10

brian, luchando contra el cansancio, observaba admirado la espalda inclinada de Finn, que caminaba a buen ritmo a pesar de su avanzada edad. Aunque llevaban una antorcha, el anciano no parecía necesitar ninguna luz para moverse con soltura por aquel terreno. No habían cruzado palabra desde que dejaron a Dana en la torre, el lugar más seguro del monasterio; su función tradicional era de vigilancia y refugio contra los ataques vikingos, por eso la estrecha entrada estaba situada en la primera planta y sólo podía alcanzarse con una escalera de mano que habían retirado y ocultado.

El anciano había aplicado una espesa mixtura de color pardusco en cada una de las heridas y, aunque la joven estaba inconsciente, la había obligado a beber el líquido oleaginoso de un pequeño frasco de arcilla decorado con runas. Su rostro reflejaba la preocupación que sentía por ella, y Brian se preguntó qué vínculo los unía.

La fiebre alta era un signo de que su cuerpo deseaba luchar, pero estaba muy débil, tal vez no pasara de esa noche. Ahora su destino estaba en manos de Dios, se consoló el monje. Resguardada en la torre, sólo quedaba esperar que los remedios hicieran efecto.

—Sé que teméis alejaros del monasterio, y no sólo por la joven Dana —comenzó Finn—. Es estos días sólo os habéis apartado del arcón para acudir al banquete del rey. Supongo que guardáis en él un tesoro muy valioso… —No esperó respuesta y prosiguió—: Sosegaos, no vamos lejos, y os aseguro que el rey Cormac no osará quebrantar la demanda de la vieja Eithne; su cólera es grande, pero lo es más aún el temor supersticioso que siente hacia los druidas. En eso es un genuino rey irlandés.

—Está bien, anciano, os debo la vida y por ello os estaré eternamente agradecido. Puedo entender que desearais proteger la vida de esa joven, pero me intriga qué os interesa de este humilde monje extranjero.

Finn se detuvo y se volvió hacia Brian con una sonrisa. Había estado esperando ese momento.

—Quiero que conozcáis el alma de Irlanda y saber si en verdad sois un digno sucesor del antiguo abad de San Columbano, Patrick O’Brien.

Ambos se estudiaron un instante. El corazón de Brian comenzó a latir con fuerza.

—¿Desde cuándo los asuntos monásticos interesan a los druidas? —le espetó en tono cortante—. ¡Ni siquiera adoráis al verdadero Dios!

—Durante generaciones, druidas, vanes y bardos hemos resistido al proselitismo de los cristianos. Nos aferramos a los viejos rituales y exigimos lealtad a los jefes de los clanes, a los reyes de las cuatro provincias y al supremo rey de Tara. A los aprendices del «conocimiento del roble» se los obligaba a memorizar los viejos cantos y poemas hasta la extenuación. Todo para impedir que los vientos cambiantes arrasaran lo que fuimos.

—Muchos de vosotros no acogisteis la esperanza de salvación que trajo san Patricio a Irlanda —repuso Brian—; han pasado los siglos y los bosques siguen llenos de antiguos altares en los que gotea la sangre de los sacrificios. —El druida asintió, reflexivo; su ajado rostro reflejaba cierta nostalgia. El monje prosiguió—: No sois el único pueblo que ha ido dejando atrás la vieja tradición. Al leer a autores paganos como Cicerón o Séneca, o incluso al cristiano Lactancio, uno tiene la sensación de que Cristo vino al mundo cuando los hombres ya habían abandonado la fe en sus dioses ancestrales y mantenían tradiciones que para la mayoría no tenían ningún sentido. Cuando la corrupción y la codicia sumieron el Imperio romano en el caos, la figura redentora se hizo necesaria. Su mensaje de amor fue más fuerte que los engreídos dioses paganos, ávidos de ofrendas y de culto. ¿No es lícito que el hombre mantenga la esperanza?

El druida no respondió enseguida, parecía paladear aquellas palabras como si masticara un agrio limón.

—Vuestras explicaciones no me resultan desconocidas —dijo despacio, con la solemnidad propia de quien está dando un discurso—. Sabios druidas de la Antigüedad quisieron ampliar sus conocimientos y abandonaron los espesos robledales para viajar al continente.

