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l penoso viaje de regreso a San Columbano
se sumó una lluvia fría y persistente. Arrebujados en sus capas
para combatir la humedad que ascendía desde el suelo, el hermano
Eber y Dana se acercaban al monasterio por el viejo sendero del
bosque. Pero la mujer seguía adelante más por inercia que por
voluntad. El monje trataba de recordarle que Brigh la
necesitaba.
—¡Ni siquiera he podido enterrarlo!
—Todo el rath era ceniza, no tenía sentido permanecer allí más tiempo. —Eber sabía que tal vez habría podido encontrar algún rastro entre los restos calcinados, pero el estado de Dana exigía alejarla de allí cuanto antes—. ¡Busca el consuelo en la fe, pues en realidad lo salvaste!
Ella lo miró sin comprender.
—Lograste bautizar al pequeño antes de que Ultán te lo arrebatara y así le diste la oportunidad de regresar con los ángeles.
Dana asintió. Apreciaba demasiado al monje irlandés para desechar abiertamente aquel argumento que tan escaso consuelo le proporcionaba. El sentimiento de pérdida era tan intenso como si le hubieran arrancado a Calhan de su seno esa misma mañana.
—¿Quién pudo hacerlo? —dijo ella con un hilo de voz; esa pregunta no dejaba de torturarla.
—Sin duda el rey Cormac sabe que capturamos a Osgar. Sólo los une el dinero y por tanto es fácil suponer que el vikingo no habrá tenido reparos en confesar sus turbias transacciones. Calhan es su hijo bastardo, una molestia que pudo mantener oculta hasta la llegada de Brian.
—Ha ido eliminando a los pocos que conocían su horrible acción —indicó ella—, pero, ante el temor a ser descubierto, finalmente ha hecho lo que no se atrevió a hacer en su momento: matar al pequeño… —Apretó los puños con amargura y su voz se quebró—: Pero entonces… ¿qué significaba la advertencia de Ultán? ¡Nada tiene sentido!
Eber se volvió con expresión grave.
—Ten en cuenta que esa hipótesis es sólo una posibilidad. Cormac no es el único peligro al que nos enfrentamos…
Sus palabras quedaron interrumpidas al advertir que se acercaba un carruaje. Tras varios días de lluvia el camino estaba en un estado lamentable. En el intento de que las ruedas no se quedaran clavadas en el fango, algunos hombres tiraban de los mulos y otros empujaban desde atrás.
Eber frunció el ceño. Se hallaban en el último tramo del camino al monasterio, lo que significaba que venían de allí.
—Es la familia del carpintero Athelnoth Mac Canna —indicó Dana al reconocerlos.
Eber levantó la mano a modo de saludo, pero los otros respondieron con gestos desconfiados.
—¡Amigos! ¿Cómo se os ocurre emprender un viaje en este día?
La única respuesta fue el repiqueteo del agua sobre la lona. El monje borró su sonrisa y abrió las manos exigiendo una explicación.
—Hermano Eber, ¿habéis estado de viaje?
—Durante ocho jornadas.
Los Mac Canna se miraron con expresión sombría.
—Entonces ignoráis los hechos terribles que han ocurrido…
Dana sintió una creciente tensión en su interior.
—El abad Brian ha sido capturado por Cormac.
—¡No puede ser! —El corazón de Dana dio un vuelco. Cuando ya creía que no podía albergar más dolor, una nueva daga ensartó su alma.
—¡Lo sorprendieron en los aposentos del rey! —exclamó Athelnoth—. Cormac cree que intentaba matarlo.
—¡Eso no tiene ningún sentido! —bramó Eber.
—¡La maldición se extiende! —prosiguió el carpintero—. Algunos vieron al abad acompañado del monje Michel rondando la fortaleza la noche posterior al ataque vikingo. El hermano Michel no entró a través de la trampilla de las cocinas como hizo el abad; permaneció un tiempo y luego se alejó sigilosamente, al parecer tenía sus propios planes, aún más oscuros… Poco después se desató un extraño incendio en la abadía del obispo Morann. ¡Los sacerdotes aseguran que salía humo del pozo!
—La quinta trompeta del ángel… —murmuró Eber, desconcertado—. «Y se oscureció el sol y el aire por el humo del pozo.» —Pero al momento la ira se antepuso a todo—. ¿Estás acusando al hermano Michel?
El carpintero se encogió de hombros.
—Nadie sabe nada del obispo desde esa fatídica noche, y se hallaron rastros de sangre cerca de su celda… —Lo miró con desconfianza—. Los efluvios del sid siguen manando. Si regresáis al monasterio, os espera un terrible destino.
El monje irlandés negó rotundamente. Aquella acusación debía de haberse extendido por Mothair y el resto del tuan.
—¡Tiene que haber otra explicación!
El carpintero retrocedió temeroso. Había perdido la confianza en los afables monjes, ni siquiera la condición de irlandés de Eber lo salvaba de los recelos.
—Si tenéis otra explicación y pruebas, será mejor que las expongáis pronto ante el monarca. Cormac tiene asediado el monasterio para tratar de poner fin a la maldición.
Dana y Eber se miraron espantados.
—Explícate.
—Nadie sabe nada del abad Brian, quizá ya esté muerto. La desaparición del obispo Morann y del hermano Michel tiene al reino en vilo. Los sacerdotes de Mothair exigen que el resto de los monjes se sometan a juicio para determinar si también son responsables y si es necesario un exorcismo.
—¿Y qué dicen los druidas? —quiso saber Dana.
Los ojos del Athelnoth brillaron.
—Los druidas no saben a qué atenerse y callan. Cuando todo esto acabe, el monasterio será derruido. Esta vez la justicia está de parte de Cormac, y cuenta con la aprobación de los abates de todos los monasterios de la isla, los obispos, los reyes…, incluso del devoto Brian Boru. También el pueblo levanta el puño indignado contra los benedictinos extranjeros. —Athelnoth no pudo contener más su propia ira—. Cormac es un tirano, ¡pero es nuestro rey! ¡Habéis insultado a Irlanda! ¡Ni siquiera vuestras impropias habilidades de guerreros lograrán evitar que os expulsen, o algo peor!
Con una seca orden, el carruaje inició de nuevo el penoso avance.