BENASUR, TU GENIO COMERCIAL…
La cena transcurría en un ambiente entre ceremonioso y cordial. Tiberio se mostraba parco con el vino, lo único que podía despertarle cierta locuacidad. Desde hacía algún tiempo el Emperador se racionaba prudentemente las libaciones, y esta continencia alcohólica se acreditaba en Roma a cambio de otros excesos más censurables. No había virtud, acto o intención noble, actitud prudente o moderada del César que los murmuradores republicanos no achacaran a un vicio, a una torpeza o a un crimen mucho mayores.
Benasur apenas si estuvo a punto de soltar la risa en tres ocasiones, al oír las agudezas del joven Aulo Vitelio, que sabía decir con el mismo candor que una doncella los más atrevidos e inspirados disparates. Cuando los temas de conversación propuestos por Tiberio languidecían tras unas cuantas frases corteses o el comentario desvaído, el joven intervenía con el chispazo de un ingenio mordaz, cáustico. A Benasur se le escapaban algunos de los sarcasmos que surtían tan feliz efecto en los comensales, porque no estaba al tanto de las claves de la maledicencia cortesana. Aulo Vitelio aprovechaba la última palabra dicha, la presencia de un plato en la mesa, cualquier pueril incidente en el servicio, para soltar un chiste que en sus labios tenía el raro encanto de no molestar y sí divertir a los presentes.
Benasur pensaba que aquel muchacho llegaría lejos en su carrera palatina. Ya era buen principio contar con la simpatía y la predilección del César. Calígula, por la hipócrita reserva que mantenía ante su padrino, se mostraba en la charla mucho más cauto y prudente que su amigo Aulo. Era lo suficiente astuto para comprender que las palabras que en los labios del joven Vitelio hacían gracia a su tío abuelo, en los suyos se convertían en desafortunada opinión. El único que se desazonaba con las ingeniosidades de Aulo era su padre, Lucio Vitelio, procónsul de Siria. Por este cargo y por pertenecer al Orden Consular se reclinaba en el triclinio en el sitio de honor, al lado derecho del Emperador, en la locus consularis.
En Roma se decía que los altos cargos y honores con que Tiberio distinguía a Lucio Vitelio eran liberal recompensa por la abominable inclinación que el César sentía por el joven Aulo, a quien atribuían una demoníaca y precoz inteligencia para los placeres inconfesables. Pero esto no pasaba de ser una de las mil calumnias propaladas por la opinión pública que, cada vez más amordazada y reprimida, se soltaba en terribles difamaciones por las vías subrepticias de la murmuración.
El papel que Aulo jugaba en Capri, cerca del Emperador, era mucho más inocente. En realidad cabía pensar que Tiberio admiraba en Aulo Vitelio la réplica viva de lo que él hubiera deseado ser. Sentía simpatía por todo aquello que el muchacho representaba, tan ajeno, tan antitético a sí mismo. Nunca le importunaba. Tenía el instinto de la discreción y el instinto de la oportunidad. Y cuando reía lo hacía de un modo tan juvenil y tan medido, que la risa alegraba el corazón del Emperador, que no sabía reír. Tiberio sentía aversión por las carcajadas. Alguna vez había confesado al astrólogo y matemático Trasilo que odiaba la risa desaforada desde que un día, siendo muy niño, vio reír a Publilio Siro en una comedieta de la que el propio mimo era autor. Representando el papel, Siro tuvo un acceso de risa y las carcajadas, lejos de aminorarse, se hicieron más estruendosas. Siro, al reírse, miraba a Tiberio padre, y el niño creyó que el autor hacía mofa, con aquella risa sangrienta, de su progenitor. Lo que nunca logró averiguar Trasilo fue si Tiberio odiaba la risa por los cómicos u odiaba a los cómicos por su risa.
Y Aulo Vitelio sabía reír. Sabía imitar también a los personajes que subían a Capri. Y lo mismo hacia un remedo burlesco de Macrón, el sucesor de Sejano, agudizando el mentón prognato e hinchando el pecho, que imitaba al eunuco Turcio, tesorero del templo de Vesta. Tenía un don especial para reproducir los giros retóricos, los ademanes tribunicios, los largos períodos de relampagueante y vacía elocuencia de Cneo Pompeyo, y los gestos y las frases comunes a la ciencia infusa de Caricles, el médico del César.
Hacía reír igual que esos corcovados que, vestidos de seda roja y sonando los sistros, andan en las carretas de los mimos, parándose ante el aldeano auditorio de los villorrios. Como ellos hacía bromas a todo el mundo y se tropezaba con las gentes provocando incidentes menudos. Pero a diferencia de los mimos, Aulo no tenía que pedir ayuda a lo grotesco de la deformidad, pues el joven favorito de Tiberio era un bello y apuesto muchacho. Además de prestancia tenía un rostro de facciones muy proporcionadas y agradables, unos ojos grandes, claros, de candida mirada, y una boca tan bien perfilada, que se hacía seductora cuando reía. Tiberio, que, aunque no sabia reír, era hombre de humor, disfrutaba mucho con las agudezas de Aulo, ya que las peores procacidades salían de sus labios con el mismo tono de inocencia con que una niña hubiera invocado la protección de los dioses lares en el momento de salir para la escuela.
