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ya había amanecido cuando Santa Brígida anunció la celebración de la misa capitular. Dana se despertó y al ver que Brigh no estaba con ella en el herbolario imaginó que se hallaría con los monjes. La muchacha encontraba alivio en las oraciones serenas de los frates, y a ellos no parecía molestarles su callada compañía. Su carácter había resultado ser jovial cuando no era presa de aquellos estados tan extraños, y en esos tiempos de tribulación la comunidad consideraba su frescura y su risa cantarina como una bendición. Alejados de la rigidez de la regla benedictina tal y como se aplicaba en el continente, habían decidido permitir su presencia de manera indefinida.

Salió del cobertizo y, arrebujándose en su capa, caminó por el blanco manto de la nieve. Habían pasado cuatro días desde que se celebró el solemne funeral por los fallecidos, y también ella sentía la perentoria necesidad de recogerse en oración y suplicar protección al Altísimo. Por la pálida claridad reinante intuyó que era más tarde de lo habitual. No había oído el sonido de la nola llamando a la primera oración de la madrugada y se dijo, extrañada, que los monjes tal vez se habían dormido.

El ambiente, gris y glacial, mantenía la nieve caída días atrás. Las gruesas calzas apenas podían contener la mordedura del hielo en sus pies. El frío invernal parecía haberse instalado en San Columbano y en el sombrío ánimo de sus habitantes. Miró el pórtico de la muralla a los pies del túmulo, ya abierto y vigilado por Adelmo, y avanzó tratando de no pensar en la denostada figura de Ultán. Aún no lo había visto, pero podía regresar de las canteras en cualquier momento. Se dijo que al menos el hecho de permanecer tras el muro del monasterio le otorgaba cierta serenidad.

Las obras se habían reanudado y los avances eran evidentes. Antes del incendio habían concluido la restauración del tejado a dos aguas de la biblioteca manteniendo la factura original, semejante a la del monasterio de Kildare; la inclinación de las losas evitaba las filtraciones del agua. Luego Berenguer había centrado las tareas en el interior. El claustro, todavía con columnas sin capitel ni arcada, sería la siguiente parte del monasterio en la que trabajarían hasta su conclusión.

Antes de penetrar en la iglesia, el movimiento de una sombra en la prístina nieve captó su atención. Tras el templo, un monje permanecía de pie entre las blanqueadas tumbas del cementerio. Llevaba puesta la capucha de la cogulla y la opalescente bruma impedía distinguir sus facciones. Dana levantó la mano a modo de saludo, pero la figura no respondió. Por algún motivo recordó las incomprensibles palabras de Brigh en la iglesia, la noche del incendio, y se estremeció. Corrían rumores siniestros, pero Dana, influida por los frates, no daba crédito a tales habladurías.

Si había un culpable, ése era Ultán. Ella sabía que si Cormac se lo pedía, Ultán no dudaría en ataviarse con un hábito y sembrar el terror, pero no tenía ninguna prueba de ello y se sentía incapaz de carearse con él en un juicio. Además, los hermanos no dejaban cruzar la muralla a cualquiera.

Con un suspiro, dejó al monje concentrado en sus oraciones junto a las tumbas y se dirigió al pórtico, del que brotaba el canto del responso. La cadencia sonaba monótona; Dana echó en falta la afinada voz del hermano Roger y las potentes respuestas de Eber, a buen seguro dispensados por el abad para atender los requerimientos de los obreros. Sin embargo, cuando se asomó, vio que los monjes se removían inquietos; no parecían recogidos en oración.

Brigh no estaba con ellos y eso también le extrañó.

Brian presidía la celebración. A una parte de Dana le gustaba verlo concentrado en su sacro oficio, cumplidor íntegro de sus votos, la barrera que los separaba. En esos días apenas habían cruzado palabra: ella se había volcado en el cuidado de Brigh y él en infundir valor al resto de los frates y a los trabajadores. Su carisma era más propio de un príncipe que de un religioso, y sabía sacarle partido en aquellos aciagos momentos. Dana estaba allí, como él le había pedido, y eso parecía bastarle. No obstante, esa mañana su mirada nerviosa le llevó a pensar que estaba deseando terminar los oficios.

De pronto, bajo el dintel, se perfiló la silueta escuálida de Brigh.

—Ha vuelto a ocurrir —anunció.

La oración se interrumpió y un frío intenso envolvió a los monjes. La muchacha vestía una vieja camisa blanca que dejaba traslucir las incipientes formas de su cuerpo de mujer. Sus rasgos, bellos y aniñados, estaban contraídos por un rictus de pánico. Su melena, húmeda por el sudor, caía suelta hasta media espalda. Un velo de oscuridad opacaba su mirada y Dana supo que se hallaba en uno de sus trances; no había vuelto a sucederle desde la noche del incendio.

Brian se acercó a ella con el corazón en un puño. La extraña ausencia de Roger pesaba como una losa. Nadie lo había visto desde la noche anterior y no los había llamado para maitines.

—¿Qué ocurre, Brigh?

—El odio… —dijo la muchacha volviéndose lentamente, con una tonalidad gutural y lóbrega—. ¡Ha regresado!

Sobrecogidos, la siguieron en silencio: cruzaron el claustro, rodearon las construcciones del monasterio, llegaron al acantilado, y entonces Brigh comenzó a llorar. Había salido de aquel estado lúgubre y Dana la abrazó con fuerza para transmitirle su calor y cariño. Era inútil preguntarle, nunca se acordaba de nada de lo que había dicho cuando sus pupilas se oscurecían y su voz perdía su musicalidad juvenil.

—He visto algo… —dijo cuando pudo volver a hablar.

Los monjes vieron en la nieve unas manchas oscuras que procedían del edificio principal y, presagiando lo peor, se acercaron al borde del acantilado. La muchacha señaló las rocas del fondo, jirones de niebla flotaban sobre el vaivén de las olas y las negras rocas de la orilla. Brian se situó junto a Dana.

—Allí —dijo el abad.

Señalaba un punto entre dos grandes piedras pulidas por la erosión del agua. Cuando la espuma se retiraba, se distinguía una insólita forma oscura: un hábito, o parte de él, oscilando por el reflujo del mar.

Brian se persignó y los demás monjes hicieron lo propio. Brigh se acercó al abad y le depositó algo en la mano.

—Estaba en esa grieta —dijo mientras señalaba la oquedad de una roca en el borde mismo del abismo.

Era un trozo de pergamino iluminado con formas y colores vivos.

—¡Dios nos ampare! —musitó el hermano Berenguer.

Nadie dijo nada más. La tristeza los había golpeado a todos. San Columbano había perdido a uno de sus frates.