Viernes. Inesperado destino
6 de marzo de 2009
Las últimas curvas de la colina dieron paso a un pequeño desvío donde Gonzalo Salazar pudo comprobar, en una minúscula señal, el nombre de la tan recomendada casa rural donde pasaría un tranquilo fin de semana lejos de la ajetreada rutina de su hospital.
El todoterreno 4x4 que guiaba con escasa pericia apenas si se balanceó mientras tomaba la curva, para seguir después circulando por el camino de tierra que surgió tras el desvío. Era una vía bien cuidada, y al parecer transitada frecuentemente a pesar de lo intrincado del bosque. El frescor de la espesura le invadió y, con su mente en blanco, se dejó llevar por la tranquilidad de la naturaleza circundante.
La edificación que se encontró tras la última curva le recordó al antiguo caserío de su abuelo materno, en los confines entre Soria y La Rioja, donde no había vuelto desde su adolescencia. Su abuelo, vencido por una demencia un tanto precoz, se deshizo de todas sus propiedades malvendiendo dehesas y ganados, jugándose al tute los dineros y gastándose los restos en furcias de la calle Montera de Madrid…
«Al menos lo disfrutó», pensó Gonzalo tirando con calculada fuerza del freno de mano tras detener su vehículo en un pequeño aparcamiento de gravilla que el caserío le había ganado al bosque.
Acababa de bajarse del 4x4 japonés, cuando una aguda voz femenina le distrajo del recuerdo de los complicados devaneos sexuales del padre de su progenitora. Su propietaria era una delgada joven que apenas alcanzaría los treinta años y que se encontraba junto al único coche aparcado frente al caserío.
—Usted no es de aquí —dijo con fuerte acento vizcaíno la mujer, una pelirroja de figura estilizada, tez tostada y rasgos duros, mientras analizaba la banderola tricolor verde, negra y blanca que su vecina Sara se había empeñado en colocarle al todoterreno—. ¿Extremeño?
—Trabajo allí —respondió Gonzalo, algo perplejo—. Vengo del norte de Cáceres… Es usted muy perspicaz, no todos conocen esa bandera. —El «usted» le salió bastante forzado, pues no solía emplear tal cortesía casi nunca, y menos con alguien tan joven como aquella mujer—. Mejor dicho, casi nadie la conoce.
Como siempre que se encontraba ante una representante del sexo contrario en los últimos meses, Gonzalo se preguntó si la aparentemente exigua figura de la mujer podría en alguna ocasión serle lo suficientemente atractiva como para mantener una relación carnal. Los redondeados relieves de su apretado jersey fueron considerados más que suficientes por su libido y, como de costumbre, su decisión fue afirmativa.
Después se sonrió.
—¿Vienes a pasar el fin de semana? —inquirió la mujer. Consciente del titubeo del recién llegado, ella había abandonado rápidamente el uso del distante «usted».
—Sí —respondió Gonzalo—, he quedado con unos amigos que van a enseñarme estos valles. Dormiré aquí esta noche.
—Los disfrutarás —sentenció la joven vasca—. El Parque de Valderejo es impresionante, y los valles de las Merindades también; tanto por el entorno natural como por las ermitas y restos arqueológicos. —Hablaba con contenido entusiasmo. A Gonzalo le quedó claro que ella estaba encantada allí—. Y yo entiendo bastante de eso —incidió con expresión inteligente.
La mujer hizo una pequeña pausa para escudriñarle sin pudor. Gonzalo le pareció un hombre agradable. Era relativamente delgado, no muy alto, de cabello oscuro y corto, tez pálida, facciones juveniles y mirada vivaz. No era capaz de definir con claridad su edad, pero le echó unos treinta y tantos.
«No más de treinta y ocho», se dijo.
Solía acertar con los años.
—Fenomenal —dijo él con cierta indiferencia. Estaba algo cansado del viaje y deseaba entrar en el caserío.
—Además, la casa rural está muy bien —prosiguió ella con la misma inflexión vehemente—; es acogedora, está a pocos kilómetros del parque y sorprendentemente vacía en esta época… Llevo aquí un mes y, ya me ves, me moría por hablar con alguien.
