80
os druidas que custodiaban el monasterio
corrieron hacia las puertas cuando vieron a Dana a lomos de Negro,
al que había recuperado en la última taberna tras cambiar varias
veces de montura. La muralla permanecía cerrada a cal y canto por
expreso deseo de Finn y Eithne. Nadie debía entrar ni salir hasta
la celebración del juicio. El bosque susurraba cosas horribles y
sabían que presencias terribles los acechaban, aunque por razones
incomprensibles aún no se habían decidido a atacar. Pero Brigh
repetía una y otra vez que Dana volvería y, a pesar de la
reticencia de Guibert, Rodrigo y Muhammad, los druidas no dudaban
de los vaticinios de la muchacha.
El novicio y Brigh descendieron precipitadamente por el sendero mientras veían cómo el caballo entraba veloz y, a continuación, los druidas cerraban el pórtico con un estruendo sonoro. Dana desmontó con agilidad, pero una vez en el suelo las piernas le fallaron y el novicio tuvo que sostenerla.
—¡Estás agotada! —exclamó, preocupado—. ¿Cuánto tiempo hace que no descansas?
Ella, aturdida, sonrió y acarició el rostro del joven, que al punto se turbó visiblemente.
—¡Creo que el Altísimo me ha favorecido, Guibert! ¡No hay tiempo que perder!
Se acercó a Brigh y la abrazó con fuerza.
—Estaba segura de que regresarías —dijo la joven con lágrimas en los ojos—. Sabía que no me abandonarías.
—¡Nunca!
Brigh tomó el rostro de Dana entre sus manos y la observó fijamente.
—Una dicha arde con fuerza en tu alma. —Luego le puso una mano en el pecho y su boca dibujó una dulce sonrisa—. Incluso llega a ocultar el dolor…
Dana asintió conmovida. Deseaba contarles sin más demora lo que había descubierto.
—Está cerca, ¿verdad? —preguntó a Brigh—. Ese al que llamas el «odio»…
—Así es. Ha permanecido todo este tiempo en el monasterio, oculto. Ahora no está solo…
—¡Pero no ha ocurrido nada! —exclamó Guibert, desconcertado—. Dana, ¿dónde has estado?
En ese momento llegó Rodrigo jadeando por la carrera.
—¡Apenas te tienes en pie! —dijo el hispano con expresión de disgusto—. Deberías descansar.
Dana sabía que, si bien Rodrigo tenía razón, ese momento debía posponerse.
—He viajado a la abadía de Kells. —Observó los rostros sorprendidos a su alrededor—. Allí descubrí un detalle revelador, pero ha sido durante los días de regreso cuando todo se ha aclarado en mi mente.
—Debes saber que el juicio Brehon ha comenzado —indicó el druida Naoise con gravedad.
Ella asintió. Lo suponía, pues habían pasado cinco días desde que se marchó.
—Entonces no queda mucho tiempo. Venid.
Todos creían que se dirigiría a la biblioteca, pero ella encaminó sus pasos a la iglesia.
—Tenemos que abrir el altar —indicó con seguridad.
A su lado, Brigh asintió en silencio.
Guibert recordó las continuas visitas de la joven al templo y miró a las dos, desconcertado. Tras el asalto de los vikingos, el hermano Berenguer lo había bloqueado con gruesos sillares, pero el semblante circunspecto de Dana era inapelable, y él había aprendido a confiar en la intuición innata de aquella muchacha. Los más jóvenes de los iniciados se aprestaron a apartar las piedras.
Dana tomó una antorcha y se agachó. Su corazón latía con fuerza. Cabía la posibilidad de que lo que había deducido fueran absurdas elucubraciones producto de la tensión y el bebedizo de los druidas, pero la conformidad de Brigh le hacía pensar que había acertado el camino. Nadie podía esconderse en el túmulo sin ser descubierto, pero en las cavernas…
—Por aquí accedieron los vikingos que arrasaron el monasterio en tiempos de Patrick O’Brien —comenzó a explicar—. Pero ellos no fueron los únicos que usaron este pasaje. Aquí se inició el dolor y el odio del responsable de aquella matanza.
Con el espíritu enardecido se internó en la oscuridad.
—Los hermanos Berenguer y Adelmo la exploraron —explicó Guibert, que no se decidía a seguirla—. La galería excavada en tiempos de Patrick desemboca en un complejo laberinto de galerías naturales y simas. Uno de los corredores llega hasta los pies del acantilado, pero el resto se pierde en la oscuridad. Era demasiado peligroso y acabaron desistiendo.
—Tal vez ése fue el error —replicó ella desde las tinieblas.
