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vlad y sus rehenes penetraron en el último nivel de la biblioteca. El aroma a incienso se imponía al olor de las vitelas. Junto a la entrada colgaba una argolla para sostener la antorcha. El strigoi paseó la mirada por la oscuridad reinante y asintió satisfecho. Cuando colocó la antorcha en el anillo metálico y su claridad se esparció por el curvo corredor, Dana lanzó una exclamación de sorpresa: los espejos situados en los muros y el techo producían un efecto mágico. Su precisa orientación lograba distribuir la trémula claridad por toda la planta, incluso los cubículos se iluminaron tenuemente con un resplandor anaranjado.

—No existe oscuridad en el reino de Dios —comentó el valaco en tono irónico.

La disposición era similar a la de los pisos inferiores. En los dinteles de las cuatro cámaras exteriores había leyendas grabadas, pero en esta ocasión refulgían dorados por una fina capa de oro.

Angeli, Archanngeli, Virtudes, Potestades… —masculló como si tuviera hiel en la boca—. La distribución del ingenuo Dionisio Aeropagita. El Códice de San Columcille está cerca.

Algo había cambiado en Vlad; avanzaba tenso y revisaba las estancias sin prestar atención a los códices. Allí se encontraban en perfecto orden los más bellos trabajos de la biblioteca. Grandes libros cosidos con esmero, con recias tapas de madera forradas en piel e iluminados por las más habilidosas manos, como las de la legendaria Ende de Castilla. Bajo la protección de ejércitos angelicales, mil años de pías reflexiones y plegarias llenaban las salas. La interrupción de las obras había dejado inconclusa esa planta: los muros mostraban oquedades donde debían encajar piedras cinceladas con escenas bíblicas y versículos relacionados con los libros allí almacenados. Era el espacio más rico en ornamentos; una alabanza al Altísimo.

Principatus, Dominationes, Troni, Cherubin musitó Vlad al recorrer el anillo intermedio.

A través de Cherubin alcanzaron la novena sala circular del centro, más pequeña que las inferiores y gobernada por las criaturas que tenían la dicha de permanecer más cerca de Dios: los Seraphin. El fondo formaba un pequeño ábside con un fresco desde el techo hasta el suelo que a Dana le recordó la gruta natural que el obispo Morann había convertido en templo para expiar sus pecados. La pintura representaba el cosmos alrededor del Creador. La fuerza de las imágenes sobrecogía y en especial la severa mirada del Pantocrátor, sentado en su trono con el orbe en una mano y la otra alzada, con dos dedos extendidos, en una muda advertencia. A sus pies se extendían las regiones celestiales y el mundo, con hombres, plantas y animales. Una oscura escalera, Betel, descendía desde las alturas hasta el inframundo cavernoso, donde las llamas lamían los desnudos cuerpos de hombres y mujeres que imploraban angustiados. La faz del siniestro ser oscuro que reinaba en el Infernus le resultó vagamente familiar. Sus atractivas facciones, de un pálido mortal… Vlad se situó junto a la pintura y Dana dio un paso atrás sobrecogida.

—¡Ese joven novicio tiene unas manos prodigiosas! —exclamó el strigoi.

—¿Esto es lo que queríais ver? —inquirió Dana. En aquella sala apenas había un puñado de libros, pero todos eran verdaderas joyas, de cubiertas plateadas y piedras preciosas encastradas—. Apenas recuerdo cómo era el libro que buscáis —mintió—, podría ser cualquiera de éstos…

—¡No enciendas mi cólera, mujer! ¡Lo reconoceré cuando vea el brillo de tus ojos! —Paseó la vista alrededor, pensativo—. Los monjes ocultan obras demasiado peligrosas o valiosas. El cincelador hispano sabía que no podría contener la lengua y se inmoló a tiempo… —razonó lleno de odio—. ¡Maldito sea por siempre! Está bien, encontraré el modo de acceder…

—¿Adónde?

—Al Trono de Dios…

Observó el fresco a la luz de la antorcha y distinguió unas extrañas palabras escritas en brillante tinta roja, a los pies del Creador, disimuladas entre arquivoltas doradas.

MUVEA TSE REPMES OLLI TE ONIMOD A SINMO

Dana observó con atención. Deseó preguntar qué podían significar, pero la tensión del strigoi era elocuente.

