El pergamino de Sepúlveda

José María Gutierre de Lara los recibió amablemente en el portalón de su blasonada casa. Era temprano para ser sábado, pero ya habían pasado más de tres horas desde que el segoviano se había puesto en pie y comenzado las diversas actividades que ocupaban sus días de asueto.

Era un hombre alto de complexión atlética que conservaba parte de la corpulencia que en su juventud le había acompañado. Tenía unos setenta años muy bien llevados, pues mantenía activas la mayor parte de sus aficiones, tanto las intelectuales como las físicas. Su cabello, completamente cano, había sido cortado a cepillo y con máquina, en un estilo casi militar que le concedía un rostro agradablemente rectilíneo y someramente endurecido, que mostraba los surcos de las arrugas de un hombre de carácter reflexivo pero alegre. Iba, como siempre, pulcramente vestido y con la barba muy rasurada, adecuadamente suavizada con el agradable perfume de una loción de afeitar de una marca de primera calidad.

«Un caballero de Castilla —pensó Gonzalo nada más conocerlo».

Garbiñe le saludó con un caluroso beso en la mejilla y Gonzalo le ofreció un cordial apretón de manos.

—Este es Gonzalo, un amigo médico que me está echando una mano en un asunto muy peculiar —presentó ella.

—Encantado —saludó José María—. Ya se me hacía que tardabais mucho. Ha pasado un buen rato desde que me llamaste.

Gonzalo estrechó su mano.

—Tuvimos un pequeño contratiempo en un socavón al dejar la carretera en Bodeguillas; casi pensé que había partido el coche por la mitad… Rozamos los bajos y tuvimos que parar en una gasolinera un rato porque vi saltar un trozo de coche y pensé que había roto el tubo de escape.

—Pero no pasó nada —intervino Garbiñe concluyendo la narración del percance—. Sea lo que fuera lo que se desprendió del coche, no era imprescindible.

Gonzalo dirigió su mirada entonces a los antiguos ornamentos de la casa del archivero.

—Su casa es impresionante; bueno, la ciudad en general es preciosa, y el entorno del río es sencillamente espectacular —declaró intentando mostrarse amable.

—Todo esto pertenece al Parque Natural de las Hoces del Duratón —explicó José María, hablando muy ufano, orgulloso por el ecosistema de su comarca—. Son más de cinco mil hectáreas que se extienden por los términos municipales de Sepúlveda, Sebúlcor y Carrascal del Río. El río Duratón es el eje del parque. Sus recovecos son de quitar el hipo. Lo mejor de la provincia de Segovia… Para mí, claro, que soy de aquí.

—Cada vez que vengo a verte, más me impresiona todo esto —apuntó Garbiñe sonriente—. Es precioso.

—Pero ya no vienes tanto, amiga mía —recriminó sin profundizar en el reproche, el segoviano. Parecía, más bien, una reflexión repleta de nostalgia y cariño—. Y se te echa de menos.

—Ahora vendré más veces, José María; ya lo comprobarás —le garantizó ella.

—Bueno, bueno, no exageremos… Pero entrad ya, chicos. —Atravesaron el umbral hacia un amplio vestíbulo de paredes de piedra grisácea—. Lo mejor es que subáis a mi despacho, Garbiñe, arriba a la derecha —sugirió—, tú ya te lo sabes. Haz de guía para Gonzalo. Yo voy a decirle a Elisa que estás aquí, y que nos prepare un café y unas pastas caseras, ¿queréis?

—Elisa es su mujer —aclaró Garbiñe—. Así que hay que decir que sí, Gonzalo; si no, la buena de Elisa se sentirá ofendida. Es muy insistente.

—Os quedaréis a comer, ¿verdad?

Garbiñe miró a Gonzalo con una mueca inquisitiva.

—El problema es que tenemos que estar en Plasencia esta noche —apuntó él, a modo de disculpa—. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor… El lunes tengo guardia.

—No importa —asumió el segoviano—. Haced lo que debáis.