Brian sonrió.

—Hay muchos testimonios sobre druidas en los textos clásicos —arguyó—, empezando por la Historia de Posidonio de Apamea o por De Bello Gallio de Julio César; de hecho, no deja de causar perplejidad la coincidencia de algunas de vuestras creencias con las del sabio Pitágoras de Samos, según aseguraban Diodoro Sículo y Estrabón.

Finn abrió las manos sin disimular su admiración.

—Cuenta un antiguo relato que un druida llamado Abaris viajó a Grecia, donde conversó con el filósofo que has mencionado, Pitágoras, y ambos encontraron semejanza en sus creencias acerca de la inmortalidad del alma. Otros sabios celtas llegaron al confín del orbe para descubrir con sorpresa el parecido de nuestras gestas con el Avesta de los parsis y con los Vedas hindúes, en la remota India…

Brian estaba maravillado de haber hallado un erudito en aquel remoto paraje, pero le exasperaba que Finn callara sus intenciones.

—No negaré que siento una viva admiración por todos los pensadores que cultivaron tantas materias en la Antigüedad, pero hablar de ellos no es, a buen seguro, la razón de nuestro paseo nocturno —aseguró el monje en tono ácido; el agotamiento hacía mella en su carácter.

El anciano asintió con la cabeza y, sin decir palabra, aceleró el paso. Brian sentía que su resistencia era llevada al límite pero trató de no quedarse rezagado.

Al llegar al círculo de piedras cerca de la vieja muralla, se detuvieron. Finn contempló los menhires caídos, algunos casi ocultos por la maleza; sólo tres de ellos permanecían en pie, inclinados peligrosamente. Con un gesto invitó al monje a acercarse. Brian clavó la antorcha en el suelo y, siguiendo las indicaciones del druida, puso las manos sobre una de las losas. Permanecieron mucho tiempo así, sin cruzar palabra; el anciano tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente. De pronto Brian se estremeció y a punto estuvo de apartar las manos de la fría piedra. Finn abrió los ojos y lo miró.

—Lo sentís, ¿verdad?

El silencio era absoluto, incluso el rumor del aire parecía inaudible a pesar de que la antorcha se agitaba con violencia.

—Es la fuerza del pasado. Cuenta la leyenda que nuestros dioses arribaron precisamente a esta costa occidental… Por eso esta región de Irlanda es especial.

Las facciones de Brian revelaban el frío y la desazón que le transmitía la rugosa piedra; al notar la mano firme del druida en su brazo, se sobresaltó.

—¿Deseáis marcharos? —preguntó Finn con una sonrisa triunfal—. Lleváis mucho tiempo en silencio, absorto.

Brian balbució, no encontraba las palabras, y entonces Finn señaló las ruinas del cenobio; desde allí se apreciaba la forma regular del promontorio sobre el que se alzaba.

—Éste era ya un lugar sagrado mucho antes de que fuera una fortaleza y luego se consagrara al Dios cristiano. —El druida recorrió con el dedo las espirales y los tréboles de triple hoja grabados en las piedras—. Estos formidables menhires de granito y cuarzo se hallan junto a un sid, un túmulo sagrado.

—¿Queréis decir que el monasterio se alza sobre un santuario celta? —Algunos de los misterios que Brian sabía que se ocultaban en esas ruinas comenzaron a tener sentido.

—Los orígenes de nuestro pueblo son tan fértiles como la tierra que pisamos. Tras el gran diluvio, la isla fue habitada por los gigantes fomoré y el pueblo de la reina maga Cessair, que acabaron siendo expulsados. Posteriormente llegaron Partholan y sus ochenta parejas desde una misteriosa tierra más allá del océano; les siguieron los nemeds, desde las arcanas regiones de los muertos, y más tarde los filborg, probablemente del continente. Pero a una época de esplendor sucedía siempre una invasión que le ponía fin. Tiempo después arribaron los Tuatha Dé Danann, criaturas que dominaban la magia, conocían los secretos de la naturaleza y nos legaron sus mitos. Pero también ellos vieron el ocaso. Desde las costas hispanas arribaron los hijos de Mil, del que nació el pueblo de Eriu, nuestros antepasados. Los Tuatha Dé Danann decidieron que era momento de trascender a otro plano, de residir en su magnificencia bajo tierra, en suntuosos palacios donde aún hoy celebran grandes fiestas y reviven la perdida Edad de Oro que conoció Irlanda durante su reinado. Cada sid es una puerta a su mundo, y los grandes monolitos que se erigieron en sus proximidades retienen la energía atávica de aquellos seres.

