88
l galope de varios caballos rompió el
silencio de la noche. Las sombrías monturas avanzaban como si las
persiguieran las huestes del infierno.
La plaza de Mothair contempló en un silencio sobrecogedor, cómo los monjes se alejaban por la calle principal a lomos de los caballos del difunto rey. Al obispo Morann lo habían conducido a las mazmorras mientras los jueces Brehon debatían los últimos hechos y determinaban el momento propicio para constituir de nuevo el tribunal. La gente discutía en corros quién debía suceder a Cormac. Brian O’Brien era el heredero de Patrick, pero al mismo tiempo era un extranjero. Los druidas y los jueces ordenaron que se enviaran mensajes a todos los clanes regentados por parientes de la poderosa familia; una asamblea de jefes elegiría al caudillo que los gobernaría.
Varios habitantes habían atestiguado la presencia del siniestro Vlad en la población; con él estaban la joven Dana y un pálido niño de unos tres o cuatro años. No necesitaron saber nada más para comprender la treta del valaco. El monasterio permanecía férreamente protegido, pero sus puertas estaban abiertas de par en par para la joven mujer. El resto era una ominosa cadena de deducciones que cada uno siguió sin problemas.
Berenguer, Adelmo, Eber y Michel acompañaban a Brian, como en los viejos tiempos. El abad cabalgaba ajeno a las heridas de su cuerpo y a la extenuación. La energía fluía entre ellos ahora que la misión encomendada pendía de un hilo.
Todos sabían que Vlad había puesto a Dana en un difícil dilema, pero Brian no escuchó ningún reproche de boca de sus compañeros, ni siquiera de Michel. ¿Quién podía juzgarla?
En el corazón del bosque el silencio era intenso; sin embargo, los cascos y el resoplar de las bestias les impidieron advertir la emboscada. Berenguer gritó y cayó del caballo. En un instante la comitiva se separó. Las monturas relinchaban aterrorizadas ante una lluvia letal de piedras que provenía del interior de la espesura. Los monjes desmontaron y se cubrieron con el flanco de los caballos. Siete hombres sucios y desaliñados salieron de entre las sombras. Al ver que su presa eran unos monjes indefensos, se acercaron sonriendo.
—¡Los prisioneros de Limerick! —exclamó Brian.
—Vlad tratará de impedir que lleguemos al monasterio —repuso Michel.
De inmediato, Adelmo desenvainó la espada y se colocó delante del abad.
—Seguid con Michel. Nosotros nos encargaremos de ellos.
Brian iba a replicar cuando el anciano, a su lado, le rozó el hombro.
—No hay alternativa.
El abad asintió.
—Sed cautos, tal vez haya más ocultos en el bosque…
Eber y Adelmo se cerraron en torno al hermano Berenguer, que había buscado refugio a los pies de un grueso roble tratando de contener la sangre que manaba de una herida, mientras el abad y Michel espoleaban sus caballos y escapaban hacia el interior del bosque.
Vlad sólo pretendía retrasar en lo posible cualquier ayuda que se acercara al monasterio. A pesar del temible aspecto de los convictos, tras largos minutos colmados de gritos de dolor y esputos de sangre, todo terminó. Los hermanos Adelmo, Berenguer y Eber jadeaban agotados observando los cuerpos esparcidos en el camino. Algunos gimoteaban heridos y cuatro habían perdido la vida enfrentándose en desigual combate con los monjes. Había sido una carnicería sin sentido. Hombres de distintas edades, la mayoría famélicos y enfermos, surgían de las tinieblas del bosque como espectros andrajosos y se abalanzaban sobre sus afilados aceros. Parecían obedecer una siniestra orden grabada en sus mentes: detener a los monjes.
—Señor, acógelos en tu seno. No sabían lo que hacían…
Berenguer, ajeno a su herida en el hombro izquierdo, oteaba pensativo la oscuridad más allá de la linde del camino, pero ningún otro desdichado salió corriendo al encuentro de la muerte. Esperaba que las defensas de la biblioteca fueran suficientes, pero Vlad no era un adversario común. Esa escaramuza había terminado como el strigoi sin duda vaticinaba, pero habían perdido un tiempo precioso.
—Maldita sea tu estirpe, Vlad Radú —musitó Adelmo.
—Que Dios nos perdone estos crímenes.
—Se habían ganado una eternidad en el infierno por sus viles delitos, pero esto ha sido…
—Como en aquel bosque de Brindisi hace cuatro años… —El veneciano calló al oír crujir de la hojarasca.
Los tres se prepararon para una nueva carga, pero de entre los árboles emergió una figura envuelta en una capa negra larga hasta el suelo.
El druida Finn miraba con tristeza los cadáveres.
—El poder de ese oscuro demonio es mayor de lo que imaginábamos. Esta horda ha permanecido oculta en el bosque durante bastantes días…, mataron a algunos de los nuestros. —Se pasó las manos temblorosas por la tonsura de su frente—. ¿Cómo pudo doblegar la voluntad de todos ellos?
Eber se acercó. Su gesto era grave.
—Es posible que las enseñanzas de la Scholomancia sean tan antiguas como las vuestras, druida, pero sus senderos se internan en la oscuridad. El control de las pasiones humanas, el terror y la furia son como arcilla que modela a voluntad.
—Cuanto mayor es el poder ansiado, más alto es el precio —advirtió Finn con aire retador.
—Su propia alma —afirmó el monje irlandés—. Pero los strigoi la entregan de buen grado.
Justo entonces Eithne surgió de la oscuridad, la seguían otros druidas y gentes de Mothair.
—¡Debemos apresurarnos, pues mucha gente sufre esta noche! —dijo la anciana con el rostro desencajado.