31

al llegar la medianoche, Santa Brígida tañó por segunda vez, anunciando el nacimiento del Señor. Congregados en el interior de la pequeña capilla y en sus alrededores, una muchedumbre escuchaba en silencio los suaves cánticos de los monjes. Situados alrededor del altar, sostenían pequeños códices de cuyos extraños signos redondos parecían extraer la melodía. Roger dirigía las antífonas y los responsos, y el abad celebró la Eucaristía bajo la intensa luz de decenas de velones dispuestos para la ocasión. La ceremonia finalizó con una bendición que Brian elevó a Dios tras acercarse a los congregados.

Casi dos horas más tarde, los habitantes del campamento, aliviados tras la dispensa de trabajar el día de Navidad, abandonaban el recinto. Dana sintió un escalofrío cuando oyó que Brian anunciaba que al día siguiente recibirían la visita del rey Cormac y el obispo Morann y que contaba con que todos se adecentaran y limpiaran el campamento para causar buena impresión.

La falta de emoción en su tono la intrigó. El rey había intentado asesinarlo fríamente y ahora él lo acogía en el monasterio… Supuso que no tenía alternativa si quería seguir adelante con su proyecto. Pero ella no pensaba acercarse, no deseaba cruzarse de nuevo con la acuosa mirada del monarca.

Mientras veía a los obreros retirarse, dudó qué dirección tomar. Los artesanos cruzaban el pórtico de la muralla hacia la planicie saludando con una leve reverencia al risueño Adelmo. En ese momento el hermano Eber la vio y abrió los brazos.

—Bienvenida seas en esta santa noche —la saludó con afecto.

Ella asintió y cruzó el umbral.

Un pequeño fuego iluminaba el refectorio recién restaurado. Dos filas de pilares sostenían las gruesas vigas del techo, taladas y secadas sólo unos meses antes. Dos mesas de madera dispuestas paralelamente, unos bancos y un atril para leer las Sagradas Escrituras durante las comidas —realizadas siempre en estricto silencio excepto por la monótona lectura— constituían todo el mobiliario. Pero en las ocasiones especiales, como la fiesta del patrón o esa noche, el abad autorizaba una hora de esparcimiento.

Sentados alrededor de una de las mesas, cada monje asía un cuenco de madera rebosante de hidromiel destilado, obsequio del monasterio de Kells. Cuando Adelmo confirmó que las puertas del monasterio estaban cerradas, el hermano Michel rezó una breve bendición e invitó a los monjes a tomar asiento. A Dana le sorprendió la ausencia de Brian y de Berenguer, pero nadie le dio explicación y ella no quiso incordiar con su insaciable curiosidad.

Como había imaginado, los monjes aguardaban que Dana les relatara alguna de aquellas viejas historias que había aprendido de los druidas. No era la primera vez. Incluso el severo Michel permanecía atento, como si tratara de escrutar su alma. Dana se estremeció al cruzar su mirada con la de él, pero ante los gestos de impaciencia, suspiró y apartó de sí esos pensamientos. El joven Guibert tomó un punzón y lo apoyó en una tablilla de cera. Le gustaba transcribir las viejas narraciones que escuchaba en noches especiales como aquélla. Dana, viendo sus rostros serenos, sintió que su corazón se aceleraba. Cada día transcurrido en San Columbano restañaba las heridas del pasado y recorría un trecho del camino hacia la luz que había perdido años antes. El vínculo con la comunidad se estrechaba lentamente; cada vez conocía mejor a sus miembros, y sus facetas no dejaban de sorprenderla. Disfrutaba de la charla del hermano Roger en las cocinas, poco dado a cumplir la regla de silencio; cuando no ejercía sus funciones de sacristán, solía relatar hilarantes anécdotas y extrañas costumbres de los monjes de Reims, cuyos relajados hábitos nada tenían que ver con la austeridad de los cenobios irlandeses. El hombre, cuando recibía con orgullo cualquier halago por sus guisos, la miraba con ojos claros y limpios y, sin dejar de lamentar su delgadez, la obligaba a acometer la triple ración de comida.