Brian observaba emocionado las ruinas bajo la tenue claridad lunar. Pensó que la vieja muralla señalaba el comienzo del promontorio y que la regularidad con la que se elevaba no podía ser obra de la naturaleza. La mayoría de los túmulos que había visto en su viaje desde Dyflin eran cónicos; en cambio, éste sólo dibujaba un medio círculo y la cúspide se hallaba en el borde del acantilado.

El druida alzó su bastón y trazó una curva que abarcaba el oscuro paisaje.

—Hace siglos habríais admirado una suave pendiente cubierta de grandes bloques de cuarzo blanco perfectamente encajados y pulidos. Al amanecer, el sol incidía aquí como en un gigantesco espejo y su potente brillo dorado se reflejaba a enorme distancia. Así agradecían nuestros ancestros el milagro de la luz, de la vida que puebla el orbe. —Sus ojos se habían empañado por las lágrimas, su voz sonaba temblorosa y emocionada—. No pasa un solo día en que no evoque ese grandioso espectáculo, la ofrenda al sol recreando su propio fulgor.

Brian notaba que tenía la piel erizada: la fuerza magnética del círculo, las viejas leyendas y la mirada acuosa del viejo druida lo mantenían cautivo.

—¡Llega el ocaso! ¡Las nuevas creencias son como una séptima extinción! —exclamó Finn, incapaz de ocultar la tristeza que sentía. Hasta entonces habían hablado en susurros, y el eco de aquella sentencia recorrió la planicie como el estallido de un trueno. El druida buscó la verde mirada del monje y explicó—: En estos bosques apenas quedamos un puñado de druidas, y muchos ni siquiera son dignos de llamarse así. Para memorizar las sagas y las artes de nuestro oficio es preciso invertir veinte años, y hay muy pocos dispuestos a eso; la mayoría sólo desea ganarse el respeto de reyes y obispos, ser sus consejeros y confidentes, rozar el poder terrenal.

—Pero la Iglesia celta de Irlanda ha acogido a druidas en su seno —protestó Brian, queriendo exculparse—, viven como eremitas o en monasterios…

—Así es, por eso no desprecio vuestra religión, pero sabéis que no todos los ministros de Cristo son tan permeables y respetuosos.

Brian agachó la cabeza; sombríos recuerdos parecían haber acudido a su mente.

—Desde luego —convino al fin—. Pero Dios Todopoderoso permitió que las creencias paganas arraigaran durante milenios entre los hombres. Hay un saber ancestral que debemos preservar. Las trayectorias de los astros, el clima, los solsticios, las estaciones… Todo eso nos permite plantar y cosechar en el tiempo oportuno. Las propiedades de las plantas que sanan nuestros humores, el secreto de las corrientes marinas y los vientos para navegar a tierras lejanas, la forja de los metales, la aritmética y la geometría para erigir templos… —Su voz aumentaba con cada afirmación—. Era necesario que la humanidad adquiriera todos esos conocimientos para que la misión del Redentor pudiera extenderse a todos sus hijos y que los más bellos edificios se alzaran en su nombre, para su culto. ¡La ciencia debe convivir con la Verdad, y su cultivo también llevará a la salvación cuando llegue el fin del mundo! —Brian, desconcertado por la vehemencia de sus propias palabras, respiró profundamente. Ese antiguo círculo de piedras parecía exaltarle de un modo incomprensible.

—Para eso estáis aquí, ¿verdad, hermano Brian? —afirmó Finn con una astuta sonrisa—. San Columbano no es un simple lugar de retiro y oración. —El rostro del monje se había tornado pálido y el druida se animó a proseguir—: El desaparecido Patrick comulgaba con vuestras ideas. —Al ver la reacción de extrañeza de Brian, hizo una pausa, pero finalmente concluyó—: Al igual que él antes de la tragedia, vos preservaréis aquí el saber que el tiempo y la intransigencia humana están destruyendo en el continente. Parte de ese tesoro es lo que guardáis con tanto celo en el arcón de la vieja iglesia…

Brian se volvió hacia el druida con semblante preocupado: parecía saber demasiadas cosas…

—Estáis aquí para alabar a Dios —dijo entonces Finn levantando los brazos para enfatizar sus palabras— y para culminar el proyecto interrumpido del abad Patrick O’Brien: ¡fundar una gran biblioteca! Él la llamaba el Espíritu de Casiodoro.