En la iglesia, los demás se miraron y, en silencio, se encaminaron tras sus pasos. Una vez que hubieron descendido el tramo de escalera excavada a pico desde la base del altar, continuaron por una amplia galería que se bifurcaba en varios corredores. La roca rezumaba humedad y hacía frío. Entonces Dana vaciló. Como bien había dicho Guibert, era un dédalo intrincado y peligroso. Brigh miraba con fijeza uno de los corredores que descendía abruptamente y Dana confió en su habilidad. Uno tras otro se internaron por la resbaladiza pendiente.
—¿Cómo sabes que aquí está la respuesta? —preguntó el novicio, desconcertado. Al fondo se oía el rugido de las olas cincelando aquel averno de negra roca.
—Debemos remontarnos al principio, Guibert, pues todos los misterios que acechan a San Columbano están relacionados. —Quería seguir adelante, pero comprendía que los que la acompañaban necesitaban una explicación—. Hace treinta años, uno de los monjes del monasterio traicionó a su abad, Patrick O’Brien, revelando este acceso, que ya existía desde los tiempos en que el edificio era una fortaleza. Ese monje ha permanecido entre nosotros, vigilante, sin hacer nada que impidiera el resurgir de San Columbano, confiando en que su secreto estaría a salvo. Pero cuando hallamos el cuerpo de Patrick en el túmulo, el dolor y la culpa del pasado regresaron a su conciencia. Como dedujiste, Guibert, no fue la abertura del sid sino el hallazgo del cuerpo de Patrick lo que desató la oleada de desgracias.
Dana retomó la marcha. Con ella caminaban Guibert, Brigh, Rodrigo y Muhammad, acompañados por varios druidas e iniciados que no salían de su asombro. Se sentía segura, pero ignoraba el peligro que podría permanecer agazapado en las tinieblas. Sintió la mano de la joven en la suya y recogió su fuerza. Brigh estaba tan ansiosa como ella por avanzar, deseaba que cesaran por fin las sensaciones ominosas que percibía desde que habían entrado en la iglesia.
Guiados por su intuición, siguieron tomando bifurcaciones y sorteando desniveles hasta que Brigh levantó la mano a modo de advertencia. Tras un recodo se divisaba el tenue resplandor anaranjado de una vela. Dana asintió y avanzaron con sigilo.
Al girar la esquina, todos se detuvieron de repente y permanecieron mudos. Ante ellos la galería se ampliaba en una cámara natural de grandes dimensiones y de planta casi circular. Aunque buena parte permanecía en la penumbra, creyeron estar frente al ábside de una catedral de dimensiones reducidas. Sobre una capa de estuco que cubría parte del muro de roca, había frescos con escenas bíblicas y un enorme Pantocrátor hierático que se inclinaba sobre ellos con la curvatura de la gruta. Bajo sus pies desnudos, unos monjes a tamaño natural lo adoraban con las manos alzadas. El realismo de las expresiones y los detalles revelaban que eran retratos de hombres reales. Los frates que fundaron San Columbano, pensó Dana. Y entonces su corazón latió con fuerza: una de las figuras tenía el pelo rojizo y lacio.
En medio de la cámara había una pequeña mesa de madera con la única vela que alumbraba la caverna y un montón de tarros de arcilla y fragmentos de pergamino. En el centro reposaba un hermoso códice abierto, con las páginas centrales rasgadas. Un monje de hábito negro, con la cabeza inclinada y la capucha ocultándole el rostro, estaba sentado a la mesa, inmóvil.
Brigh lo llamaba «odio»…, pero Dana lo conocía por otro nombre.
—Saludos, Cara de Gato —comenzó tratando de contener el temblor de su voz. La pose estática le impresionaba—. Sin duda hace tiempo que no escuchabais ese nombre.
El monje se agitó. Tenía las manos encima de la mesa, cerró los dedos y arrugó los pergaminos. A la derecha vieron un brillante scramax. De pronto se levantó e hizo ademán de escapar a través de una grieta disimulada en una escena que recreaba un acantilado frente a los monjes, pero las palabras de Dana lograron detenerlo.