El recién llegado correspondió la amable sonrisa que la mujer le brindaba. Se consideraba una persona extrovertida y abierta, pero el desparpajo y la iniciativa de la mujer le aturdieron parcialmente. Además, había algo en ella que le provocaba un cierto grado de ansiedad que le costaba definir.
Sintió su mirada casi atravesándole.
—Pues a mí me dijeron que esta casa rural estaba siempre muy concurrida —comentó Gonzalo sin perder la sonrisa, a pesar de todo.
—Pero no ahora —replicó la mujer intentando mostrarse divertida—. El invierno suele ser temporada baja. Y aquí aún es invierno… te lo aseguro.
Gonzalo la acompañó con una media carcajada de compromiso. Después cerró su vehículo con el mando a distancia, tomó una bolsa de viaje de moderadas dimensiones que había sacado del maletero, y comenzó a caminar despacio hacia la entrada.
El caserío era una construcción de tres alturas, edificada en piedra, de tamaño considerable y aspecto robusto. Sus paredes, que bien podrían tenerse por muros, estaban salpicadas por algunas macetas colgantes repletas de vistosas hortensias, lo que dotaba al edificio de un aspecto limpio y cuidado, y de una sensación de familiaridad propia de cualquier casona particular de las Merindades.
—Subiré mi maleta —dijo Gonzalo—. Mis amigos acudirán esta tarde… Al menos eso creo, pues no he podido contactar con ellos desde esta mañana.
—Yo volveré a Bilbao mañana sábado —informó ella vagamente—. Pero antes debo devolver el coche. Es alquilado.
—¿Estabas aquí sola?
—Puede decirse que sí —respondió la joven—. Vine a concluir un trabajo pendiente que es muy importante para mí.
La frase sonó a final de acto. El silencio se interpuso entre ellos un instante. Gonzalo dudó en preguntar algo más. No quería parecer demasiado indiscreto. La incómoda falta de conversación concluyó en un cordial saludo y, cargando de nuevo con su bolsa de mano, Gonzalo alcanzó la escalera exterior de la casa rural. En un momento, ante el primero de los peldaños, se interpeló a sí mismo acerca de lo que podría hacer durante la tarde y, tras ese mínimo intervalo, se volvió de nuevo hacia la extraña mujer.
—Supuse que eras de allí por tu acento —añadió intentando hacerle ver que se sentía a gusto con su conversación inicial.
Ella, que estaba revolviendo el maletero de su utilitario azul, dejó lo que tenía entre manos, cerró el portón trasero del coche y avanzó hacia la puerta delantera del vehículo, que había quedado entreabierta.
—¿Perdón…?
—Que me imaginaba que eras de Bilbao por tu acento —insistió.
—¿De veras?
—Sí.
—Vaya, qué sagaz…
—No es para tanto. Bueno…, ya sí que subo la maleta a mi habitación —sentenció Gonzalo, y se dirigió hacia la casa—. Nos vemos después, si acaso.
—De acuerdo… Por cierto, ni siquiera te he dicho mi nombre. Pensarás que soy una maleducada…
—No tiene importancia —dijo Gonzalo—. Tampoco yo me he presentado.
—Me llamo Garbiñe Laín —informó ella, sonriendo.
—Yo soy Gonzalo. Gonzalo Salazar —correspondió él, con igual cordialidad, deteniéndose un instante para saludar con la mano; después se despidió sin dejar de caminar hacia el interior del caserío—: Hasta luego entonces, Garbiñe.
Una vez dentro de la casa, Gonzalo atravesó un vestíbulo amplio, de suelo cerámico color tostado y diseño marcadamente rural. Sus paredes estaban pintadas de un tono marfil y habían sido adornadas con un zócalo de madera que ofrecía al visitante un ambiente cálido y acogedor. A la derecha, el vestíbulo se abría a un gran salón donde, al fondo, junto a dos sillones de cuero marrón anaranjado, serpenteaban las llamas de un fuego encerrado en una rústica chimenea de piedra veteada, posiblemente originaria de la sierra de Arcena.
«Bonito lugar», pensó Gonzalo.
La encargada de la casa le abordó, nada más entrar, con una sonrisa en los labios.
—Buenas tardes, estábamos esperándole —saludó, solícita, con un tono estentóreo, bastante molesto para su huésped.
