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entado en una roca al borde del
acantilado, Ultán apuró la jarra de vino y con pulso tembloroso la
arrojó al abismo. La oscuridad la engulló y el fragor del mar
embravecido ahogó el sonido al estrellarse contra las rocas.
Aturdido por el alcohol, no oyó los pasos de la sombra que se
acercaba con sigilo y no pudo evitar la mano que lo agarró por la
nuca y lo obligó a inclinarse peligrosamente al vacío. El pánico lo
invadió, pero fueron inútiles las brazadas buscando zafarse de la
poderosa zarpa que lo mantenía a un paso de la muerte.
—¡Piedad! —gimió sabiéndose perdido.
—Sólo quiero una respuesta… Si mientes, lo sabré y ni siquiera te dará tiempo de pedir perdón.
El antiguo soldado se estremeció al escuchar la voz del abad; le sorprendió que un monje tuviera tamaña fuerza. Por un instante pensó en intentar revolverse, pero aquella voz taimada, desprovista de la serenidad propia de un humilde monje, sugería que el menor movimiento causaría su desgracia.
—No sé qué…
—¿Qué hiciste con el pequeño Calhan?
—No sé de qué me habláis.
—¡El hijo de Dana!
Ultán boqueaba, intentaba respirar, pero la mano que asía su nuca apretó con más fuerza.
—Se… se lo entregué a Cormac. Él me lo ordenó. Era su hijo.
—¿Estás seguro de eso?
—Yo… —La angustia le impedía hablar y gruesas lágrimas cayeron hacia el negro abismo. Podía oler la humedad salada que se elevaba del fondo.
—¿Hay alguien que sepa algo más? —preguntó el abad.
—Tal vez alguien de su confianza en la fortaleza… Pero lo ignoro. Cormac no quiso revelarme qué haría con el pequeño, y yo temía su ira.
—¡Sin duda alguien más sabe algo!
—Sé de una cocinera…
—Deirdre… —Notó una punzada de dolor en su pecho. La visión de su cara roída por las ratas y descompuesta seguía viva en su recuerdo. Había muerto por su causa—. Que Dios se apiade de su alma… ¿Alguien más?
—El viejo Donovan. Era el encargado de las cuentas del monarca.
—¿Dónde está?
—No lo sé. En la fortaleza de Cormac, supongo…
Brian rugió y su mano tembló. Ultán gimió presa del pánico, pero de pronto se vio impulsado hacia atrás y cayó sobre la hierba empapada. A pesar de la oscuridad, podía adivinar el rostro encendido del abad. No era un simple monje, de eso estaba seguro.
—Ultán… —susurró Brian con los dientes apretados—. No deseo ofender a Cormac y al obispo Morann. Los recibí como huéspedes de honor y accedí a algunas peticiones, entre ellas a apiadarme de ti. Has sido acogido para que trabajes y redimas tu despreciable conducta. Mancillaste el sagrado vínculo del matrimonio desde el principio. ¡Ni ante los hombres ni ante Dios eres digno de Dana! Esta noche estás borracho, pero mañana marcharás a las canteras acompañando a los carros y ayudarás a los canteros a traer las piedras. Serás justamente compensado por tu labor, pero no quiero ningún problema: jamás molestes a tu esposa. Nosotros no nos sometemos a las Leyes Brehon. —Entornó los ojos y espero a ver cómo el otro se estremecía al comprender la amenaza—. Aquí, quien comete una falta es castigado sin piedad. ¿Lo has entendido?
Ultán asintió, notaba la base del cuello entumecida. Era el momento de plantar cara al monje, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Sus ojos, con la mirada borrosa por efecto del vino, lo veían erguido, con las piernas separadas y los brazos ligeramente abiertos, tenso como las cuerdas de un arpa; la pose de un guerrero presto para el combate.
—Que Dios te guarde.
El monje se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad.
—Sólo me someto a Cormac; no lo olvidéis, hermano Brian… —susurró Ultán entre dientes en cuanto estuvo seguro de que no lo oía.