Admiraba el carácter desenfadado de Adelmo, su humor y su manera de afrontar los problemas. Le divertían los picantes comentarios de las mujeres jóvenes del campamento mientras hacían la colada en el arrollo, y le sorprendía verlo negociar con los proveedores usando su astucia de comerciante y un encanto innato que desconcertaba a los irlandeses. Nunca habría imaginado que un hombre así pudiera consagrarse a una regla tan estricta como la benedictina.

A pesar de los recelos, con frecuencia se quedaba embelesada escuchando discretamente las complejas discusiones entre el erudito Michel y Guibert sobre los más diversos temas. El novicio aún la evitaba con el rubor encendido en sus pálidas mejillas; sus palabras atropelladas y sus movimientos torpes en su presencia despertaban en Dana la nostalgia por aquel pasado perdido en la lejana Dyflin, cuando se abría a la pubertad.

En Eber había hallado el vínculo de la patria y de un interés común. El herbolario los había unido hasta convertir al afable monje en su confidente y en el hombro sobre el que apoyarse. Eber siempre hallaba tiempo para ayudarla con la lectura del complejo Dioscórides y le ampliaba la información describiendo plantas y remedios que había visto en sus viajes. Por él Dana supo que aquellos frates habían recorrido ignotas partes del orbe, aunque el monje siempre callaba los detalles con una discreta sonrisa.

Le impresionaba el celo del silencioso Berenguer, siempre concentrado en las obras, así como su actitud humilde y servicial con el resto de los monjes e incluso con ella, algo tanto más desconcertante teniendo en cuenta que por sus venas corría sangre de los condes catalanes, cuyo poder haría palidecer a Cormac y tal vez al propio Brian Boru.

En cuanto a Brian…, pensar en él le producía sensaciones encontradas. La había arrancado del abismo y su actitud firme, alejada de prejuicios, la había ayudado a respetarse a sí misma, pero seguía siendo un misterio para ella. El recuerdo de su cuerpo desnudo saliendo del mar seguía tan vívido como aquella soleada mañana. A veces lo buscaba ansiosa por el monasterio y en cuanto lo veía, ante la iglesia o contemplando el acantilado, daba media vuelta, turbada, y se maldecía a sí misma. Después de vísperas seguía acercándose a hurtadillas al borde del risco para escuchar la dulce melodía que brotaba de la flauta y que era rápidamente engullida por el barullo del cercano campamento. En ocasiones el deseo de saber más de él la reconcomía por dentro, y cuando se daba cuenta de su obsesión y de lo que podía implicar…, se asustaba.

Sabía que su nueva situación pendía de un hilo, que podría romperse si se implicaba más con esa enigmática partida de clérigos, el miedo de verse defraudada permanecía agazapado, y cada día lloraba la ausencia de Calhan. Sin embargo, mantenía la esperanza de encontrar un indicio que le permitiera iniciar la búsqueda, había recuperado la paz, y las noches como aquélla tenían un halo mágico y se sentía más que nunca parte de tan singular comunidad. Se sentía profundamente dichosa.

Respiró hondo y esbozó una sonrisa misteriosa para crear expectación.

—Hoy recordaremos lo que los bardos titulan la saga de Finn y los Fionna, aquel legendario grupo de guerreros que recorrieron estas tierras en un pasado muy remoto y vivieron un sinfín de fantásticas aventuras… —Ante las soslayadas miradas de los monjes, asintió satisfecha—. Puede que Eber la conozca… —Su voz enmudeció de pronto: la puerta se había abierto de golpe sobresaltando a la comunidad.

La llama de las lámparas osciló; una fría ráfaga de viento atravesó el refectorio. Brian se hallaba en el umbral con rostro exultante. Berenguer, detrás, respiraba agitado, la cara le brillaba por el sudor y no había duda de que estaba profundamente emocionado.

—¡Lo hemos encontrado! —exclamó el abad mientras entraba en el refectorio. Sus ojos se posaron un instante en Dana, como si fuera una de las respuestas a las cuestiones aún no satisfechas.

Todos se levantaron de un salto. Sólo Michel permaneció en el banco; miraba fijamente a Brian.