Lucio Vitelio, en cuanto oía hablar a su hijo, no podía disimular el sobresalto, pues si bien no olvidaba que eran las mordacidades de Aulo las que le redituaban una situación tan ventajosa en el Estado romano, temía, al mismo tiempo, que una de aquellas gracias mal dirigida, de simultáneos y opuestos sentidos, fuera a parar de rebote e impensadamente contra Tiberio, perdiendo con ella el favor y el privilegio cesáreos.
Poco antes de concluir la cena, cuando fueron servidos los vinos ácidos y los postres, Aulo sacó a colación el tema gladiatorio, tema que desde los principios de Augusto estaba terminantemente prohibido por la etiqueta palatina. Aparte de las reservas que oponía la buena educación a un tema de tal especie, Tiberio sentía una particular repugnancia por los juegos del anfiteatro. Mas Aulo Vitelio fue sutil y hábil para introducir el tema en la conversación. Mirando con su habitual expresión de inocencia al César, le dijo:
- ¿Sabes, mi amado César, que un miembro de la familia Pomponio se ha echado el amínculo sobre los hombros?
Pasmo entre los concurrentes, seguido de una morbosa expectación. Vinicio Pomponio era el descendiente de una familia ilustre, emparentada con los Pompeyo, uno de los cuales, Cneo, se hallaba allí presente. Desde Julio César los Pomponio abdicaron de sus sentimientos republicanos, sin abandonar sus tierras y fincas de Pompeya y Estabias. Por estar alejados de Roma habían podido sortear las tempestades que se provocaban en la corte romana, conservando así, a lo largo de los reinados de Augusto y Tiberio, la confianza y la simpatía imperiales.
Vinicio Pomponio se casó muy joven bajo los auspicios de Venus Generadora. Los primeros tres años de matrimonio, Venus le dio tres niñas. Después optó por el patrocinio de Ceres, en busca de un varón, pero Ceres le trajo dos niñas más. Se pasó a una deidad viril, suplicándole que le diera un varón, y Marte le dio otra niña. Desesperado del destino de su paternidad, consultó a un físico cretense -que además de médico hacía cálculos con los números-, que le aseguró que al séptimo parto su mujer le daría un niño. Vinicio Pomponio se sometió a extrañas dietas y a penosas vigilias en que invocaba a Baco y Ariadna en mágicas oraciones de siete palabras, y tras siete meses la esposa le obsequió con la séptima hija.
Todas las hijas de Vinicio Pomponio estaban crecidas, y el honesto padre daba gracias a los dioses por haberle colmado con las siete virtudes, pues la que no era hacendosa era filántropa, y la que no encarnaba a la modestia mostrábase cuidadosa de los servicios religiosos. En Pompeya, al referirse a las hijas de Pomponio, les decían las siete perlas. Y en Roma, las envidiosas, con un juego de palabras, las apodaban las siete marchitas.
Por eso la noticia de Aulo Vitelio cayó como chorro de agua sobre los comensales. Porque al decir que un miembro de la familia de Pomponio se había puesto el amínculo, quería decir que una hija, una de las siete virtudes se había lanzado al comercio de los hombres, a la prostitución.
Pero Aulo, ante el gesto severo de su padre, el expectante de Cneo Pompeyo y el grave de Tiberio, dijo que, en efecto, uno de los Pomponios se había puesto el amínculo: el joven Sema, un esclavo que Vinicio había manumitido y prohijado. Sema andaba en gestiones para hacerse gladiador, y dentro de unos días sería infamado.
Aulo jugó tan hábilmente con las proposiciones y las palabras, que Tiberio no pudo reprimir una discreta risa. Las palabras amínculo, infamante y prostitución eran aplicables tanto a una prostituta como a un. gladiador. Cuando un gladiador, una vez infamado públicamente, se ponía la clámide con que le obsequiaba el padrino, se hacían burlas aludiendo al amínculo, pues, en la jerga de los gladiadores, a la clámide se le llamaba amínculo, o sea, el manto obligatorio que distinguía a las meretrices. Tras ponerse el capotillo, quedaba, igual que una prostituta, infamado. Pero la diferencia estaba en que la infamia del gladiador era de carácter cívico, ya que perdía sus derechos de ciudadano, mientras que la de la prostituta era infamia de carácter social, que la convertía en una proscrita. La hipócrita y sutil diferencia que existía entre los dos infamados radicaba en que mientras la prostituta era merecedora del ludibrio, el gladiador podía aspirar a la ovación del anfiteatro, a las palmas doradas y a la gloria, a la lápida y a la estatua como el más conspicuo benefactor del Imperio.
El éxito de Aulo fue rotundo, pues a todos ofreció la oportunidad de pensar maliciosamente que al honesto e ilustre Vinicio Pomponio le había salido una hija libertina, posibilidad que la mala intención hace acoger con regocijo cuando alude a personas de tan probada moralidad. También se les procuró la ocasión de oír mencionar ante Tiberio una cuestión proscrita del triclinio del César.