—Hace años aprendí en los bosques la leyenda del rey usurpador Cairpre, Cara de Gato. —Al ver que el otro se detenía, prosiguió—: Fue un hombre de carácter miserable que llegó a apoderarse de la realeza de Irlanda, sus faltas han quedado retenidas en los mitos irlandeses. Debía su apelativo a que su boca y su nariz se asemejaban a las de un gato. Todos sus hijos nacían con deformidades y él los hacía matar sin piedad. Entonces su esposa, de noble linaje, le propuso que celebrasen el festín de Tara y lo anunciaran a los hombres de Irlanda para que orasen a los dioses y les fuesen concedidos hijos hermosos. Así se hizo, y con el tiempo la mujer trajo al mundo un niño sin boca. Cairpre, cobarde y cruel, ordenó que fuera ahogado en el pantano, pero esa noche la esposa recibió la visita de un espíritu del sid que le dijo: «Es al mar adonde debes conducir a tu hijo. Su cabeza debe ser colocada sobre el agua hasta que la novena ola pase sobre él. El niño será noble, será rey. Su nombre será Morann…».
Bajo el hábito, el hombre se estremeció como si le hubieran golpeado.
—El niño nació sano —prosiguió Dana—, algunos dicen que era alto y hermoso, otros que no tenía rostro, pero todas las crónicas coinciden en que con el tiempo se convirtió en un juez justo y recto, uno de los hombres más honorables de la isla esmeralda, según la tradición de los druidas. Vos, obispo Morann, sois un hombre culto y, como dijo vuestro antiguo maestro, el monje Seán de Kells, os arrepentisteis de las terribles faltas del pasado y quisisteis redimiros. Él, emulando el viejo mito, os llamaba Cara de Gato por vuestra indignidad; tal vez vuestro verdadero nombre sea Cairpre… Y vos, creyendo haber alcanzado finalmente el perdón, os redimisteis bajo una nueva identidad, justa y honorable, adoptando el nombre del hijo de Cara de Gato: Morann.
El monje se retiró la capucha lentamente.
Dana sintió un escalofrío al ver confirmada su hipótesis. Había recordado la narración tradicional tras hablar con el viejo Seán. La relación entre el apelativo que el anciano había empleado, Cara de Gato, con Morann, su hijo, el juez justo, no podía ser una casualidad. Durante su regreso a San Columbano se sumaron otras evidencias. Si Morann era el traidor, probablemente conocía el acceso secreto al monasterio a través de la iglesia. Eso explicaba que pudiera rondar por San Columbano cuando las puertas estaban cerradas. Todo cobraba sentido, lo que no entendía era el porqué.
Morann tenía los ojos inyectados en sangre, febriles. Su aspecto era casi irreconocible. Sus lunáticas pupilas la pusieron nerviosa, pero Dana no se amilanó, quería provocarlo para que se explicara.
—¡El querido obispo de este reino es el monje que ha alimentado la siniestra leyenda en San Columbano!
Morann la miraba con ojos enardecidos. Había sido descubierto y una parte de él deseaba descargar por fin su alma.
—Durante treinta años he luchado cada día por redimirme —comenzó con voz gutural y con vívida tristeza—. Acepté con entusiasmo la llegada de un monje extranjero, Brian de Liébana, y de sus frates pensando que si este lugar volvía a estar consagrado gracias a mi intercesión, Dios no dudaría en concederme el perdón por mis faltas. Por eso salvé la vida del monje e intercedí por él ante Cormac. Sólo un temor me reconcomía…, pero entonces lo intuía lejano e improbable.
—Que hallaran los restos de Patrick O’Brien —dijo Dana.
—¡Le advertí a Brian que no abriera el túmulo!
—Es lógico que un prelado trate de mantener sellado un lugar pagano —prosiguió ella—, pero en este caso teníais otro motivo mucho más oscuro para que el lugar no fuera encontrado…
Morann agitó las manos como si sombras invisibles le asediaran con furia.
—Cuando hallasteis el cadáver, supe que el camino hacia la verdad había quedado despejado. Ahora soy un hombre distinto a aquel ser despreciable, todos me respetan. ¡El pánico me dominó!
—Es hora de que aliviéis el peso de vuestra alma, obispo Morann —dijo Dana. En su mente aparecieron los rostros del hermano Roger, del pobre Galio y de los artesanos que habían muerto en los ataques. Extrajo los fragmentos del Apocalipsis y los bocetos originales, se acercó y los dejó sobre la mesa. Era evidente que los pedazos iluminados habían sido arrancados del bello códice que descansaba en el centro. Dana señaló los bosquejos y dijo—: Los dibujasteis hace años en este mismo monasterio. La mano muerta de Patrick aún los señalaba. Prodictor…
Morann se encogió al escuchar aquello. Regresó hasta la mesa y se dejó caer pesadamente sobre el tocón que hacía las veces de silla. Sus manos rozaron el mancillado códice del Apocalipsis, luego tomó los pergaminos amarillentos. Las fuerzas parecían abandonarlo. Demasiados años soportando aquella culpa insidiosa.
