27
l sol comenzaba a declinar cuando la
actividad cesó en San Columbano. Habían descargado todos los
carruajes excepto el que transportaba a Santa Brígida, que fue
desuncido y calzado junto a la iglesia. Los arrieros levantaron sus
tiendas y encendieron hogueras. Los monjes trasladaron dos arcones
más hasta la capilla y el joven Berenguer, ayudado por el novicio
Guibert, confeccionó dos simples banquetas para situarlas a ambos
lados del altar. Michel estaba revisando con aire circunspecto el
estado de los pergaminos.
—Demasiada humedad… —murmuraba con disgusto.
—Los muros de la biblioteca serán gruesos, hermano Michel —le repetía cada vez Adelmo, al que parecía divertirle el aire severo del monje más anciano.
Al ver la posición del sol, Brian se acercó a la nola y llamó con entusiasmo a vísperas. El agudo tañido se extendió más allá de la vieja muralla y se perdió en el bosque. Dana pensó que aquel sonido metálico con matices dulces pronto formaría parte del paisaje, como la algarabía de los estorninos y el rugir del oleaje al fondo del risco.
La llamada tuvo un efecto instantáneo en los hermanos. Como en la oración de la hora sexta, sin muestras de fastidio ni impaciencia, abandonaron sus quehaceres y se dirigieron al interior de la pequeña iglesia. Dana sabía que tras el rezo se celebraría el primer capítulo del monasterio; las dudas la reconcomían y, simulando arrancar los altos hierbajos junto al muro, se acercó discretamente hasta el pórtico. Quería escuchar lo que pudiera. Estaba segura de que iban a referirse a ella, pero también ansiaba conocer las vicisitudes de aquellos monjes y de Brian. Recordaba el tintineo metálico, similar al entrechocar de espadas, de algunos bultos que habían descargado de los carros. Si todos eran como el monje que los había precedido, ¿qué clase de terrible peligro acechaba a los libros que con tanto esmero trataban de ocultar?
—Domine labia mea aperies et os meum annuntiabit laudem tuam.
El resto de los frates se unieron al ruego y, lentamente, con voces átonas comenzaron a recitar. Dana aguardó paciente mientras la luz menguaba y las sombras se alargaban. Los monjes cantaron con voz pausada y profunda los cuatro salmos con antífonas que exigía la regla. Brian escogió un fragmento del capítulo ocho del Evangelio de san Juan. Dana, sobrecogida, reconoció el mensaje: Jesús había perdonado a una mujer adúltera. «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.» Su voz adoptó un aire autoritario que impedía que nadie se dejara llevar por la distracción. Aunque no podía verle, Dana imaginaba el brillo verde de sus ojos a la luz de las velas, su mirada posándose en cada uno de los rostros para asegurarse de que todos reflexionaban acerca del pasaje.
La voz del hermano Roger se elevó entonces clara y atiplada, y la belleza de aquella melodía modulada emocionó a Dana; el resto contestó el responsorio entonando en perfecta sincronía. La mujer se preguntó cómo resonaría aquel cántico en los gruesos muros del monasterio de Kells, con decenas de monjes. La paz que irradiaba la pequeña capilla le hizo olvidar por un momento el motivo de su presencia junto al pórtico. Cantaron un bello himno de alabanza y seguidamente el Evangelio del día, la letanía y la oración del Señor. El tiempo se detuvo para los monjes. Cuando el silencio regresó, en el exterior una penumbra de tonos azulados cubría el paisaje y más allá de la muralla brillaban ya las fogatas de los hombres acampados.
Los monjes se sentaron en las dos banquetas, que crujieron con fuerza, y tras rezar un Pater Noster permanecieron en silencio. Dana, con las piernas doloridas, contuvo el aliento.
—Hermanos —comenzó Brian—, demos comienzo al capítulo fundacional de este monasterio. Que el Señor Todopoderoso nos ilumine. En primer lugar, desearía saber si todo se ha desarrollado según lo previsto.
