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dana salió del herbolario y oteó el horizonte. La tenue claridad grisácea que se perfilaba por encima del bosque anunciaba el próximo amanecer. No llovía. Aspiró profundamente el intenso aroma a hierba mojada e intentó serenarse. Por primera vez desde que arribaron los frates no se habían rezado laudes en San Columbano. Se envolvió en la capa y se cubrió la cabeza con la capucha. Había llegado el momento de marcharse.

La noche había sido inquieta. En sus sueños habían visto a Michel empuñando un scramax y a Guibert, con expresión vacua, iluminando un códice con su propia sangre bajo la sombra de un monje que ocultaba su rostro. Tenía miedo y estaba agotada. Si finalmente no lograba hallar la clave del misterio, pronto las lágrimas por su hijo se mezclarían con las de otras pérdidas. La angustia de no saber nada de Brian la retorcía de dolor. Se sentía terriblemente sola.

El druida Naoise, con el que había hablado la noche anterior, se acercó portando las riendas de Negro, el mejor corcel de las caballerizas del monasterio. Dana lo había admirado en numerosas ocasiones. Era un caballo de batalla, rápido y resistente, impropio de un cenobio, lo que evidenciaba los temores del abad.

—¿Sabes cabalgar?

—Sí. Debo encontrar a Finn cuanto antes.

—Hay soldados de Cormac apostados en el bosque, vigilando el monasterio. Si te ven, te detendrán.

Ella asintió en silencio. La angustia le escocía en la garganta y no tenía nada que decir. Pasó la mano por el marsupium que había tomado.

—Entonces, que los antiguos dioses te protejan —concluyó Naoise mirándola con admiración.

Ella se volvió, miró la iglesia y pensó en la imagen de la Virgen. Iba a necesitar toda la protección posible para llevar a cabo su propósito. Subió a lomos de Negro, la puerta se abrió y ella espoleó al caballo.

—¡Vamos!

Negro trotó raudo hacia la planicie. En la tranquila hora previa al amanecer, los soldados refugiados en las tiendas tardaron en identificar aquel ruido con el galope de un caballo.

—¡A por él! —gritaron despertándose unos a otros.

El animal, como si intuyera la tensión del jinete, resopló y se lanzó en la oscuridad con tal impulso que Dana se vio obligada a asirse al poderoso cuello.

Uno de los soldados alcanzó el sendero pero se echó instintivamente a un lado antes de que la bestia lo arrollara. Otro logró asir la gruesa capa de Dana, pero ella se agarró con más fuerza y el impulso lanzó al hombre sobre el húmedo sendero. Mientras oía el silbido de algunas flechas, cerró los ojos e imploró a las fuerzas del bosque cercano, al que tanto veneraba. En ese momento su vida dependía de Negro.

Cuando sólo oyó el sonido amortiguado de los cascos sobre la tierra fangosa, abrió los ojos y se vio galopando por el camino del bosque. Aún temerosa, se volvió y miró el camino a su espalda. Había sorteado el puesto de guardia y al parecer mantenía una cómoda ventaja.

Como no quería forzar al animal, tomó una estrecha senda que se internaba en el robledal. Negro, con el pelaje sudoroso por el esfuerzo, siguió brioso con un ligero trote cuyo balanceo tuvo un efecto balsámico en el ánimo de Dana. Mientras observaba los recodos más descubiertos de la arboleda tiñéndose de reflejos color malva, el dilema que la había acometido durante la noche regresó con virulencia.

Pensó en Brian. ¿Por qué le interesaba tanto el rapto de Calhan? ¿Por qué no le dijo que estaba casado? Para su mente irlandesa, no era algo inusual ni proscrito. La Iglesia de Iona no despreciaba el amor terrenal, pero, a pesar de los sentimientos y el deseo que ella había visto tantas veces en sus ojos, Brian la había rechazado.

A esas preguntas se sumaban otras aún más oscuras: ¿qué pretendía al penetrar en la fortaleza de Cormac? ¿Matarlo? ¿Buscaba venganza por todos los obstáculos puestos para la fundación del monasterio, o había algo más?

Detuvo el caballo y una vez más las lágrimas rodaron por su cara. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.

—Ya no puedo más… —gimió.

Negro comenzó a olisquear la hierba mientras ella lloraba sin recato: por los monjes, por Brian condenado, por su hijo muerto, por ella. Lo había perdido todo por el camino, todo… Sabía que el tiempo apremiaba, pero el llanto le purificaba el alma, y ansiaba tanto aquel alivio que permaneció allí hasta que la claridad diurna se filtró entre el tupido ramaje.

La convicción que durante la noche la había llevado a cambiar los planes regresó lentamente. No dijo nada porque temía que entre los druidas e iniciados hubiera algún secuaz del rey Cormac. Todos pensaban que iba en busca de Finn y Eithne para iniciar la inútil búsqueda de un monje fantasma del que no tenían ninguna pista. En plena noche había recorrido de nuevo las sombras del monasterio. En el marsupium llevaba los fragmentos del Apocalipsis, los bocetos hallados en el arcón del túmulo y el relato oculto en la Virgen. Se proponía buscar a ese monje y, si la fortuna le era propicia, convencerlo mostrándole la crónica de la ciudad de Petra como prueba de las loables intenciones del abad de San Columbano y de los monjes del Espíritu de Casiodoro.

A su favor tenía el mejor caballo del monasterio y el conocimiento de los intrincados caminos que cruzaban de costa a costa el territorio.

Era una locura, probablemente fracasaría o no llegaría a tiempo, pero sabía de un lugar donde tal vez podrían darle información acerca del misterioso monje iluminador.

«Un iluminador experto en la técnica… nos diría cuándo e incluso dónde se realizó… nuestro misterioso prodictor conocía la técnica empleada siglos antes en el Códice de San Columcille y la usó para crear el Apocalipsis años después de arrasado el monasterio.»

Las frases de Guibert la habían tenido desvelada buena parte de la noche y la habían forzado a tomar una determinación.

—Vamos, Negro, nos espera un largo camino.