Calígula aprovechó la oportunidad para agregar:
- Yo he oído decir que el tal Sema, una vez que haya perdido el nombre de Pomponio, se enfrentará a Divo Muncio en el anfiteatro de Pompeya, el día de la despedida de Festo.
No pudo continuar. Lo que en Aulo Vitelio era gracia, en él resultaba desabrimiento. Tiberio se deslizó del triclinio y dijo secamente:
- Señores, pasemos a la junta.
Se dirigió al salón inmediato seguido de Lucio Vitelio y los tres senadores de la Comisión naval. Los demás comensales -Benasur, Cayo César, Aulo Vitelio y el físico Caricles- permanecieron de pie hasta que el César salió del triclinio.
En cuanto se quedaron solos, el médico Caricles propuso una partida de tablas, idea que fue acogida con entusiasmo por Cayo César. Benasur también aceptó, pues consideraba que el juego en un círculo de cortesanos era una operación que rendía, en el peor de los casos, asociaciones, compromisos y franquicias. Cayo César era mal jugador. En cambio, Caricles, codicioso.
Pidieron las tablas y establecieron el importe de las jugadas. Se aceptó una postura no mayor de diez áureos, y reenvites de múltiplos de diez conforme al turno de cada jugador y sin exceder de ciento. Se jugarían tablas a más y a menos, a pares y nones y a éxito. El éxito era el triunfo mayor. Un éxito de trinios, o sea, de cuatro treses, era cápito y ganaba al éxito natural o de números distintos. El as, número funesto, equivalía a cero. Si los ases salían por parejas o mayor número, entonces valían el primero por uno, el segundo por dos y así sucesivamente, pero en resta para la jugada de menos. Nunca se sumaban. Si se jugaba a más equivalían a cero. Echaron a suertes y ganó la mano Caricles.
- Para que no os alarméis, una moneda de plata al más.
Hicieron las posturas, tiró Caricles los dados y ganó Cayo César. Éste rió alborozado e hizo un signo obsceno al médico.
Poco a poco la partida fue subiendo de entusiasmo y de cantidad. Caricles comenzó a ganar. Perdían Benasur y Aulo. Cayo César se mantenía equilibrado. Caricles fue el primero que lanzó una moneda de oro a las tablas, guiñando el ojo a Calígula. Benasur, que sólo jugaba por ver si comprometía a Cayo, reenvidó con diez áureos más. Aulo pasó. Calígula pagó los diez áureos más otros diez. Caricles prefirió pasar. Benasur pagó el reenvite. Movió el cubilete parsimoniosamente mientras miraba y sonreía a Cayo César.
- ¿A qué vamos? -preguntó Calígula. -A menos.
- ¿Aceptas diez áureos más a pares? -Hasta cincuenta, si quieres… -retó Benasur. Calígula puso en las tablas las cincuenta monedas. Después dijo: -Perderás hasta el pectoral… ¡Tira de una vez! -Como gustes, alteza…
Tiró. Los dados dieron dos ases, un dos y un cuatro. O sea: 2 + 4 = 6, menos (1 + 2) = 3. Era una jugada mediocre, no mala.
- ¡Tres! -gritó Calígula con forzado optimismo. Recogió los dados, los batió rápidamente y para hacer la jugada más emocionante soltó el primero. ¡El 6! Calígula palideció. Aulo soltó una carcajada. Caricles apremió:
- ¡Échalos de una vez!
Calígula soltó el otro: un dos. Ya quedó eliminado. Sólo con tres ases (1+2 + 3 = 6) hubiera ganado. Pero continuó tirando para el juego de pares. Y sacó un cinco y un as. Como un as solo equivalía a cero, sacó nones, que era la apuesta de Benasur.
Cayo César se enardeció. Como a jugador apasionado se le pusieron rojas las orejas. Caricles y Aulo Vitelio se aprovecharon de esta pugna entre los dos jugadores para sacar algunos pellizcos a cuenta de su bolsa. Siempre que quedaban solos Calígula y Benasur en el juego subían los envites peligrosamente. Y como suele suceder, Benasur, que no necesitaba el dinero, ganaba hasta cuando hacía las posturas más disparatadas. Calígula entró en una taciturnidad grotesca. Aulo Vitelio reía de buena gana a sus costillas. Y cuando todo el oro de Calígula pasó a manos de Benasur, éste, al ver que el príncipe quería jugar a crédito, le dijo:
- O sacas los áureos, o yo me retiro.
- No tengo más oro -repuso Calígula.
- Extiéndeme un título contra cualquier banquero. Me basta con tu nombre y sello… ¿Cuánto necesitas?
- Todo el oro que tienes lo jugamos a más.
Cayo César pidió una hoja liviana y extendió el título, que puso sobre las tablas. Él tiró los dados. Perdió. Miró con un odio irreprimible a Benasur.
