La fundación

El despacho no era demasiado grande, ni estaba suficientemente ventilado, ni había sido armoniosamente decorado, ni estaba convenientemente iluminado; pero todo aquello era lo de menos. Pedro María Elorza lo había asumido desde que consiguió que le escogieran para dirigir la coordinación de la Sección de Lenguas Medievales de la Fundación Ikastuna[10].

¿O tal vez fue ese puesto, otrora muy apreciado, un regalo envenenado? En los últimos días, los mensajes recibidos en su correo electrónico le habían conducido a un particular purgatorio de dudas que le impedía conciliar el sueño adecuadamente. Y la ansiedad era un mal aliado para un ratón de biblioteca, cuarentón y pusilánime como él. Quizás todo lo que le habían enseñado, los libros que había manejado, su propia tesis… todo encerraba una falacia que había preferido omitir en virtud de su propio beneficio curricular.

—En fin —se dijo en voz alta mientras dejaba sobre la mesa una cartera de piel marrón de una conocida y lujosa marca de complementos y se atusaba su encanecida y lacia cabellera—. Trabajemos un rato.

Desde su más tierna infancia le gustaba escucharse cuando, estando solo, los demonios de las pesadillas infantiles le asaltaban. Daba igual que fuera en su cama, durante las oscuras noches de invierno, o en el salón de su casa, en una de las numerosas tardes en las que sus progenitores le abandonaban a su suerte en manos de una no siempre grata niñera. Pareciera que el sonido de su voz aplacara esos miedos al retornarle a una realidad evidente y protectora, especialmente en aquellos momentos en los que los espectros se le presentaban insistentes y su pensamiento, desarmado por el silencio, era incapaz de hacerlos desaparecer.

«¡Vamos allá!».

Esa tarde, en la soledad de su despacho, su propia voz le sonó tranquilizadora y controló parcialmente las elucubraciones que le angustiaban.

Encendió el ordenador y, mientras el sordo sonido del arranque desentumecía sus circuitos, el filólogo medievalista subió completamente la persiana de la única ventana que había en su minúsculo despacho. Sin embargo, con aquel gesto apenas si conquistó un poco más de luz para la estancia, pues la habitación estaba situada en la planta baja de un majestuoso y vetusto edificio decimonónico, en el corazón del elegante barrio vizcaíno de Neguri. Además, amén de su más que escasa dimensión, la ventana se abría a uno de los jardines interiores de la finca, el más pequeño, húmedo y oscuro de todos.

Posiblemente, aquel despacho se correspondía con lo que, en los mejores momentos del palacete, debía de haber sido una de las habitaciones del personal de servicio. No obstante, de acuerdo con la historia de la fundación, aquella organización de corte doméstico y familiar le había durado muy poco tiempo al edificio, ya que la finca pasó a ser una parte principal del patrimonio de la fundación apenas transcurridos diez años desde su construcción. Y nada más pasar a ser propietarios, los patronos de Ikastuna instaron a la modificación de los espacios y a la transformación de la mayoría de las estancias en despachos, bibliotecas y salas de reuniones.

Obviamente, el reparto de las nuevas instalaciones no había sido realizado con demasiada equidad a los ojos de los miembros de la Sección de Lenguas Medievales. Pese a todo, Pedro María Elorza se había acostumbrado a su pequeño rincón porque disfrutaba de una apetecible intimidad y, desde luego, no se podía quejar de que el ruido le provocara distracciones en su trabajo.

Al final, con eso se contentaba.

Después de echar una mirada al lóbrego rincón del jardín que disfrutaba desde su ventana, dirigió sus ojos a la pantalla del ordenador. Unos cuantos clics del ratón le llevaron hasta una carpeta de documentos que mantenía oculta.

En la pantalla, una ventana del sistema operativo Windows le pidió una clave. El profesor Elorza tecleó la fecha del primer encuentro sexual de su postadolescencia, y finalmente llegó a su destino virtual en lo más secreto de su computador personal. Una sutil presión de su índice sobre el botón izquierdo del ratón abrió ese archivo de imagen que le había traído de cabeza en los últimos días. Una vez abierto, el icono se convirtió en una fotografía de lo que parecía ser una página de pergamino perteneciente a un códice de la Alta Edad Media.