—En Roma siguen los problemas —comenzó el hermano Roger—, el noble Crescencio II, usando su influencia sobre las poderosas familias de Roma, ha nombrado papa a Juan XVI, pero el emperador Otón sigue apoyando a su primo, el papa Gregorio V. Si Crescencio y el antipapa no se retractan, habrá guerra en las calles de Roma.
—Gerberto no parece afectado por su renuncia al obispado de Reims —prosiguió Eber con su peculiar acento gaélico— y goza de la estima y el respeto del emperador. Le preocupa y avergüenza la lucha de hombres de Dios por ocupar la silla de Pedro; de momento ha logrado contener la ira de Otón.
—Un hombre sabio y prudente —musitó Brian con respeto.
—Pero el emperador sabe tomar sus propias decisiones —siguió el frate Roger tratando de calmar la preocupación que le ocasionaban los hechos explicados—. Roma está infestada de sus espías y las reyertas sacuden la ciudad. El peligro se palpa y es aprovechado para llevar a cabo actos criminales impunemente.
—Algunas bibliotecas han sido saqueadas —comentó con tristeza el joven hermano Berenguer—. Los Scholomantes han aprovechado el caos, pero la mayoría de los códices valiosos estaban a buen recaudo.
Dana se estremeció ante esas enigmáticas palabras. ¿A quién se referían? ¿Ésa era la amenaza que tanto temían? Aguzó el oído.
—¡Lo ocurrido en Aquisgrán no debe repetirse! —clamó Michel, alterado—. No olvidéis la astucia que mueve a esas sombras…
—Logramos engañarlos, hermano Michel —le replicó Adelmo—. Varios frates dieron su sangre para frustrar sus planes.
El monje reflexionó sobre aquello y se serenó.
—Que Dios los tenga en su gloria.
—¿Habéis sufrido otros incidentes? —demandó Brian tratando de desviar la conversación y que regresara la calma.
—Gerberto nos consiguió salvoconductos especiales y cruzamos el continente sin problemas —respondió Eber—. Tras escapar a tiempo de Aquisgrán, pusimos rumbo al norte, para evitar que nos relacionaran con vuestra marcha a través del puerto de Calais, y embarcamos discretamente en Emden, en la Baja Sajonia. Ocultamos nuestra identidad con ropajes de mercaderes y los marineros sólo supieron nuestro destino muchas millas mar adentro. Los strigoi rastrearán el orbe pero jamás pensarán en este lugar —concluyó el irlandés no sin orgullo ante el difícil periplo completado.
—No estés tan seguro, hermano —susurró Michel, escéptico—. Ruego para que Dios te escuche.
Berenguer se adelantó a la siguiente pregunta.
—Una cosa que ignoras, hermano Brian, es que hemos recuperado parte de los restos de la biblioteca que perteneció a Isidoro de Sevilla y que se guardaba en una gruta en Toledo. El honor del hallazgo corresponde a nuestros hermanos Guillem de Valentia y Dalmau de Albi. Mi familia catalana ha usado toda su influencia en esta sacra misión. Esos códices han pasado casi tres siglos en un oscuro nicho y el pergamino está muy deteriorado, pero creo que podremos transcribir algunos textos.
—¡Extraordinario! —exclamó Brian—. Que Dios bendiga a esos dos buenos amigos; deseo poder abrazarlos pronto.
—Iniciaremos la tarea en cuanto sea posible —dijo Michel con voz hosca—. La humedad de este lugar es el peor enemigo.
—En cuanto a vosotros…, ¿pudisteis rescatar los restos del Palatino de Roma?
Tras un largo silencio, respondió el franco Roger de Troyes.
—¡La información del manuscrito era cierta, hermano Brian! El Señor nos concedió por fin la luz del entendimiento y al poco de marcharte hallamos la segunda cámara de la biblioteca de Augusto, la dedicada a los autores clásicos. Tardamos semanas, pero gracias a la pericia técnica de Berenguer conseguimos apuntalar la pequeña burbuja de aire que había permanecido intacta durante siglos bajo el templo derruido, tal y como aseguraba el anónimo texto. Apenas quedaban fragmentos esparcidos, la mayoría desprendidos de copias erróneas que ni siquiera sirvieron de combustible para las termas. Extraer algo será una labor de años, y dudo que consigamos saber a qué autores pertenecen.