—Entonces era cierto… —musitó el monje de Reims haciendo caso omiso a los alegres comentarios de los más jóvenes.

El abad se limitó a asentir y sus pupilas brillaron con un fulgor que impresionó a Dana. Le pareció que en cualquier momento vería caer una lágrima por su rostro.

—¡El viejo plano no era una invención! ¡Existe una biblioteca secreta!

Dana intuyó que se refería a uno de los pergaminos ocultos en la Virgen. El abad se situó en el centro del refectorio e impuso silencio. Hacía mucho tiempo que aguardaba ese momento.

—La noche en que nació Jesucristo, una estrella señaló el lugar a los pastores. Era un presagio de la Buena Nueva. —Esperó a que se serenaran—. Todos sabéis que era esencial iniciar la restauración del monasterio cuanto antes para preservar la nueva biblioteca, pero eso no implicaba que debiéramos renunciar a la búsqueda de lo que pudo salvarse años atrás. —Miró a Berenguer con muestras de reconocimiento—. Desde hace unas semanas ciertos indicios cambiaron la perspectiva de nuestras pesquisas, pero preferimos silenciarlos hasta estar seguros. En esta noche santa, el enigma se ha iluminado por fin y debemos entenderlo como un mensaje de Dios. Nos encontramos en el lugar y en el momento adecuados.

Sin añadir nada más, Brian avanzó hacia la puerta y los demás lo siguieron. Dana quiso acercarse a Adelmo para rogarle que le abriera las puertas de la muralla, pero antes de que pudiera decir nada, el abad se detuvo y la miró con una amplia sonrisa.

—Dana, si has estado presente es porque no debes ser excluida —dijo con solemnidad—. Acompáñanos.

El hermano Michel chasqueó la lengua con disgusto, pero Brian hizo caso omiso. Tomaron antorchas y salieron en silencio. Dana caminaba tras ellos como una sombra, evitando las miradas recelosas del monje de mayor edad. Le dolía su rechazo, pero había convivido con Brian mucho tiempo y deseaba ver el motivo de tanto desvelo; además, debía informar a los druidas de cualquier hallazgo.

La noche era fría. No llovía, pero sintió al momento que tenía la capa empapada de rocío y los pies fríos y mojados por la hierba. Un intenso recelo la atenazó. Aunque tenía permiso para deambular por el monasterio, no había penetrado en aquella sección del edificio desde que se iniciaron las obras. El antiguo scriptorium y el acceso a las plantas superiores era la zona que más temor inspiraba, tal vez por la virulencia con que fue arrasada. Algunos clérigos de Mothair y de los valles vecinos habían sugerido que alzaran el nuevo convento alejado del antiguo túmulo y escaparan así de su maligno efluvio, pero Brian se mostró inflexible. Para él, por motivos no desvelados, el lugar que ocupaban las ruinas era especial.

La montaña de escombros había desaparecido por completo y el techo había sido reforzado. Durante el día, los ventanales en arco, reconstruidos, proporcionaban toda la luz posible en aquella brumosa tierra. Habían bruñido con aceite las losas del suelo y contaban con pupitres para los copistas, mesas de lectura y anaqueles en los que reposaban códices, vitelas, tablas, punzones, cordeles y las herramientas necesarias para la encuadernación. Habían conservado el hogar original para caldear la estancia y combatir el entumecimiento de los dedos de los copistas en los días de invierno.

Todos observaban al abad, expectantes.

—Durante estos meses hemos explorado cada rincón arriesgando incluso nuestra vida —comenzó Brian, despacio. Era importante que todos comprendieran que la búsqueda había consistido en algo más que rastrear entre ruinas en busca de viejos cubículos.

—¡Ha estado aquí siempre, ante nuestros ojos! —indicó el monje catalán, con entusiasmo.

—¿A qué os referís? —preguntó Adelmo, impaciente; su mirada recorría curiosa el espacio buscando la clave que le permitiera entender a qué se refería el hermano Berenguer.

—Las ruinas son sólo una parte de la biblioteca de Patrick O’Brien —afirmó Brian.