El monje se agitó contrariado; aquel anciano había leído en su alma y, bajo el influjo de su intensa mirada, Brian se decidió a abrirle su corazón.

—Hay muchas bibliotecas dispersas en el orbe, en la vecina Britania e incluso aquí. La mayoría de ellas apenas contienen un puñado de códices, un pequeño armario en el que guardan algunas copias de los Evangelios, textos patrísticos, obras de san Agustín, Isidoro de Sevilla y de otros santos, venerables y agudos intelectuales todos ellos; textos teológicos para la oración y la contemplación diaria de los monjes. En cuanto a escritos paganos, en unos pocos monasterios se custodian con celo obras de Platón y Aristóteles, apreciados pensadores de la Antigüedad que, insuflados precozmente por la inspiración divina, intuyeron la potencia de nuestro Dios Unigénito. Sin embargo, hace cuatro siglos un noble político romano llamado Casiodoro comprendió que, mientras la luz de Roma se extinguía, los conflictos religiosos estaban provocando la rápida desaparición de valiosos textos de las más variadas materias, la destrucción sistemática de miles de obras de infinidad de ciencias y artes que aportaron sabiduría y prosperidad al hombre antiguo, lo elevaron por encima de todo ser creado y lo acercaron a la semejanza con Dios, pues de esa naturaleza fuimos hechos. La consecuencia de tales pérdidas es la ignorancia y la bestialidad, en cuyo fango se han arrastrado los seres humanos del continente durante los últimos siglos.

»Tras su exilio en Constantinopla, el visionario Casiodoro, movido por el aliento divino, fundó en la región italiana de Calabria un monasterio al que llamó Vivarium. Sus monjes añadían un nuevo Espíritu a la regla benedictina —Brian sonrió exultante—: además de a la oración y a la labor en los huertos, se dedicaban a recuperar y transcribir aquellas viejas obras. Incluso los monjes menos instruidos debían aprender a leer y a escribir para copiar los pútridos pergaminos en nuevas vitelas… ¡Lo que logró salvar de las hogueras o del simple olvido tendrá para la posteridad un valor incalculable!

—Loable intención.

—Pero la ignorancia y el fanatismo se abatieron sobre el monasterio, y, pocos años después de la muerte de Casiodoro, fue arrasado. Sin embargo, ese Espíritu perduró en los que sobrevivieron al ataque, quienes transmitieron a nuevas generaciones de religiosos la necesidad de conservar el conocimiento… Así fue como siglos más tarde el Espíritu germinó de nuevo. —Los ojos de Brian refulgían de entusiasmo—. Ahora formamos una hermandad dispersa por el orbe que busca recuperar ese respeto hacia el saber, aunque no sea cristiano, pues todo es parte de la Creación.

—El Espíritu de Casiodoro —concluyó el druida, visiblemente impresionado—. Patrick hablaba con ese mismo ardor en la mirada…

—No lo dudo. El tiempo pasa, pero la misión sigue adelante. Con la luz vino también la oscuridad, y generaciones de hermanos se han entrenado para preservar el legado incluso con las armas… —Brian se volvió hacia las ruinas, cuyo contorno se perfilaba en las tinieblas—. El Espíritu de Casiodoro ha elegido este lugar, lejos de la inestabilidad que reina en el continente, para custodiar obras que ya serían polvo en otros monasterios o que corren serio riesgo de serlo debido a la violencia o intransigencia de incluso sus monjes. Aquí hallarán refugio textos científicos, filosóficos, tragedias, poemas, biografías, obras geográficas, históricas, mitología…, así como obras denostadas por la propia Iglesia: evangelios apócrifos que circulaban entre las primeras comunidades de cristianos, cantos y elegías a dioses cuyos templos ya son ruinas, oráculos, profecías sobre el fin de los tiempos… Incluso tratados heréticos o que flirtean con las oscuras artes de Satán. —Su voz estaba cargada de emoción—. Hay escritos que es recomendable guardar en la sombra, pues están reservados a mentes lúcidas y de firme fe; son peligrosos, pero nunca deben ser destruidos por miedo o ignorancia.