En eso un paje vino a avisar al judío que el César demandaba su presencia en la junta. Dijo al príncipe:
- Es orden del Emperador, alteza. Lo siento… -y guardando el título, añadió-: Te dejo el oro para que lo administres bien. Procura resarcirte de lo que has perdido.
A Benasur le interesaba mas el título que el oro: documento que en cualquier oportunidad podía negociar con ventaja. Sabía que Calígula no andaba sobrado de dinero; y que la corta mesada que le daba su tío Tiberio apenas le alcanzaba para los primeros gastos del mes. Estaba empeñado con los usureros y banqueros de Neápolis, con los altos funcionarios que rodeaban al César. Por tanto, dejándole el oro haría que el príncipe olvidase el título. O le haría pensar que si tan liberal se mostraba con las monedas menos reclamaría el importe del documento.
Caricles animó a Calígula a seguir jugando. Era el tal Caricles un tipo pintoresco. Nadie fiaba de su ciencia. Y sólo un físico como él podía ser médico de cabecera de un monarca como Tiberio, que no creía en la medicina. De aspecto vulgar, ordinario, más bien desaseado, se dedicaba a vigilar las dietas del Emperador y a soportar sus intemperancias. Nadie podía decir que se hubiera valido de su cercanía al César para lucrarse. La posible influencia que pudo haber tenido como médico imperial se vio en seguida neutralizada por el trato un tanto despectivo de que le hizo objeto Tiberio.
Benasur había tenido ocasión de asistir a dos reuniones de la Comisión naval del Senado romano, pero nunca había estado presente en una junta presidida por el César.
Pasó a un salón circular, cubierto su piso por un rico mosaico de tema religioso: la emergencia de Venus entre las olas. En los cuatro entrepaños del salón, las pinturas reproducían otros asuntos venusinos.
Cneo Pompeyo lo invitó a sentarse a su lado, alrededor de una mesa con cubierta de mármol. Frente a cada uno de los asistentes había un servicio de escribanía. Por un gesto que hizo Tiberio, el navarca comprendió que iban a iniciar la junta. Habían pasado más de una hora deliberando; así que ya estaban de acuerdo en lo que iban a pedirle o exigirle.
- Señores -comenzó el Emperador-, os he convocado para tratar el asunto de la piratería en el Mar Rojo, que ha amenazado con una grave crisis a nuestro comercio con el Oriente. No me preocupa que los romanos carezcan de esencias y de especias, de marfiles y de sedas, de maderas olorosas y de las mil chucherías que nos vienen de aquellos países. Me preocupa que nuestro comercio con el Oriente, de por si precario, vuelva a tener obstáculos para su natural y legítima expansión. Ninguno de nosotros puede encontrar a este virulento brote de piratería otra causa que la malevolencia del rey Artabán. Yo os invito, señores, a que me aconsejéis con vuestro juicio, una vez vuestro colega Cneo Pompeyo nos dé el informe que le he pedido sobre el desastre de nuestra flota del Mar Rojo.
Benasur sabía que la familia de los Pompeyos estaba en plena decadencia. Sin embargo, aquel Pompeyo aún se apellidaba el Grande. Pero del cognomento no le quedaba nada. Era, sí, hombre de mundo, de palabra escogida y retórica elegante. Palabra ineficaz para mover a la muchedumbre, para exaltar a la soldadesca, pero lo suficiente persuasiva para hacer comprender que el desastre del Mar Rojo al que había aludido el César no pasaba de ser una feliz coyuntura para que la Comisión Naval recapacitara seriamente sobre la conveniencia de construir una auténtica y moderna flota que tuviera despejado el Mar Rojo no de mezquinas piraterías, que poco perjuicio causaban a Roma, sino de los voraces contrabandistas, que ésos sí daban puñaladas a las sacas del Templo de Saturno. Y concluyó diciendo:
- En verdad, ¡oh César!, que las naves que perdimos en el Mar Rojo hacían agua de puro vetustas; que los marinos que las tripulaban con lo cálido del clima y lo manso de las aguas, tenían más de traficantes que de soldados. Y sería dar pábulo al regocijo de los partos condolernos de esa pérdida de naves y marinos que, si en principio nos parece un desastre, no ha sido más que una operación de limpieza y un aviso oportunísimo para que pongamos nuestros ojos en ese mar.
Tiberio miró a Sixto Afro, invitándole a hablar. Pero éste sólo dijo:
- Una flota, ¡oh César!, que haga del Mar Rojo un mar romano.
Tiberio, mientras escribía unas líneas en un papel, comentó sin alzar la vista:
- ¿Acaso no lo es? -Y pasándole la nota a Benasur, continuó-: No pretendo que las nonas de enero, fecha en que ocurrió el ataque pirata a nuestras flotas de Clysma y Porto Albo, sean declaradas día nefasto. Pero me parece conveniente que no dejemos de calificar como desastroso el suceso. Todo lo que hagamos por exagerar la importancia del ataque será a favor de nuestros argumentos en la reclamación diplomática a Artabán.
- No le doy más de dos semanas de vida a Artabán. majestad - opinó Emilio Lépido.
