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cuando logró sosegarse, Dana siguió hablando.

—¡El rey Cormac me arrancó la túnica y me mordió un pezón hasta hacerlo sangrar! Mis ruegos desesperados sólo aumentaban su locura. Cuando me aplastó bajo su cuerpo sudoroso y mugriento, sentí su miembro desgarrarme por dentro y el dolor me nubló la mente, lo que agradecí. Tras bruscas acometidas, espasmos, gritos y jadeos mientras me lamía el rostro babeando de satisfacción, todo terminó, supongo que fueron unos instantes pero yo los viví como una horrible eternidad que me arrancó la vida, la alegría, la virginidad. El hombre gritó como una bestia, me ahogó con su aliento agrio y clavó sus uñas en mis pechos hasta hacerme sangrar por diez heridas cuyas marcas aún conservo… Cuando se retiró, jadeante, me lanzó una mirada triunfal y desdeñosa. Todo había terminado. Había consumado su capricho, desflorarme, y ya nada le interesaba de mí. Salió de la tienda sin molestarse siquiera en vestirse, tal vez deseaba mostrar a sus hombres la nueva victoria en su miembro ensangrentado.

Dana se secó las lágrimas con las mangas de la túnica. El rubor que cubría su rostro era una mezcla de vergüenza, dolor y rabia.

—Había pagado mi propio derbfine, y en ese momento ansiaba el refugio de los ojos amables de Ultán. Me dije que él lo comprendería y que con su ayuda lograría superarlo. Sin embargo, me equivoqué.

»Envuelta en una manta, notando la sangre entre mis piernas y un horrible escozor, abandoné la tienda. Los soldados me miraban con burla y desprecio. “¡Ahí va la esposa desflorada de Ultán! ¡El jefe Cormac ha cazado una buena pieza!”, gritaban en plena noche, y al momento grandes risotadas coreaban los insultos desde las tiendas vecinas de los soldados.

»El monarca había permitido que Ultán, como recién casado, tuviera una tienda para él solo. En medio de la fría noche corrí hacia ese refugio donde sabía que mi esposo me aguardaba, pero en cuanto entré, el miedo regresó con brusquedad. Había varias jarras de vino sobre la mesa y otras rotas en el suelo. Mi esposo tenía la cabeza hundida entre los brazos; se irguió y me miró con los ojos inyectados en sangre. Sus pupilas almendradas, que ahora parecían negras, tenían un brillo inquietante. “Ya estás aquí… ¿Lo has pasado bien?”, dijo con voz pastosa. Me aproximé con gesto implorante pero me detuve aterrorizada cuando se levantó de golpe dando un empujón a la mesa. Las jarras rodaron hasta el suelo y el olor a vino llenó la pequeña tienda. Ultán se tambaleaba y me miraba con desprecio. “¡No me toques, maldita furcia!”, me gritó. Me acerqué, nuevas lágrimas corrían ya por mis mejillas, y dije: “Ultán, he cumplido tu deseo y sólo quiero olvidarlo. Soy tu esposa y quiero estar siempre a tu lado”. Él bebió otro trago de vino, que se derramó por la comisura de sus labios, y gritó, furibundo: “¡No es cierto! Seguro que has gritado de placer… ¡Te has acostado con un rey! ¿Qué esperas ahora de un simple soldado? Me desprecias, piensas que no estaré a la altura de tu amante… ¡Lo veo en tus ojos!”. Seguí aproximándome, llamándole con dulzura por su nombre… Necesitaba explicarle lo ocurrido para que juntos pudiéramos maldecir a Cormac. Estaba convencida de que el monarca, una vez colmada su ansia, nos dejaría en paz. Pero Ultán se abalanzó sobre mí y me golpeó en la cara con el puño. Salí despedida, me estrellé contra el arcón donde guardaba las armas y caí inconsciente. Al despertar, el dolor y el frío me tuvieron largo tiempo paralizada. Estaba fuera de la tienda, el cielo se teñía de añil y hacía frío. Me habían arrebatado la manta con la que me había envuelto y yacía desnuda en la hierba húmeda. Algo viscoso, sanguinolento, mojaba mi entrepierna. Además de las patadas que Ultán me propinó cuando perdí el conocimiento, y que yo descubría en cada doloroso hematoma en mi vientre y espalda, me había violado con saña… o tal vez permitió que lo hicieran otros, jamás lo he sabido.