Muy poco tiempo después se encontraron en el amplio despacho de su anfitrión, junto a una gran estufa de metal que se alimentaba de tocones de madera de encina y pino. Era una estancia grande y agradable, de suelo entarimado, con muebles de madera estilo castellano, y repleta de libros por todas partes. Un par de sillones de cuero, no demasiado grandes, y una pequeña mesita de madera fue lo primero que se encontraron junto a la estufa, nada más entrar. Más allá, ocupando la mayor parte de la habitación, y dispuesta junto a una ventana enrejada, estaba la mesa de despacho, que se veía muy amplia, a pesar de estar cargada de varios libros, dos botes llenos de lapiceros y bolígrafos, varios folios, un cuaderno de anillas y un ordenador portátil. Esa mesa representaba el mundo intelectual de José María, pues era el lugar donde trabajaba casi a diario el historiador jubilado.

Garbiñe se sentó en una sólida silla de madera, del mismo estilo castellano que todo el mobiliario, frente a su viejo amigo, que acababa de subir y había ocupado su habitual posición en la mesa de despacho, sentado en un cómodo sillón de madera de cerezo cuyos brazos y respaldo habían sido recubiertos con cuero acolchado.

Entonces, amparada por esa sensación de confortabilidad que la casa del historiador segoviano siempre transmitía, la medievalista comenzó a relatar las últimas peripecias vividas. Mientras, Gonzalo se quedaba en un segundo plano, en uno de los sillones de cuero de la entrada, escuchando con avidez a su joven «protegida».

El gesto del viejo historiador se tornaba cada vez más preocupado a medida que avanzaba la narración de su pupila. Al principio callaba, pero poco a poco fue intercambiando con la joven medievalista información y datos de todo tipo acerca de epístolas, documentos, cartularios, pergaminos y bestiarios de los siglos VIII, IXX. En ocasiones, Gonzalo se perdía entre tantos nombres en romance, latinajos varios y fechas contrapuestas, pues sus conocimientos apenas si sobrepasaban los de un mero aficionado a la historia.

—Querida, tu códice es un tesoro que pesa demasiado… —murmuró, en un momento dado, el historiador segoviano.

—Lo sé, José María, lo sé —respondió ella, en voz baja, como si estuviera hablando consigo misma—. Tal vez sea demasiado tarde para cambiar mi apuesta, o tal vez no; pero, al menos, ya sé a lo que me enfrento… —La expresión de su rostro denotaba cierto cansancio, pero el brillo en sus ojos daba fe de su fuerte determinación—. Lo sé de sobra.

El historiador sonrió.

—Te mostraré algo, Garbiñe —dijo—. Lo guardaba para ti.

Se levantó y tomó una pequeña llave que colgaba, casi imperceptible, de un minúsculo gancho en la pared. Entonces se dirigió a uno de los laterales de la librería que Gonzalo tenía frente a sí.

—Es mi pequeño secreto —dijo mientras introducía la llave en lo que parecía el canto de un grueso libro de mapas del siglo pasado. Sorprendentemente, el canto se abrió y dejo a la luz varios manojos de pergaminos.

—¡Vaya! —exclamó ella—. Es un buen lugar para esconder secretos.

—Este no podré dártelo, querida niña —comentó José María mientras extraía, y exhibía, uno de los hatillos de pergaminos—; pertenece al archivo de la villa. Pero estoy casi seguro de que se corresponde al cien por cien con el texto del siglo X que se intercala en el códice eusquérico que tú posees. Son el mismo manuscrito que alguien ha partido en dos. Observa la última hoja. —El archivero mostró a Garbiñe un deteriorado renglón al final de una de las páginas del documento. Ella se acercó más—. Su escriba es un monje guerrero coetáneo del conde Fernán González que firma como J. Azcenariz de HMkOa.

—Cierto… ese mismo nombre aparece también en mi manuscrito. Mezcla caracteres griegos y latinos.

—Pero, a diferencia del texto del siglo IX de tu escriba, el eclesiástico… ¿Cómo era?

