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anta Brígida tañó por primera vez en el
monasterio de San Columbano la tarde del 24 de diciembre del año
del Señor de 997, un año y dos meses después de que la comunidad de
frates arribara allí desde ultramar. Su sonido metálico, de
matiz grave y evocador, se esparció por el paisaje y, al llegar a
Mothair, los campesinos y pastores, desconcertados, levantaron la
cabeza de sus quehaceres. Pocos recordaban el lento toque de una
campana como aquélla en los valles. Los comerciantes aseguraban que
podía compararse en dulzura y potencia con las que resonaban en
Kells y en Kildare y, ajenos a las miradas de preocupación de los
más ancianos, sonreían complacidos.
Dana, tapándose los oídos, permanecía ante el enorme signus aturdida e inquieta por la vibración de la torre y estremeciéndose con cada balanceo de la campana. Brian le había permitido subir con Adelmo y Guibert para comprobar la estabilidad de la estructura. Sentía que había pasado una eternidad desde la llegada de los monjes, con los que había comenzado a comprender el maravilloso secreto que custodiaban.
La colocación de Santa Brígida allá en lo alto había sido una proeza de la que se hablaría durante años. A pesar de su enorme peso, la campana era delicada, cualquier golpe podía agrietarla y estropear su musical tañido. Pero las dudas de los obreros contratados desaparecieron cuando el hermano Berenguer, ante la atenta mirada de Michel, sacó un viejo códice de la capilla.
—Es la copia de un texto de Vitrubio —le había explicado aquel día a Dana—, un arquitecto romano que vivió casi en tiempos de Nuestro Señor. Si algún día viajas a Roma, podrás admirar, semienterrados por doquier, imponentes vestigios del viejo imperio que aún desafían el tiempo y la rapiña. Aquellos titánicos edificios, con columnas y mármoles encastrados, se alzaron gracias al poder económico de sus dirigentes a lo largo de los siglos, pero también gracias a la habilidad de unos pocos arquitectos e ingenieros, herederos del saber griego, que vencieron con astucia el mayor de los problemas: el manejo con precisión de enormes pesos…
Con la sonrisa en los labios, el joven monje catalán le había mostrado una página amarillenta con un dibujo cuidadosamente trazado. Sus ojos brillaban con entusiasmo, casi con devoción, y Dana comprendió qué había movido a aquel apuesto noble a dejar la privilegiada posición de su linaje.
—Éste es uno de los modelos de machinae tractoriae diseñadas para levantar grandes bloques con el menor esfuerzo. ¡Con este artilugio, media docena de hombres bastarán para subir nuestra campana a lo más alto de la torre!
Cuando llegó el día, Dana no quiso perderse la maniobra de izado. La gigantesca grúa constaba de un mástil de troncos unidos con grandes argollas de hierro del que pendía un conjunto de sogas, poleas y polispastos que distribuían el peso. La fuerza motriz la proporcionaba una enorme noria montada sobre un andamio de madera estabilizado en el suelo con piedras y sacos de arena.
—Se llama rueda de pisar —le había explicado el monje señalando aquel elemento similar a un molino de agua—. En el centro se sitúan varios obreros. Con la fuerza de sus pasos hacen girar la rueda y el peso es alzado. Esas palancas del exterior sirven para guiar la carga.
Dana no daba crédito.
—¿Funcionará?
—De segur… —aseguró Berenguer en su lengua madre sin perder la entusiasta sonrisa.
El artilugio había sido construido por herreros y carpinteros bajo la inspección atenta del monje catalán. Tardaron casi dos semanas en levantar la portentosa machina tractoriae según el modelo de Vitrubio, pero bastó una mañana para que, ante la mirada atónita de los obreros y algunos curiosos, Santa Brígida iniciara su ascensión y, lentamente, siguiendo las órdenes precisas del joven monje, se elevara hasta el hueco orientado al este, hacia tierra firme, donde fue colgada a un travesaño para permitir el balanceo.
Finalmente, en la víspera del nacimiento de Nuestro Señor, a la hora tercia, Brian pronunció la bendición y, al balancearse la campana, el badajo golpeó el bronce. Con el primer tañido, los monjes y cientos de almas que poblaban el campamento de los obreros estallaron en vítores y alabanzas.
Dana había vivido ese preciso instante desde lo alto de la torre, profundamente emocionada, y dio gracias a Dios por ello.
Cuando la campana quedó inmóvil, se acercó a la ventana, no sin cierto temor de que inesperadamente basculara, y admiró ensimismada el sereno paisaje que rodeaba el cenobio y los cambios que se habían producido.