Brian sintió deseos de acompañarla en sus lágrimas y susurró una breve oración por aquella desdichada. Necesitaba un cálido abrazo, pero sabía que su reacción podía ser imprevisible y se contuvo.

—Entré en la tienda, pero Ultán ya no estaba. Poco después vinieron varios de sus compañeros, me subieron a un caballo y, escoltada, emprendí el camino hacia Mothair. Ese día no vi a Ultán. El rey había regalado a su capitán una pequeña casa donde instalar a su esposa y sin ninguna explicación me encerraron bajo llave. —Dana había dejado de llorar, ahora su voz sonaba extrañamente serena y fría, como si hablara de otra persona—. Ultán apareció días después, bebido y con el mismo desprecio en sus ojos que la noche de bodas. Le acompañaba un soldado de cierta edad. Sin dirigirme la palabra, Ultán me agarró del brazo y me obligó a subir a un altillo, un cubículo para guardar el grano donde había un pequeño jergón. Dejó pasar al hombre y con una sonrisa codiciosa nos encerró. Aquel desconocido avanzó las manos con gesto lujurioso y dijo: «Me has costado la paga de varios meses, espero que cubras las expectativas…».

Brian, horrorizado, cerró los ojos. Sin embargo, la muchacha seguía hablando, impasible, distante.

—En ese momento comprendí que Ultán, incapaz de superar la afrenta de su señor, había enloquecido de celos y rabia. Creo que habría podido ser un buen esposo, pero la herida de su alma se había infectado y el alcohol nublaba su razón. Se lucraba entregándome a soldados, a artesanos y…, sí, también a algún que otro clérigo. Las primeras veces me resistí con todas mis fuerzas, pero tras las quejas de los hombres llegaban las palizas. Todo rastro de Dana desapareció, sólo quedó un cascarón de carne tersa y magullada de diecisiete años…

—¿No le plantaste cara alguna vez?

Ella sonrió con tristeza.

—A los tres meses de la boda, tras soportar a un soldado especialmente violento que llegó a vomitar sobre mí, perdí la razón. Ultán esperaba abajo y, al verlo distraído contando las monedas, me abalancé sobre él: le golpeé con tanta saña que acabó inerte en el suelo y con la boca sangrante. Temiendo las consecuencias, escapé y me escondí en las afueras. No tenía fuerzas para emprender un largo camino ni la lucidez necesaria para urdir una estrategia. Una partida de soldados me detuvo al amanecer y me obligó a regresar. Ultán me lanzó una sonrisa maliciosa y se marchó. Dos hombres vigilaban la puerta día y noche para que no escapara. Cuando regresó a los diez días, sin hablar ni mirarme a la cara, me mostró un paño cubierto de sangre y me dijo: «Es de tu padre. Aún está vivo, pero la próxima vez traeré su cabeza, la herviré y beberé de ella cada noche, como hacían los antiguos jefes de Irlanda. ¿No son los reyes los que te excitan?». El desaliento triunfó. A partir de ese día, me tumbaba en el jergón y dejaba mi cuerpo a disposición de quien entrara en el altillo. Mis recuerdos de esos días son difusos, me evadía del dolor y la humillación dejando el cuerpo inerte y la mente vacía, tratando de preservar en lo más profundo de mi alma lo poco que quedaba de mí. Me acuerdo del techo del altillo, de los nudos y las muescas de las vigas, del reguero mohoso de cada gotera. Ése era mi universo. No miraba el rostro de los hombres que me visitaban, no hablaba con ellos, ni siquiera los maldecía. Me limitaba a entregarles lo que Ultán me obligaba a darles. Sin recuerdos es más fácil olvidar… Mi falta de resistencia decepcionaba a los clientes ya hastiados de los prostíbulos, pero Ultán siempre lograba convencer a hombres de poblaciones cada vez más lejanas.

»Mi pobre padre me hacía llegar mensajes a través de sirvientes del castillo, me contaba que estaba bien y me rogaba que le respondiera; estaba profundamente angustiado por mí, sobre todo después de la paliza que sufrió por mi culpa. Lo intenté varias veces pero creo que mis palabras nunca llegaron a su destino. Creo que me faltó poco para enloquecer…

—Y en ese tiempo tuviste un hijo —apuntó Brian.

La joven apretó los labios como si hubiera recibido un duro golpe.