Benasur comprendió que a Capri habían llegado noticias recientes sobre la guerra de Armenia. La nota de Tiberio decía: "Interrumpe a estos señores cuantas veces creas conveniente". Le satisfacía, pero lo que el navarca esperaba era que se abriese algún resquicio por donde pudiera ver qué pensaba Roma sobre Partía.
- Artabán se ha encallecido en el trono. Parece que lo han pegado a él con resina arábiga. No soy tan optimista como tú, caro Lépido - dijo Tiberio.
Y tras una pausa, explicó:
- Toda nuestra flota de Rávena ha sido movilizada al mar de Siria. Podríamos pasar dos, tres, hasta cinco naves al Mar Rojo. Todos sabéis el esfuerzo que esto significa. La idea de construir una flota para el Mar Rojo es acertada, pero ¿y mientras tanto? Bien sabéis cómo han subido las maderas, las plantas de los herbolarios, el marfil para los exvotos. Bien sabéis cómo otros artículos que nada tienen que ver con los países de Oriente se han contagiado de la alarma y han subido de precio. Debemos cortar esta situación. Y no olvidéis tampoco que no sólo las naves de las flotas romanas han sido echadas a pique o secuestradas. Los navieros han perdido también muchos de sus barcos…
El Emperador miró a Benasur.
- Cierto. Yo he perdido naves -dijo el judío-. Y como no podía permanecer inactivo ante una situación que ciega la vía marítima de Oriente, me he puesto al habla con el cabecilla de las flotas piratas y he llegado a un pacto. Mis naves comenzarán a navegar por el Mar Rojo a partir de las calendas de abril.
- ¿Con quién has pactado, Benasur? -preguntó, curioso, Tiberio.
- Con Zisnafes, ministro de Artabán.
Todas las miradas se centraron no en Benasur, sino en el César. Éste permaneció con la vista baja, puesta en el papel que estaba sobre la mesa, y murmuró:
- Indudablemente, caro Pompeyo, las cosas de mar no se arreglan desde la curul del Senado, sino sobre la cubierta de una nave. -Y volviéndose al judío-: ¿A qué precio has rendido a Zisnafes?
Tiberio hacía así una alusión a la rendición del pirata Skamín, llevada a cabo por el navarca judío con tan buenos resultados.
- He hecho un convenio fiscal -repuso Benasur-. He propuesto un buen negocio al Gobierno parto. Si me dejan limpio de piratas el Mar Rojo, me comprometí a hacerme cargo de los puestos aduanales de la vía mercatoria asegurándoles un cuarto más de rentas anuales de lo que Artabán percibe hasta ahora…
- ¿Y tú serás capaz de incrementar las rentas? -inquirió el Emperador.
- Sí, porque incrementaré el comercio.
- ¿Cómo, Benasur?
- Aconsejando a tu majestad que derogue las restricciones sobre la seda…
- ¿Qué quieres decir? -replicó Tiberio con un tono de contrariedad-. No entra en mis cálculos derogar el impuesto sobre la seda y los artículos de lujo. ¿No comprendes, Benasur, que lo que propones va contra mi política económica?
- Que me parece en este aspecto equivocada, majestad. No pongo objeción a que las restricciones las mantengas en la Urbe. Los romanos sois sobrios y discretos. Pero tú, majestad, estás reinando en un mundo que tiene costumbres y gustos opuestos a los vuestros, todas las mujeres no romanas visten de seda; una seda que entra en el Imperio subrepticiamente, que venden los contrabandistas a muy alto precio. Deroga las restricciones. Deja que todo el mundo pueda adquirir seda a su justo precio. Por cada moneda de oro que va a Oriente, Roma puede quedarse con el diezmo. Ahora bien, si Roma compra, sin restricciones, artículos orientales, principalmente seda, podrá vender a los países de Oriente sus manufacturas. También en oro. Quiere decirse que habría un trueque de oro, pero en ese trueque el Erario romano se beneficiaría, pues no sólo la población de la Urbe sacará su oro, sino la del Imperio, y también los partos, los indios, los chinos…
Tiberio miró uno por uno a sus consejeros. En seguida escribió una nota, que pasó a Lucio Vitelio, y comentó:
- Es curiosa y sin duda aleccionadora la actitud de nuestro amigo Benasur. Nos hemos reunido en esta junta para tratar sobre el problema de la piratería en el Golfo Arábigo. En la mente de cada uno de nosotros el problema tiene un aspecto exclusivamente militar. Pero Benasur lo convierte en comercial… y todo queda reducido a un simple negocio. Y no me parece mal que nuestro amigo aporte este punto de vista, que si no es el nuestro, es complementario. Tan obcecado puede estar él, reduciendo el problema a números comerciales, como nosotros atendiendo solamente al aspecto militar de la cuestión. Digo esto, señores, para que no os sorprendáis de su lenguaje. Habla de los partos sin ninguna inquina, habla de ellos… como de nosotros, como de simples números… -Y tras una pausa, con una floja sonrisa, agregó-: Lo que propone es asunto que nos aparta de la cuestión a tratar, y que si bien es interesante deberá ser sometido a un detenido y posterior estudio. -Se dirigió a Benasur-: Nos has ganado la partida en el Mar Rojo, te quedas con la vía mercatoria de los partos y ahora quieres que por tus manos pase libremente el oro romano. No sé, caro Benasur, si es tu codicia la que descubre tu genio de mercader o es tu genio de mercader el que descubre tu codicia. Como quiera que sea, me obligas a pensar que un buen gobierno no está divorciado de un provechoso comercio. Mas yo, que te he invitado a esta junta para que nos ilustres, te pregunto, ¿qué puedes aconsejarnos, tú, que estás en relaciones con los partos, para conjurar el peligro que la actitud belicosa de Artabán significa?
