuelta y se marchó. Benasur recibió el juramento de los jefes y oficiales, revistó la columna y dio la orden de marcha. Intencionadamente se fue quedando atrás para que Hierón lo alcanzara. Cuando estuvo junto a él le dijo:
- Hierón, he pensado que esta primera «bandera» de nuestro Ejército se llame Restauradora. Constará de cinco mil hombres y tú tendrás el mando de ella. Esta tarde me jurarás el cargo.
Y en la tarde, después que Hierón le juró obediencia y lealtad, Benasur hizo saber a la tropa que desde ese momento la columna estaba en pie de guerra y que entraban en vigor todas las medidas disciplinarías del caso. Después hizo conocer a los jefes que se haría un gran rodeo para pasar lejos de Apamea.
Desde entonces Benasur empezó a vestir al modo parto; pantalones muy holgados, caftán abierto y ancho cíngulo del que pendía la espada.
Un día antes de la llegada a Susa, cuando acamparon al pie de la vertiente occidental del Zagros, Benasur se decidió a plantear el asunto del príncipe Gotarces a Artabán. En la reunión diaria que tenía con el Rey, después de rendir jornada y una vez que se despacharon los asuntos del día, le dijo:
- No me has preguntado por tu hijo Gotarces, lo que me hace pensar que ignoras su suerte…
Artabán, como padre de muchos hijos, se detuvo a reflexionar cuál era Gotarces, En seguida:
- Gotarces… Se fue con Zisnafes. ¿No lo viste con él?
- Sí, lo vi con Zisnafes… Ya te hablé en otra ocasión de la plaga de langosta que cayó sobre Alejandría… Tu hijo, a pesar de las graves preocupaciones que teníamos, se dedicó a jugar con la plaga. Tuve que llamarle al orden. Y se insubordinó… Estábamos en mi barco. Se insubordinó cuando las circunstancias eran muy graves. ¿Qué hubieras hecho tú, majestad, en mi caso?
- No sé qué hubiera hecho porque nunca he mandado barco. ¿Tú que hiciste?
- Lo hice detener y encadenar al banco del fori… Le puse un remo en las manos.
- ¿ Por cuántas horas?
- Por todas las horas de cuatro meses… hasta que se fugó.
Artabán rió, pero sin mucho regocijo:
- ¡ Condenado muchacho! Yo lo tuve preso en la fortaleza de Garnifa cinco días. Y se fugó llevándose a dos de mis concubinas. ¿Cuántas te llevó a ti?
- En el Aquilonia sólo había una mujer, pero desgraciadamente la dejó. Como es natural, tuve que dar parte de su fuga a las autoridades romanas.
Artabán dejó de reír. Movió la cabeza.
- Ha sido una imprudencia, Benemir.
- Tenía que poner un correctivo a su indisciplina.
- No me refiero al castigo, sino a la denuncia. ¿Lo han detenido los romanos?
- No he vuelto a saber de él…
- Menos mal. Porque si cae en poder de los romanos lo conducirán con Tiberio. Desde hace cien años Roma toma a los príncipes de rehenes para adiestrarlos en la traición. Luego los manda a sus países para que se levanten contra sus padres. Eso ha pasado en el Ponto, en Lidia, en Capadocia, en Armenia, incluso en Partia. Levantar a un hijo contra un padre tiene siempre buen éxito, porque no se impone a un extranjero. En fin, no es una buena noticia, Benemir. Me hace gracia, pero me duele. Orodes ha quedado tan mal herido que no sé cuál haya sido su suerte en Ctesifón. Mi otro hijo Bardanes, el heredero del trono anda perdido por la Bactriana dedicado a la caza de camellos. Y apesta como ellos. Y ahora Gotarces… Son los únicos hijos que pueden sucederme en el trono. Gotarces es bastardo… -movió la cabeza, como si se sacudiera una mala idea y de pronto preguntó cambiando de tema-: ¿Qué te ha hablado Zisnafes de su padre, el rey Melchor?
- Nada.
- Es un viejo chiflado. Es un sabio, pero chiflado… -después, como si midiera sus palabras, explicó-: Cuando se integró el Imperio parto hubo tres viejos reinos a los que se les concedió un estatuto autónomo especial: Aria, Persia y Susiana. Dichos países, aunque se gobiernan como satrapías, vienen a ser algo así como reinos vasallos. Tienen su corte y sus jueces. Y su clero autónomo. En Partia, Ahura Mazda tiene un pontífice que no es precisamente el rey. Pero en Susiana el rey es sumo sacerdote de Mitra, con jurisdicciones en el antiguo Elam, que abarca toda la Susiana, parte de la Mesopotamia, de Media y de Persia. Melchor recibe por esta circunstancia muy importantes tributaciones… Te digo todo esto para que no te extrañes de mi situación mientras estemos en Susa. Yo, el Emperador, seré un asilado del rey Melchor… En Susa no podré tocar nada, excepto el palacio de Ciro que corresponde a la Corona de Partia. Melchor es un viejo tacaño a quien no se le saca ni un cobre. Cuando alguna vez le he pedido un préstamo siempre se ha disculpado con las obras que hace de reconstrucción de las murallas… Sin embargo de lo que te digo, tendrás que valértelas para sacarle dinero, pues mientras no tomemos Ctesifón, no dispondremos de mi tesoro.
- ¿ Tú crees que Tirídates lo va a dejar para cuando nosotros lleguemos?
- Nadie, excepto Bardanes y yo, puede llegar a mi tesoro. Los maestros se encargaron de matar a los trescientos obreros que efectuaron las obras. Los tres arquitectos mataron a los maestros. El intendente eliminó a los arquitectos y Bardanes mató al intendente.
- Sin embargo, en tres días dieron con las bóvedas secretas de Garnifa.
- Bah… Esas bóvedas eran un juego de niños. Se construyeron en ocho meses. El tesoro de Ctesifón tardó en construirse once años. La galería que conduce a él pasa debajo del Tigris y va hacia Babilonia. Tiene una extensión de siete parasangas y llega hasta el subsuelo de la casa de campo que Semíramis poseía en las afueras de Babilonia… Te aseguro, Benemir, que mientras un arsácida sepa dónde está el tesoro de Ctesifón, habrá un arsácida en el trono de Partia.
Benasur pensó que Artabán era demasiado optimista. No estaban tan seguros ni el Rey ni su hijo de volver algún día a Ctesifón.