—Me quedé embarazada la noche de mi boda. Lo sé con seguridad. El niño que venía se agarró a la vida, aguantó las embestidas de los clientes y las terribles tundas de Ultán… Era un niño fuerte, más fuerte incluso que yo, y a él me aferré para no morir de pena. Vino al mundo fruto de la violencia y la crueldad, pero él era inocente y yo estaba dispuesta a luchar para que fuera todo lo que yo había dejado de ser. —Dana parecía a punto de derrumbarse, pero siguió hablando con un hilo de voz—. La misma noche en que supe de mi estado, soñé con mi abuela, con sus hierbas y remedios. Murió cuando yo tenía trece años, pero siempre había compartido sus conocimientos conmigo. La acompañaba en sus paseos por bosques y veredas recogiendo plantas y hongos de las rocas húmedas. Me explicaba las cualidades de tal o cual hoja o raíz y se enfadaba cuando me distraía o no era capaz de recordarlas. —Por primera vez apareció un atisbo de sonrisa en su rostro—. Aún la veo echar diferentes ingredientes en grandes calderos humeantes y luego guardar el brebaje en pequeñas ampollas y redomas de vidrio.

—Has dicho que se te apareció en sueños…

—Sí. Se acercó a mi cama con su amable sonrisa y ese brillo inteligente en sus ojos azules. Me tomó una mano y acarició mi vientre. Cuando desperté no recordaba ninguna de las palabras que me había susurrado, pero todo lo que aprendí con ella y que creía haber olvidado estaba en mi cabeza, sacado de algún polvoriento rincón de la memoria. Entonces pensé en Odran el Cojo. —Ante la mirada de extrañeza del monje, la triste sonrisa de Dana se ensanchó—. Odran era un viejo soldado que había oído los comentarios de los compañeros de armas que me frecuentaban y llegó con la intención de tomarme. Sin embargo, la fantasía de yacer con una bonita muchacha se desvaneció como la bruma al descubrir a una niña herida y asustada, casi de la misma edad que una de sus nietas. Avergonzado, se sentó en el borde del lecho y comenzó a hablar. Su inesperada actitud captó mi atención. No parecía importarle mi silencio, pues veía en mis ojos el interés por escuchar cualquier cosa que ocurriera más allá de los malditos muros de la cabaña. Se apiadó de mí y comenzó a visitarme con frecuencia, cada vez que lograba reunir el pago convenido. Jamás me tocó, sólo hablaba y me tenía al corriente de los rumores que circulaban por el castillo y la aldea. Cuando se cumplía el tiempo estipulado por mi esposo, se marchaba con una leve reverencia.

»Fue él quien me proporcionó las hierbas y la grasa animal que le encargaba. Así pude sanar mis heridas, evitar infecciones, enfermedades del sexo y purificar mi sangre con tisanas hirvientes. El embarazo fue pronto evidente, y aquella nueva vida me daba aliento, pero el abultado vientre no detuvo el reguero de clientes.

»Di a luz sola; supuse que Ultán no iba a mostrar la menor compasión y estaba preparada. Él, cuando no traía clientes, pasaba la mayoría del tiempo fuera; las pocas veces que lo veía estaba ebrio, sucio y descuidado. Su mente había enfermado de rencor. Nos odiábamos mutuamente. —Dana hizo una breve pausa, respiró hondo y continuó—: Una vez asistí a un parto con mi abuela, y cuando me llegó el momento, traté de recordar lo necesario: el ritmo de la respiración, la frecuencia de las contracciones, la dilatación necesaria para el alumbramiento… Había hervido agua y tenía gasas limpias a mano. Fue terrible y doloroso, creí que iba a morir allí, en cuclillas, sola, en medio de un charco de sangre… Pero Calhan nació, completamente morado y con una greña negra cuya visión me hizo sollozar de alegría por primera vez en mucho tiempo, y lloró con fuerza. Tuve suerte y logré contener la hemorragia del desgarro. Al cabo de unos minutos, tumbada junto a mi pequeño, perdí el conocimiento.

Los ojos implorantes de Dana se clavaron en Brian; necesitaba aferrarse a él para no caer de nuevo en un pozo de locura. El monje contuvo el aliento; imaginaba lo peor.