- Yo te aconsejo, majestad, que atiendas la sugestión de Pompeyo. Que sin precipitaciones, pero con firmeza, Roma construya una flota para el Mar Rojo. Te aconsejo también que aumentes tus flotas del Mar Interior. Las pretensiones de los partos no se reducen a esta querella parcial por el dominio de Armenia. Son más ambiciosas y no tan remotas. Los partos están decididos a pedir a Roma una salida al Mar interior por tierras de Siria…
- ¿También informes de Zisnafes?
- También. Comprende, César -explicó Benasur-, que esto de la salida al mar no tiene sentido. Artabán le ha dicho a Zisnafes: «Ve a Benasur y dile, como indiscreción tuya, que queremos una salida al mar por Seleucia. Él, que es amigo de Roma, se irá con el cuento al César Tiberio. Así, conociendo la magnitud de nuestras pretensiones, Roma soltará sin disputa Armenia».
Tiberio sonrió. Después, indicando con un gesto a Vitelio, dijo:
- Me he cansado de decirle a Artabán que Roma no tiene ninguna ambición territorial a costa de la soberanía de Armenia. Este país forma una región neutral entre los dos imperios, pero, puesto que la influencia de Partía sobre Armenia es más constante por motivo de vecindad, yo aspiro a que ese país lo gobierne un rey que, si no adicto a Roma, por lo menos no esté subordinado a Partia, un rey que no sea impuesto por Artabán.
Benasur quiso apurar más la cuestión para saber hasta que punto Roma se abstendría de intervenir en la guerra de Armenia. De esto dependía en buena parte su posición ante el Gobierno parto. Con este objeto, sugirió:
- Los partos son muy soberbios. Han devuelto a Roma las insignias y los lábaros que ganaron en Carras, pero no se han olvidado de su triunfo. Mi consejo es que Roma se prepare para hacer un escarmiento ejemplar a los partos…
- Es curioso que seas tú, Benasur, tan prudente y cauteloso, quien aconseje, una medida tan radical y aleatoria. Tú sabes que Partia está construida por un conjunto de reinos que fueron independientes y que ahora, a duras penas, soportan el yugo de los arsácidas. En cuanto Roma atravesara la frontera parta con decisión bélica, ese imperio ficticio que hoy es Partia formaría un conjunto de pueblos sólidamente vinculados ante el invasor. Entonces Roma no habría logrado más que dar corporeidad y unidad a un fantasma que no acaba de integrarse. Hoy Partia es un remedo de imperio que no puede alarmarnos ni atemorizarnos. Dejemos que sueñen con salidas al mar y con conquistas. Ningún Artabán. con las espaldas al descubierto, se atreverá a cruzar nuestras fronteras. Esas baladronadas de los partos tienen otra función más perentoria y necesaria que la de asustar a Roma; tienden a impresionar a los reinos sojuzgados. En cuanto las satrapías de Media, Susiana, Persia, Carmania, etcétera, se dieran cuenta de que el gigante que las oprime tiene pies de arcilla se levantarían contra él… Si algún día vas a la corte de Artabán, comprenderás lo que acabo de decir, Benasur… -Y dirigiéndose a Lucio Vitelio, agregó-: Señores, sin argumento válido en contra, he tomado mis providencias. Habla, carísimo Vitelio.
El procónsul echó un nuevo vistazo a la nota que le había pasado el Emperador, y dijo:
- Señores, conviene que repasemos someramente la cuestión que nos interesa. Va a hacer dos años que llegó a Roma una embajada parta presidida por Sinaces, noble conspicuo, y por el eunuco Abdo, hombre prudentísimo. No representaban al rey Artabán, sino a la descontenta aristocracia parta. Vinieron a ver a nuestro bienamado César para pedirle que pusiera en libertad a Frahates, hijo de Frahates IV, quien, como sabéis, ocupó el trono en tiempos del divino Augusto. A pesar de su condición de rehén, Frahates no era ningún prisionero, sino un huésped del Palatino. Lo había entregado su padre al divino Augusto no tanto cerno garantía de fidelidad a Roma cuanto por quitarse de en medio al mancebo, que, con el tiempo, despierto su apetito al gusto del poder, podría levantarse contra su propio padre… Pues bien, la embajada parta pidió que se les diera por rey a Frahates, cuyo nombre serviría de banderín para levantar la rebelión contra Artabán…
Cneo Pompeyo simuló un conato de bostezo para que Vitelio se diera cuenta de que por lo menos a él no le convencía su retórica. Un procónsul de Siria tenía suficiente con ser eficaz administrador, sin tener que hacer méritos forenses. Tiberio, que probablemente también se aburría, lo disimulaba mejor, si bien una latente y secreta inquietud le llevaba a estar palpándose continuamente el anillo imperial, como si temiera que por arte de magia lo desposeyeran de él.
