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el miedo la fustigó como el lacerante golpe de un látigo cuando la puerta se abrió y un hedor que conocía demasiado bien penetró en la cabaña. Una oscura silueta se recortaba contra la penumbra grisácea del exterior. La lluvia arreciaba y las gotas se escurrían por la grasienta capa.

—Ultán…

—Hola, Dana. Ha pasado mucho tiempo.

Ella se maldijo por no haber previsto aquel encuentro. Debía haber buscado refugio en el cenobio hasta asegurarse de que Ultán había regresado con la comitiva del rey. Nada quedaba del atractivo soldado de antaño. Estaba en presencia de un espectro demacrado. Cuando sonrió, su piel ajada se arrugó en mil pliegues resecos y dejó a la vista sus negras encías; había perdido varios dientes. Dana tragó saliva varias veces antes de recuperar el habla.

—¿Qué haces aquí?

El hombre extendió las manos, sucias.

—He venido a trabajar.

—¿Los monjes…? —comenzó, incrédula.

—¡Me han aceptado! —la cortó—. Tu querido Cormac les permite seguir aquí y les ha rogado que se apiaden de mí. El abad Brian sabe que no es prudente seguir ofendiendo al señor de estas tierras.

—¡Tendrías que estar lejos!

El mundo de Dana se tambaleaba y de pronto tomó conciencia de lo frágil que seguía siendo. Ultán dio un paso al frente y ella retrocedió instintivamente.

—Ya no debes temer nada de mí, Dana. He cambiado. Me siento como si hubiera despertado de una pesadilla. Viajé al continente y he tenido mucho tiempo para pensar y comprender que han sido demasiados los errores. Estoy dispuesto a perdonarte.

—¿Perdonarme? —La joven no podía dar crédito al tono melindroso de su voz.

—Olvidaré todo lo ocurrido… Podemos empezar de nuevo. ¡Aún eres mi esposa!

Aquella última frase consiguió que el miedo se tornara en ira.

—¡El obispo Morann estaba en lo cierto cuando dijo que el mismísimo Satanás aparecería en San Columbano! —Se sorprendió a sí misma de oírse hablar tan mordazmente—. ¿Hablas en serio cuando dices que podemos olvidar?

La cólera afloró en los ojos enrojecidos de Ultán mientras buscaba en los de ella a la criatura sometida e indefensa. Dana transmitía orgullo y desprecio, y eso era más de lo que él estaba dispuesto a soportar.

—Vengo a reconciliarme y me insultas…

Dana conocía bien el tono tenso y pausado de su voz, de furia contenida. Sus pies retrocedieron mientras él seguía bloqueando la única salida.

—Sólo quiero que te marches… —dijo ella bajando el tono.

—¿Qué estás haciendo con esos monjes? Dicen que vivías con el abad y que ahora eres amiga de todos. —La miró con repulsión y añadió—: No te basta con uno, ¿verdad?

—Márchate, por favor. —Las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos.

—¡Tu casa es mi casa! Eso es un matrimonio. ¿No fue eso lo que nos prometimos?

Ultán comenzó a avanzar lentamente, gozando de su triunfo. La miró de arriba abajo, despacio, y Dana regresó al pasado y sus últimos resquicios de valor se desvanecieron como el humo. Incapaz de controlar su cuerpo, empezó a temblar y a llorar.

—Así me gusta. —El hombre dio un paso más, altivo—. Estás más hermosa que antes…, sin duda complacerás a esos lascivos monjes…

—No, por favor —dijo Dana entre sollozos—. ¡Ultán, te lo suplico!

Luchaba con todas sus fuerzas para no quedar atrapada en su telaraña de palabras y gestos cuando notó la gélida piedra del muro contra su espalda y dio un respingo. Su mente parecía haber reaccionado. Buscó algo a lo que aferrarse. Vio los rostros afables de Finn y Eithne, recordó las conversaciones joviales con los monjes, el rostro atractivo de Brian, sus verdes ojos cálidos… Sintió que las fuerzas volvían a ella y, sin pensarlo, tomó un tronco del montón de leña y se abalanzó contra el hombre. No oyó su propio grito que atravesó el campamento.

