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el barco cabeceaba escorado, sesgando las aguas negras del encrespado mar. La cubierta estaba mojada y resbaladiza. De las sogas y los mástiles colgaban carámbanos de hielo como afilados colmillos de una horrible bestia marina. La mayoría de los marineros, resguardados en la mugrienta bodega, susurraban en una extraña lengua conjuros e invocaciones para alcanzar puerto vivos.

Habían desplegado una amplia vela negra y navegaban raudos rumbo a la isla esmeralda. De la tripulación, sólo el timonel se veía obligado a permanecer en cubierta, arrebujado bajo una capa confeccionada con la piel de varios lobos blancos, atento para no errar la dirección ordenada por el capitán y desatar la ira del único pasajero del bajel. Era muy peligroso navegar en invierno por aquellas aguas coléricas, profundas y gélidas, pero no era la primera vez que llevaban a uno de esos extraños hombres hacia sus caprichosos destinos. Pagaban bien, tanto por el viaje como por el silencio estricto que debían mantener. Sabían que si alguien de la tripulación se iba de la lengua en alguna taberna, su cabeza aparecía colgada en el mástil. Ya había ocurrido alguna vez, se recordó.

Los dientes del timonel castañeteaban mientras miraba con gesto ceñudo la negra silueta que, encaramada a la proa, admiraba la línea del horizonte, cada vez más oscura con la llegada de la noche. Ajeno al frío y al movimiento del barco, Vlad Radú, agarrado a uno de los cabos, rememoraba paso a paso, día a día, la ardua búsqueda hasta encontrar el discreto rastro que tanto deseaba. Sentía el peso de su espada al cinto y deseaba desenvainarla para imaginar el acero teñido de sangre.

Había atendido con disciplina los consejos de la Scholomancia. El tiempo transcurrido era en realidad una ventaja. Brian llevaba dos años en Irlanda, tiempo suficiente para creer que estaba a salvo, tiempo suficiente para soñar que su obra era posible… ¡Ingenuo! Michel le recordaría el peligro, de eso estaba seguro, pero la paz de una isla habría reblandecido los instintos del monje de Liébana. Los frates estaban a su merced, así como el libro.

Se estremeció, presa del ansia, e invocó el poder de entes aéreos, sólo recordados en los antiguos mitos de algunos pueblos marineros, para que soplaran sobre la nave y la impulsaran, briosa, hacia su destino.

Su victoria sería el golpe definitivo contra el Espíritu de Casiodoro justo ante las puertas del fin del milenio. El orbe entero se estremecería cuando la noticia se supiera. La leyenda del Códice de San Columcille se vería rebajada a un insípido cuento sin sentido, mientras que, cuando el mundo cambiara, cuando ellos dirigieran en la sombra los destinos de la humanidad, arrebatados a ese mísero Dios carpintero y sus huestes de clérigos, su gesta se recordaría durante generaciones. Y sería en él, Vlad Radú, el séptimo strigoi, en quien recaería todo el mérito de esa empresa. Por eso había solicitado a sus compañeros el privilegio de encargarse en solitario de recuperar el libro. Ellos sabían que su odio hacia Brian era la mejor arma a su favor.

—Brian, allá donde quiera el Maligno que te ocultes, escúchame —susurró entre dientes—: crearé un ejército contra ti y destrozaré tu obra. Ese maldito libro será mío.