Lucio Vitelio continuaba perorando:
- De todos vosotros, ¡oh caros amigos!, son conocidas las simpatías con que el César vio la petición, así como la diligencia que puso en correspondería. Aconsejó a Frahates, le proveyó de todo cuanto es necesario a un príncipe y lo embarcó en flota romana rumbo a Siria… Mas Frahates, que estaba muy acostumbrado a la suavidad de nuestras costumbres, a la templanza de nuestros hábitos, a las holguras de nuestra vida, en fin, a todo lo que de civilizado y urbano tiene Roma, en cuanto se puso en contacto con aquellas tierras y aquellas gentes vino a menos, y a la vez que una incorregible melancolía mordía su ánimo, una afección física inexplicable, pero que yo atribuyo al rigor y aspereza del clima y de las gentes de aquel mundo, se adueñó de su cuerpo. Y Frahates, apenas proclamado rey en Siria y antes de entrar en Partia, se precipitó en la tumba… Mientras tanto, Artabán, campeando en sus dominios, nos ganaba la partida. Enterado de la embajada secreta que había culminado con la llegada de Frahates a Siria, atrajo a su corte al eunuco Abdo, a quien envenenó y entretuvo con cien arteros pretextos a Sinaces.
Vitelio hizo una pausa, se puso en pie y en seguida continuó en tono declamatorio:
- Ya comprenderéis el desairado papel de Roma. No es necesario que os pormenorice las tribulaciones de nuestro bienamado César. Artabán, muerto Frahates, hacía escarnio de los nobilísimos designios del Emperador. Y proclamaba en Ctesifón: "¡Que Roma y su César Tiberio me echen reyecitos a mí, que al que yo no atosigo se muere de espanto!" Y recrudeció sus persecuciones y la represión contra la nobleza parta. Y los desterrados armenios llegaron hasta Capri, hasta aquí mismo, para implorar la ayuda del César. Nuestro Emperador no podía mantenerse impasible ante tanta tragedia, tanto dolor. Y tuvo la idea feliz de apoyar a Tirídates para que ocupara el trono de Partía y a Mitrídates Hibero para que se proclamase rey de Armenia… Pero antes había que despejar un obstáculo: Farasmanes, hermano de Mitrídates, y gobernador de la Armenia Menor, tenía puestas sus ambiciones en el trono de Armenia, que esperaba ocupar a la muerte de Arsaces. Pero he aquí que se pone en acción la habilidad diplomática del César y logra reconciliar a Farasmanes con su hermano Mitrídates, obteniendo no sólo el asentimiento para que éste subiese al trono, sino también la más cumplida promesa de ayuda… No entró en los cálculos de Roma pensar el medio por el cual se destronara a Arsaces, hijo de Artabán. Un cortesano, valiéndose de su situación en palacio, logró envenenar a Arsaces. No podemos juzgar nosotros los métodos políticos que se emplean en otros países… La muerte de Arsaces ha ocurrido hace veinte días y la guerra civil ha estallado en Armenia. Que Roma no persigue, como el César ha dicho, ningún beneficio a costa de la integridad territorial de Armenia, lo demuestra el hecho de que yo, procónsul de Siria, esté en este momento entre vosotros. Pero no he venido solamente a haceros una somera relación de los hechos…
Calló unos instantes. Tiberio, que jugaba nerviosamente con el anillo, abandonó su entretenimiento para llevarse la mano a la boca a fin de reprimir un bostezo. Pero Vitelio no se inmutó y declaró en más alto tono:
- Estoy aquí, señores, para deciros que la actitud desafiante de Artabán comienza a lesionar gravemente los intereses de Roma. Que debemos procurar que Armenia sea un país libre de la tutela de los partos. Que cerrada la vía mercatoria de Partía, el prestigio del Imperio romano queda menoscabado. Que cerrado el Mar Rojo por la piratería a sueldo de Artabán, nuestra economía con el Oriente queda estrangulada. Vengo a decir aquí que Palestina, Siria y Cilicia sonríen maliciosas de la arrogancia de Artabán. Y que, cualquiera que sea la conducta que la sabia prudencia de nuestro Emperador dicte, no olvidemos que Artabán es enemigo de Roma.
Hizo una nueva pausa. Y ahora mirando fijamente a Benasur, concluyó:
- Mis palabras finales son para ti, Benasur, amigo de Roma: no vamos a hacer la guerra a Artabán por las razones apuntadas tan agudamente por nuestro bienamado César. Pero tú tienes que hacer algo más que abrir al tránsito el Golfo Arábigo. Debes prestar a Roma tu flota y la de tu socio Sam Samuel. Son cuarenta y dos naves mayores; y en ellas puedo conducir cinco legiones a las playas partas del Pérsico. Su sola presencia, al igual que las seis legiones que tengo apostadas en la ribera del Eufrates, serán suficiente argumento para persuadir a Artabán a obrar con cordura.