—Cuando desperté, ¡el pequeño no estaba! —Incapaz de contenerse, Dana se levantó del tocón y alzó los brazos—. ¡Grité tanto que me oyeron en toda la aldea! Ultán se presentó, fuera de sí, y a fuerza de golpearme logró que callara. «El niño ha muerto», me dijo con frialdad, como si se refiriera a un perro. «Dejó de respirar al poco de dormirte. Tal vez lo aplastaste.» La razón se me nubló y lo maldije, a él y a toda su familia, a sus ascendientes y parientes hasta el principio del linaje. Dije cosas que no imaginaba que sabía, algunas en la antigua jerga de Dyflin, y entonces vi el terror en la mirada de mi esposo, que salió del altillo caminando hacia atrás, como si temiera darme la espalda. En la calle oyeron mis maldiciones, de ahí mi fama de bruja… Él no regresó en un mes y gracias a eso pude recuperarme del parto. Los soldados me traían un poco de comida cada día. Al principio mi desesperación era tanta que deseaba morir; pasó un año entero, pero lo recuerdo difusamente. Todo siguió igual hasta que por fin recobré la lucidez: las palabras de Ultán no eran ciertas; estaba segura. Ignoraba la suerte de mi hijo y me propuse vivir el tiempo necesario para saber qué había sido de él. Reconozco que una parte de mí daba gracias de que Calhan no estuviera allí, pues probablemente era el lugar menos seguro para él de todo el orbe. Ultán no habría soportado la posibilidad de que el verdadero padre fuera Cormac. En cualquier otro hogar, Calhan no estaría peor.

»El tiempo pasó y los clientes siguieron frecuentando la casa, pero con las hierbas en mi poder no volvería a quedarme embarazada. Aferrada a mi esperanza, me resultaba más fácil evadirme de los abusos. Gracias a Odran, que hizo de intermediario, inicié en secreto un negocio paralelo: comencé a vender ungüentos y filtros medicinales a algunas aldeanas y mujeres del castillo. Por aquel tiempo, Ultán fue expulsado de la guardia de Cormac: su afición a la bebida, su indisciplina y sus errores arruinaron su flamante carrera. Cobraba a los clientes por adelantado y se refugiaba en las tabernas de Cashel e incluso en las más sórdidas de la ciudad de Cork. Sus continuas ausencias eran para mí una bendición. Había pagado a soldados, clientes y amigos para que me vigilaran y agredieran en caso de huida, pero la casa se convirtió en mi territorio, y el recuerdo de Calhan y la fuerte sensación de que estaba vivo me mantenían en pie.

»Pasó otro año, el tercero desde mi boda con Ultán, cuando por fin llegó la información que tanto anhelaba: Odran supo, a través de Deirdre, la cocinera, de una conversación entre el rey Cormac; su tesorero, llamado Donovan, y otro hombre de identidad desconocida. Hablaban del hijo de Ultán. Al parecer, parte del precio convenido por su venta no había llegado y mandaba a un mensajero fuera de la isla para reclamarlo. ¡Mi hijo había sido vendido! —exclamó—. Eso confirmaba mi esperanza. El monarca, temiendo que fuera de su sangre, había preferido alejarlo, pero ni Odran el Cojo ni Deirdre pudieron averiguar su paradero.

Dana, entre risas y lloros de desesperación, volvió a sentarse. Brian estaba profundamente impresionado.

—El momento tan anhelado había llegado —continuó la muchacha—. ¡Yo lo encontraría! Abrí la puerta de la casa y compré mi libertad. Entregué a los soldados lo que no ganarían en un año de duro servicio y me dejaron marchar de buen grado. En esta remota región, donde la mayoría de las transacciones se hacen cambiando alimentos y objetos, Ultán no podía competir con mis pesadas bolsas llenas de peniques de plata. —El azul de sus ojos brilló con fuerza bajo la trémula luz del fuego—. Caminé erguida y con altivez por la vía principal de Mothair y escupí a los pies de los hombres a los que reconocía, ¡ante sus esposas! —Sonrió con amargura—. Aquella noche los gritos y los insultos debieron de colarse por los postigos de muchas casas, pero yo sólo siento desprecio por esos hombres. Cuando alguien intentaba detenerme, lanzaba al suelo un puñado de peniques y al instante lo veía revolcarse en el fango con ansia codiciosa. Vi miradas reprobatorias, pero también vi admiración y compasión en algunos rostros de mujeres que en mi libertad veían la suya. A pesar de los rumores que me tildaban de hechicera, mucha gente de la aldea se había recuperado de graves enfermedades gracias a mis medicinas, y todos lo sabían.