Hablaba con los brazos en jarras y las manos apoyadas sobre sus caderas, sin modificar su rictus previo, una sonrisa de compromiso bastante forzada que le confería un aspecto de relativa simpleza acrecentado por el tono chillón de su voz. Gonzalo le devolvió una sonriente mueca de desconcierto.
—Porque es usted el señor Gonzalo Salazar, ¿no es verdad? —prosiguió ella, ofreciéndole la mano derecha con excesivo fervor comercial.
—Sí, soy yo. ¡Qué eficacia! —exclamó Gonzalo, aún sorprendido por tan precoz recibimiento, mientras correspondía a la mano tendida por la mujer.
—Resulta que no hay ninguna otra reserva para hoy, señor Salazar —explicó ella con insulsa monotonía—. Venga, le tomaré los datos.
—No lo entiendo —se quejó Gonzalo—. Mis amigos reservaron habitación para esta noche.
—Hemos tenido una anulación esta mañana, señor Salazar —explicó la casera.
—Ahora los llamaré —murmuró Gonzalo—. ¿Qué habrá ocurrido?
—Sígame, si no le importa. Rellenaremos la hoja de registro de huéspedes.
La encargada, que era una mujer gruesa, cincuentona, de cabello rubio teñido y cardado, y de cara amablemente rubicunda, le llevó a una pequeña habitación que hacía de antesala a una magnífica cocina de encimeras de mármol y fogones decimonónicos. Enseguida se percató Gonzalo de la limitada capacidad de comunicación de su anfitriona, y comprendió los deseos de conversación de su joven vecina.
Tras el intercambio habitual de documentación y llaves, el huésped Gonzalo Salazar subió a su habitación. Lo primero que hizo tras atravesar la gruesa puerta de madera fue abrir su exigua bolsa de viaje para colocar, desordenadamente, su ropa y complementos en los grandísimos cajones del armario de la habitación. Después fue al baño, pues tenía la costumbre de comprobar que todo en el aseo estaba correcto: el papel higiénico en su lugar, el gel de baño, las toallas… Se sonrió al recordar cómo le había inculcado su exmujer aquel ritual inquisitorio, tal vez en exceso femenino. Le sorprendió gratamente el precinto del inodoro, que retiró con pulcritud, ya que no era algo habitual en otras casas rurales que había frecuentado.
Al cabo de un rato, Gonzalo se había acomodado en una amplia estancia adornada con aperos de labranza, artículos de corte rural y cuadros de fútiles escenas etnográficas propias de aquellos valles, enclaves de naturaleza e historia entre Álava y Burgos como antes le había comentado Garbiñe. La cama, robusta y ancha, decorada con un cabecero de hierro forjado, estaba situada en el centro del cuarto, flanqueada por dos mesillas de madera maciza y cubierta por un edredón bordado a mano que daba la impresión de administrar al durmiente un confortable calor. A la derecha de la cama, un gran ventanal se abría a una vereda empedrada con losas de pizarra que se adentraba en el bosque.
Miró la bandeja de entrada de mensajes de su móvil. Tenía dos mensajes que aún no había leído.
«Vaya, no me había dado ni cuenta», se dijo. Después de abrirlos, comprobó que uno de los mensajes era de sus amigos donostiarras. Le informaban de que habían tenido un percance durante la mañana y lamentaban no poder quedarse a dormir en la casa rural. Quedaban en llamarle, pero aún no lo habían hecho. No estaba claro si podrían verse a la mañana siguiente.
—¡Vaya contratiempo! —se quejó—. Después de un viaje tan largo se fastidian los planes ecológicos.
El otro mensaje solo hacía referencia a una llamada sin respuesta. Era un abultado número desconocido que le sonaba a centralita.
«Parece del hospital», pensó.
Dudó un instante antes de tomar una decisión, pero finalmente eliminó el número sin responder a la llamada.
«Ahora no estoy para nadie».
Regresó al baño y se refrescó el rostro en el lavabo intentando despejarse. Frente a su imagen reflejada en el espejo lamentó su pésima suerte:
«Ya veremos qué hago si no vienen estos».
