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brian descendió la amplia escalera, iluminada por antorchas, hasta la puerta del patio de armas y de pronto se detuvo. El soldado que estaba de guardia lo miró con curiosidad y él se le acercó sonriendo.

—Disculpa, amigo, tu noble señor ha insistido en que me lleve algunas viandas de la cocina. En el solitario lugar donde acabo de instalarme no hay mucho que llevarse a la boca…

Como todos en el castillo de Cormac, el soldado estaba al tanto de la llegada del monje hispano a las ruinas del acantilado. Señaló un corredor que se internaba en la oscuridad y moría en una puerta entornada.

—Al fondo, hermano.

Brian asintió con la cabeza.

La amplia cocina olía a grasa rancia y a cerveza. Mientras pasaba ante el gigantesco hogar, alfombrado de ascuas incandescentes, los ojos le escocieron por el humo. Sobre un banco de piedra yacían, vacías, las bandejas de la cena; no quedaba en ellas el menor resto de comida, ni siquiera el sabroso jugo. Decenas de siervos se alimentarían durante días con las sobras de una noche.

—Habéis llegado tarde, hermano —dijo una voz desde la penumbra—. Los restos del asado corren en este momento por Mothair como la sangre por las venas.

—¿Pasa hambre Mothair?

Una mujer de edad avanzada, corpulenta y de rostro carnoso y brillante, avanzó hacia él con una sonrisa afable; el hábito de Brian disipaba sus recelos.

—La plebe siempre pasa hambre, lo sabéis de sobra. Supongo que igual ocurre en el continente. Cormac les ofrece su espada, normalmente envainada, y ellos le pagan con todo lo demás; así es el vasallaje. —Sonrió con cinismo—. Mientras sigamos aliados con Brian Boru tendremos paz, que es lo único que nuestro monarca conserva del reinado de su padre. ¡Su hermano Patrick nunca debió tomar los hábitos! Era más inteligente y, sobre todo, menos codicioso.

A Brian le sorprendió la franqueza de aquella mujer. La edad desataba su lengua…, supuso que su buena mano a los fogones contenía las represalias del monarca.

—Ni siquiera la fertilidad de nuestros valles colma la ambición de nuestro rey, pero —miró al monje con ironía— ésa parece ser la voluntad de Dios, Nuestro Señor, ¿no es así?

—¡Su voluntad está en los Evangelios! —replicó Brian un tanto molesto—. La capacidad de discernir y tomar el sendero correcto es su legado. ¡No blasfemes culpándole de la necedad humana!

La cocinera agitó las manos y asintió; no parecía afectada por la agria réplica.

—Está bien, está bien… Soy demasiado lenguaraz, lo sé. —Separó los brazos de su orondo cuerpo y compuso una simpática mueca—. Mi nombre es Deirdre, soy la jefa de estas cocinas, y cuando me refiero al pueblo hambriento no me incluyo.

—Eso ya lo supongo.

Ambos rieron y la mujer se acercó hasta la alacena, donde aún quedaban unas hogazas de pan resecas.

—Podéis llevároslas, y también algo de mantequilla. Es todo lo que queda…

—¿Dónde está la joven que ha interrumpido el banquete? —inquirió entonces Brian.

La sonrisa se borró de los labios de la mujer mientras recorría la cocina con la mirada para tener la seguridad de que estaban solos.

—¿Os referís a Dana?

—¿La conoces?

—No deberíais preguntar por ella aquí. Dudo que vuestro hábito baste para protegeros.

—Cormac ha perdido el control, pero al final le ha permitido bajar a las cocinas —explicó Brian.

Deirdre lo miró suspicaz.

—¿Le ha dicho que viniera aquí?

—Así es.

La cocinera frunció el ceño con disgusto.

—Mala cosa.

—No te entiendo.

—Llevo muchos años en este castillo, demasiados, y sé que esa frase es una consigna para sus hombres.

Brian la miró atónito. Deirdre suspiró y se sentó junto a los rescoldos del hogar; de repente tenía frío.

—No sé qué os mueve a preguntar por ella, tal vez sea simple caridad cristiana, pero os aconsejo que reprimáis vuestra curiosidad. Marchaos por donde habéis venido y fundad ese monasterio en paz. Cuanto menos trato tengáis con Cormac, mejor os irá.

Brian se inclinó sobre ella y la miró fijamente.

—Dime dónde está. —Nada quedaba en él de su gesto complaciente.

—¿Qué clase de monje sois? ¡En las mazmorras! Allí la han llevado. Esa muchacha cayó en desgracia hace tiempo, pero la osadía de esta noche no se le perdonará. Jamás volveremos a ver su dulce rostro.

—Si es como auguras, debería disponerla para que reciba con sosiego la llegada de la muerte.

—Descanso es lo que necesita esa pobre alma, ya ha sufrido bastante. —Deirdre, intuyendo que el monje no cedería en su empeño, suspiró y se volvió hacia una estrecha puerta de madera negra que había al fondo de la cocina—. Por ahí saldréis al patio de armas. Seguid el muro a vuestra derecha; la entrada de las mazmorras está al lado de las cuadras. Dentro suele haber dos verdugos cuya identidad nadie conoce, pues nunca se desprenden de sus capuchas en público. Ese infierno es su reino. Cormac no les pide explicaciones, pero nadie que entra allí sale… Sed cauto, tampoco los hombres de Dios son bien recibidos. —Sus ojos se desviaron hacia el hogar y su voz se convirtió en un murmullo—: Los siervos cuentan que se cometen horribles crueldades en ese agujero infecto; tal vez sean exageraciones, pero algunas noches se oyen gritos y, creedme, parecen proferidos por almas atormentadas en el mismo infierno.

Cuando Brian desapareció tras la puerta señalada, la cocinera atizó con furia las ascuas y mil chispas volaron en la ennegrecida chimenea.

—Esta noche los fantasmas se revuelven en sus tumbas…

—¿Por qué dices eso, mujer?

Deirdre dio un respingo. Una figura envuelta en sombras y con una túnica que le llegaba hasta los talones la observaba desde el fondo de las cocinas.

—Obispo Morann… —Su voz temblaba de espanto—. No os había visto.

—Aún no has respondido.

—No lo sé. Ha sido… una sensación.

El hombre dulcificó sus facciones.

—Presiento que esta noche ocurrirá algo… Te debes a nuestro rey, pero tu lugar está junto a Dios. Recuérdalo, Deirdre.