Sólo dos días más tarde de la llegada de los frates, Brian había mandado al sagaz veneciano y a Eber en busca de obreros por las aldeas y los pueblos del tuan de Clare y por los reinos vecinos. En apenas dos semanas, casi cien hombres y varias mujeres se presentaron ante las viejas ruinas; la inesperada generosidad de aquellos benedictinos extranjeros les había ayudado a superar viejos temores y supersticiones. El huraño Cormac puso trabas al uso de las canteras de sus territorios, pero por fortuna los druidas guiaron a Berenguer hasta antiguos lugares de extracción en la rocosa región de El Burren. Un generoso donativo aplacó el celo del rey, quien permitió que los carros transitaran por sus caminos hasta las ruinas.
Tras dos semanas reparando socavones y corrimientos de tierra, la carretera a la vieja abadía de Patrick estaba en condiciones para permitir el paso de pesados convoyes que transportaban troncos, hierro, enormes bloques de granito y calizas.
Un gran campamento de tiendas circulares de mimbre y bálago se levantó en la pradera, frente al promontorio coronado por el monasterio; los más viejos alababan su semejanza con las antiguas aldeas que poblaban la isla. Albañiles, herreros y carpinteros trabajaban de sol a sol entre las ruinas, con los materiales y las herramientas traídos desde las poblaciones vecinas. En el campamento se abrieron tabernas y puestos donde carniceros y pescadores ambulantes vociferaban la frescura del género. Tras la puesta de sol, decenas de hogueras brillaban en la oscuridad como un reflejo de los astros celestes en las escasas noches despejadas. Entonces sonaban las gaitas y los tambores, la voz clara de alguna muchacha y los aplausos de los artesanos.
Pero tras aquel ambiente jovial pervivía el temor que aún despertaba el lugar. La dramática destrucción del antiguo cenobio y la muerte sangrienta de los monjes que lo habían habitado, tres décadas antes, permanecía en el recuerdo. La visión del perfil de las ruinas recortándose sobre el abrupto acantilado hacía reverdecer rumores siniestros: sombras que recorrían las ruinas, cánticos u oraciones arrastrados por el viento desde el fondo del acantilado, débiles luces rojizas que flotaban en los límites del bosque… A la vera del fuego, hombres y mujeres narraban con voz cavernosa el testimonio de algún conocido, compañero de obra o pariente, cuyo aspecto, lívido y ojeroso, parecía probar la veracidad del relato. Sin embargo, los salarios, pagados puntualmente por el hermano Adelmo en peniques de plata, opacaron los recelos.
A pesar del bullicio, los monjes siguieron su regla de austeridad y aislamiento. Durante los primeros meses se instalaron en la capilla y en el viejo refectorio. Cada uno se dedicaba a sus quehaceres y oraciones, ajenos a la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Sólo Berenguer, dispensado temporalmente de la disciplina monástica, dirigía a los maestros de obra y capataces y controlaba el avance de las obras; daba la impresión de que podía estar en varios sitios a la vez, siempre en el lugar preciso para corregir o increpar cuando la obra no se ajustaba estrictamente a lo que él había dispuesto.
Los primeros meses se habían empleado en restaurar la muralla. Ahora, reconstruida con tapial de escombros, arena y cal, tenía más del doble de la altura original, un grosor que permitía deambular por encima sin dificultad, y un parapeto defensivo que llegaba a la cintura. El pórtico de medio punto tenía dos hojas construidas con tablas de roble. A los artesanos les extrañaba esa obsesión de los monjes por aislar el monasterio, pero Dana recordaba la sombría conversación de los monjes la noche del primer capítulo y comprendía que protegerse del mal que acechaba más allá de la isla era su prioridad.
La suave cuesta del promontorio, cubierta de hierba fresca en la que pastaban algunos corderos, mantenía su aspecto original. En la cúspide, frente a la cara norte del edificio principal, se habían erigido pequeñas construcciones menores, unas sobre ruinas y otras de nueva factura; se trataba del establo, las letrinas, los baños y los almacenes. El herbolario, más espacioso para tener también la función de hospital, se había reconstruido junto a la torre. Pero lo que más impresionaba a Dana era el trazado de lo que aún estaba por construir. Alrededor del viejo pozo, entre el edificio principal y la pequeña iglesia, grises losas pulimentadas dibujaban un cuadrado perfecto: un claustro aún sin techar y abierto por la cara este, en el que se estaban levantando las columnas. Por él se accedería al edificio principal y a las celdas de piedra en la parte oeste, ya usadas por los monjes desde finales de verano. La parte frontal del claustro se reservaba para el gran templo que pretendían levantar en el futuro y que aparecía marcado con estacas y piedras.
Mientras, numerosas partidas de artesanos y canteros habían centrado sus esfuerzos en el edificio principal. Habían restaurado el refectorio y reconstruido las cocinas anejas. En la parte norte del edificio, la más ruinosa, las obras proseguían en el antiguo scriptorium y las plantas superiores.
