58

el cuarto ángel se abatió sobre San Columbano la séptima noche después de la llegada de Rodrigo de Compostela, dos horas después de que la comunidad se recogiera en sus celdas tras el rezo de completas.

Brian abrió los ojos, alertado por su instinto, y se levantó de un salto. Recorrió la oscuridad de la celda empuñando la daga que guardaba bajo el jergón de paja. Parpadeó e intentó orientarse en las tinieblas. El silencio era absoluto, amenazante. Pero percibía que no estaba solo y todos sus músculos se tensaron para repeler el ataque. Revisó cada rincón de la celda hasta detenerse en la estrecha puerta. El vello se le erizó al comprobar que estaba entreabierta. Una silueta permanecía de pie bajo el dintel y lo observaba fijamente.

El pánico inicial dio paso al desconcierto cuando sospechó su identidad.

—¿Brigh?

Ella no respondió. Su cuerpo temblaba bajo la capa. El abad se acercó con cautela y le tomó el rostro entre las manos. Las mejillas estaban frías por la humedad de las lágrimas.

—Está ocurriendo —susurró por fin la muchacha—. He sentido su presencia y he venido a avisaros…

El abad sitió un escalofrío y la abrazó para tratar de calmarla. Fue entonces cuando notó algo en el ambiente: un rumor sordo, lejano, y un hedor acre.

—¡Espera aquí! —le ordenó.

Daga en mano, corrió por el claustro desierto hasta salir a la explanada que se extendía ante el edificio principal. El corazón le dio un vuelco.

—¡Dios mío!

El rath de Rodrigo ardía como una tea, pero aún seguía en pie. Comprendió que el incendio se había desatado hacía apenas un instante, Brigh ni siquiera debía de haber visto las llamas al encaminarse hacia las celdas. Sin perder un segundo, corrió hasta la nola y avisó a los frates. Luego volvió a la cabaña rogando a Dios que el cincelador y los dos muchachos hubieran podido salir a tiempo. Se detuvo a pocos pasos y se protegió el rostro con las manos. El fuego consumía el mimbre con excesiva virulencia.

—Deben de haberla rociado con alcohol o algo parecido —informó Eber situándose a su lado, jadeando—. ¿Dónde están?

Sin pensarlo, Brian se cubrió la cabeza con la capucha y penetró en aquel infierno. El calor y el humo lo aturdieron al instante; supo que debía salir sin demora o moriría asfixiado. Algo le hizo dar un traspié y se agachó. Ropa. Un cuerpo. El fuego que prendía la tela mordió sus dedos, pero agarró la prenda con las dos manos y, arrastrándola, retrocedió hacia la salida. Vio una sombra que pasaba por su lado. Con ojos llorosos identificó a Adelmo que, con el hábito empapado, corría hacia el infierno en busca de los otros. El abad salió y comenzó a boquear aire fresco. Los monjes le echaron cubos de agua para apagar el hábito, que ya humeaba. Entre ellos divisó a Dana, horrorizada ante el desastre. Sus miradas se cruzaron un instante y en la de ella vislumbró alivio al verle ileso. En el suelo, con la ropa casi consumida, estaba Muhammad, inconsciente. Entonces los monjes gritaron y corrieron hacia el veneciano, que salía con Rodrigo a rastras. El hispano se retorcía gimiendo, desorientado.

Brian, sin aire casi, se disponía a volver a entrar cuando la cabaña se hundió y una columna de fuego los obligó a retroceder.

—¡Galio! —gritó Dana con las manos en el rostro.

Las vanas esperanzas de los presentes se hundieron como el rath. Una hoguera gigantesca iluminaba la gélida noche. A los pies del túmulo, los artesanos golpeaban la puerta de la muralla y gritaban alarmados. La siniestra catástrofe era visible desde el campamento.

—¡Quise despertarlo! —comenzó a balbucir Rodrigo sin parar de toser—. Pero no se movía y el humo me desorientó.