Salió del baño igual de cansado o más que cuando entró. Volvió la vista a la estancia y acabó por sucumbir a la tentación de aquella cama de notables dimensiones, arrojándose sobre ella con cuidado. Una vez tumbado, se giró buscando una posición cómoda y, casi sin quererlo, dormitó un rato.
Un cálido olor de pan tostado a la lumbre le despertó. La tarde había transcurrido despacio y la llamada que esperaba de sus amigos se retrasaba. Y ni siquiera contestaban a sus mensajes. Además, la mujer de la recepción había confirmado que él era su única reserva de esa noche.
«¿Qué pensarán hacer estos tíos? —se preguntó recordando a sus amigos con bastante mal humor—. No sé nada de ellos. Si no pueden venir pues que lo digan claro».
Algo aturdido por su onírico viaje, y temeroso del aburrimiento, decidió pasar el resto del día en el exterior. Cuando se disponía a bajar al salón, ya en el pasillo y recién cerrada la puerta de su habitación, le sorprendió un tumultuoso griterío proveniente del vestíbulo. Creyó percibir la voz aguda de la encargada, nerviosa y angustiada, junto con un extraño estridor que, tras un momento de duda, identificó como un gemido procedente de la garganta de Garbiñe Laín.
Entonces bajó de forma apresurada las escaleras buscando el lugar de procedencia de los gritos. En el umbral de la amplia puerta que separaba el salón de la entrada, Gonzalo se encontró con una escena bastante desconcertante. Garbiñe se hallaba sentada en el suelo, emitiendo un sonoro jadeo mientras se miraba con gesto desesperado sus manos, aprisionadas en una contractura dolorosa que hacía a sus dedos tomar la forma de una garra. Junto a ella, de rodillas, la encargada intentaba saber cuál era el mal de su huésped mientras sus gruesos dedos intentaban marcar nerviosamente el número de teléfono del servicio de emergencias. Al lado de la joven vasca observó un rebujo de papeles que le pareció una carta arrugada junto a su sobre.
—Déjeme, señora, soy médico —ordenó Gonzalo, de forma imperativa.
La aterrada encargada se apartó enseguida, tranquilizada por aquellas palabras que le sonaron a cantos celestiales. Gonzalo tomó una de las manos de la joven y, apretándole la palma con cierta energía, pudo deshacer durante un rato la forma de garra que la mano había adquirido. Una somera exploración le bastó para comprender que la joven se encontraba sumida en una angustiosa crisis de ansiedad.
—Por favor, traiga una bolsa de plástico —requirió con autoridad. La casera le obedeció más rápido de lo que el médico hubiese esperado.
Una hora después, tras apurar el aire de la bolsa y disolverse en su saliva una pequeña cápsula que el médico le había situado bajo la lengua, Garbiñe se encontraba infinitamente mejor, repanchigada en uno de los sofás del vestíbulo, enfrente de una taza de cacao caliente y ensimismada ante las tonalidades naranjas de la relajante hoguera que crepitaba junto a ellos.
A su lado, Gonzalo murmuraba frases afectuosas, vanas e intrascendentes, frecuentemente utilizadas en sus días de guardia en el hospital cuando se le presentaban casos similares.
—Vaya espectáculo que os he dado —se lamentó la joven—. Lo siento.
La disculpa de Garbiñe llegó después de un rato, cuando se dio cuenta de que casi volvía a ser ella misma. No obstante, su propia voz le sonó todavía distante, distorsionada por la sequedad de su pastosa lengua.
—No importa, Garbiñe —afirmó, tranquilizador, Gonzalo—. Ha sido solo un mal momento. Puede pasarle a cualquiera.
—¿Qué es lo que me has dado?
—Es un tranquilizante muy suave. A veces lo llevo porque me ayuda a dormir en situaciones de mucho estrés —explicó el médico.
—Te aseguro que… que yo no soy así —se justificó Garbiñe, dando muestras de estar aún avergonzada—. Jamás me había pasado algo similar. Empecé a respirar y no me entraba el aire. Es inaudito…
—Te repito que no pasa nada, Garbiñe. De verdad… No le des más vueltas. A veces, a todos nos pueden los nervios —sentenció Gonzalo.
—Tú no lo entiendes —gruñó con acritud—. Me está pasando algo espantoso. Es increíble pero…
Las pupilas de la joven brillaban como pequeños alfileres puntiformes.
