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los cascos de los caballos habían sido cubiertos con paños de lana, al igual que las ruedas del carruaje, de madera oscura y sin emblemas. La ciudad de Carcasona, en plena Nochebuena, abrió discretamente la puerta de Aude para permitir el paso de la silenciosa comitiva hasta el palacio. Los soldados de la fortaleza obedecían las estrictas órdenes del conde Roger I de Carcasona; escoltaban en silencio a los recién llegados por las calles intrincadas de la población amurallada, pero todos se preguntaban quién viajaba en el carruaje y la causa de tanta discreción. La treintena de hombres, entre soldados y monjes, que formaban la comitiva avanzaban en silencio, exhaustos, anhelando poder descansar por fin esa noche.

Cuando finalmente se detuvieron en una plaza, ante la puerta del palacio condal, un hombre maduro, corpulento, de tupido pelo cano y porte orgulloso, se separó de un grupo de soldados. Roger I se acercó hasta el carruaje. Su capa de armiño brillaba bajo la trémula luz de las antorchas que sostenía su guardia personal. Cuando la portezuela se abrió, el conde extendió los brazos en señal de bienvenida.

—¡Gerberto de Aurillac! —tronó la poderosa voz del conde, ajeno a la discreción con la que se había llevado a cabo la entrada de la comitiva a la ciudad.

El hombre que descendió del carruaje sonrió con afecto. Ambos se miraron buscando entre canas y arrugas al amigo que conservaban en el recuerdo.

—Conde Roger… celebro veros de nuevo.

Gerberto de Aurillac rondaba los sesenta años, pero una incipiente calva había ampliado notablemente su tonsura. Era enjuto y su rostro parecía consumido por la fatiga. Vestía un hábito de lana negra de buena calidad, sencillo pero impecable, signo de que no era un simple monje. Había pasado casi un año desde que había renunciado al obispado de Reims y seguía siendo el consejero más preciado del emperador Otón III. En su alargado rostro destacaba una nariz aguileña y unos ojos oscuros que destilaban inteligencia y astucia, aunque en aquel momento brillaban tamizados por una sombra de inquietud.

El conde, de rostro poblado por una barba espesa y prácticamente blanca, dio un paso al frente y abrazó calurosamente al recién llegado.

—Ha pasado mucho tiempo —le susurró al oído, dejando a un lado los formalismos. Ambos habían prosperado en la ardua ascensión hacia el poder, pero en ese momento eran dos viejos amigos que se reencontraban después de muchos años alejados—. Prometisteis que nos visitaríais a menudo.

—No sabéis cuánto añoro ese tiempo en que podía prometer con entera libertad, convencido de que ninguna responsabilidad me ataría. Dios me ha encomendado múltiples misiones y a ellas me debo en cuerpo y alma.

Roger soltó una carcajada y palmeó el hombro del prelado.

—¡Veo que vuestra lengua sigue tan florida como antaño!

Gerberto sonrió con aire abatido. Deseaba conversar amigablemente con el conde, pasar el resto de la noche reviviendo anécdotas del pasado, pero un peso frío le aplastaba el alma. Habían viajado desde Roma sin apenas descansar durante diez días. Antes de poder respirar aliviado y festejar con el conde la noticia, debía verificar si el mensaje recibido era cierto.

Roger señaló una figura esbelta que se recortaba bajo el dintel de la puerta del castillo.

—Ella es quien ha propiciado vuestra dicha; supongo que tendréis ganas de verla. Llegó hace dos días de Barcelona, con su marido; no quería perderse este encuentro.

Gerberto abrió las manos y sonrió; la figura se movió. Las antorchas le permitieron admirar la belleza de Ermesenda de Carcasona, hija de Roger y esposa de Ramón Borrell, conde de Barcelona. La conocía desde que era niña, ya que fue su padre quien, muchos años atrás, acogió a un joven Gerberto, curioso, inquieto, ávido de conocimientos no siempre ortodoxos, y lo encomendó años después al entonces conde de Barcelona Borrell II, padre de Ramón y futuro suegro de Ermesenda. La joven que se acercaba risueña tenía veinticinco años y llevaba su juvenil lozanía con elegancia regia. Al admirar sus delicados rasgos, su rostro ovalado y la dulzura de sus ojos color miel, Gerberto recordó a su madre, Adelaida de Rouergue, y sintió una punzada en el corazón. Fue un dolor lejano que creía sepultado, dominado ya después de tantos años.

Un halo de dignidad envolvía a la joven: había nacido hija de reyes para ser esposa de reyes, pero era algo más que la consorte del conde de Barcelona, y eso lo llenaba de orgullo. Se acercó a Gerberto y besó sus manos casi con lágrimas en los ojos. Aquel hombre poblaba los recuerdos de sus padres, y era una leyenda entre los monjes de las abadías cercadas de San Hilario y San Pedro de Rodes.

—Hermana del Espíritu, es una dicha veros de nuevo.

—Hermano del Espíritu, es un honor recibir vuestra visita en persona.

—¿Dónde está vuestro marido?

—Retirado en nuestros aposentos. Sabéis que prefiere mantenerse al margen. Os verá por la mañana.