—Gumessandus. El arcediano que firma mi manuscrito se llama Gumessandus —aclaró Garbiñe.

—Gumessandus… eso es. Pues bien, a diferencia de Gumessandus, este J. Azcenariz no hace excesivo hincapié en el poder batallador de un ser humano legendario determinado, sino, más bien, en el poder de las armas que porta… —Garbiñe asintió en silencio. Estaba de acuerdo. Esa consideración, que ahora compartía con José María, le había ayudado a separar los dos manuscritos—. Unas espadas forjadas en el corazón de Castilla por nobles hombres muy luchadores, pero sin estigmas sobrenaturales aparentemente.

—Las espadas de Dios y de Castilla… Jaungoicoa eta Gaztela —completó Garbiñe—. Y bilingües, de nuevo, romance y eusquera…

—Aunque para tu Fundación Ikastuna eso sea muy importante, para mí es discretamente anecdótico —objetó el archivero—. Lo más importante de todo es el concepto. La lengua, aunque tenía su valor, no era de vital importancia, pero sí lo era el mensaje de resistencia de los pueblos cristianos del norte. Mensaje de origen indeterminado, o confluencia de distintas corrientes de pensamiento de toda la península ibérica. Es importante comunicárselo a todos, y por eso el empleo del eusquera en los condados perdidos del norte de Castilla era intuido por muchos. —José María volvió de nuevo a su sitio. Sus invitados esperaron en silencio. Parecía que aún no había acabado su argumentación. Una vez sentado en su confortable sillón, garabateó una cruz en su cuaderno y continuó hablando—. Ya te he hablado en otras ocasiones de los movimientos de resistencia de los cristianos mozárabes en al-Ándalus…

—Por supuesto.

—Muchos historiadores piensan que de ellos surge el concepto de Reconquista.

—Lo sé.

—Pues te resultará muy interesante conocer la existencia de algunos pergaminos que hablan de ciertas espadas sagradas que los mozárabes emplearon durante los primeros siglos de la invasión musulmana para sus rebeliones… Esas armas fueron de una ciudad a otra siempre envueltas en misterio. La cohabitación con el islam no fue del todo agradable en esos momentos; lo malo es que la rebelión de estos mozárabes pronto se diluyó, dividiéndose en varias corrientes metodológicas. Unos siguieron con la guerra de guerrillas y otros no. Ya conoces la resistencia pasiva de San Eulogio y Álvaro Paulo de Córdoba[22]; si hubieran vivido en el siglo XX serían apóstoles de la «no violencia» como Gandhi. Sin embargo, han quedado casi olvidados bajo el peso de la falacia de la tolerancia islámica…

—Es un placer escucharte hablar —intervino Gonzalo—. Cualquiera podría aprender contigo.

—No exageres…

Garbiñe se restregaba los ojos con sus dedos anulares en un gesto que Gonzalo empezaba a reconocer como típico y que realizaba cuando estaba concentrada y meditabunda.

—Entonces tenemos claro que hay dos manuscritos: el original de Gumessandus, escrito a mediados del siglo IX, y una copia o algo similar de finales del X

—No sé quién o por qué deshizo este segundo texto en varias partes y colocó una de ellas junto al documento primigenio, al que obviamente parece continuar y complementar —comentó el archivero segoviano.

—Yo tampoco lo sé. Tal vez fue el mismo jaun[23] Azcenariz el que lo hizo.

—Tal vez…

—Y el estigma ese, el poder sobrenatural del que habla el primer manuscrito —terció Gonzalo, que estaba francamente impresionado con los conocimientos del archivero—. ¿Cómo lo explicáis?

