Asturianos en Astúlez

El monasterio de Santa María de Valpuesta los despidió con una alborada de brumas y rocío. Con las mentes ocupadas en lo que su destino pudiera deparar, los miembros de la comitiva de don Sancio pusieron rumbo a los abruptos senderos de la sierra que deberían llevarles a la inexpugnable fortificación de Astúlez. Era esta un torreón de planta cuadrangular que se levantaba sobre un risco de difícil acceso dominando la vaguada del río Tumecillo, lengua de agua procedente de las montañas que viajaba en dirección al levante para encontrar mayor remanso en el llano alavés. Rodeada por las impresionantes crestas de la sierra, la fortaleza protegía los caminos de los vascones que iban y venían del norte hacia el sur buscando lugares que ganarle a los agarenos, y salvaguardaba al monasterio de Santa María de Valpuesta de las aceifas que los moros pudieran hacer por el este. Cubiertas sus espaldas por aquel baluarte construido sobre las moles picudas de las rocas, unos pocos de los más atrevidos castellanos habían asentado sus haciendas en la llanura. La defensa de sus alquerías los obligaba a estar siempre vigilantes, pues aunque se sentían bien protegidos por los hombres de armas del castillo, en más de una ocasión habían visto destruidas sus cosechas y extintos sus ganados, y alguno había muerto en la defensa de sus posesiones. Pero desde que don Sancio alcanzara el gobierno de la plaza de Astúlez, los moros no habían vuelto a llegar a sus predios, pues el várdulo avizoraba todos los pasos desde el sur, y se enfrentaba con los sarracenos antes de que osaran entrar en sus dominios.

El camino que los llevaba a Astúlez transitaba por una vía pedregosa, y los baches hacían bambolearse a los vehículos de la comitiva. Gumessandus, acomodado en el pescante de su carromato, se sujetaba como podía para evitar golpearse las costillas con el duro respaldo de su asiento. Después de su reunión en el monasterio de Valpuesta, el arcediano se había tragado silenciosa y discretamente su orgullo, y al final se había convencido de que debía darle una nueva oportunidad a su inicialmente turbulenta relación con don Sancio. La aventura que iniciaban y el compromiso que había adquirido con el obispo Juan le obligaban a ello.

Y lo que se inició por obligación se vio más tarde desempeñado con creces. A medida que transcurría la segunda etapa de su viaje, el asturiano se vio sorprendido por la cercanía del noble castellano, que parecía haberle incluido de repente en su círculo de protegidos. Dicharachero y parlanchín, locuaz en exceso como si estuviera ebrio, el señor de la fortaleza de Astúlez iba narrando innumerables hechos de armas que, en general, culminaban siempre con la derrota de los moros. De sus palabras se deducía su habilidad guerrera, pero también el sufrimiento de las tierras de Álava y Al-Qilá, que en los últimos cincuenta años habían sufrido el terrible azote de las correrías moras. Siempre en peligro de muerte, susceptibles de ver asesinados a sus hijos y ultrajadas a sus esposas e hijas, los hombres de aquella tierra debían poseer algo especial para soportar aquellas penurias y malos momentos.

Cuando iniciaron su ascenso por los últimos y más escondidos senderos que conducían al castillo, los hombres de don Sancio se toparon con un mensajero que traía noticias de un pequeño contingente de guerreros asturianos que habían alzado sus tiendas junto al río, ya en la meseta, bastante lejos del amparo del castillo. El mensajero les exhortó a acelerar su paso, porque el hombre que comandaba la hueste astur había planteado ya su salida del territorio valpositano, pues se había cansado de esperar a un supuesto enviado del rey Alfonso de Asturias.

Nada más saberlo, don Sancio le transmitió a Gumessandus aquel mensaje.

—¿Qué sugerís que hagamos? —le preguntó el arcediano.

—Vos y yo nos adelantaremos a la comitiva para hablar con don Bernardo del Carpio antes de que se marche —propuso el noble várdulo.

—Desconozco qué le inquieta —apuntó el arcediano—. Según mis contactos con el rey de Asturias, don Bernardo debería esperar a hablar conmigo antes de realizar cualquier movimiento…

—No nos demoremos más, freile —instó don Sancio—. No le deis más vueltas a la cuestión. Hay que marchar cuanto antes. ¿Qué tal cabalgáis?

—Hago lo que puedo, pero no soy un experto jinete —reconoció el freile—. Si he de elegir prefiero las bestias tranquilas, como los asnos, pero…

—No os preocupéis, no tendréis problemas con el caballo de Eneco —interrumpió don Sancio—. Él viajará en el carro al castillo, y después se reunirá con nosotros.

Un poco después, don Sancio, Gumessandus y una media docena de sus hombres de armas cabalgaban por un abrupto atajo de pronunciada pendiente que llevaba hacia el río. Así, cuando el resto de la comitiva ya alcanzaba las rudas puertas de madera de roble del torreón de Astúlez, don Sancio y los suyos avistaban las tiendas que los asturianos habían emplazado junto al río, en un claro que los leñadores habían ganado a las encinas. Gumessandus contó apenas una media docena de tiendas cuyas lonas parecían algo deterioradas. En una de ellas, la mayor, ondeaba un singular pendón de color granate. Otras tiendas lucían picas con pendones de colores azules y blondos. Una pareja de centinelas, dispuestos de guardia hacia el oriente del asentamiento, vigilaba el llano donde, a lo lejos, se veían las humeantes chimeneas de los edificios de los arrabales de Astúlez, aquellos donde habitaban los que se habían atrevido a establecerse lejos del torreón de don Sancio. Otros dos hombres de armas atisbaban en el flanco sur cualquier movimiento extraño que sucediese.