—En cualquier caso, ¡la aventura valió la pena! —exclamó Adelmo—. Hemos sido los últimos hombres que han pisado la primera biblioteca de Roma, ¡fundada apenas unas décadas antes de la venida de Nuestro Señor!
—¡Y casi os costó la vida! —rezongó Michel, que no parecía compartir su entusiasmo.
—Pero recuerdo vuestras lágrimas, querido hermano, cuando tocasteis los ennegrecidos fragmentos… —replicó Adelmo sin acritud—. Es posible que fueran las mismas obras que consultaron hace mil años Virgilio, Ovidio, el emperador Claudio, el malvado Nerón, o los eruditos emperadores Tito y Marco Aurelio…
Aquella conversación resultaba incomprensible para Dana, pero percibía el entusiasmo que destilaban sus voces. Brian ya le había anunciado su intención de preservar el saber clásico en un tiempo en que los monjes eran prácticamente los únicos que sabían leer y escribir; pero tras esas frases cuyo sentido sólo ellos comprendían, ella imaginó intrigas, aventuras y meticulosas pesquisas para localizar restos de bibliotecas que ya eran leyenda, rumores sobre ruinas donde podían hallarse enterrados maltrechos fragmentos de obras que agonizaban en el légamo del olvido. Su imaginación se había desbocado y deseó intensamente conocer las aventuras de aquellos misteriosos monjes.
—¿Qué me decís en cuanto a los rumores del milenio?
La pregunta de Brian pareció enfriar la iglesia; la respuesta tardó en llegar.
—Algunos clérigos alimentan el terror de la plebe para incrementar su sumisión —dijo Michel—. ¡Inconscientes! ¡No saben a lo que están jugando!
—Todos esperan que el Papa intervenga —adujo Roger.
—¡Bah! —espetó Michel, desdeñoso—. Nosotros sabemos que esta lucha contra el Maligno no la dirimirán nuestros prelados. ¡Tienen los ojos puestos en el suelo! ¡Sus ambiciones les impiden ver el peligro! ¿Quién, además de nosotros, conoce a los Scholomantes y el peligro que representan?
—Sosegaos, hermano Michel —le pidió Brian con voz preocupada.
—¡El tiempo se agota! Nosotros huimos, nos ocultamos, y ellos acechan, atacan…
—Eso es cierto —reconoció Adelmo, sorprendentemente grave.
—De momento, eso sigue siendo lo más sensato. Esta misión es secreta, la mayoría de los frates del Espíritu la ignoran y, como antes ha indicado nuestro hermano Eber, no nos encontrarán en este alejado extremo del orbe.
—No te dejes arrullar por la paz que se respira aquí, hermano Brian —advirtió Michel sin acritud pero con firmeza—. El canto de los strigoi es tan peligroso como el de las sirenas descritas por Homero en su Odisea… Obtendrán la información de alguien, siempre ocurre así. El enfrentamiento es inevitable.
La conversación siguió por ese ominoso derrotero, entre susurros que Dana no alcanzaba a oír. Tras las veladas advertencias del frate Michel, la joven sentía un peso en el alma. La voz aguda del hermano Roger disipó la atmósfera siniestra que se había instalado en la capilla.
—¡San Columbano debe tener un abad que nos guíe y ordene!
Los demás expresaron su conformidad y la cuestión se resolvió en un instante. Sin ninguna votación, por acuerdo unánime, el hermano Brian de Liébana fue elegido abad del monasterio. Michel incluso leyó una recomendación de Gerberto al respecto en la que, aparte de halagar su vida ejemplar, apuntaba que había secretos que sólo el hermano Brian y él compartían. En el exterior, la joven recordó estremecida el pequeño pájaro que murió junto a su rath, al que la gente también llamaba abadejo. Las finas hebras del destino se iban entrelazando entre ellos.
—Intentaré estar a la altura de los elogios del obispo Gerberto de Aurillac, que Dios le bendiga y premie su bondad —comentó Brian tras escuchar la misiva del influyente prelado.
