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sa tarde, bandadas de estorninos
emergieron de los árboles piando frenéticos. Brian levantó la vista
hacia el bosque y torció el gesto. Sin demorarse, enrolló los
pergaminos que había estado estudiando y corrió hacia la capilla.
Tomó la imagen de la Virgen, dobló su pequeño pie y, con un
chasquido seco, la base se abrió. Ocultó en su interior los
manuscritos, devolvió la talla a la hornacina y se encaminó hacia
la vieja muralla. El amortiguado trote de los caballos sobre la
hierba llegaba hasta ahí.
Eran ocho jinetes. Siete de ellos llevaban un peto de cuero tachonado, casco y una espada sin vaina colgando del cinto, mientras que el último lucía una gruesa capa de lana negra ribeteada con símbolos de oro. Una cinta dorada ceñía su larga melena canosa, que saltaba al compás de la poderosa montura de guerra, negra como la noche. Aunque tenía algo más de cincuenta años, su cuerpo ejercitado mantenía una postura elegante. El grupo de jinetes se detuvo a los pies del muro y los ojos grises del de la capa escrutaron al extranjero calibrando si podía resultar una amenaza. Finalmente sonrió, aunque la frialdad no se disipó de sus pupilas.
—Saludos, monje.
Brian efectuó una reverencia.
—Sin duda sois el monarca de este valle, Cormac O’Brien —dijo, afable y comedido—. Que Dios os bendiga. A vos solicito hospitalidad.
El aludido asintió. Su dominio del gaélico, pronunciado con un extraño acento, le había impresionado.
—Os habéis adelantado a la fecha indicada en la carta. —Ante el gesto sorprendido del monje, Cormac se explicó—: Hace varias semanas llegó un mensajero de Cashel Rock. El rey de la provincia de Munster, Brian Boru, anunciaba vuestra llegada desde el continente y me solicitaba que os permitiera instalaros en el viejo monasterio que fundó mi hermano. La petición venía avalada por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Otón III, y por un prelado cercano a la sede papal de Roma.
—Sí, mi mentor, Gerberto de Aurillac —puntualizó Brian—, anterior obispo de Reims. Ahora reside en la corte del emperador; es su consejero personal.
—Al principio no di crédito al ruego —prosiguió el otro, sin dejarse impresionar por las referencias dinásticas del lejano continente—. ¡Un monje extranjero deseaba restaurar estas ruinas! Debéis saber que este lugar es muy especial para mí.
—Sin duda. Cualquier hombre de Dios, incluido vuestro difunto hermano Patrick O’Brien, alabaría el renacer de su obra.
—Por supuesto. ¿Es ése vuestro propósito? —preguntó.
—Soy el primero de una pequeña comunidad benedictina que pretende hallar la paz en este alejado rincón del orbe.
El rey entornó los ojos; había imaginado a un eremita aislado, no a una comunidad monástica como las de Kells, Kildare o Glendalough.
—Este lugar pertenece a mi familia —explicó tratando de mostrarse sosegado—. Aquí sufrimos un duro golpe. Veo que habéis levantado la cruz que mandé tallar en memoria de mi hermano… Nunca hallamos su cuerpo, pero para nosotros ésa es su tumba. Prometí que el convento permanecería tal y como quedó la noche en que los malditos vikingos lo arrasaron…
—El hermano Patrick era un monje, no desearía ver su abadía arruinada y engullida por la tierra. Si lo permitís, este lugar consagrado resurgirá para gloria del Altísimo. —Al ver que sus elevados argumentos no convencían del todo al monarca, Brian optó por descender a un plano más mundano y añadió—: No pocos de vuestros súbditos hallarán aquí una fuente de sustento, pues es mucha la labor que tenemos que hacer, y seremos generosos…
—Recordadme vuestro nombre, hermano…
—Brian de Liébana, por el monasterio donde profesé los votos, en la lejana Hispania.
Una sombra cruzó ante los ojos del rey, pero fue un instante.
—He pasado muchos años viajando —prosiguió el monje—, pero crecí entre los astures. Al ver estos verdes pastos y esta abrupta costa —Brian abarcó el paisaje con los brazos—, pienso que aquella tierra y esta isla nacieron del mismo pensamiento de Dios. Por eso aquí me siento como si hubiera regresado a mi hogar.
Cormac separó los labios pero no llegó a formular la pregunta que bullía en su mente. Parecía más pálido y retorcía las riendas de manera inconsciente. No había duda de que las palabras del monje lo habían puesto nervioso.
—Vuestros rasgos no son los propios de esas gentes que, según dicen, se asan bajo el sol…
Los hombres de Cormac rieron, pero Brian había captado cierta inquietud en el tono gutural del monarca y respondió con cautela.
—Procedo de un lugar habitado por numerosos pueblos. Desde que tengo uso de razón he vivido en un monasterio. Huérfano y sin familia, el conocimiento de mi pasado me fue negado desde el principio, tal vez para que pusiera la mirada en el porvenir…
—La palidez de vuestra faz, los cabellos de oro viejo…, ¿podríais tener parientes irlandeses?
—De ser así, sólo sentiría gratitud.
—Habláis gaélico sin dificultad.
—Llevo tiempo planeando mi venida y, como sin duda sabéis, los monasterios del continente acogen a innumerables monjes irlandeses, famosos por su fervor religioso y su profunda sabiduría. Con uno de ellos aprendí esta lengua.
—No sigáis, hermano Brian, vuestras explicaciones parecen abarcar cualquier pregunta. Me sentiría honrado si pudiera escuchar vuestro relato en mi castillo, ante un suculento asado de venado, mañana al atardecer. Está en Mothair, a sólo unas horas de camino. Y si la velada se prolonga, podéis quedaros a pasar la noche en una de las habitaciones del castillo. —Cormac se volvió y señaló las imponentes ruinas que se recortaban tras ellos, al borde del acantilado—. Supongo que mi querido hermano aprobaría que San Columbano volviera a ser un lugar de oración y estudio, sólo os ruego que respetéis su memoria.
—Nada deseo más, mi señor.
—Aceptad, pues, mi invitación. La carta de Brian Boru ha impresionado a mi familia y al resto de los clanes. Tenéis grandes influencias…
—En realidad las posee el prelado Gerberto de Aurillac; yo sólo soy un humilde servidor de Nuestro Señor. No obstante, agradezco vuestra hospitalidad; allí estaré mañana sin falta —dijo con una sonrisa.
Cormac le devolvió el gesto al tiempo que tiraba de las riendas y obligaba a su caballo a dar la vuelta.
Mientras la silenciosa comitiva se alejaba por la pradera, la sonrisa había desaparecido del rostro del monarca; tenía los nudillos blancos de tan fuerte como aferraba las riendas.
En la linde del bosque, a cubierto tras la maleza, detuvo su caballo y observó a Brian en la lejanía; el monje se retiraba tras la muralla que circundaba las ruinas.
—Señor, si ese hombre os causa inquietud… —apuntó uno de los soldados.
—Quiero que os limitéis a vigilarle discretamente —le atajó el rey, pensativo—. Todo esto es muy extraño.