Suspiró con pesadumbre. Su antigua pupila, Garbiñe Laín, una joven y perspicaz filóloga, experta en eusquera antiguo y lenguas romances medievales, se la había remitido desde un lugar indeterminado de la provincia de Álava. Junto al archivo de imagen, la mujer había incluido un mensaje de correo electrónico un tanto provocador.

Movió el ratón de nuevo y centró la imagen del pergamino en la pantalla.

Junto a unas coloreadas y vistosas imágenes de bestias inconcretas, llenas de reminiscencias mozárabes, se encontraban dibujados sobre la hoja ciertos símbolos de aspecto prerromano, posiblemente de origen céltico o celtibérico. Pero los chocantes aspectos paleográficos del manuscrito eran algo mucho más inaudito para el medievalista que aquellos vibrantes dibujos. El texto estaba conformado por dos párrafos consecutivos entre los que se situaba la imagen de una torre. Su morfología le recordaba a los textos carolingios de mediados del siglo octavo, pero, con todo, lo especial era el idioma.

—Eusquera —se dijo con un indefinido gesto entre ilusionado y apesadumbrado—. Es eusquera, sin duda…

En efecto, los dos párrafos estaban en su totalidad escritos en un idioma eusquérico, mientras que en los márgenes del pergamino apenas aparecían escasas anotaciones latinas y romances. Justo al contrario de lo que siempre sucedía.

Pedro María Elorza tecleó de nuevo en el buscador de textos de la intranet de la fundación. No esperaba grandes sorpresas, pero se sintió obligado a ello.

«Nada —murmuró con acritud—. No existe nada similar a esto. Maldita seas, Garbiñe Laín de Huarte-Mendicoa. Eres una tía muy lista, estás muy buena y eres muy audaz… pero tienes bastante mala leche».

Jamás se había hallado un códice así en ningún sitio. No había en todo el mundo un manuscrito, códice, epístola, bestiario o cartulario medieval escrito esencialmente en un idioma eusquérico gramaticalmente útil, trenzado con frases concretas, inteligibles y portadoras de un mensaje claro y definido.

Y eso era lo malo: el maldito mensaje.

Ese manuscrito debería haber sido el hallazgo más importante de la Fundación Ikastuna a lo largo de toda su historia: el primer texto de la Alta Edad Media escrito casi en su totalidad en eusquera. Sin embargo, su significado era demasiado contradictorio, turbador, controvertido, discordante…

«Demasiado opuesto a nuestros fines —pensó el medievalista—. Especialmente ahora, que cambiamos de gobierno en Euskadi».

Se estiró sobre su sillón. Aún le parecía estar viendo a Garbiñe en la sala de juntas del Departamento de Historia Medieval, defendiendo su hipótesis alavesa apenas cuatro o cinco meses antes.

La recordó esgrimiendo, arrogante y altanera, aquel otro manuscrito del siglo X que había hallado en un archivo de la villa segoviana de Sepúlveda. Su contenido fue el origen de todo su proceder ulterior. En ese texto, escrito en la época del primer conde independiente de Castilla, el conde Fernán González, se describían las peripecias de varios monjes y sus especiales dotes para guerrear con unas armas de propiedades sobrenaturales. A Garbiñe le había llamado la atención ese relato mitológico, y decidió investigar en profundidad el manuscrito y sus posibles fuentes. Se había referido a ello como «los preliminares de su tesis»; así, con esas mismas palabras lo había dicho.

En los primeros meses del estudio no hubo mayor problema, ya que en el siglo X el conde Fernán dominaba sobre Castilla y Álava, y en el texto se podían leer varias, más bien pocas, palabras en eusquera, cosa que apreció el profesor Elorza en un principio, considerando la escasez de textos como aquellos y la continua búsqueda de la fundación de soportes historiográficos que les sirvieran para apoyar sus fines independentistas.