Dana notó una oscilación en la voz, como si se acercara a la puerta de la capilla; temió que la descubriera, pero el monje no llegó a asomarse.
—Somos una comunidad pequeña y el cenobio está por reconstruir, pero debemos repartirnos las obligaciones y cumplir la regla de nuestro fundador como en cualquier otro.
—Sorprendednos, abad —indicó Eber arrancando leves risas entre los monjes.
—Nos conocemos desde hace años —prosiguió Brian—, y son evidentes las habilidades que Dios ha conferido a cada uno. Hermano Adelmo, te encargarás de las puertas del monasterio y de proveer a la comunidad de todo lo que necesite obtener del exterior; serás el rostro de la comunidad más allá de sus muros. El hermano Eber estará, como en la abadía de Bobbio, al cuidado del huerto y del herbolario, velando para que nuestro cuerpo se mantenga tan sano como nuestro espíritu; pero, además de eso, dado que eres el único irlandés de la comunidad, prestarás ayuda a Adelmo como intérprete.
—Todos habéis estudiado gaélico —apuntó Eber—. Podréis haceros entender con la gente de la isla, pero hay otros aspectos igual de importantes que la lengua para comprender nuestra forma de ser y entender la vida. Irlanda quedó a salvo de la conquista romana, siempre ha considerado su aislamiento como una bendición, sus costumbres son antiguas y arraigadas, por eso el evangelizador san Patricio las respetó y tanto san Columcille como san Columbano las alentaron. El irlandés ha acogido la verdadera fe, y aunque sabe que los antiguos dioses sólo son ídolos, siente un profundo respeto por ellos y se sobrecoge cuando observa los túmulos, los dólmenes y los menhires que salpican la isla. Por fortuna, esta simbiosis de lo antiguo con lo nuevo no nos ha convertido en extraños en nuestra propia patria.
—Que es lo que acaba ocurriendo cuando un pueblo desprecia su pasado —aseguró Michel con firmeza.
—Ahora las costumbres están cambiando debido a la influencia de los vikingos normandos y daneses que controlan las ciudades portuarias —concluyó el irlandés.
—Respetaremos sus tradiciones y usos, hermano Eber —afirmó Brian con rotundidad—. Queremos ser aceptados para poder desempeñar nuestra labor en paz.
—Amen.
Desde el exterior, parecía que el abad deambulaba por la iglesia, como si se tomara su tiempo antes de proseguir con sus indicaciones. Dana ignoraba si los había puesto al corriente de sus contactos con los druidas del bosque.
—El hermano Roger de Troyes —dijo por fin Brian—, además de copiar los textos se encargará de la cocina y del cuidado del culto. No debe faltar aceite en la lámpara de la iglesia ni vino para la Eucaristía. Junto con Adelmo, administrará los recursos económicos del monasterio y la importante obra que vamos a acometer.
—Hemos traído suficientes peniques de plata y oro —indicó Berenguer—. El lamentable incidente con el rey Cormac que nos habéis explicado esta tarde no retrasará el inicio de las obras.
—El hermano Michel y nuestro novicio Guibert se encargarán de la custodia de los arcones —prosiguió el abad, complacido—, hasta que reconstruyamos el scriptorium en el edificio principal y restauremos la biblioteca del frate Patrick O’Brien. No hace falta que recuerde que su protección es cometido de todos. Incluso en los momentos de mayor actividad durante las obras, la puerta siempre estará vigilada. —Tras escuchar un asentimiento general, continuó—: La labor con los libros también debe iniciarse de inmediato. Revisad los textos o fragmentos que por su estado requieran atención especial o sea menester efectuar una copia inmediata. Adquiriremos vitelas de distintas calidades para las copias y buena tinta.
—Tal vez debimos aguardar en Bobbio, en su scriptorium trabajaríamos en mejores condiciones —se atrevió a decir Guibert, contraviniendo la norma que imponía el silencio para los novicios durante el capítulo.
—¡Ante las suspicaces miradas de curas y obispos! —exclamó Adelmo.
—¡Y con la siniestra amenaza de los Scholomantes! —cargó a su vez Michel con vehemencia—. Con la llegada del milenio, el terror se está apoderando de los fieles y aquéllos se alimentan de ese miedo. ¡No lo olvidéis!