Aquella reacción pilló desprevenido a Ultán, que sólo pudo levantar un brazo para evitar que el golpe le hundiera la cabeza. Se desplomó manoteando y aullando de dolor, pero su instinto guerrero regresó y con una zancadilla derribó a su esposa.

—¡Maldita zorra!

Él se levantó rápidamente empuñando una daga.

—¡Si no quieres hacer las paces y ejercer de esposa, lo harás de puta, como antes, o estarás muerta!

—¿Qué está ocurriendo aquí? —tronó una voz.

Ultán torció el gesto lamentando no haber cerrado la puerta a su espalda y se apresuró a guardar el arma. Dana vio a Brian y se levantó de un salto.

—¡Contesta! —El abad había reconocido al agresor—. Tú eres Ultán, ¿verdad? El rey me ha hablado de ti.

—Quise hacer las paces, pero…

El monje se interpuso entre ellos y una repentina angustia atenazó a la mujer.

—¿Estás bien, Dana?

Ella asintió apenas. El frío del terror había penetrado hasta en lo más profundo de su alma; se acercó al fuego.

—¿Es cierto que lo habéis contratado? —logró susurrar.

Los ojos de Brian se oscurecieron. Había llegado el momento de explicárselo y temía su reacción.

—Trabajará un tiempo en las obras, así me lo han pedido el rey Cormac y el obispo. La caridad es una obligación que un benedictino no puede eludir, y después de lo ocurrido no podemos dejar que crezca la animadversión que se ha despertado contra San Columbano.

Ella bajó la cabeza. Las palabras de Brian le dolieron como una fuerte bofetada. Había sido un grave error instalarse en el cenobio y confiar en aquellos monjes.

—Dana, debes comprenderlo —dijo el monje con el dolor reflejado en su rostro.

Entonces reparó en la mancha húmeda del suelo, observó los bajos de la túnica de la mujer e imaginó lo ocurrido. La cólera cegó su temple y, apretando los puños, avanzó hacia Ultán, pero una mano firme lo detuvo.

—No os metáis en mis asuntos —dijo ella con voz seca y mirada distante—. Supongo que al vestir los hábitos también renunciasteis a la violencia…

Brian la miró desconcertado ante el rencor que destilaba. El antiguo soldado aprovechó aquel momento para escabullirse de la cabaña.

En cuanto el hedor de su marido comenzó a disiparse, el miedo remitió y la dejó abatida y humillada. La mirada solícita de Brian se le antojaba insoportable.

—Dana, escúchame…

—¡No necesito explicaciones! —le interrumpió ella mientras se volvía para recoger sus escasas pertenencias—. Éste es vuestro monasterio, vos sois el abad y yo soy una simple sirvienta.

La acritud de sus palabras hirió a Brian. Viendo el pánico que se había desatado entre los artesanos, no había tenido más remedio que ceder ante las peticiones del monarca para no agravar más la situación. Debía evitar nuevas arengas en la iglesia de Mothair y entre los jefes de los clanes. Había imaginado la inquietud de Dana, pero se dijo que ellos la protegerían de Ultán y tratarían de mantenerlo alejado del monasterio. Sin embargo, no había podido prever el alcance de su reacción, y no la culpaba.

—¿Te marchas?

Dana se volvió hacia él y se secó las lágrimas con el dorso de las dos manos.

—Debo gratitud a toda la comunidad, pero no puedo permanecer aquí. —Levantó la mano—. ¡No me habléis de perdón! No se trata de eso. ¡Simplemente mi corazón no puede soportar enfrentarse de nuevo a lo que sufrí bajo su yugo! ¡Ya lo habéis visto!

El monje bajó la mirada, abatido. Se hallaba de nuevo ante un sombrío cruce de caminos. Una vez había puesto en peligro la misión por salvarla. Deseaba hacerlo de nuevo, pero ahora todo era distinto. La biblioteca que habían traído y la de Patrick formaban posiblemente la mayor colección de textos del orbe en ese momento, y no estaría debidamente protegida hasta el final de las obras. No podía arriesgarse a que los trabajos se detuvieran. Cuando habló de nuevo, sus palabras le supieron a bilis.