—Era joven y ambicioso —comenzó en voz baja—. Vine a San Columbano en los tiempos de Patrick O’Brien; pensaba que al ser una comunidad reducida mi habilidad pronto despuntaría. Era el más joven, pero mis manos superaban la habilidad de los maestros copistas más veteranos. Mi ímpetu y mi soberbia exasperaban al recién nombrado abad, Patrick, quien me exigió humildad como primer paso para mi consagración como monje. —Su voz se tiñó de amargura—. ¡Merecía el honor, pero él me lo negaba! Me imponía trabajos físicos en los cultivos, me reprendía y castigaba por la falta más nimia. Llegué a odiarle, pues era un obstáculo que me impedía elevarme como el más sublime iluminador de Irlanda y tal vez del orbe. Cuando comprendí que sólo trataba de combatir con rigor mi vanidad ya era demasiado tarde: el diablo había emponzoñado mi alma. —Elevó las manos hacia los monjes pintados en el muro de la caverna y gritó—: ¡Patrick!
El peso de los remordimientos lo sojuzgó y no pudo contener las lágrimas. Hablar, lo que más había temido durante años, le resultaba balsámico: la sensación contrarrestaba el miedo a las consecuencias. Todos permanecían expectantes. Entonces Guibert tomó la palabra:
—Tal vez sería mejor que comenzaseis desde el principio.
—Ocho hermanos, además de mí y dos novicios más, fundamos la comunidad de San Columbano sobre las ruinas de esta abandonada fortaleza de los O’Brien. Patrick, imbuido por la fuerza del Espíritu Santo, había viajado durante cinco años por el continente, recorriendo los monasterios que antaño fundaron monjes irlandeses como Columcille o Columbano. En Italia conoció a un particular grupo de benedictinos que profesaban un profundo amor por los libros, por toda clase de obra escrita. Aquellos religiosos, sin apartarse de la austera regla del santo de Nursia, juraban proteger el conocimiento humano y, lo más urgente, rescatarlo del olvido y la destrucción. Su misión era seguir cualquier pista que condujera a las bibliotecas antiguas, ruinas del pasado envueltas de leyendas o lóbregas catacumbas. Muchos códices valiosos se hacinaban en castillos y fortalezas de nobles analfabetos que los exhibían ante obispos y curas con orgullo pero no conocían su verdadero valor. También ésos eran copiados, o sustraídos si su dueño se negaba… —Sus ojos brillaron con malicia—. Su juramento era que ningún libro debía perderse.
—El Espíritu de Casiodoro —dijo Dana.
—¿Sabes de qué hablo? —preguntó Morann, visiblemente sorprendido, pero apenas reparó en el gesto de ella y prosiguió—: Patrick se vio seducido por aquella misión: una mezcla de erudición y aventuras caballerescas. Su sangre celta se enardecía de orgullo al pensar que, siglos después de la muerte de Casiodoro, el respeto por la sabiduría había renacido en Irlanda. Mientras Europa se hundía en una negra noche de hambre y guerras, en la apacible isla esmeralda nuestros antepasados escuchaban a san Patricio y comenzaba el martirio verde. Poco a poco proliferaron los monasterios en entornos aislados, todos con su pequeña biblioteca de textos píos.
Entonces la mirada de Morann se oscureció y Dana intuyó que la historia iba a dar un giro dramático.
—Pero por las venas de Patrick corría la sangre O’Brien. Tras la muerte de su padre, había reinado durante tres años cuando sintió la llamada del Altísimo y, justo antes de abandonar la isla, abdicó en favor de su hermano Cormac. Éste era un joven atolondrado, amante de la bebida y de cualquier placentero exceso. Sabéis bien a qué me refiero… —Al ver la expresión de Dana, abrevió—: No es un buen monarca, el pueblo sufre sus excesos e injusticias. Cuando Patrick regresó de su primer viaje, Cormac se inquietó, pero su hermano no atendió las quejas del clan O’Brien ni las peticiones de que recuperara el trono, sólo reclamó la vieja fortaleza del acantilado, donde fundaría un monasterio dedicado a san Columbano. Allí levantaría una biblioteca para albergar las obras que había recuperado en sus viajes por el orbe, con la bendición de los frates del continente y de un joven clérigo llamado Gerberto de Aurillac. Estaba seguro de que Irlanda era el lugar más seguro para conservarlos.
»Pero el deseo de Patrick iba más allá: acordó con los druidas que también plasmarían en vitela la memoria de nuestros mitos. Los sabios del bosque, llenos de entusiasmo, le entregaron su propia biblioteca transcrita en Ogham.