Sin embargo, después de numerosos viajes a un lugar indefinido de la provincia de Segovia que jamás le comunicó, Garbiñe cambió. Comenzó a hablar de la existencia de otro texto, mucho más antiguo e importante, un texto diferente, cuyo contenido se alejaba de cartularios o breviarios; un texto que definía judicialmente a un pequeño territorio entre Álava y Castilla cuando aún estas tierras carecían de entidad propia. Su inquietud por aquel texto la llevó a presentar un proyecto de investigación histórica muy ambicioso que al mismo Elorza le pareció demasiado inconveniente. Pero ella se empeñó en presentarlo ante el profesor Larrea, jefe del Departamento Medieval, dado que su beca, aun proporcionándole suficiente dinero como para vivir de forma digna, no podría sufragar otros gastos más cuantiosos derivados de la continuidad de su proyecto. Elorza asumió el reto con suma preocupación. Parecía intuir el resultado de aquella reunión.

Y la cosa salió mal.

Garbiñe se comportó de forma poco sumisa e incomprensiblemente altiva y prepotente, encastillada en sus posiciones sin hacer ningún caso a los argumentos de sus superiores; era como si de repente renegase de la mismísima fundación y de todo lo que había significado para ella.

—Obstinada mujer —se dijo Elorza reviviendo sus recuerdos.

En algún momento de aquella disputa dialéctica que Larrea mantuvo con Garbiñe, le dio la impresión de que entre ambos existía una inclasificable y creciente animadversión. Era como si entre ellos ya hubiera un roce previo desconocido para él.

Suspiró con pesadumbre. Aquellos recuerdos le restituían una amalgama de incómodas sensaciones donde predominaban la amargura y la ansiedad. A él, como coordinador de la Sección de Lenguas Medievales de ese departamento y director de la tesis de la joven, le había tocado disculpar aquellos comentarios poco afortunados acerca de la supuesta castellanidad de los pueblos eusquéricos en el oeste de Euskal Herria. Los reproches de los patronos de la fundación le obligaron a reducir el presupuesto de la medievalista hasta casi ahogar su proyecto.

Y ahora ella les devolvía cínicamente la jugada.

El profesor Elorza suspiró. Estaba tan absorto en los caracteres que se le mostraban en la pantalla que no se percató, hasta después de un buen rato, de la presencia de un hombre alto de traje oscuro que había entrado en el despacho de forma sigilosa. Al levantar la mirada y observarlo allí, frente a él, sentado con una media sonrisa de aspecto sardónico, no pudo por menos de tragar saliva, pasándose después la mano por los labios en un gesto que evidenciaba claramente su sobresalto. No fue capaz ni de articular palabra.

Su visitante era un hombre corpulento de unos treinta y cinco años, de piel tostada y cabello castaño oscuro y corto. Su gesto era torvo y su mirada aviesa y amenazadora.

Arratzaldeon, profesor Elorza —saludó—. Buenas tardes. —La voz era grave y profunda, ligeramente quebrada, propia de un fumador empedernido—. ¿Trabajando un viernes por la tarde? ¡Qué buen empleado!

—Buenas tardes —pudo balbucear el medievalista, desconcertado—. Sí, tenía cosas pendientes… ¿Usted… qué hace aquí? ¿Cómo ha entrado…?

—Me envían del Consejo de Cultura de la fundación. Soy… digamos que soy un funcionario especial. Mi departamento coincide con el de la Hizkuntza Politikarako Sailburuordetza[11] de nuestro gobierno —se presentó de forma directa e impersonal—. Pertenezco a un departamento de la fundación que no es muy conocido, y que casi se llama igual. —Sonreía con un gesto ácido y mordaz—. Nosotros, los de mi departamento quiero decir, tenemos acceso a todo… y a todos. Usted ya me entiende, profesor, ¿verdad?

—Lo… cierto es que… —dudó un instante antes de continuar, pues no deseaba contravenir a aquel amenazador sujeto— que no me suena nada su cara. No le conozco. —Elorza intentaba parecer amable. No pretendía que su explicación pareciera ofensiva, ni mucho menos pretenciosa. Sopesó sus palabras antes de proseguir—: Yo estoy muy bien relacionado en la fundación. Soy buen amigo de los miembros del Consejo de Cultura, pero no creo haberle visto a usted antes… —Hizo una pausa para volver a deglutir una escasa cantidad de saliva. Sabía que no existía ningún departamento o sección en la Fundación Ikastuna con aquel nombre «Hizkuntza Politikarako Sailburuordetza»—. Entonces, usted es el señor…

—Llámeme Ibarra, sin más —espetó, ásperamente, su enigmático visitante.