—¿Por qué esconderlos?

—Porque atraen a poderosos enemigos; es necesario guardarlos en un lugar alejado y de difícil acceso.

Finn, un tanto preocupado por la última advertencia, asintió en silencio. Aquella loable misión tenía su lado oscuro. San Columbano debería ofrecer refugio no sólo para preservar los libros, sino también para defenderlos.

—Dicen que el milenio desde el nacimiento de Cristo está a punto de concluir y que se avecina el advenimiento del juicio final —apuntó el druida.

—Cuatro años solamente, así lo creen muchos.

—¿Y vos qué pensáis?

—Creo que algún día la humanidad despertará como de un profundo sueño y se preguntará por la naturaleza de las cosas, ansiará saber cómo fue el mundo ordenado por Dios, si la Tierra es una esfera, como afirmó y llegó a medir el sabio Eratóstenes, o un disco plano suspendido en el piélago infinito; deseará conocer cómo eran adorados los antiguos dioses y dónde estaban sus templos, sus mitos, sus tesoros; buscará con ahínco lo que los antiguos sabían acerca de las plantas, los minerales, los hábitos de las bestias; ansiará entender los misteriosos fenómenos de la naturaleza; se preguntará cómo se construyó el Coliseo de Roma, el legendario Faro de Alejandría, incluso las misteriosas pirámides de Egipto. Si, tras el Armagedón, el mundo sigue y nada conservamos del pasado, será como empezar de nuevo: ignorantes de que una vez la humanidad ya recorrió esa sinuosa senda, cometeremos los mismos errores. Estaremos expuestos a los ardides del Maligno, a merced de su confusión. ¡Despreciar el don de la razón y del conocimiento es rechazar la benevolencia de Dios! —De los labios de Brian habían brotado como un torrente sus más íntimas convicciones.

Finn lo estudiaba con una leve sonrisa en los labios.

—Habríais sido un valioso druida, hermano Brian —afirmó.

—Me conformo con ser un fiel servidor de Dios, Nuestro Señor —replicó el otro con humildad.

—Para nosotros es suficiente.

—¿A qué os referís?

—Os necesitamos —dijo entonces el druida, y su voz sonó como la del reo que ha perdido toda esperanza; su antes afable semblante parecía casi tan duro como las losas que los rodeaban—. Ya me habéis oído antes: nuestro saber se extingue. Durante siglos fuimos luz y guía de las tribus celtas, pero nuestro vigor se marchita como las fuerzas de un anciano. Los oráculos y las runas advertían del cambio, por eso, para su preservación, nuestras tradiciones fueron plasmadas por escrito.

—La escritura Ogham —indicó Brian, vivamente interesado.

—Así es. En cortezas de abedul se plasmaron los primeros poemas, el Leabhar Gabhala, la Batalla de Mag Tured, los ciclos del Ulster y de Ossián, las jurisprudencias de los Senchus Mor y muchos otros. Sobre varas de Filí, de madera de avellano, se formaron las Tech Screpta, bibliotecas que reunían todo el saber que se conservaba de tiempos inmemoriales. Desde entonces, acceder al «conocimiento del roble» no requiere años de esfuerzo mnemotécnico; nuestra mente es débil y flácida en comparación con la de los antiguos druidas que repetían miles de versos y plegarias sin tartamudear ni una sola vez. Pero no ha sido suficiente y el riesgo de que todo quede relegado al ominoso olvido es ahora más cierto que nunca.

—¿Qué deseáis de mí?

—Como he dicho, Patrick estaba construyendo una valiosa biblioteca con las obras que traía de sus viajes, pero su sangre era irlandesa y acogió con entusiasmo nuestro regalo: la Tech Screpta más rica de la isla: cientos de varas de Filí en Ogham con nuestra memoria. Dice la leyenda que san Columbano ordenó quemarla, pero es una falacia propagada por fanáticos. Estuvieron a buen recaudo en las grandes cuevas de El Burren y ahora creemos que reposan en algún lugar oscuro de esas ruinas cristianas.