Dana imaginó al joven monje ruborizado y encogiéndose ante la reprimenda, pero inmediatamente después oyó la voz de Brian en tono conciliador.
—Nuestro amor a los textos, no sólo a los píos, levanta recelos entre muchos monjes. Antes de que yo me fuera ya se alzaban voces acusándonos de influencias satánicas. Aparte de nuestros enemigos declarados, la ignorancia es el peor adversario para muchas de estas obras, recuérdalo Guibert. —No le reprendió, pero quiso disipar las dudas del muchacho con firmeza—. Era cuestión de tiempo que nos exigieran destruir esas obras o que nos atacara algún strigoi… Algunas obras son únicas, su pérdida aumentaría la oscuridad que ha descendido sobre la humanidad. Aquí, en Irlanda, están a salvo; hay decenas de monasterios, como Kells, Glendalough o Kildare, que considerarían un regalo de Dios tenerlos en sus bibliotecas.
—A esta isla bendecida vino a refugiarse la memoria clásica de griegos y romanos —añadió Eber, no sin orgullo—. ¡Irlanda salvó el mundo clásico y lleva dos siglos irradiando esa cultura de nuevo al continente! ¡Con nuestro legado aún se enriquecerá más!
—Si aquí hubiera problemas, la nueva biblioteca encontraría refugio fácilmente. En cambio, en cualquier otro lugar del orbe no tardaría en ser pasto de las llamas —sentenció Brian, convencido.
—Pero pasará mucho tiempo antes de que consigamos reconstruir San Columbano… —insistió Guibert.
—¿Es necesario que te recuerde lo que hemos pagado en dolor y vidas por recuperar algunos de estos pergaminos? —preguntó Michel, molesto ante la insistencia impropia de un novicio—. No pondremos en peligro a monjes inocentes si no es necesario. Debemos ser virtuosos y discretos para que nuestra obra se preserve.
Dana se asomó lo justo para ver al muchacho asentir un tanto cohibido. Adelmo le pasó el brazo por los hombros y lo sacudió con gesto afectuoso.
—Por último, el hermano Berenguer será el encargado de dirigir la construcción del monasterio. Lleva años preparándose para este momento…
—Una oración de piedra… —musitó Roger con voz emocionada.
—Sé cuál es la pregunta que os ronda a todos por la cabeza, pero debo confesar que resulta difícil saber cuándo podremos consagrar los edificios del monasterio —explicó el pragmático monje catalán—. Depende de la disponibilidad de las canteras y de la mano de obra que reunamos. En el edificio principal hay muros y cimientos aprovechables. Preservaremos la capilla, el cementerio y la esbelta torre de vigilancia, en la que situaremos la campana. Pasarán años, pero tal vez menos de los que había imaginado.
—Mientras —prosiguió Brian—, alzaremos dos campamentos: uno en la pradera, para los artesanos, y el otro intramuros, para la comunidad. Mañana mismo quiero que los hermanos Adelmo y Eber partan hacia Mothair y recorran las aldeas y los pueblos cercanos para contratar a cuantos obreros, picapedreros y carpinteros estén disponibles. La miseria es grande en esta región y seréis bien acogidos. También le prometí eso al rey Cormac.
Durante un rato, Dana no oyó ninguna voz. Los monjes reflexionaban o rezaban en voz baja para que el Altísimo les permitiera llevar sus planes adelante. Fue el hermano Michel quien quebró el silencio.
—Abad Brian, ¿habéis hallado restos de la biblioteca original? ¿Se salvó algo?
Dana, que recordaba las constantes pesquisas de Brian entre los escombros, aguzó el oído.
—El edificio está en mal estado, ya lo habéis visto. Buena parte del techo y las tres plantas superiores están derruidas, sólo quedan intactos los muros exteriores. La planta baja ha resistido, pero, salvo el antiguo refectorio, está sepultada bajo los cascotes. Puede que Patrick llegara a levantar parte del trazado circular, pero apenas queda nada.
—Tal vez algún nicho quedara fortuitamente sellado por el derrumbe —señaló, esperanzado, Roger.