Gerberto asintió; no todos estaban llamados a seguir la senda de los hermanos del Espíritu. Pero su acuciante inquietud no tardó en aflorar; había hecho un largo viaje reconcomido por el ansia.

—Debo verlo con mis propios ojos… —musitó él.

Ante la sonrisa complaciente de Roger, se miraron cómplices hasta que Gerberto asintió. Ermesenda era una de las pocas mujeres iniciadas en el Espíritu de Casiodoro. Había tenido acceso a numerosos códices de distintas materias y, gracias a su sabiduría, gobernaba con su esposo, impartía justicia junto a los jueces de la Corte, e incluso sustituía al conde en la regencia cuando él estaba ausente.

—Cuando recibí vuestro mensaje —dijo la joven condesa—, mandé varias partidas de rastreadores en su búsqueda. Lo encontraron merodeando cerca del monasterio de San Juan de la Peña. Cinco buenos guerreros murieron para detenerle.

El prelado la tomó suavemente por los hombros y la obligó a mirarla.

—Demasiada sangre, ya lo sé —indicó con pesar pero sin perder la firmeza que delataba el brillo de sus ojos—, pero es necesario evitar que esas sombras descubran el nuevo refugio de la biblioteca. Es la luz de la sabiduría o la oscuridad de la ignorancia lo que está en lid ahora.

—Lo sé. Rezo todos los días por Brian de Liébana —la voz de Ermesenda tembló al pronunciar ese nombre, como si todo su cuerpo se estremeciera al evocar recuerdos no demasiado lejanos y cargados de intensas emociones— y los frates que le acompañan.

Gerberto miró a ambos, suplicante. Estaba agotado, pero necesitaba despejar la incertidumbre que lo atormentaba. Roger lo comprendió y señaló la fortaleza.

—Está en las mazmorras.

—Yo iré con él, padre —indicó Ermesenda mostrándose, como siempre, indómita y valiente.

Varios soldados siguieron al prelado y a la hija del conde hacia las mazmorras de la fortaleza.

—¿Qué sabéis de Berenguer, el primo de mi esposo? —preguntó ella mientras accedían a los sórdidos pasadizos.

—Está cumpliendo su mayor anhelo —contestó Gerberto con orgullo.

—Levantando la biblioteca… —musitó Ermesenda con un brillo de admiración en la mirada.

—Una oración en piedra para que Dios permita su preservación, eso dice siempre.

—También rezo por él. ¡Cuánto le extrañamos en Barcelona!

Gerberto deseaba hacerle partícipe de los detalles de aquella delicada misión, pero antes necesitaba compartir sus temores y finalmente se los confesó.

—Cuando recibí vuestro mensaje, mi corazón saltó de alegría; sin embargo, el lugar y el momento de la captura me tienen desconcertado. Hace un año ese demonio llamado Vlad Radú deambulaba por el ducado de Cantabria. Mandamos algunos monjes al monasterio de Liébana y lograron mantenerlo aislado y protegido. Y ahora, de pronto, tras un apacible año, encontramos a Vlad acechando el recóndito cenobio de San Juan de la Peña, en los Pirineos. ¿Por qué? ¿Dónde ha estado todo este tiempo?

—Gracias a Dios, ahora podréis preguntárselo directamente —dijo Ermesenda con cierto orgullo en sus dulces facciones.

Los soldados los condujeron a una celda en el fondo de un lóbrego corredor. El hedor era intenso y la oscuridad parecía querer devorar la luz de la única antorcha que portaban.

Unos gruesos barrotes los protegían de una sombra sentada en el suelo, con la espalda apoyada en el muro y el rostro cubierto por la capucha. La capa era lo único que le había permitido conservar el carcelero que lo custodiaba. Dos gruesas argollas lo retenían encadenado por los pies a la pared del fondo.

Ermesenda se puso la mano en la boca para silenciar el horror que le provocaba la visión. Gerberto ya la había enfrentado antes, pero aun así el miedo no tardó en aparecer, era inevitable: se encontraban frente a un strigoi que se había preparado durante años para doblegar la voluntad de los hombres minando su templanza. El prelado se acercó con cautela hasta la reja.

—Vlad Radú —dijo tratando de que su voz sonara firme, humillante; un nimio desquite por tanta sangre derramada—. El séptimo strigoi. Llevaba mucho tiempo aguardando este encuentro. Parece que tu búsqueda ha acabado aquí.

La negra capa comenzó a oscilar convulsivamente. Gerberto creyó que la frustración estaba atacando el cuerpo del strigoi y sonrió para sí.

—Ahora pagarás por todos tus crímenes.

El prisionero continuó agitándose y de repente se irguió. La capucha se deslizó hacia atrás y aquel temblor se convirtió en una siniestra carcajada que les heló la sangre. El pálido rostro del strigoi no reflejaba sensación de fracaso sino un júbilo absoluto. Su agitación se debía a la risa que resonaba ya con un eco pavoroso entre los gruesos muros de las mazmorras.

—¡Dios bendito! —exclamó Gerberto, aterrado.