Brian miró el cenobio. Finn intuyó lo que barruntaba y siguió hablando:

—Tratáis de localizar alguna parte que se hubiera preservado de la tragedia.

Brian se estremeció al ver cómo de nuevo el druida intuía sus secretos; había recorrido las ruinas buscando infructuosamente entre los escombros partes intactas de la antigua biblioteca.

—La destrucción es mayor de lo que esperaba —reconoció desolado.

—Hay algo que quizá no sepáis: Patrick logró acceder al sagrado espacio subterráneo. ¡Abrió una entrada al sid!

Brian dio un respingo.

—¿Creéis que…?

—Tras el asalto, buscamos durante días entre los humeantes restos. —Sus ojos se empañaron por la tristeza que le provocaba aquel recuerdo—. En vano. No hallamos ni una sola vara de Filí quemada, y eso alimenta la esperanza de que tal vez Patrick consiguió ocultarlas en el interior del túmulo.

—¿Qué ocurrió con los monjes? —preguntó Brian.

—Se localizaron varios cuerpos calcinados, pero no el de Patrick. Las gentes de Clare, también su hermano el rey Cormac, creen que el incendio acabó incluso con sus restos, pero, para nosotros, su desaparición junto con la de la biblioteca y la Tech Screpta aviva la esperanza. Desde la tragedia, siniestros rumores envuelven la abadía. Algunos de los nuestros vieron sombras rondar las ruinas… ¡Pero ahora estáis vos aquí y sabemos que sois bien recibido! —Finn tomó a Brian por los hombros con firmeza—. Los dioses nos desprecian por nuestra pobreza de espíritu: en tres décadas no hemos logrado encontrar la entrada. —Entonces sonrió abiertamente y añadió—: Pero jamás perdimos la esperanza; las runas anunciaban la llegada de alguien que abriría de nuevo el sid. Si tenéis éxito y la Providencia ha preservado las varas de Filí, os ruego que las conservéis en la nueva biblioteca de San Columbano con el mismo respeto con que las guardó vuestro predecesor, Patrick O’Brien, que descansen en este lugar sagrado y que podamos consultarlas a su debido tiempo antes de que la escritura Ogham también se vele a nuestra comprensión. Os aseguro que su contenido nada tiene que envidiar al saber de griegos o romanos.

La mirada del monje destelló con una intensidad que despertó la curiosidad del propio druida.

—He dedicado años a rescatar libros de polvorientas criptas, de ruinas sin nombre, incluso de bibliotecas en las que no merecían permanecer —aseguró Brian henchido de pasión, revelando la firmeza de sus convicciones—. Si esa entrada existe, la encontraré, y si las varas de Filí aún se conservan, reposarán en la nueva biblioteca. En el scriptorium serán transcritas al gaélico en vitelas de ternero. —De pronto el rostro del monje se agrió—. Siempre que Cormac lo permita, claro está. Es posible que yo acabe en el patíbulo y San Columbano arda de nuevo en llamas.

Finn asintió, era consciente de la realidad.

—Ahora contáis con la protección de los druidas de Irlanda. Somos apenas un puñado disperso por la isla, pero algunos reyes aún nos escuchan y nuestras sentencias son respetadas por los habitantes. El rapto de un prisionero aprovechando vuestra condición de invitado es una ofensa grave y exige una reparación según las Leyes Brehon. Pero Cormac es codicioso. Si pretendéis restaurar el monasterio, sin duda es que contáis con medios para ello; compartirlos con el rey contendrá su ira. —Los ojos de Brian refulgieron; Finn lo estudió con gesto solemne y añadió—: Vuestro camino será largo y tan azaroso como el de los héroes de las antiguas sagas. Irlanda es vuestra tierra y os acoge como a un hijo.

Tras esas palabras, el druida se retiró en silencio y, ajeno a la oscuridad reinante, se internó en el bosque.

Brian, aturdido ante el oscuro misterio que parecían contener las últimas palabras del anciano, se cubrió con la capucha para combatir el frío y regresó al monasterio. El amanecer estaba próximo y tenía muchas cosas en que pensar.