—De ser así, no he sido capaz de hallarlo —se lamentó el abad—. En las pilastras del scriptorium he descubierto relieves y señales; será necesario reconstruir la sala y limpiar la piedra para determinar su valor. Sospecho que ahí puede estar la clave de determinadas ubicaciones… —Calló un instante y luego añadió—: Los druidas creen que el sid sobre el que se alza el monasterio aún puede existir.
Los monjes murmuraron entre sí, agitados.
—En el viaje desde Dyflin he observado varios túmulos —comentó Berenguer, circunspecto—. Son firmes, se construyeron acumulando diversas capas de tierra y piedras. Podrían soportar perfectamente los cimientos de una fortaleza, aunque tal vez los derrumbes y las continuas lluvias lo hayan hundido.
—¡Aun así, debemos tener fe y tratar de localizar el acceso! —afirmó Brian golpeándose con el puño la palma de la mano.
—En los planos había enigmáticas referencias al acceso —alegó Michel, pensativo.
—Los túmulos tienen una única entrada en su base —explicó el hermano irlandés—. Podría no encontrarse entre las construcciones en ruinas…
—Es más, incluso podría estar en alguna oquedad del acantilado —musitó Adelmo—. Eso sería estratégicamente impecable.
—¡Seamos pacientes y perseverantes, hermanos! —concluyó el abad, consciente de que quedaban otros temas importantes que debían tratar en el capítulo—. Si realmente el sid hubiera resistido, y Dios nos permitiera encontrar algunos restos de la biblioteca que acumuló Patrick O’Brien, significaría que nuestra empresa está llamada a cimas más altas de lo que imaginábamos. Pero no alberguemos vanas esperanzas, nuestro cometido fundamental es reconstruir el edificio y dar cobijo a la colección que hemos traído desde el continente.
—Emplearé todo el tiempo libre que disponga a la tarea de localizar la entrada —prometió Berenguer con su habitual determinación, evidenciando una madurez prematura.
—Que Dios te bendiga por ello, hermano —repuso Brian, satisfecho.
El silencio regresó de nuevo. Dana estaba extrañada; suponía que el capítulo estaba concluyendo y sabía que había una cuestión que no habían tratado y que no podía quedar pendiente. Al momento su corazón se aceleró.
—¿Y la mujer?
Era la voz del hermano Michel, grave y firme como siempre, sin denotar cuál era el sentimiento que escondía.
—Como os he anticipado esta tarde, los druidas le rogaron que viviera cerca del monasterio —respondió el abad en tono aséptico—. Pero ellos no entienden las renuncias y tribulaciones que a menudo acosan nuestro cuerpo, obligado a la contención por los sagrados votos de la orden. He de confesaros que deseo que permanezca con nosotros no sólo porque el monasterio necesitará más manos que las nuestras para su mantenimiento, sino porque… confío en ella. —Dana sintió un nudo en la garganta—. El modo en que Dios la puso en mi camino y las circunstancias posteriores me llevan a pensar que éste es su lugar. No obstante, tan delicada cuestión no debe quedar al arbitrio del abad. Si a alguno le incomoda su presencia, la invitaré a que abandone su cabaña y regrese al bosque.
Mientras Dana contenía la respiración, le parecía que el silencio se hacía eterno. ¿Cómo podía desear tanto quedarse? La paz del sagrado promontorio al filo del acantilado, la visión del mar ardiente cuando el sol moría mientras el melancólico lamento de la flauta de Brian cruzaba el aire… Todo pendía de un fino hilo; si uno de los monjes replicaba, todo el dolor que había logrado contener con tanto esfuerzo se derramaría y la ahogaría de nuevo. Era absurdo pensar que una comunidad masculina deseara la proximidad de una mujer joven para algo que no fuera desahogar los ardores del cuerpo. Ese malvado pensamiento iba cobrando fuerza con rapidez. Parecía que su futuro recién estrenado se le escapaba entre los dedos.
—Dijisteis que conoce el arte de sanar —murmuró Eber.
—Así es. Posee una habilidad innata, despertada por su abuela y alentada por los druidas.