—Señor Ibarra… De acuerdo —asintió el profesor con una incompleta y vacía sonrisa de compromiso—. ¿Qué es lo que desea, señor Ibarra?

—¿No lo sabe?

Elorza tardó en responder. No había nada fuera de lo común que él hubiera realizado. Desde luego, siempre había sido respetado por su fidelidad a la fundación. Alejó de sus recuerdos la imagen de su pantalla. No podía ser eso.

—No tengo ni la más remota idea —respondió con un tono escasamente convincente.

—Me decepciona, profesor Elorza. Yo le hacía algo más perspicaz —recriminó apáticamente su visitante.

—Pues… no sé qué decirle —titubeó el profesor Elorza, más asustado que herido en su orgullo por el insulto a su inteligencia—. De veras…

Ibarra lo examinó sin pudor; mientras, el catedrático esperaba una explicación soportando pacientemente el escudriño de aquellos fríos ojos.

—Usted no me recuerda… Yo no le recuerdo, profesor Elorza —prosiguió, al fin, el tal Ibarra—. Pero eso no importa. Sé quién es usted. Un buen filólogo, un estudioso de nuestra lengua, y tal vez de otras… amén de un buen, digamos… patriota.

Al concluir la frase, Ibarra se levantó y movió su silla para situarse en una posición que le permitiera ver sin problemas la pantalla del ordenador del profesor Elorza. Era como invadir su intimidad sin pudor alguno. A pesar de su malestar, el experto medievalista evitó hacer cualquier comentario, ya que le dio la impresión de que aquel hombre estaba muy acostumbrado a esa clase de comportamientos intimidatorios.

—El director de su departamento nos habló del problema de su… ¿becaria? —expuso Ibarra.

«Es eso», pensó Elorza, y se arrepintió en ese instante de haberle comentado lo del nuevo pergamino de Garbiñe a su superior. Todo en su visitante parecía una mal disimulada amenaza, y la simple mención de su pupila lo confirmaba.

—No es exactamente una becaria —replicó con tono sumiso, midiendo todas sus palabras—. Verá, ella está haciendo su tesis sobre…

—No se explique más, Elorza, no gaste saliva y vaya al grano —atajó con gesto arisco Ibarra—. Y el objeto ese, el documento o lo que sea. ¿Sigue en poder de esa mujer?

—Sí —respondió con un suspiro el catedrático, dando por hecho que hablaban del mismo pergamino—, así es. Lo tiene ella… o lo tenía. Eso creo.

—¿Es aquello de ahí? —preguntó señalando a la imagen de la pantalla.

—Eh… Sí, es la fotografía de uno de los pergaminos del códice. Me la envió en un archivo por correo electrónico. Le aseguro que lo acabo de recibir —reconoció con una voz algo apagada, como disculpándose—. En su mensaje me asegura que le han hecho en Madrid una evaluación de la fecha…

—¿Y…?

—Creen que es un documento en pergamino de mediados del 800 —atestiguó Elorza—. Tal vez de antes.

—¿Y nosotros nos lo creemos?

—Mire la foto.

—Es impresionante —ironizó Ibarra engolando su cavernosa voz—. Me perdonará, pero no soy un erudito en estas cosas.

—Es un objeto único —prosiguió el filólogo. Su ansiedad le hacía hablar más de la cuenta, y se lo notaba a cada frase que concluía—. Sobre todo por el significado que se intuye en él…

—Eso es lo que realmente nos preocupa, profesor Elorza —apuntó Ibarra mientras entrelazaba sus dedos frente al filólogo, señalándole con los dos dedos índices como si fueran un arma en un gesto de contenida coacción—. Su significado. Al menos, así me lo transmitió el director de su departamento. Y de ahí mis órdenes insistiendo en que debemos hacernos con esos pergaminos cuanto antes. —El matón se encogió de hombros como si estuviera hablando de hechos triviales—. Mis superiores me exigen su consecución… y esto es una cadena, profesor, ya sabe. A mí me lo exigen y yo lo exijo… Pensé que lo mejor era empezar por usted.