—Las varas de Filí.
Morann asintió.
—Hubo monasterios que copiaron algunos poemas y sagas, pero lo que se guardó en San Columbano es mucho más que eso: ¡es nuestra herencia celta! En esos textos conocí la leyenda de Cara de Gato. —Respiró profundamente, perdido entre una maraña de recuerdos y sensaciones contrapuestas—. Monjes de otros monasterios y novicios deseosos de destacar nos unimos al sueño de Patrick. Yo tenía entonces diecisiete años y llevaba dos de noviciado cuando vine de la comunidad monástica de Armagh, donde ya había aprendido a copiar legajos. Otros llegaron de Kells, Murray, Durrow, incluso de Iona. Todos, incluidos los novicios, nos reunimos en capítulo y juramos fidelidad a Patrick, nuestro abad, y al Espíritu de Casiodoro, como era su voluntad. Él y un silencioso monje venido de Italia supervisaron las obras de remodelación de la fortaleza, que se prolongaron durante dos años. Fue en esa época cuando de la mano del hermano más anciano, venido de Kells, comencé a perfeccionar una antigua técnica casi perdida para alcanzar el máximo detalle y precisión en la elaboración de imágenes.
»Pero mientras nuestra comunidad se afianzaba con firmeza y muchos le auguraban un futuro dichoso, la situación en el reino de Clare se deterioraba rápidamente. Los excesos de Cormac agotaban las arcas reales y los tributos se redoblaban en cada temporada de cosechas. La pobreza se adueñó de muchos clanes y con ella llegó el descontento.
»Mientras, Patrick seguía ausentándose de la isla por largos períodos y siempre volvía con arcas repletas de textos, algunos incluso escritos en ese extraño vegetal al que llaman “papiro”. Cuando regresó precipitadamente de una lejana expedición, la situación causada por su insaciable hermano ya era insostenible, próxima a la insurrección de la mayor parte de los clanes. El clamor fue tan elevado que Cennétig Mac Lorcáin, padre del actual monarca Brian Boru, se vio obligado a intervenir. Redactó un mensaje recomendando a Patrick que asumiera de nuevo el gobierno que le correspondía como primogénito, al menos de forma interina. Se sabe que la carta salió de Cashel, pero jamás llegó a San Columbano… —Morann se pasó la mano por la frente perlada de sudor; los recuerdos se iban oscureciendo y sus facciones se contraían en un rictus de amargura—. Cormac, temiendo que podía perder el reino y sus privilegios, vigilaba a su hermano, tenía ojos y oídos en el monasterio y, cuando llegó el momento de actuar contra Patrick, supo aprovechar mi pecaminosa ambición.
»Se reunió en secreto conmigo y me prometió el cargo de abad del monasterio o un estamento superior dentro de la Iglesia de su reino si le revelaba cómo se podía acceder secretamente al monasterio. Yo sabía que durante las obras de remodelación de la fortaleza se había descubierto esta gruta que se extiende por debajo del sid hasta el mar y que fue usada en la Antigüedad. Al construir la capilla, Patrick decidió excavar una galería, que descendía desde el túmulo hasta la gruta, para tener una vía de escape en caso de ataque. Es cierto que se lo revelé a Cormac, pero ignoraba sus verdaderas intenciones. Días más tarde, para mi horror, se desató el desastre.
—Los vikingos…
—Cormac zanjó el asunto a su manera: ¡a sangre y fuego! La vía de escape se convirtió en una trampa para la comunidad.
—Maldito seáis —musitó Guibert, horrorizado.
—¡Los vikingos no tuvieron ninguna piedad! A diferencia del resto de los hermanos, Patrick sabía luchar. Era un guerrero celta de casta noble, y en el continente había depurado su técnica con los frates del Espíritu, pero los guerreros de Osgar de Argyll eran demasiados y resultó gravemente herido. Al comprender que el final era inevitable, me tomó del brazo y nos encerramos en la biblioteca. ¡Sólo él y yo seguíamos con vida! La puerta del edificio era recia y resistió lo necesario para que pudiéramos ocultar en el túmulo las varas de Filí y parte de los códices. La herida de Patrick no paraba de sangrar, pero él resistía. Yo lo amaba y admiraba profundamente, ¡mucho más de lo que podáis imaginar! Ya entonces era consciente de las consecuencias terribles de mi traición; ¡estaba arrepentido y aterrorizado! Cuando oí que la puerta se abría, el pánico me dominó. Si me veían con el abad, era hombre muerto. Patrick estaba en el sid, bajando los códices que yo le acercaba. Entonces rompí la cadena y cerré la losa. Al salir al scriptorium, hinqué las rodillas y grité mi nombre ante los vikingos. ¡Que Dios se apiade de mi pobre alma!