—¿Es cristiana? —quiso saber Berenguer.
—Fue bautizada, pero la fatalidad la ha alejado del camino marcado por el Altísimo.
—Siempre hay una senda para retornar a la verdad —indicó Adelmo con solemnidad—. ¿No es ése el sentido del pasaje evangélico que hemos escuchado de vuestros labios, abad? —demandó con cierta sorna. Luego chasqueó la lengua, pensativo, y añadió—: Aquí podrá hallarlo.
Los ojos de Dana se llenaron de lágrimas.
—¿El odio que le profesa el rey Cormac podría afectar al monasterio? —inquirió entonces el cauto hermano Roger.
—Sin duda. Y esa misma animadversión me la profesa a mí —respondió Brian con cierto aire retador—. Aun así, no debemos guiarnos por el miedo.
—Pero sí por la prudencia —adujo el monje francés.
—Debí pensarlo la noche en que me interné en las mazmorras de la fortaleza del monarca. Entregar a un hombre de alma oscura los fondos que traje para levantar el monasterio fue un alto precio. El monarca debe entender que es voluntad de Dios que San Columbano vuelva a levantarse en su tuan. Así lo desean también los druidas del bosque. Su oposición podría acarrearle la desgracia.
Los monjes susurraron entre ellos, pero poco después se impuso la voz del hermano Michel.
—Veo que todos estáis de acuerdo. No seré yo, un viejo monje, quien la aleje de Dios si aquí lo ha hallado de nuevo. Pero os advierto que su presencia es una brecha en la comunidad. —Su tono se agrió de pronto y Dana se estremeció—. ¡Los sentimientos que van más allá de la piedad son puertas que los Scholomantes aprovechan! Llegará el día en que será sometida a una dura prueba y todo el dolor del pasado no será nada en comparación. Entonces recordaréis estas palabras y tal vez os arrepintáis.
—Por ese motivo le confié nuestro secreto —dijo entonces Brian—. Si acepta el Espíritu de Casiodoro, su lealtad será firme.
—Así sea, pues. Que Dios nos ayude —concluyó Michel con gravedad.
A Dana le pareció que el corazón se le paraba: ¡había sido aceptada! Sin embargo, las palabras del hermano Michel la dejaron inquieta. Mientras cada uno de los frates expresaba su consentimiento, ella comenzó a llorar y se alejó de la capilla hacia la oscuridad del páramo.
Deseaba apoyarse en el hombro huesudo de Eithne y explicarle lo ocurrido. ¿Quién era ese terrible enemigo al que tanto temían? ¿En qué podía ella perjudicarlos? Tardó mucho en sosegarse. Bajo la protección de la misteriosa comunidad de monjes de San Columbano, por primera vez en mucho tiempo tendría seguridad. Lucharía contra sus demonios para poder convivir con los frates y demostraría que su voluntad era tan firme como la de cualquiera de ellos. Brian lo había dicho y ella también sentía que debía permanecer allí.
Buscó refugio en el acantilado y descendió hasta la estrecha cornisa donde solía sentarse al atardecer. En ese momento su corazón palpitaba con fuerza. Amparada en la oscuridad de la noche y escuchando el fragor del mar al fondo, trató de serenarse, pero el capítulo había estado salpicado de oscuras referencias que la inquietaban profundamente. Después de lo que le había explicado Brian, sabía que no se encontraba ante una recogida comunidad de monjes dedicada en exclusiva a las labores del campo y a la contemplación, pero lo que acababa de oír iba mucho más allá: algunos monjes habían muerto por preservar el legado… El vello se le erizó. A pesar de sus muestras de buen humor, en torno a ellos parecían entretejerse conjuras y siniestros peligros que los mantenían en constante tensión.
El hilo de sus reflexiones se vio interrumpido por el sonido de unos pasos que se acercaban.
—Supongo que deseabais ver el libro, hermano Michel…
Era la voz de Brian. Ambos monjes se habían detenido justo en el borde, casi sobre su cabeza. Intrigada, se acurrucó contra la roca tratando de ocultar su presencia.