Dana recordaba los extraños planos ocultos en el interior de la Virgen negra. El monasterio de San Columbano se ajustaba a un diseño preciso proyectado mucho tiempo atrás. Sin embargo, ninguno de aquellos monjes había pisado ese lugar con anterioridad; ni siquiera el afable Eber conocía la región. Había nacido en la norteña provincia de Ulster, embarcó hacia Iona muy joven y desde allí viajó al continente; nunca había recorrido la agreste región de El Burren y Clare. Sin embargo, y eso era lo sorprendente, no había visto que el joven monje catalán vacilase en ningún momento en cuanto al emplazamiento, el tamaño y la forma de ninguna construcción, ni siquiera de las auxiliares.
Desde lo alto de la torre, Dana observó a Brian abajo; estaba contemplando con orgullo la soberbia campana cuando sus miradas se cruzaron, ella sonrió y él asintió con gesto agradecido. A su lado, Michel estaba tan serio como de costumbre. Un leve malestar germinó en el pecho de la joven. Michel era distinto del resto de los frates, y no solamente por la palidez de su piel y su aspecto inquietante…, un aura oscura lo envolvía. A pesar de su rigurosa disciplina y su concienzudo trabajo de copista, parecía atrapado por un pasado de siniestros tintes. Era patente la desconfianza que aún sentía hacia ella; aunque desde la noche del capítulo no había manifestado nada en su contra, la vigilaba discretamente. Pero los frates tenían una fe ciega en él; Michel era el equivalente a Finn o a Eithne entre los druidas.
Al lado de Dana, el hermano Adelmo abrió los brazos con expresión exultante y exclamó:
—¡Nuestro monasterio será una oración en piedra que perdurará durante siglos!
Dana se volvió y asintió en silencio. Todavía le causaba perplejidad ver a aquel atractivo veneciano, de negros rizos y cautivadora mirada, exaltar sus votos con tanto fervor. Guibert, por el contrario, se movía entre la gente cabizbajo, como si temiera no poder controlar sus ojos ante el insinuante contoneo de alguna sirvienta camino del arroyo.
La mirada de Dana se alejó hasta detenerse en la techumbre grisácea de su pequeña vivienda, en el exterior del recinto, adosada a la muralla, y sonrió. Recordaba los días en que Brian y ella la habían levantado. Qué lejos quedaba aquel tiempo en que reinaba la paz en la planicie y la tempestad en su alma… Por suerte, ya no era la misma, aunque a veces añoraba la soledad. A los ojos de los casi trescientos habitantes del campamento, era una joven sirvienta del monasterio, encargada del huerto y de atender a los hermanos. Algunos sabían su historia, pero la actitud de los monjes contenía las lenguas. Para ella las puertas del monasterio siempre estaban abiertas y no sólo las de la muralla. Pero aunque le permitían estar presente cuando extraían de los arcones códices y viejas vitelas, manejados casi con el mismo respeto que tenían hacia la Eucaristía, ella sabía que sólo había atisbado parte del misterio que envolvía a aquellos monjes y, en especial, a Brian.
El tiempo pasaba y tamizaba sus inquietudes, pero el hermano Michel se encargaba de recordarles a diario que el paso del tiempo sólo los acercaba al inexorable ataque.
En la base de la torre, Brian observaba ensimismado la trenza de cabellos rubios suspendida en el vacío. La expresión admirada de Dana lo colmaba de dicha. Su presencia había introducido un intenso matiz a la austeridad de la regla monástica, el único modo de vida que había conocido.
Le había resultado imposible alejarla cuando llegó la comunidad y había dado gracias al Altísimo de que los monjes, incluso el suspicaz Michel, la aceptaran. En los meses que siguieron, la joven irlandesa había demostrado estar a la altura de lo exigido. Brian siempre encontraba un momento para instruirla en la lectura y ya era capaz de leer lentamente versos de la Eneida de Virgilio y el Fénix del devoto Lactancio. «En sus textos encontrarás una fe firme como la roca y un profundo conocimiento de los clásicos —le había dicho en una ocasión el hermano Michel, que había permanecido escuchando a sus espaldas—. Llegó a ser el tutor de Crispo, el primogénito del emperador Constantino. Esta vitela es copia fiel del poema original…» Las letras se convertían en palabras reconocibles a sus oídos, y lentamente los versos se enlazaron con soltura en sus labios. A Brian le conmovía el giro que Dana había dado a su vida y la lección que Dios le había mostrado. La pasión por preservar los libros no podía hacerles olvidar que el alma humana es infinitamente más valiosa. Él había contribuido a salvar aquélla. La mujer de oscuro pasado, la prostituta, había logrado ganarse el respeto de aquellos rectos hombres de Dios. Además, se esforzaba por implicarse en la vida de la comunidad y ayudaba al hermano Eber en el herbolario. Juntos, siempre en gaélico, desentrañaban las maravillosas recetas del Dioscórides. El hermano irlandés le pedía las mixturas y ungüentos aprendidos en el bosque y sus ojos destellaban admirados ante los profundos conocimientos que aún poseían los últimos druidas de la isla.