—De todas formas aún no está claro lo que en verdad significa el texto —alegó el profesor Elorza en su defensa—. Ella lo enmarca en el contexto de su hipótesis, pero es una locura… Habla de los jueces de Castilla en los albores de la Edad Media; sin embargo, Nuño Rasura es una leyenda en realidad, y no…

—No siga con su verborrea, profesor —interrumpió Ibarra, de nuevo, con inflexión agria—. Le he dicho que yo no entiendo de esto. Me atengo únicamente a las instrucciones que he recibido. Ya estudiaremos nosotros ese documento en nuestro departamento o donde decida la fundación cuando usted me lo entregue.

—Ya, ya —balbuceó Elorza, tragando algo más de su escasa saliva. Su lengua parecía seca como el esparto—. Lo entiendo…

—Celebro que lo entienda. Y, entonces, ¿cuándo cree que lo tendremos?

—Eh… ¿Se refiere al documento?

—Claro, profesor. ¿A qué si no?

—Garbiñe me lo traerá si se lo pido —masculló el medievalista. No estaba seguro de ello, pero prefirió mostrarse como tal. De todas formas, sin haber hablado de nuevo con Garbiñe, nadie podía afirmar que le estuviera mintiendo a su inquisitivo visitante—. Siempre me ha hecho caso.

El inquietante Ibarra le dirigió una gélida mirada.

—No lo dudo, profesor Elorza —dijo.

—Por supuesto, señor Ibarra —refrendó, más aterrado que nervioso, el medievalista—. Delo por hecho.

El matón se adelantó hasta él, fijando su mirada en los ojos de Elorza con el claro fin de amedrentarle todavía más.

—¿No debo dudarlo en absoluto? —inquirió, amenazante, marcando las palabras.

—No, no lo dude; ya le he dicho que ella me lo traerá —respondió tibiamente Elorza, mostrando con su temblor la evidencia de que su visitante había conseguido su propósito desde mucho antes—. Le aseguro que me lo traerá.

El hombre de traje oscuro se puso en pie. Se acarició la barbilla como si algo se le hubiera pasado por alto.

—¿Cree que la mujer ya lo habrá traducido?

Pedro María Elorza bajó la mirada para evitar los penetrantes e inquisitorios ojos de su opresivo visitante. Garbiñe, su Garbiñe, conocía de sobra aquellos textos. Su capacidad lingüística era excepcional, dominaba los romances medievales y el eusquera arcaico casi mejor que él mismo. Su pupila no tardaría demasiado en bosquejar una interpretación verosímil a ese códice, siempre que su contenido fuera legible y estuviera libre de mohos u otros contaminantes. De hecho, los datos que había recibido apoyaban esa peligrosa teoría valpositana que su indiscreción había trasladado de una forma poco inteligente al director de su departamento. Sin embargo, no había rastro alguno del juez de Castilla Nuño Rasura en ese folio fotografiado que ocupaba ahora la pantalla de su ordenador.

—No —mintió el medievalista intentando parecer convincente a pesar de que en sus pensamientos sostuviera la opinión contraria—. Garbiñe necesitaría mi ayuda para llegar a alguna conclusión creíble.

Su propia voz le pareció débil y vibratoria. Examinó el gesto de su visitante buscando algo que denotara su incredulidad, pero Ibarra se mantuvo impasible.

—Bien. Entonces ya puedo irme. —Dio un paso hacia la puerta. El profesor Elorza abortó un suspiro emitiendo un sonido similar a un quejido. Ibarra se sonrió. Le miró despectivamente y advirtió—: A propósito, profesor, tiene tres días para entregarme el documento. —El sombrío Ibarra aprovechaba su último instante de coacción—. No me gustaría que otros menos comprensivos que yo tuvieran que venir a saludarle, profesor. No queremos que le pase nada malo a su becaria… y mucho menos a usted.

—Entiendo…

—A propósito, profesor, esta conversación no ha sucedido —advirtió—. Nadie, ni siquiera su jefe, debe saber que he estado aquí, ¿de acuerdo?

Elorza bajó los ojos y asintió sin mirarlo.