—Así es —corroboró Berenguer con una sonrisa triunfal—. Un cascarón de lo que oculta este lugar. Observad los capiteles.

El techo de la estancia estaba sostenido por cuatro pilares en cada uno de los muros longitudinales y cuatro columnas en el centro. Cada uno de los doce estribos tenía un capitel trapezoidal que soportaba las vigas. Dana había visto muchas veces a Brian examinar con atención los relieves erosionados que recubrían aquellos capiteles, pero en ese momento, pulcramente limpios, podían apreciarse los detalles. Se acercó con los demás. Bajo la luz de las antorchas vio figuras geométricas y símbolos similares a los grabados en las piedras de los túmulos.

Los monjes hablaban entre ellos en susurros. Brian efectuó una leve reverencia a Berenguer en señal de que le cedía el honor de revelar el enigma, y éste, complacido, se demoró hasta que la réproba mirada de Michel le recordó el pecado de la vanidad.

—Conocemos el trazado especial de la antigua biblioteca ubicada en las tres plantas superiores. En cada planta el espacio no era diáfano sino que estaba dividido por tres pasillos circulares, concéntricos. El acceso entre los corredores se ubicaba disimuladamente en alguno de los cubículos, distinto en cada anillo. Constituía pues una especie de laberinto. Pero quedaban por resolver dos cuestiones fundamentales: la primera, el porqué de dicho trazado, y la segunda —abrió las manos—, la estancia de los copistas.

—Explícalo, hermano —pidió Roger, nervioso.

—Tras las mediciones del scriptorium y de los cubículos posteriores, en uno de los cuales se halla la escalera, comprobamos que el espacio disponible no se corresponde con el volumen del edificio.

—¿Hay más? —se atrevió a preguntar Dana.

—¡Una cámara oculta! —dedujo, perplejo, el joven novicio Guibert.

—¡Tal vez se salvó del fuego! —apuntó Adelmo visiblemente animado ante el silencio revelador del abad y del monje catalán.

—Pero el tejado cedió hace mucho tiempo…, el edificio ha estado expuesto al agua durante años… —alegó Eber sin tanto entusiasmo.

—Puede ser, pero nos falta encontrar ese espacio que falta… —adujo Berenguer con determinación.

—¿Cómo se accede a ella? —quiso saber el veneciano.

—En primer lugar, debemos comprender la esencia de este edificio —dijo Brian con voz serena—. Aquí se encuentra la clave. —Señalaba el primer pilar del muro, situado junto a la puerta del scriptorium—. En este capitel de la entrada se inicia el camino. Este círculo representa el universo tal y como lo describían los sabios de la Antigüedad… Así es como está distribuido el edificio.

—Semeja el ouroboros… musitó Roger.

Seguido por los silenciosos monjes, el abad avanzó junto al muro y se detuvo en el segundo pilar, oculto en parte por un anaquel. Sólo cuando levantó la antorcha pudieron apreciar la elaborada representación grabada en la superficie del estribo. Varias formas humanas levantaban los brazos intentando escapar de las llamas que lamían sus cuerpos.

Infernus… dijo la voz cavernosa de Michel.

Un repentino escalofrío recorrió la espalda de Dana; empezaba a tener ganas de salir de allí; aquel lugar cada vez se le antojaba más siniestro.

En la siguiente columna aparecía un monje encorvado sobre un pupitre, inmerso en la copia de un manuscrito. El último pilar del muro representaba un libro sobre el tercer peldaño de una escalera en espiral; cualquier dibujo o escrito había desaparecido del relieve hacía años.

—El scriptorium y los libros —dijo Guibert.

Brian asintió satisfecho tras el apunte del novicio y se acercó a las cuatro columnas centrales que dividían la estancia. Los capiteles tenían las cuatro caras a la vista y estaban profusamente decorados, aunque el tiempo había deslustrado los colores que antaño lucieron los relieves.