Las piernas le fallaron y Ermesenda lo sostuvo y evitó que se desplomara.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, angustiada, sin comprender.

—¡No es Vlad Radú!

Una nueva risotada restalló en la celda mientras el strigoi se ponía en pie para que la luz mostrara su figura con mayor detalle. Era un anciano repugnante, el cabello amarillento ya había comenzado a brotar en su cabeza antaño afeitada y profundas arrugas oscuras contrastaban con la palidez mortal de su rostro. Abrió la boca y mostró los escasos dientes que le quedaban: negros y puntiagudos.

—¿Sorprendido, viejo Gerberto?

—¡Basarab de Snagov…! ¡El segundo strigoi!

El prisionero hizo una exagerada reverencia. A pesar de las cadenas que no le permitían alejarse de la pared, se movía con una agilidad pasmosa.

—Cometisteis un error al dejar marchar al hermano Michel en pos de Brian de Liébana, tal vez él hubiera imaginado esta treta. Ahora es tarde para ellos.

—¡Maldito seas! —exclamó Gerberto, temblando por el revés sufrido.

—¿Creíais que podríais evitar lo que está escrito? Me sorprende de vos, hermano Gerberto. Conocéis bien la Astrología de Manilio, sabéis leer el destino en los astros.

Pero el prelado no escuchaba, su cuerpo se estremecía mientras pensaba en las consecuencias.

—Vlad regresó de Liébana conociendo dónde se esconde Brian y sus más oscuros secretos —continuó Basarab con voz cavernosa—. Pero, acatando las órdenes del primer strigoi, regresó a nuestro refugio de Valaquia, donde todos nos reunimos para decidir cuál sería el siguiente paso. Convinimos en que era mejor esperar un tiempo para que los frates, convencidos de haber encontrado un lugar seguro en el extremo del orbe, bajaran la guardia. Y así, el golpe que los destruirá les causará más dolor… —El anciano hizo una pausa y se regocijó viendo la expresión aterrada de sus interlocutores—. Pero en esa reunión acordamos también otra cosa. Utilizar vuestra misma estratagema: mientras Vlad se preparaba para partir, alguien debía despistaros. Fui yo el designado, y me he dedicado a ir dejando un rastro… Mi vida no es nada en comparación con el horror que desatará un strigoi en Irlanda. —Soltó una risa macabra—. ¡Sólo lamentaré no estar presente cuando la biblioteca arda y el fuego destruya por fin ese maldito Códice! Tal vez si se lo pido a Satanás…

Gerberto, incapaz de seguir soportando sus palabras, abandonó la celda. Ermesenda salió tras él mientras la risa de Basarab resonaba por encima de los chasquidos del látigo del carcelero.

En el exterior, el prelado se apoyó contra el muro, respiró hondo y trató de tranquilizarse. Estaba pálido y una fina capa de sudor le cubría el rostro. Sus ojos, siempre rebosantes de serenidad y perspicacia, vagaban como los de un niño perdido en un lugar desconocido. La joven condesa pasó un pañuelo de seda por la faz del religioso.

—Puedo avisarles pero ya es demasiado tarde… —comentó él, desolado—. Vlad lleva la ventaja justa.

—He oído historias terribles sobre él… ¿Tan peligroso es?

—Digno de su maestro, joven Ermesenda, digno de su maestro.

Ella asintió sin comprender en realidad. Infinidad de dudas pululaban por su mente. Probablemente el prelado emprendería el regreso esa misma noche o al alba, mientras el resto de la cristiandad celebraba el día de Navidad. Aun a riesgo de alterar aún más al clérigo, le planteó sus dudas.

—Gerberto, hace sólo cinco años que sigo la senda del Espíritu de Casiodoro y sé que es mucho lo que ignoro. En la conversación con ese strigoi —le causaba aversión pronunciar el siniestro apelativo—, vuestras palabras eran crípticas, encerraban mensajes velados para mí.

—Y así debe ser, querida —respondió él, inmerso en sus propios pensamientos—. El camino debe ser lento para no dejar de aprender lo que te ofrece el lugar que transitas.

—Sé que pretenden destruir miles de códices, pero él se ha referido a uno en concreto… —Entonces se atrevió a preguntar—: ¿Se refería al de la leyenda?

Gerberto dio un respingo, miró a la mujer y no tuvo fuerzas para eludir la cuestión.

—Sí.

—Ahora entiendo por qué escogisteis Irlanda…

—No, querida Ermesenda —replicó el prelado negando con la cabeza con extrema gravedad y desolación—, en realidad no lo entendéis.

Viendo la angustia de Gerberto, la joven aplacó su deseo de seguir indagando en los misterios de los hermanos del Espíritu de Casiodoro. Sabía cuándo debía sellar sus labios y retirarse discretamente.

—Rezaré por Brian —dijo con voz ahogada; tenía los ojos anegados en lágrimas, prueba de que en lo más recóndito de su corazón había puertas que aún no había cerrado del todo.

—Es cuanto podemos hacer —concluyó Gerberto—. Demasiados hermanos han perdido ya la vida. Esperemos que Dios se apiade de Brian de Liébana y le dé la fuerza necesaria para enfrentarse al Mal.