—Ahora la prioridad es restaurar la biblioteca —comentó el hermano Michel tocando el brazo del abad para arrancarle de su ensimismamiento.
Brian desvió su mirada; era difícil ocultarle los pensamientos al avezado monje.
—He de reconocer, estimado Brian, que la joven Dana se ha comportado con discreción y recato —comentó Michel en tono impasible pero estudiando la reacción del abad.
—Así es —respondió éste tratando de mantener un tono neutro.
—Pero sigue siendo una brecha por la que el mal puede colarse…
—¡No sigáis, hermano Michel! —exclamó el abad—. ¿Acaso no valoráis su esfuerzo? Ha aprendido a leer con fluidez y respeta nuestro sagrado juramento.
El monje asintió con gravedad mientras observaba a la mujer en lo alto de la torre. Su expresión —impenetrable, fría— impedía dilucidar sus verdaderos sentimientos hacia ella.
—Debes mantener velado lo que sólo los hermanos del Espíritu pueden conocer. Algún día su ignorancia puede salvarle la vida y salvar el monasterio.
Brian estaba de acuerdo; había meditado mucho sobre eso y quería dar un paso más.
—Deseo confiarle mi búsqueda, ella lo comprenderá y…
—¡No! —zanjó Michel con vehemencia—. Deja el pasado enterrado. Sabes que ese camino sólo deberás hollarlo cuando la biblioteca sea inexpugnable. El riesgo es demasiado alto.
La verde mirada de Brian se ensombreció, su intuición le decía que el juicio de Michel era sensato; les había salvado la vida muchas veces en el pasado.
El viejo monje, viendo la lucha interna del abad, le puso una mano en el hombro.
—Debemos permanecer alerta. Faltan poco más de dos años para el final del milenio. Dios te está sometiendo a una difícil prueba que se esconde bajo una cálida sensación en tu pecho… Si flaqueas, el esfuerzo de generaciones de hermanos podría malograrse.
Con una afable palmada, el frate se retiró hacia la capilla para recogerse en oración. Brian permaneció un tiempo inmóvil, con el rostro grave. Sus pensamientos volaron hacia los aspectos menos dichosos de la misión. La restauración del monasterio se estaba ejecutando con mayor rapidez de lo previsto, pero aún quedaban muchas sombras. Todos sus esfuerzos por encontrar la entrada al sid habían resultado infructuosos; empezaban a aceptar que se había hundido bajo el peso de los escombros. El legado del Espíritu de Casiodoro custodiado por Patrick había desaparecido, a excepción del Códice de San Columcille que había permanecido oculto en el monasterio de Bobbio. La fe inquebrantable de los druidas los había empujado a seguir buscando, tratando de comprender las marcas en los sillares y su correspondencia con los planos antiguos. Pero un año era demasiado tiempo.
Dana, desde lo alto de la torre, observó el cambio en el semblante de Brian y sospechó con cierto pesar que ella tenía algo que ver. Comenzaba a comprender el dilema al que se enfrentaba el monje y se prometió aliviarlo demostrando que era digna de compartir el misterio que guardaba celosamente.
—¿Vendrás tras la cena?
Dana dio un respingo y miró al risueño Adelmo.
—Esta noche es especial —prosiguió el monje—. Celebraremos la vigilia a medianoche, mox ut gallus cantaverit, pero después el abad permitirá un momento de solaz y una pequeña copa de vino para celebrar la natividad de Nuestro Señor. —En ese momento su mirada se perdió en la lejanía, a través de las ventanas de la torre, extasiado ante la visión soberbia de los acantilados que se alejaban en ambas direcciones—. La belleza de esta tierra es hechizadora, la envuelve el misterio…
—¿Por qué os ha traído Brian hasta aquí? —se atrevió ella a preguntar—. Supongo que habríais podido instalaros en cualquier otro lugar…
Adelmo se encogió de hombros.
—Todo ser humano guarda secretos. El abad no es una excepción.
Dana no replicó. La misma pregunta y la misma respuesta. Como un absurdo ritual. El hermano Adelmo la miró fijamente; sin duda adivinaba la frustración que la reconcomía, e intentó mostrarse solícito.
—Deseamos contar con tu compañía en esta noche tan especial.
Ella asintió, luego se dirigió hacia la trampilla y descendió de la torre.