—Este conjunto de imágenes dispuesto en el centro, el lugar preeminente, representa la bóveda celeste. Dos de ellas contienen referencias a los siete planetas, estrellas y principios que rigen el universo, y las otras representan las regiones celestiales superiores, donde moran las nueve cohortes angelicales según el orden establecido por Dionisio Aeropagita. —Brian levantó las manos para abarcar el scriptorium—. ¡Todo está aquí, a la vista de los iniciados en los secretos de la biblioteca! ¡Se trata de los peldaños de una escalera mística!

—¿Cuál es la razón? —demandó Eber.

—Lo que he tardado casi un año y medio en comprender, y la ayuda del hermano Berenguer ha sido esencial, es que se trata de un sistema mnemotécnico usado por los bibliotecarios para memorizar la distribución de la biblioteca.

El monje catalán tomó la palabra, no sin cierto orgullo.

—Sabemos que la técnica fue inventada hace siglos por el griego Simónides de Ceos y ensalzada por Metrodoro, afiliado a la Academia de Platón, que logró usar los signos zodiacales y las constelaciones del firmamento para perfeccionar su prodigiosa memoria. Cada símbolo dispuesto en los capiteles es, además de una decoración simbólica, una referencia para el bibliotecario y los monjes iniciados.

Llegaron a la parte opuesta del scriptorium, donde estaba la puerta de la cámara en la que se ubicaba la escalera. El abad les mostró la forma esculpida sobre el agrietado dintel. A Dana le recordó una especie de hoja vegetal y algo pulsó en su interior, aunque fue incapaz de determinar qué. Una revelación aún informe comenzó a bullir en su confusa mente.

—Muérdago —señaló Brian.

El eco de su voz se expandió por el scriptorium e invitó a los frates a la reflexión. Debían interiorizar el sentido profundo del conjunto de símbolos.

—La rama dorada de la tradición lírica romana —dijo el hermano Michel, que había interpretado el símbolo con mayor rapidez que el resto—. En la Eneida del romano Virgilio, ese arbusto sagrado fue tomado por Eneas para internarse con la sibila de Cumas en el Tártaro, un viaje al inframundo donde moraban los grandes personajes de la historia desde el inicio de los tiempos hasta su mentor, el emperador Octavio Augusto…

—Para los antiguos paganos —continuó el abad—, que no tenían una idea clara de los cielos, el averno era la puerta a todas las regiones del más allá. El muérdago se sitúa aquí ante la escalera de la biblioteca, desde la que se accede a todo el universo y, según el sistema mnemotécnico empleado por Patrick O’Brien, a todo el conocimiento clasificado.

Berenguer señaló unas marcas debajo del muérdago —estaban tan erosionadas que eran casi indetectables— y aguardó el permiso del abad para seguir hablando.

—Después de incontables horas de observación, hemos descubierto que estas muescas son en realidad una palabra escrita en letras latinas: «Betel» —concluyó Berenguer ante las muestras de asombro de los monjes—. Sí, la escalera de Jacob de la que nos habla el Génesis. Por ella los ángeles bajan a este mundo o ascienden a los cielos.

Tras aquello, el abad, profundamente emocionado, se situó bajo el dintel y sólo prosiguió la explicación tras cerciorarse de que todos escuchaban atentos.

—La biblioteca fue diseñada según el orden del universo, y la clave debe ser estudiada en los capiteles del scriptorium antes de cruzar esta puerta. Empieza en las entrañas de la tierra, donde se situaba el Infernus, y probablemente allí se guardaban escritos paganos, tratados sobre demonología, magia y brujería… El nivel a ras de suelo, el scriptorium, es el lugar de elaboración y copia de los textos —explicó Brian.

Ora et labora musitó Roger.

—La primera planta, cuyos símbolos representan el mundo físico, sería el lugar para los tratados sobre las ciencias compuestas desde el período clásico (geografía, botánica o historia…) y también las artes (poesía, gramática y retórica); todo lo que el ser humano aprende a su paso por el valle de lágrimas. —Brian señaló la primera planta que podía verse a través de los enormes huecos derruidos—. Por encima, en la segunda, las nueve regiones celestes: el cielo visible, los planetas y los astros; el espacio de lo intangible, próximo al mundo de las ideas y lo abstracto, pero aún ajeno a la divinidad. Allí se encontraban los textos astrológicos, de filosofía, de matemáticas, de geometría, los oráculos y las profecías… Y finalmente, en la tercera y última planta, las nueve regiones celestiales invisibles a los mortales, lugar de las huestes que se regocijan con la luz del Creador: ángeles, arcángeles, dominaciones, virtudes, potestades… Las jerarquías de coros que anteceden al trono de Dios. Allí se guardaban los textos religiosos más valiosos: teología, refutaciones, breviarios, obras patrísticas, vidas de santos y mártires.