—Podrías contármelo… si crees que así te sentirás mejor —aconsejó el médico al ver que la joven no concluía su frase—. Soy un extraño, y cualquier secreto estará bien guardado en los confines del valle del Jerte. —A pesar de la sutil ironía, su ofrecimiento era, sin embargo, amable y sincero—. Además, recuerda que soy médico y nuestro código deontológico nos obliga al secreto profesional… Piensa en mí como si fuera un cura.
—No sé. —Un hondo suspiro acompañó sus palabras. Su gesto revelaba múltiples dudas. Hablaba casi en un murmullo difícilmente audible—. La verdad, no sé si debo…
A pesar de su recién adquirida tranquilidad, sus ojos seguían mostrándola apesadumbrada. El médico le sonrió.
—Es igual, Garbiñe. No te mortifiques. Si quieres hablamos de otra cosa —propuso—. Total, mis amigos no me han llamado, y me veo cenando hoy aquí. Podemos hacernos compañía.
Ella sonrió con tibieza.
—¿Son médicos?
—Sí…, bueno, en realidad mi amigo es el médico. Viene, o debería venir, con un par de amigos suyos, pero no sé a qué se dedican ellos.
—¿Sabes por qué no han llegado?
—La verdad es que últimamente estoy más que perdido —confesó Gonzalo—. También tengo mis problemas, y ni siquiera confirmé que vendrían. Al parecer olvidé responder a un mensaje suyo de esta mañana.
—¿Viven por aquí?
—Son donostiarras —respondió Gonzalo—. Mi amigo es el doctor Lucio Elizondo, jefe de urgencias de una clínica privada en San Sebastián.
—¿Cómo le conociste?
—Le conozco desde hace unos tres años, cuando coincidimos en un simposio médico en Viena —explicó el médico—. Teníamos pendiente una visita en común a estos bosques… Siempre me han atraído las Merindades y los bosques alaveses. La última vez que hablé con él le pedí que viniera a darnos unas conferencias. Le pareció bien citarnos en una casa rural de estos valles y así, amén de concretar su visita a nuestro congreso regional, de paso, aprovecharíamos para hacer turismo.
—Es una buena idea.
—Lo sé.
—Sería muy mala suerte si no aparecen —apuntó Garbiñe—. Habrías hecho un largo viaje en balde.
—Ya me ves —lamentó Gonzalo—. Soy un desastre organizando mi vida.
—Ya veo.
El médico hizo una pausa. Ella parecía mucho más sosegada. Su silencio duró lo justo para no convertirse en incómodo.
—Me dijiste o entendí que eras guía turística… o arqueóloga, tal vez —inquirió Gonzalo—, ¿o me lo estoy inventando?
—Algo así —contestó, sonriendo, ella—. No vas mal encaminado. En realidad soy historiadora y filóloga, pero me dedico al mundo de la paleografía medieval. Ahora está de moda llamarnos medievalistas.
—Vaya, esto sí que es una coincidencia —exclamó Gonzalo con inflexión jactanciosa—. Aunque soy médico, en mis ratos libres estoy estudiando Historia Medieval en la UEX, la Universidad de Extremadura.
Garbiñe le observó entre incrédula y divertida.
—No sé si creerte —objetó sonriendo—. Parece una argucia para engatusarme… Y no estoy para esos juegos de momento.
—Pues es completamente cierto. La verdad es que últimamente he tenido varios problemas —el médico intentó explicarse—. Bueno, ya que estamos de confesiones, te lo cuento todo y en paz… Mi mujer me dejó hace menos de un año. —La inflexión de su voz y la lentitud con la que hablaba dejaban en evidencia que Gonzalo se avergonzaba de aquel suceso de su vida. Sin embargo, había algo en la medievalista que le instaba a abrir su corazón—. Estaba algo estresado con el divorcio y, ya que la Historia siempre me ha gustado, decidí matricularme en la UEX. Eso me sirvió para evadirme y, de paso, era una forma de conocer gente. El ambiente del hospital me agobiaba un poco; parecía que tuviera que dar cientos de explicaciones a cada paso. Y menos mal que no teníamos hijos, que si no… Es un hospital comarcal, ya sabes, en una pequeña ciudad de provincias, con sus cotilleos… un rollo.