»Entre sollozos juré que estaba solo en el edificio, que Patrick había muerto con los otros monjes. Los vikingos jamás habían visto al abad y me creyeron. Yo era el novicio que le había revelado a Cormac el acceso secreto a través de la gruta y me permitieron salir ileso. Corrí hasta la cabaña junto a la muralla, la que ocupabas tú, Dana. Había sido incendiada. Quise acceder al sid pero era imposible; además, aquel acceso llevaba siglos sellado y ahora estaba sepultado por los restos humeantes de la choza. La tumba de Patrick era inviolable desde allí.
Inclinó la cabeza, sin duda avergonzado. Incontables veces había revivido aquel terrible desenlace y deseado haber tenido el valor de morir con su abad y no soportar tanta culpa.
—El remordimiento por tantos pecados nubló mi razón. Asediado por la fiebre y por terribles pesadillas, vagué como una sombra por los restos del monasterio. Cuando se acercaban los druidas me ocultaba en esta gruta. Mi presencia, errática y escurridiza, dio origen a las lúgubres leyendas que han perdurado durante tres décadas.
—¡Erais vos el espectro del monje que vagaba entre las piedras, entre el reino de los vivos y los muertos! —exclamó el druida Naoise, perplejo.
El obispo Morann asintió.
—Osgar me permitió vivir, pero yo temía que Cormac acabara conmigo para eliminar al único testigo del fratricidio y acabé por refugiarme en el monasterio de Kells, ocultando mi identidad. El abad de allí se opuso, extrañado de la repentina llegada de un joven desaliñado que pedía ser acogido en la comunidad, pero mi habilidad para iluminar códices venció las reticencias y el monje Seán, intuyendo que me había iniciado en la técnica, me tomó como alumno.
»Con ese afable monje, casi un año más tarde, alivié mi terrible secreto en confesión. Fue él, descendiente de una larga saga de druidas conocedores de las tradiciones celtas, quien consideró que mi despreciable conducta era digna del mítico rey Cairpre Cara de Gato, y así comenzó a llamarme en la intimidad. A sus órdenes traté de redimirme a través de la iluminación de los códices. A los cinco años de entrar en Kells, acometí el proyecto que ya acariciaba en San Columbano y que los trabajos encomendados por Patrick me impedían: la iluminación de un códice sobre el Apocalipsis de san Juan: mostrar en imágenes de una belleza nunca vista la historia de una humanidad que es destruida por sus pecados pero se renueva gracias a la misericordia de Dios.
»Siete años estuve en Kells y, ya como monje, abandoné la isla y recalé en Iona, donde seguí haciendo penitencias, implorando el perdón del Altísimo. Un día comprendí que ni mortificar mi cuerpo ni iluminar textos sagrados bastaban para redimir mis actos. Debía trabajar para los fieles, entregarme al prójimo. Decidí entonces regresar a Clare y exigir la promesa que Cormac me había hecho años antes. Vencí sus reticencias con duras amenazas y en pocos meses fui consagrado obispo. Siguiendo la alegoría de Seán, escogí un nombre que, al contrario que Cara de Gato, en Irlanda es símbolo de justicia y santidad: Morann, pues así es como prometí actuar hasta el día de mi muerte. —Sus manos se abrieron para abarcar la gruta y los bellos frescos que la cubrían cual un templo cristiano—. Pero jamás olvidé lo ocurrido, y comencé a venir aquí en secreto, para lamentarme y pedir clemencia. Con el tiempo, convertí esta caverna, símbolo del dolor y la traición, en un templo para Dios y sus siervos, Patrick y su comunidad, caídos por mi culpa.
—Durante años gozasteis, en efecto, de una intachable fama de justo, hasta hoy —apuntó el druida Naoise, sarcástico.
Dana pensó que Morann había salvado la vida a Brian, pero sin duda ya no era el mismo hombre.
—¡Acepté la llegada de Brian de Liébana con serenidad! —afirmó con vehemencia—. ¡Defendí la fundación del nuevo monasterio y lo salvé de la ira de Cormac! Contuve los frecuentes arrebatos de cólera del rey mientras daba gracias a Dios de que nuevos monjes bendijeran San Columbano. Cormac temía que el acceso al túmulo fuera encontrado por casualidad, pero yo he vivido años en monasterios y conozco las costumbres de los monjes: dudaba que se dedicaran a buscar trampillas selladas y pasajes sepultados. —Esbozó una agria mueca; para su desgracia, el monarca había tenido razón desde el principio—. En mi ingenuidad, confié en que el pasado hubiera quedado sepultado para siempre. Así se lo advertí a Brian, pero él tenía otros planes. Yo ignoraba que venía alentado también por el Espíritu de Casiodoro.