—Eber, Dana, ¡llevadlos al herbolario! —ordenó Brian tratando de mantener la calma—. Los demás apagaremos el rath.

Los monjes se dispersaron en busca de más cubos y barreños. Dana veía el rostro pétreo de Michel, la angustia de Guibert y Berenguer, el ceño fruncido de Adelmo, siempre al lado de Brian, más pálido que nunca. A su lado, Eber examinaba las quemaduras de Rodrigo.

—Es el cuarto ataque —susurró pesarosa. Pensó en Galio, que había encontrado un horrible final en la primavera de su vida, y en el dolor de Brigh. No era justo.

Et quartus Angelus tuba cecinit; et percussa est tertia pars solis, et tertia pars lunae, et tertia pars stellarum, ita ut obscuraretur tertia pars eorum… —dijo Eber—. El humo oscurece la luz del sol y con él ha llegado el caos. Las tinieblas se han instalado en San Columbano.

—¡El final del milenio! —exclamó ella—. ¿Es eso lo que está ocurriendo?

Eber evitó su mirada implorante. Ayudó a levantarse al cincelador y se dirigieron en silencio al herbolario.

Dana permaneció con Muhammad, susurrándole palabras de ánimo aunque por dentro lloraba desconsolada. Los ojos del joven, muy abiertos, contemplaban, sin dar crédito a lo ocurrido, el fuego que los monjes trataban de extinguir. Sus labios parecían entonar una oración en su lengua. Dana levantó la vista para zafarse de la angustia que reflejaban los ojos del joven musulmán y entonces vio algo que la dejó paralizada.

Brigh se hallaba junto a la torre circular, encogida contra el muro. Frente a ella, un monje, con el rostro escondido bajo la capucha, le depositaba algo en las manos y se escabullía en la oscuridad.

Las pesadillas de Brigh eran reales. Esta vez ella misma había sido testigo, había ocurrido a unas decenas de pasos. Estaba demasiado lejos para alcanzarle, pero no tanto como para creer que fuera una confusión por efecto del reflejo de las llamas y las sombras de la noche.

—¡Allí! —gritó con todas sus fuerzas para hacerse oír por encima del fragor de las llamas.

Brian se volvió, miró donde ella señalaba y vio una sombra fugaz desvanecerse tras la torre. Al ver el rostro angustiado de Dana escrutando la oscuridad comprendió que Brigh había tenido un nuevo contacto con el responsable de aquellas desgracias. Soltó el cubo y corrió con todas sus fuerzas hacia las tinieblas. Rodeó la torre, pasó por delante del claustro y llegó hasta el cementerio. Ni rastro del atacante. Permaneció atento, tratando de percibir algún movimiento en la suave colina que descendía hasta la muralla. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, comprobó que estaba solo. No había ninguna forma sospechosa que tratara de ocultarse en la pendiente de hierba. A lo lejos sonaban los gritos alterados de los monjes mientras intentaban aplacar las llamas. El agresor se había desvanecido o se había incorporado a las tareas de extinción con el resto de la comunidad. Aunque trató de resistirse —confiaba en cada uno de sus hermanos, pondría su propia vida en sus manos si fuera necesario—, la duda se alojó dolorosa en su pecho.

Al regresar, los frates iban y venían con cubos y barreños. Se protegían del ardiente calor con la capucha y no podía ver sus rostros. Tal vez el culpable se había escondido en el refectorio y se había incorporado a las tareas mientras él lo buscaba lejos de allí. Todo había ocurrido en un instante. Podía ser cualquiera de ellos.

La consecuencia resultaba tan asfixiante como la humareda ardiente del rath: Galio había muerto entre las llamas.

Dana cruzó una mirada sombría con el abad al verlo acercarse, con la frustración escrita en la cara. La amenaza estaba tan próxima que la joven sintió un irrefrenable deseo de tomar a Brigh y escapar juntas de San Columbano.