La medievalista vasca sonrió.
—No es como Bilbao, ¿verdad?
—Desde luego que no —respondió Gonzalo pausadamente, mascullando las palabras—. Entiendes ya lo del tranquilizante, ¿verdad?
—Sí, claro que lo entiendo.
—Y entonces, ¿me contarás qué es lo que te preocupa tanto? —insistió Gonzalo de nuevo. Siempre había sido bastante cotilla.
—Pues…
En cierto modo, lo que el médico deseaba era mantener abierta una conversación que percibía gratificante. Desde que en su último año de trabajo en uno de los grandes hospitales madrileños contrajera matrimonio con la que ahora era su exmujer, era la primera vez que sentía una corriente de empatía como aquella.
Era como volver atrás. Desde su adolescencia le gustaba analizar cómo encajaba su propia personalidad con la de quienes le rodeaban. Le gustaba aparentar imparcialidad con su otro yo, pero lo que hacía en realidad era juzgar quién merecía participar de sus pensamientos y quién no. Tal vez solo fuera el mecanismo de defensa de un muchacho enclenque y desgarbado; pero, ya en su madurez, Gonzalo consideraba que tal comportamiento le había sido muy útil a lo largo de toda su existencia. Era una especie de clasismo intelectual aberrante difícil de explicar, pero sin él no habría podido soportar el vergonzante despecho de su reciente divorcio.
Para su sorpresa, Garbiñe había superado con rapidez y suficiencia aquella especie de prueba de valor como si hubiera formado parte de su vida desde mucho antes. Le habían bastado unos pocos minutos para considerarla suficientemente adecuada para compartir la mayor parte de sus inquietudes, y eso le instaba a inmiscuirse, tal vez demasiado prematuramente, en las de la medievalista.
—Bueno, ¿qué me dices, «colega»? —exhortó Gonzalo sonriendo.
Garbiñe titubeaba. Apenas acababa de conocerle y, a pesar de la inesperada corriente de simpatía sentida, una sombra de desconfianza recorrió de nuevo sus todavía dispersos pensamientos. Gonzalo la miraba expectante, pero paciente, sin hostigarla. Con sus cálidos ojos, que se acompañaban de un gesto amable y conciliador, el médico pretendía que ella le considerara lo suficientemente cercano como para confiar en él.
Los segundos de incertidumbre de la medievalista se le hicieron casi interminables mientras ella escrutaba esa afable mirada intentado descubrir el porqué de su interés. No obstante, el médico no parecía ningún espía de su temida fundación.
—Vamos a mi cuarto —exclamó finalmente ella, de una forma un tanto impulsiva, dando muestras de que a la postre había resuelto su dilema—. Tal vez tú entiendas mi angustia. Al menos eres casi un historiador…
Se levantó como un resorte, animosa y sonriente como si la reciente crisis de ansiedad ya fuera parte de un lejano pasado. Una vez en pie, se quedó un instante absorta en la carta que tenía entre las manos. Entonces la arrugó con rabia contenida convirtiéndola en una pelota de papel, y la guardó en el bolsillo de atrás de su vaquero.
—¿Entonces? —volvió a incidir él.
—Entonces, nada —sentenció ella—. Venga conmigo, doctor. —Sus ojos brillaron, todavía marcados por un punto de furia que iba, poco a poco, siendo controlada—. Sígame.
Y salió caminando apresuradamente hacia la escalera que conducía a los dormitorios de la casa rural sin darle tiempo a responder. Gonzalo la siguió sin tener claro qué era lo que le iba a mostrar. Por un lado, la mujer le generaba una extraña atracción; por otro, un recelo que se mezclaba, en cierto modo, con algo de temor. Sin embargo, en otros momentos de su vida sus apuestas vitales habían salido bien, y en esta ocasión no tenía por qué ser distinto.
—¡Vamos, que te quedas atrás, doctor Salazar! —le gritó Garbiñe, desde el primer recodo de la escalera.
—¡Voy!
Era bastante evidente que la lingüista vasca ya había tomado la determinación de confiarse al galeno extremeño. Él subió tras ella saltando de dos en dos aquellos peldaños de madera de roble con la rara sensación de estar abriendo una caja de Pandora que podría no saber controlar.