—En el centro de dicha planta, la Jerusalén celeste, el lugar de los Evangelios —concluyó Berenguer.

—¡Extraordinario! —exclamó Eber poniendo su mano sobre el hombro del joven monje.

—El estado del edificio es calamitoso, pero el abad Brian y yo estamos convencidos de que existían cámaras secretas y cubículos disimulados entre los corredores circulares. Sabemos que hay obras que la prudencia aconseja dejar sumidas en las sombras… —Dana advirtió el brillo cómplice en la mirada de los monjes, pero Berenguer no tardó en concluir—: Desafortunadamente, de todo ello nada queda.

—La escalera parece ser el acceso hacia las regiones superiores, pero no vemos la entrada a las inferiores —musitó Michel con aire misterioso.

—Así es. —Brian sonrió con orgullo—. Eso es lo que hemos averiguado esta noche.

—¿Dónde está? —preguntó Adelmo, ansioso.

El abad señaló con el dedo hacia los capiteles del scriptorium:

—El bibliotecario de Patrick debía conocer perfectamente la distribución de todas las regiones y de todos los detalles representados en los capiteles, incluso los más nimios, antes de acercarse a Betel.

Traspasó el umbral y avanzó por la pequeña cámara, donde una escalera angosta, de piedra ennegrecida, ascendía en espiral y se perdía en las tinieblas. Cada peldaño era una única losa triangular donde apenas cabía la planta del pie. El curvo muro que la sostenía era liso, sin la tosquedad de las viejas paredes exteriores. Los sillares eran regulares y estaban perfectamente encajados. Dana nunca había pasado de aquel lugar y se sintió profundamente intrigada.

Betel facilita el acceso a toda la biblioteca. Como la escalera bíblica, permite el paso de la tierra al cielo. —Brian suspiró, era incapaz de disimular su entusiasmo. Entonces miró con afecto a la anonadada joven y añadió—: Todos sabéis que he pasado incontables horas buscando. Por fin, con la ayuda de nuestro hermano Berenguer, Dios ha iluminado mi entendimiento. —Estaba tan emocionado que no pudo continuar hablando. Se acercó a la escalera y rozó con la mano la base del muro, justo donde se encajaba la losa del tercer peldaño—. Recordad el relieve del cuarto pilar del muro de la entrada… —musitó Brian.

—¡El libro sobre el tercer peldaño! —exclamó Guibert, entusiasmado.

Con esfuerzo, el abad retiró una piedra perfectamente encajada en el muro y luego acercó la antorcha al hueco. Todos vieron una vieja argolla de hierro.

—¡Jesucristo! —exclamó Adelmo.

El veneciano, admirado, efectuó una reverencia ante Brian y Berenguer. Los demás sonreían fascinados.

—Su funcionamiento es simple —adujo el monje catalán.

Tomó la oxidada anilla y tiró con fuerza. Se oyó un eco metálico seguido de varios chasquidos.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber Guibert.

—La argolla tira de una larga cadena que, mediante poleas, llega hasta la puerta oculta y permite levantar la barra metálica que la mantiene atrancada desde el interior.

—¿Conocéis la localización de la puerta? —preguntó Guibert temblando de emoción.

Brian miró al joven novicio que no salía de su asombro. Sabía que estaba experimentando por fin la dicha intensa que todos los hermanos del Espíritu de Casiodoro sentían en su primer hallazgo a la zaga de viejas bibliotecas. Dejó que esa dicha calara hondo en él; la fuerza de esa sensación le serviría para mantenerse firme cuando el peligro que los acechaba pusiera en riesgo su vida.

—Está ante vuestros ojos.