—¿Adónde irás?

Ella se mordió el labio. ¿Acaso había esperado otra reacción? ¿Que le rogara que se quedase junto a él? ¿Que le dijera que Ultán sería expulsado? ¡Sólo era un monje! ¡Su corazón pertenecía a Dios y a sus malditos libros! En eso jamás le había mentido. Su corazón latía desbocado y deseó estar sola.

—No temáis —dijo sin el menor deseo de encontrarse con su mirada anhelante—, en cualquier lugar estaré mejor que aquí. Ahora marchaos, por favor.

Brian permaneció ahí quieto un instante, como si una extraña fuerza dominara su voluntad, pero finalmente, ante la actitud esquiva de la joven, dio media vuelta y salió. El crepúsculo se cernía sobre el cenobio y la sombría niebla lo engulló de inmediato.

Poco después, el cobertizo cerca de la muralla quedaba abandonado.

Con Ultán merodeando por el campamento, a Dana la noche se le antojó siniestra. Evitó las hogueras que brillaban formando coronas anaranjadas en la neblina y salió furtivamente, sin pararse a hablar con nadie. De pronto, aunque se había prometido no ceder, se detuvo para contemplar el lugar donde había encontrado una efímera dicha. Las lágrimas le enfriaban el rostro. No había imaginado que todo acabaría así. De repente recordó algo y se debatió durante un instante. Finalmente suspiró, dio media vuelta y bordeó el campamento rumbo al monasterio.

Adelmo abrió las puertas y la saludó con gesto apenado.

—Sólo quiero rezar un instante en la iglesia —comentó ella forzando una tímida sonrisa—, puede que pasen años antes de que pise de nuevo una.

Los monjes se congregaron a su alrededor con actitud apenada. Michel parecía haber recuperado la calma y la observaba desde la distancia. Nunca había aprobado su presencia en el monasterio, pero no había en él expresión de satisfacción ni de triunfo. La observaba con sus ojos penetrantes, arañando su alma. Cuando Dana lo vio alejarse hacia el scriptorium tuvo la extraña sensación de que algo había cambiado en el ambiente del monasterio y no pudo evitar recordar las palabras del obispo acerca del mal que emergería del sid. Pero no dijo nada. Ya no formaba parte de ellos.

Los monjes la obsequiaron con palabras de aliento y todo tipo de bendiciones, pero ninguno criticó la decisión del abad que había provocado su marcha. Había esperado otra reacción de ellos, más mundana tal vez, pero se esforzó por no guardarles rencor; eran hombres de Dios, ajenos a las penas humanas, incapaces de comprender cuánto se podía hacer sufrir a una mujer en aquella sociedad de la que ellos se habían apartado. Además, debían absoluta obediencia a su superior.

La ausencia de Brian en el último instante era una nueva herida en su cansado corazón. Había confiado en que esos singulares monjes, que guardaban afiladas espadas en el fondo de un viejo arcón, algún día le ayudarían a buscar a su hijo. Esa expectativa había sido más poderosa incluso que el ruego de los druidas para que permaneciera en el monasterio. Si se marchaba, ya no podría contar con ellos, pero no tenía alternativa. Su cuerpo se estremecía al imaginar que allá en el campamento unos ojos enturbiados por el vino la acechaban llenos de ira y crueldad. Si Dios era misericordioso, tal vez en el futuro podría emprender la ansiada búsqueda de Calhan.

—Quiero estar sola un instante ante la Virgen —se excusó con un hilo de voz.

Intentando no desmoronarse, ascendió la suave pendiente hacia el pequeño templo rogando que nadie la siguiera. Todos los interrogantes que envolvían San Columbano seguían en el aire, pero Dana ya estaba preparada para entender alguna respuesta y sabía dónde podría encontrarla.

Miró la talla de madera oscura y recordó lo que ocultaba. Ese secreto sería el justo pago por el tiempo que había pasado junto a Brian.