»Dejé atrás el poblado y, sin valor para afrontar la mirada avergonzada de mi padre, abandoné el camino que conduce a la alejada Dyflin y me interné en el bosque. Los druidas me encontraron vagando perdida en la espesura. Temí ser rechazada, pero la anciana Eithne había oído hablar de la esposa de Ultán, la furcia, y me acogió en su rath. Yo me ofrecí a servirla; quería profundizar en el arte de la medicina, ampliar mis conocimientos. Cuando reuniera el dinero necesario, emprendería la búsqueda de Calhan. En sueños lo veía crecer sano y fuerte, y los druidas me lo confirmaron tras un complejo ritual. Aun así, desconozco si algún día lograré hallarlo.

Dana calló y movió la cabeza con tristeza.

—Desde entonces han pasado casi dos años, ahora mi hijo tiene cuatro y no conoce a su madre. He reunido monedas suficientes para embarcarme rumbo al continente o a Britannia, pero ¿adónde ir?

—Sin embargo, la noche del banquete te plantaste ante Cormac…

La muchacha asintió y apretó los labios.

—En mi ingenuidad creí que Cormac, si le entregaba buena parte de lo que había ahorrado, me diría dónde había sido vendido mi hijo. Lo intenté varias veces, pero jamás aceptó recibirme en sus audiencias. Entonces pensé en Deirdre, la cocinera. La veía en la linde del bosque cuando necesitaba mis ungüentos para tratar la rigidez de sus manos, y un día le confesé mi anhelo y lo que Odran me había revelado años antes. Ella me confirmó que Cormac había entregado a Calhan a una horda de vikingos para que lo vendieran como esclavo.

—¡Eso es algo horrible, prohibido y rechazado por los cristianos!

—Pues en esta isla no es algo infrecuente… Sin embargo, no es la única posibilidad: una familia noble que sólo tuviera hijas daría una gran suma por un niño sano y recién nacido; mataría o abandonaría a la niña y anunciaría públicamente el nacimiento de un hijo varón, el vástago heredero del señor.

El monje negaba con la cabeza, horrorizado. Nadie hablaba jamás en voz alta de aquellas siniestras prácticas que se repetían por todo el orbe.

—Deirdre reveló que no era la primera vez que Cormac hacía ese tipo de «negocios» con los vikingos. Desesperada, le rogué que intentara obtener más información, pero le fue imposible. Por algún motivo, ése parece ser el secreto mejor guardado del maldito monarca…

Brian quería decir algo que pudiera reconfortarla pero se sentía demasiado aturdido.

—La angustia me hizo perder la razón —continuó Dana— y unas semanas antes de que llegarais a Clare decidí acusarle públicamente y exigir respuestas. Pero a los pies de la fortaleza fui apresada por los viejos compañeros de Ultán, quienes me ocultaron en mi propia casa para obtener gratis lo que mi maldito esposo les había cobrado durante años… —Sus ojos se empañaron—. La vivienda estaba sucia y abandonada, pero me obligaron a… ya sabéis. Entre palizas y violaciones comprendí mi error; debí haber esperado la ocasión propicia: cuando el rey se hallara con las familias más influyentes de Clare, los únicos que podrían llevarlo ante los jueces Brehon o ante Brian Boru. El horror que había dejado atrás regresó con mayor virulencia. Me mantuvieron cautiva varios días… Sin medicinas, sin comer apenas y sin agua para lavarme, enfermé. Un día, por el comentario de un soldado del castillo, supe del banquete que iba a celebrarse al día siguiente para recibir a un monje extranjero. Estaba enferma y débil, pero era mi oportunidad: asistirían los cabecillas de todos los clanes importantes del territorio. Esa mañana, con mis últimas energías, logré escabullirme y regresé al bosque. Eithne lloró al verme, le expliqué lo que ocurría y me advirtió de los peligros que conllevaban mis intenciones. No la escuché…

»Cormac no es dado a grandes fiestas, pues siempre generan cierto caos en el castillo: los proveedores entran y salen, la guardia revisa cada rincón de la fortaleza, se matan reses en el patio de armas… Desoyendo los consejos de Eithne, logré que un joven me pusiera en contacto con Deirdre, la cocinera. Mi propósito le pareció una locura, pero me apreciaba y sentía pena por mí, así que finalmente accedió a ayudarme. —Dana posó su mirada en el monje—. Vuestra llegada, Brian de Liébana, me brindó la oportunidad. Entré en la fortaleza con un cesto lleno de verduras y me oculté en las cocinas. Cuando llegó la noche, ahogada por la desesperación, me colé en el salón y… —esbozó una triste sonrisa— de nuevo me equivoqué. El miedo que Cormac inspira acalla cualquier voz. Ya lo visteis, me quedé desarmada ante sus acusaciones.