—No ha pasado un día en que no ansiara contemplar sus imágenes. —La voz de Michel sonó por primera vez afable. Parecía estar pasando lentamente las vitelas de un códice—. En ellas encuentro la misma paz que la primera vez.
—Después de tanto tiempo, por fin ha regresado al lugar al que pertenece.
—Cumplió su sagrada misión, pero en Bobbio ya no estaba seguro. Patrick O’Brien quiso que permaneciera allí por un tiempo, para que siguiera inspirando a los hermanos del Espíritu, pero no pudo regresar a por él y devolverlo al monasterio de Kells… Con el resurgir de los strigoi, se imponía ocultarlo en otro lugar.
—Lo sé. Os doy las gracias por influir en los miembros del capítulo para que se me encomendara esta misión. Vuestra argucia tuvo éxito y nuestros perseguidores erraron el rastro. Nadie sabe que estoy aquí ni que traje el libro…
Tras un largo silencio, la voz de Michel sonó tensa y oscura sobre el acantilado.
—Esto no ha terminado aún, lo sabéis tan bien como yo, abad Brian. ¡Debemos entender su esencia!
—Por eso habéis traído al joven Guibert.
—Sólo es un muchacho, pero su pericia es prodigiosa. Está llamado a ser el mejor iluminador de códices del orbe. Sólo él, si es paciente, podrá recuperar la misteriosa técnica de los antiguos monjes irlandeses…
Brian reflexionó un instante y luego dijo:
—Tal vez no deberíamos entrenarlo en las armas. Si se lastimara…
—Estoy de acuerdo, pero esta misión es demasiado peligrosa, debe saber defenderse cuando llegue el momento.
—¿Tan convencido estáis de que nos encontrarán? —inquirió el abad, sombrío.
—Los strigoi ansían libros que se conservan en los diferentes monasterios dispersos por el orbe. En los próximos años muchos serán objeto de destructivos saqueos, aparentemente a manos de salteadores y vikingos, pero en la sombra estarán ellos. Nuestra colección es la más valiosa para sus fines, pero también es la mejor protegida. Si no fuera por el séptimo strigoi, la fuerza de los hermanos del Espíritu de Casiodoro podría hacerlos desistir y estaríamos a salvo. Pero, como bien sabéis, el séptimo strigoi es diferente. Su odio nace de lo más profundo de su negra alma, de heridas imborrables que alientan su sed de venganza… La leyenda que se está tejiendo en torno a las cualidades del libro los está exacerbando, y luego… estáis vos. Ellos creen que cada hombre tiene su adversario, contra el que tarde o temprano deberá enfrentarse. El encuentro es inevitable, así lo dictan los astros, y derrotarle es la mayor de las victorias.
—No quiero pensar en esos términos. Es otro el Espíritu que nos guía…
—¡No seas ingenuo, Brian! —exclamó Michel, olvidando por unos momentos el tratamiento que debía al abad—. Esa bondad no tiene justificación y es tu debilidad. Sigues actuando presa de los impulsos del corazón. ¿Por qué si no has acogido a una mujer? ¿Qué sabe ella de nuestra misión? ¿Sabe a lo que se enfrenta? ¿Estará preparada cuando las sombras lleguen a estas costas?
Dana sintió que su alma se helaba. Aquel monje era directo y sincero; cada una de sus palabras la laceraba sin piedad. Brian no respondió enseguida. Durante lo que a ella le pareció una eternidad sólo se oyó el sereno oleaje golpeando inclemente el abismo.
—Lo estará, hermano Michel, lo estará.
Se alejaron y el mar engulló el resto de la conversación. En la soledad del acantilado, una lágrima se deslizó por el rostro de la joven y el viento se la arrebató. Se sorprendió anhelando correr y abrazarse a Brian, volver a los días de mutua compañía en la soledad de las ruinas, contemplar su sonrisa sincera y transparente. La determinación de permanecer allí seguía siendo fuerte; pero, tras escuchar a Michel, un lóbrego sentimiento flotaba a su alrededor. Pensó en el pequeño reyezuelo desgarrado por las zarpas de un halcón. Tal vez la imagen encerraba otros siniestros significados aún por desvelarse.