—Si tuviera entre mis manos el cuello de Berenguer… —La frase murió en sus oscuros labios; alzó las cejas, sus pálidas pupilas refulgían—. ¡Está al revés! —Pasó el dedo índice por las palabras y las fue traduciendo—. Eternamente… es… siempre… él… y… Dios Todo.

De pronto se oyó un estruendo procedente de las plantas inferiores.

Vlad se volvió con el rostro contraído por la furia.

—Puede que los monjes ya estén aquí… —le advirtió Dana en un susurro. El cuerpo tembloroso de su hijo hizo que desistiera de provocarle—. Tal vez aún puedas escapar.

Pero el strigoi no la escuchaba, tenía la mirada fija en un anaquel situado junto a la entrada, justo enfrente del fresco.

—¡No puede ser! —exclamó mientras se acercaba.

Cuando apoyó la mano en el anaquel, todos los libros temblaron de forma extraña formando ángulos imposibles.

Dana cerró los ojos. La biblioteca podía protegerse de cualquier peligro excepto de aquel sagaz demonio.

—¡Otro espejo! Con un eje para poder inclinarlo y con palabras grabadas…

Sobre la bruñida superficie, raspadas profundamente con un punzón, Dana leyó una frase que le resultó incomprensible.

ANTE ET FUIT CUM EST DEO SAPIENTIA

El strigoi fue moviendo la superficie lentamente. Hablaba en una lengua extraña, siseando como un ofidio. Se oyó un leve chasquido.

—¡Ya está!

El espejo había quedado fijo en una posición oblicua de tal modo que las palabras grabadas en su superficie se intercalaban con las del fresco, reflejadas en él. Sobre el latón bruñido, las palabras invertidas se reflejaban con algunas letras al revés, pero pudieron leer con facilidad la frase.

ONMIS SAPIENTIA A DEO DOMINO EST ET CUM ILLO FUIT SEMPER ER EST ANTE AEVUM

—«Toda sabiduría viene del Señor y con Él está eternamente.» —Vlad sonrió triunfal—. El primer versículo del Eclesiástico. Ahora sabemos en qué texto está la clave…

Mientras Vlad revisaba cada palmo del fresco, siguiendo las siluetas de los personajes, Dana vio la última oportunidad. Retrocedió lentamente con Calhan en sus brazos, pero cuando alcanzó el dintel Vlad se volvió hacia ella y, con ojos gélidos, hizo ademán de lanzarle la daga que llevaba al cinto.

—¡No lo hagáis!

La oscura silueta de Brigh se recortó en la entrada. Sus ojos eran dos tizones negros que absorbían la luz. Por primera vez el valaco vaciló y el desconcierto asomó a su pálido rostro.

—Te conozco, tal vez desde hace mucho tiempo… —dijo Vlad. Bajó el arma sin apartar los ojos de la joven, como si sus almas hubieran conectado. Finalmente se recompuso—. ¡Si os movéis, ambas moriréis!

Se volvió hacia el fresco y Dana abrió los brazos para acoger a Brigh. El strigoi había atendido su ruego. ¿Cómo había vencido la joven su férrea voluntad? Ella misma podía percibir la extraña energía que emanaba de su cuerpo…

—Los muros están llenos de pequeños orificios —murmuró el strigoi—. Si no atinamos, sufriremos quién sabe qué perversidad urdida por el monje arquitecto. La clave se encuentra en el texto bíblico de la inscripción.

Tomó una de las lujosas biblias y comenzó a hojearla tratando de recuperar la concentración, pero miraba de soslayo a Brigh con una mezcla de desconcierto y admiración. Su interés por descubrir el último secreto languidecía.

—En el Eclesiástico —musitó para sí—. ¿Verdad, hermano Berenguer? ¡Ahí está la clave! —Fue susurrando los versículos hasta detenerse en uno de ellos—. «La corona de la Sabiduría es el temor de Dios…»

El Pantocrátor estaba coronado por un anillo dorado del que brotaban tres llamas. Vlad se irguió en toda su estatura y presionó las piedras de la corona, pero no tardó en desistir con el ceño fruncido. Había fallado. Regresó al texto bíblico.

—«Initium sapientiæ timor Domini… El principio de la sabiduría es el temor de Dios.» —Pensó rápido, en voz alta—. No es el hombre digno de contemplar su imagen… ¡El espejo! ¡Para vencer a Medusa, Perseo usó el espejo!

Tras el latón, exactamente en el punto del espejo donde se reflejaba la corona de Dios, había una diminuta repisa para depositar una vela. El valaco respiró hondo y la presionó con fuerza.