Se sentó y dijo:
- Tú tienes la palabra, Benasur.
El navarca se puso en pie. Un poco pálido y algo desconcertado. Nunca hubiera imaginado que Tiberio le pusiera en aquel aprieto Primero, el César se había referido muy tibiamente a la cuestión de Partía para dejar establecido su espíritu de neutralidad. Y ahora, por boca de Vitelio, le comprometía a una confiscación de las flotas. Eso lo habían amañado con toda seguridad en la junta de los cuatro.
- Bien ha dicho el César que yo suelo ver el aspecto comercial de las cuestiones antes que cualquiera otro. Pero no es mi codicia la que habla en mí. Por lo menos, totalmente. Concededme, señores, que si soy codicioso, lo soy en función de mi naturaleza. Pero en mí, más que mi propia codicia, obra la codicia de mis socios, la cual debo satisfacer en su justa o inmoderada (no lo sé) voracidad. El ilustre Lucio Vitelio ha pedido que ponga las naves de mi flota y las de mis socios al servicio de Roma. ¿Cómo negarme a esta petición, si no hay mayor conformidad en mí que servir al César y a Roma? Pero no olvidéis, señores, de que yo os entregaré las cuarenta y dos naves de que habla el ilustre Vitelio, pero que mis socios no por eso dejarán a la hora de los dividendos de pedirme cuenta estrecha de sus beneficios. Si Roma no me tributa un alquiler por las flotas, yo tendré que sacar de mi bolsa particular ese dinero. Podéis contar, señores, que desde este momento Benasur hace formal promesa de entregaros las flotas; pero dejo a vuestra liberalidad el acordar una prima a modo de renta que me ayude a hacer frente a la exigencia muy legítima de mis socios…
- ¿Es un servicio el que ofreces, o un negocio el que propones?- le replicó Tiberio.
- La entrega de las naves me parece que es un servicio, César. Cobrar un alquiler es una pura fórmula. Si el mundo naviero se enterara de que Roma había forzado un servicio de esta especie, se produciría una bancarrota en los valores navieros. Sin embargo, ningún armador verá con malos ojos que Roma alquile por unos meses unas cuantas flotas.
- ¿A cuánto ascendería el alquiler? -se interesó Tiberio.
- A cinco mil sestercios por nave.
- Mucho dinero, Benasur. Pero si no hay otra fórmula, la Comisión naval deberá estudiar el asunto.
Benasur jugó la carta que ya tenía preparada:
- Hay otra mejor, César. Yo puedo hacer que dentro de tres meses todas las flotas estén en puerto. Hago circular la noticia de que vienen al Mar Rojo nuevas flotas piratas. Roma interviene, ocupa las naves militarmente y se hace a la mar diciendo que va al encuentro de los piratas. Entonces, tú, Vitelio, podrás llevar las cuarenta y dos naves a las costas de Partía. Para que veas que no es la codicia la que me mueve, te invito a que el Erario de Roma me pase una cuenta por gastos de la represión, que los navieros pagarán encantados, porque creerán que es Roma la que les presta el servicio y no ellos a Roma.
Y en vez de pagar alquiler, recibirás tributo. Sólo una cosa te pido: que eximas a mi flota del tributo, ya que yo soy el autor de la estratagema.
Tiberio sonrió. Contra lo que pudiera esperarse, parecía divertido.
Y ordenó a un paje que trajera vino. Se puso en pie y posó su mano sobre el hombro de Benasur.
- Eres lo suficientemente experimentado para saber lo que debes hacer. Pero cuídate de los partos, que son muy enredadores. Y no me gustaría, créeme, que por andar en negocios con ellos te vieras en situación difícil con Roma. Procura sacar ventajas. Y procura (esto es muy importante) dejar expeditas las vías del Oriente.
Los escanciadores sirvieron el vino. Con la copa en la mano, el César dijo:
- Resumamos, señores: la Comisión naval deberá estudiar en principio, de acuerdo con Benasur de Judea, el modo más rápido de restablecer el tránsito marítimo en el Golfo Arábigo. Deberá estudiar seguidamente el proyecto y el presupuesto para la construcción de una flota de guerra en dicho mar. Es todo. ¡Que Baco propicie esta libación!
Bebieron. A un gesto de Tiberio todos se despidieron, mas cuando llegó el turno a Benasur, lo retuvo:
- Quiero decirte una cosa, Benasur. Hoy me has hecho experimentar una sensación muy grata: que crees en mi amistad. Sólo sabiéndome amigo pudiste atreverte a hablar tan desenvueltamente de tus relaciones con los partos… Odio a Artabán. Te confieso que no vacilaría en inspirar un crimen que acabara con la vida de ese histérico. Y si tú vieras la ocasión propicia para una intriga… En fin, es cosa de considerar sobre el terreno.
Volvieron a tomar otra copa de vino y se despidieron.