—Todo cambió cuando hallamos el cuerpo de Patrick… —indicó Dana.
Morann levantó las manos, temblaba todo él.
—La culpa regresó con más fuerza que nunca. Yo era el traidor que Patrick denunciaba. El terror de ser descubierto me nubló la razón. Había logrado redimirme, pero si Brian descubría lo ocurrido… Cuando era joven lo confesé todo al hermano Seán, pero ahora soy el obispo de Clare, el pastor que guía a esta comunidad, y así debía mantenerse por el bien de todos. Era más útil para Dios que el secreto siguiera sepultado, y eso sólo era posible si conseguía que la comunidad se marchara.
Guibert se envalentonó y avanzó hacia Morann.
—Tratasteis en vano de alentar el miedo atávico que sienten los irlandeses a los túmulos y la amenaza del fin del milenio, pero sabed que no teníamos intención de marcharnos.
—Mi miedo fue creciendo a partir del día de Navidad —reconoció Morann, pálido—. Mi alma se infectó con acciones perversas que harían huir despavorida a cualquier comunidad de monjes y escuché los consejos del Maligno que aún reside en lo más hondo de mi ser. ¡He pecado contra el quinto mandamiento! —Sus ojos se posaron sobre el códice mutilado que presidía la mesa—. Al verme caído de nuevo, destruí mi obra más sublime, este Apocalipsis. Con cada fragmento pretendía anunciar que las desgracias no habían concluido.
Brigh dio un paso adelante y Morann, incapaz de soportar su profunda mirada de reproche, se encogió. Tratando de escapar a su influjo, prosiguió:
—Gracias a esta gruta con salida en la capilla no me resultaba difícil colarme en el monasterio. Provoqué el incendio, maté al monje Roger y al joven artesano.
—Yo os vi en el cementerio —dijo Dana con pena en la voz.
—Siempre me acercaba hasta la tumba de Patrick. —Las lágrimas rodaban libres por el rostro del obispo—. Durante años lloré ante la cruz de piedra, pero en ese momento pisaba sus huesos en el intento de acallar sus lamentos. Podrían haber muerto más monjes, pero alguien intuía mi presencia y seguía mis pasos.
—Brigh —indicó Dana tocando el pelo negro de la joven, a su lado.
—Los crímenes detuvieron las obras, pero la comunidad se mantenía firme en su decisión de no abandonar el monasterio. El terror se extendió por el reino y Cormac intervino a su modo: repitió la treta que hace treinta años le supuso seguir reinando. Tenía la excusa perfecta para arrasar el monasterio sin tener que enfrentarse al piadoso rey de Munster y a la comunidad eclesiástica de Irlanda. —Entonces agitó la cabeza—. Pero, para sorpresa de todos, los monjes tenían el valor y el arrojo de Patrick y el plan fracasó. Cuando supe que Brian y el hermano Michel habían interrogado a Osgar, el pánico se tornó en terror. La verdad no tardaría en saberse. Entonces pensé en desaparecer…
—Todos pensaban que habíais sido víctima del hermano Michel —afirmó Naoise—. Él era el centro de todas las sospechas.
Morann sonrió.
—Desde que nuestras miradas se cruzaron el día de Navidad, creí que Michel sospechaba de mí. —Negó con la cabeza y se encogió de hombros—. El oscuro strigoi que acecha el monasterio nos advirtió de su astucia, pero se equivocó. La noche en que de manera inesperada Brian fue apresado en la fortaleza, él permanecía vigilando el barranco. Cuando oyó los avisos de la guardia, se escabulló y acudió a mi abadía. —El obispo hizo una pausa y luego añadió—: Lo cogí desprevenido y lo golpeé hasta dejarlo sin sentido. La sangre que han hallado es de él, no mía. Entonces creí que, con Brian en poder de Cormac, un nuevo ataque podría sentenciar el monasterio. ¡Aún podía salvarme! Incendié el pozo y la abadía para cumplir así con la profecía del quinto ángel del Apocalipsis. Antes de que mis clérigos despertaran alertados por el humo, yo ya había escapado por la puerta trasera con el inconsciente frate Michel oculto en un pequeño carro.