—Ni yo ni Garbiñe creemos excesivamente en eventos mágicos, Gonzalo. Pero sí en el conocimiento de las personas, aunque sean gentes del medievo —contestó él mirando a su joven colega, que simultáneamente le ofrecía un gesto de afirmación—. En los primeros años de la Reconquista, los monasterios apoyaban con su fe y sus armas las repoblaciones. La mayor parte de ellos habían sido edificados en las cercanías de eremitorios, en lo más profundo de los bosques, rodeados por una rica y diversa vegetación. Los monjes tenían grandes conocimientos sobre micología, botánica, alquimia… Posiblemente, hubo alguno que dio con una sustancia estimulante.

—¿Pero no podría esa sustancia estimular solo a un determinado guerrero? —preguntó Garbiñe.

—Extraña teoría, más difícil de explicar.

—Sin embargo, es lo que se deduce del escrito de Gumessandus —insistió ella—. Es como si uno de los héroes respondiera de forma individual a ese estímulo. —Recordó la anécdota de la biblioteca con un escalofrío—. A lo peor, mis antiguos colegas de la fundación también están investigando esto…

—No sé, querida —dudó José María—; me parece que ya tienen suficiente con el asunto lingüístico. Por lo que me has contado, ningún nacionalista vasco radical desearía ver publicado ese manuscrito prohispanista redactado en eusquera… Precisamente en eusquera.

—Sería algo… genético —insinuó Gonzalo, después de analizar todo lo que había escuchado—. Un rasgo genético que hace responder a un individuo de una determinada manera frente a una determinada sustancia. Igual que existe determinación genética para ciertos tumores, también la puede haber para el metabolismo de ciertas sustancias… De hecho, es que la hay, y podría nombraros una decena de enfermedades y síndromes…

—Te sale la vena médica —comentó José María.

Gonzalo miró a su amiga. Garbiñe se encogió de hombros con un gesto combinación de duda y sorpresa. Parecía que la explicación del galeno le había resultado bastante adecuada. Al menos era algo creíble y le cuadraba con lo que había leído en el manuscrito.

Casi habían concluido con su conversación cuando abajo, en la cocina, la mujer de José María, los llamaba para tomar el café y las pastas.

Antes de bajar las escaleras, el historiador se acercó a su joven amiga como si quisiera cuchichearle un secreto. Gonzalo, que se había percatado del gesto, comenzó a bajar las escaleras con discreción para facilitarle la tarea a José María.

—A propósito, Garbiñe, tenía guardada otra sorpresa para ti —susurró—. No sé cómo he podido aguantarme hasta ahora…

—¿Qué es?

—Siempre he pensado que eras especial, querida.

—Desembucha, José María. Me tienes en ascuas.

—He descifrado el nombre completo del escribano de mi texto.

—¿Azcenariz? Ya lo sabíamos, ¿no?

—Su nombre completo —replicó con tono incisivo el archivero señalando un folio donde estaba escrito el nombre—: Jaun Azcenariz de HMO.

—Ya lo veo, José María —respondió ella—. Grafía latina y griega como si el escriba pretendiera ocultar su identidad.

—¡Exacto! —vibró el archivero—. Y el nombre que el noble escribano quería ocultar es Jaun Azcenariz de Huarte-Mendicoa… —El archivero le dirigió una sonrisa cómplice que se aderezaba con unos ojos abiertos y brillantes; animado por el gesto de desconcierto de su pupila, y con la sensación de estar ante un extraño misterio de la historia, añadió con voz engolada—: ¿No te sientes ahora como una verdadera elegida, Garbiñe Laín de Huarte-Mendicoa?

Ella no supo contestar. Tan solo se encogió de hombros con la dudosamente agradable sensación de estar siendo manipulada por el destino. Por suerte, la voz de Elisa la rescató, cálida y afable, de sus elucubraciones, y corrió escaleras abajo para abrazarla como si con aquel gesto pudiera evadirse de la locura vivida en las últimas horas. Su anfitriona no supo el porqué de tan caluroso abrazo, pero se dejó llevar por la joven, y correspondió con su afecto a la angustiada medievalista. Escaleras arriba, con un gesto algo menos místico y bastante más preocupado, José María se vio asaltado por un mal presentimiento.

—Ahora, todos estamos en peligro —murmuró.