Las lágrimas rodaban de nuevo por su semblante. El profundo azul de su mirada se apagó.

—Soy una simple plebeya y, como era de esperar, los presentes, algunos de los cuales habían visitado mi alcoba en el pasado, sólo sintieron por mí indiferencia. ¡Ofendí al monarca y arruiné toda posibilidad de encontrar a mi hijo! Cuando me vi desnuda en las mazmorras, a merced de los verdugos, ya no me quedaban fuerzas; morir era mi único deseo. Los recuerdos de los días siguientes son borrosos. Si en algo os ofendí, ruego vuestro perdón.

Se levantó, exhausta, y extendió las manos ante las llamas. Temblaba, pero aún no había terminado de hablar.

—He perdido a mi hijo y también a mi padre. La noticia de su muerte llegó hace unos meses, pero al menos tuvo un final apacible; quiero pensar que jamás conoció cuál había sido mi suerte. —Suspiró profundamente—. En otro tiempo me habría lanzado a ese acantilado sin vacilar, pero ahora… La druidesa Eithne dice que a veces el sendero más tortuoso es el correcto para llegar al destino ansiado. —Se encogió de hombros—. ¡Pero estoy desorientada y exhausta! Sé que Ultán me busca. Se ha enterado de lo que me hicieron sus antiguos amigos y quiere recuperar su fuente de ingresos o verme morir y superar así su propio dolor. —Dana ocultó su bello rostro entre las manos—. ¡Pero sé que mi hijo me espera en algún lugar! Si los dioses, y no excluyo el vuestro, se oponen a que me reúna con Calhan, ¡malditos sean! —La muchacha se volvió y clavó su mirada en el monje. Tenía los ojos rojos, no había dejado de llorar durante todo el relato—. Debo irme…

Brian le sostuvo la mirada, por un momento pareció que iba a reprenderla por la blasfemia que había proferido, pero el brillo marino de sus pupilas lo atrapó. Turbado, volvió el rostro hacia las llamas y dijo:

—Ya lo sabes, Dana, eres libre… —Ella se volvió hacia la oscuridad del viejo refectorio. Parecía más pequeña, sus escasas energías se habían desvanecido con el relato de la terrible historia. El monje permaneció inmóvil y musitó—: Ego te absolvo.

No había sido una confesión, pero ella sintió alivio. No quería justificaciones ni vacías palabras de ánimo, sólo atención y comprensión, incluso del Dios del monje. Dana se encaminó hacia la salida y cuando llegó junto a la puerta se detuvo.

—¡No vayáis a la fortaleza del rey! —rogó a Brian—. Sé que al haber quebrantado su hospitalidad, estáis en deuda con él, pero su corazón es negro. Los druidas le causan pavor y no se atreve a cruzar el bosque sin su permiso, pero cuando os tenga a su merced en el castillo…

—No temo la muerte. Ahora sé que San Columbano era el lugar que buscaba y será levantado de nuevo para gloria del Altísimo. Puede que esa dicha me sea negada, como lo fue a Moisés ver la tierra prometida, pero otros monjes están de camino, la misión del Espíritu debe proseguir.

Ella no entendió aquellas palabras; sospechó que el monje guardaba algún secreto. Pensó que había sido la primera vez que había abierto su corazón de ese modo, ni siquiera los druidas conocían todos los detalles de su amarga historia. Aquel extranjero cargaba ahora con parte de su dolor, pero era un religioso: la fe le ayudaría a transitar por esta mísera existencia. Ella estaba sola y Calhan la esperaba en algún lugar. Brian le había dado una nueva oportunidad; aún no había llegado para ella el momento de descansar.

Buscando fuerzas en su escuálida esperanza, salió al exterior y aspiró profundamente el viento racheado que cruzaba el páramo y revolvía su pelo. A su espalda se oía el fragor del mar chocando contra las rocas del acantilado, la canción de Clare, el ritmo inmutable de la naturaleza. Levantó la mirada al cielo. No había luna, las tinieblas engullían los detalles y se dijo que debía aprovechar esa oportunidad.

Pero entonces pensó en el libro que sostenía Brian, evocó la serenidad de sus imágenes y tuvo la extraña sensación de que había sido su contemplación lo que había despertado en ella el anhelo de aliviar su amargura y confesar su vida a un monje extranjero del que nada sabía.

—¡Ayudadme! —imploró a las estrellas titilantes.

Temerosa, comenzó a avanzar hacia un destino que se le antojaba tan negro como la noche que la iba devorando.