Morann tomó la vela y se acercó hasta la parte opuesta del muro. A ras de suelo había una oquedad. El monje más anciano permanecía maniatado, con los ojos cerrados. Exclamaciones de sorpresa reverberaron en la caverna.
—Sabe demasiado, pero no quiero matarlo. No más sangre… —musitó el obispo. Miró a cada uno de los allí presentes. Eran muchos—. Decidí ocultarme aquí hasta que la sentencia Brehon fuera ejecutada, Brian enterrado y los monjes desterrados, pero me habéis descubierto, lo que evidencia que a Dios se le ha agotado la paciencia. El Justo exige el pago por mis pecados y a mí ya no me quedan fuerzas para demorar el destino.
—Si tanto buscáis el perdón —dijo Dana con voz temblorosa—, ¿por qué permitís la muerte de un inocente? —Dio un paso adelante—. Si no queréis que se derrame más sangre, ¡evitad la muerte de Brian de Liébana! —El obispo alzó la mirada y entonces ella añadió con vehemencia—: ¡Pregonáis sin descanso vuestro amor por Patrick O’Brien! ¡El nuevo abad quiso honrar su memoria!
»Vos podéis convencer al rey Cormac de que alguien como Brian nunca habría intentado matarlo. Eso iría en contra de todo lo que predica el Espíritu de Casiodoro. Vos conocéis su amor por la sabiduría, por esas obras rescatadas en todos los rincones del mundo.
»¡Puedo narraros todas y cada una de las veces que han hablado de ello, describiros con qué mimo tratan los libros rescatados del túmulo, cómo los han ordenado en la nueva biblioteca, pero tengo algo más que palabras! —En ese momento sacó del marsupium las hojas de pergamino sustraídas de las entrañas de la Virgen negra y se las tendió—. Son parte de unas memorias, pertenecen a Brian de Liébana. Narran la búsqueda de una biblioteca en una ciudad perdida… Leedlas, os lo ruego.
Morann, presa de una gran tribulación, dejó el scramax, tomó las amarillentas vitelas y se inclinó sobre la vela. Durante la lectura, el tono encendido de su piel, fruto de esos últimos momentos de desesperación, dio paso al color de la cera. Pálido, leía con fluidez línea tras línea, ajeno al repentino temblor de las manos que sacudía el pergamino. Su rostro cambió de tal modo que Dana comenzó a inquietarse. Esperaba que el relato del viaje atemperara su alma emponzoñada y se aviniera a ayudarlos, pero de pronto tenía la sensación de que en el escrito había algo profundo y revelador que ella no había sabido ver.
Cuando terminó, Morann levantó la mirada, de nuevo empañada, y le devolvió las vitelas. Intentó hablar pero las palabras no salían de su boca. Durante un tiempo luchó para vencer la angustia que atenazaba su garganta.
—¿Lo comprendéis ahora? —inquirió Dana, impresionada ante el efecto causado por el relato—. Brian también viajó por el orbe tratando de salvar la memoria del pasado.
—Estas memorias no son de Brian…
La joven se agitó desconcertada.
—¿Cómo decís?
—Esta crónica —comenzó señalando los pergaminos— la escribió Patrick O’Brien hace treinta y un años. Compartió conmigo la emoción de su aventura y yo incluso me ofrecí a dibujar al detalle la ciudad olvidada de Petra para que los hermanos pudieran regocijarse en su belleza. —Tragó saliva y se volvió hacia la oscuridad donde estaba el monje cautivo—. Cuando el día de Navidad vi al hermano Michel, cercano a la senectud, sospeché que podría tratarse del mismo monje al que tantas veces citaba Patrick. Por eso me fui precipitadamente del monasterio; su presencia acabó de convencerme de que tenía que intentar que la comunidad abandonara este tuan.
—Pero… —Dana no salía de su asombro; ahora era ella la que temblaba—. ¿Por qué guarda Brian este relato?
—Muy sencillo —dijo una conocida voz desde la oscuridad, sobrecogiéndolos a todos—. Esas vitelas son parte del extenso relato del último viaje de Patrick, del que regresó precipitadamente.
Naoise acercó la antorcha y todos vieron los ojos brillantes del hermano Michel. Nadie sabía cuánto tiempo llevaba consciente, pero parecía sereno y grave, como si no le importara estar echado en un infecto cubículo y con las manos atadas.
—Si no me hubierais tenido amordazado o sedado todo el tiempo, obispo Morann, sabríais desde hace días que el hijo del que habla Patrick en el relato es Brian de Liébana.
Morann miró aterrorizado al anciano monje. La noticia lo había dejado tan desconcertado como a los demás. Las piernas le fallaron y se desplomó junto a la mesa.