Gumessandus cerraba el grupo del noble castellano. Después de un rato, don Sancio les ordenó detenerse en un recodo de la senda que recorrían, aún en zona rocosa y elevada. La brisa le trajo sensaciones extrañas. Su mano buscó la bolsa de cuero que colgaba de su cintura, y apretó su contenido desde el exterior.

—Hay algo que no me gusta —masculló.

De repente, ante sus ojos, en el llano se elevó una polvareda, justo enfrente de las tiendas de los asturianos, a unos cuantos cientos de pasos.

—¡Asturianos! —gritó don Sancio haciendo cabecear a su montura—. ¡Sarracenos a levante! ¡Tomad las armas y luchad por vuestras vidas!

Los asturianos, desconcertados en un primer momento por el aviso, vociferaron la alarma entre sus lonas, y casi todos tornaron sus ojos a la nube de polvo que levantaban sus enemigos. De la principal de las tiendas del campamento salió un hombre de tez rosada y cabello castaño salpicado con mechones blancos. Era alto y corpulento, pero de gesto ágil. Sus ojos se dirigieron primero a la llanura, a la polvareda que se les acercaba. Después volvió su mirada al hombre que había dado el aviso desde las rocas en la montaña.

—¡Gracias, castellano! —gritó mientras desenvainaba su espada y le señalaba con ella con un gesto de evidente reconocimiento. Después, sus voces se dedicaron a organizar la defensa de su pequeño campamento.

Apenas si llegaron a cruzarse sus verduscos ojos con los del guerrero várdulo, pues don Sancio había iniciado un peligroso galope hacia la vaguada del río, despreciando la posibilidad de un despeñamiento de su caballo, para ayudarlos con su espada. Ahora el grupo que comandaba se había partido. Siguiendo sus órdenes, tres de sus hombres se volvieron hacia el torreón en busca de refuerzos; mientras, el monje y otros dos hombres de armas se lanzaron junto a él para apoyar la lucha de los soldados de Asturias.

Abajo, en el llano, los asturianos ya se aprestaban a repeler a los jinetes moros. La inicial polvareda se había dividido en dos en la llanura, y una de ellas ya estaba muy cerca de las alquerías cristianas.

—Hay dos partidas de moros —gruñó don Bernardo del Carpio—. Unos atacan las haciendas y otros se vienen contra nosotros como diablos.

—Es como si nos estuvieran vigilando desde mucho antes —masculló uno de sus capitanes.

Desde aquellas casas donde antes las chimeneas expelían suaves nubes de humo blanco, se elevaron ahora hacia el cielo aviesas y negras sombras como demoníacos signos de incendio y ruina. Los asturianos vieron partir desde allí una decena de hombres a caballo y un par de carros huyendo de las oscuras y ascendentes columnas de humo. Esos cristianos que huían tan rápido como Dios les daba a entender pretendían llegar a las primeras rocas de la montaña en busca de refugio.

En su loca carrera hacia la salvación gritaban pidiendo auxilio a los hombres de armas del castillo. Tras ellos, unos cuantos jinetes moros se aprestaban a darles caza; mientras, otro medio centenar de peones sarracenos, armados de picas y espadas, se afanaba en la destrucción de las haciendas cristianas, asesinando a los villanos que habían decidido quedarse a defenderlas.

Los cristianos que habían elegido evadirse a la montaña, avezados en las lecciones que la guerra en la frontera ya les había dado antes, llegaban presurosos a los muros de una pequeña ermita construida junto al río. Tal edificación, robustamente amurallada, se convertía en cada razia sarracena en un bastión de piedra que ya los había acogido en anteriores ocasiones.

Una vez tomado el lugar por los huidos, la campana de hierro del aquel baluarte sagrado elevó al cielo de la vaguada su tañer de alarma y de demanda de auxilio. En segundos, el grave sonido de un cuerno, soplado con pericia desde lo más alto de la montaña, anunció a los moros que los hombres del castillo ya sabían de su llegada, y que raudos descendían a través de atajos secretos en auxilio de sus paisanos.

En el flanco de don Bernardo ya se oían los cascos de los équidos andalusíes y los gritos feroces de sus jinetes armados.

—¡Son más de cincuenta! —espetó a sus hombres—. Nosotros solo somos diez, pero… ¡Por Dios que no se harán con nuestras almas!

El choque de los contendientes fue violento. Rodilla en tierra, y sujetando una larga pica de gruesa madera de roble, los primeros asturianos recibieron la carga de los caballeros moros.

La afilada punta de hierro de la pica que portaba don Bernardo del Carpio penetró el torso del caballo andalusí que le atacaba, derribándolo con violencia. Su empuje hizo caer hacia atrás al magnate asturiano, que hubo de girarse con presteza para evitar verse aplastado por la bestia malherida. Puesto en pie, su espada silbó hacia el jubón de cuero del jinete musulmán, que apenas había podido mantenerse en su cabalgadura una vez esta hubo caído; y lo golpeó con tal fuerza que, quebrándolo, llegó a la carne del moro para penetrarla a la altura del corazón. Un borbotón de sangre le salpicó la cara, y al volverla para evitar que le llenara los ojos, pudo observar otro de los jinetes que ya mismo le hostigaba. Un rápido giro sobre el cuerpo del caballo muerto evitó que le ensartara el moro, y a su paso, de nuevo su espada bebió sangre agarena descabezando de un tajo a su oponente. Entonces corrió hasta su tienda para recuperar su escudo.

La polvareda ya los rodeaba, y en el suelo corrían pequeños regueros de la sangre de moros y cristianos. A una voz de su capitán, los jinetes moros se retiraron para reorganizarse. Los hombres de Asturias habían frenado el primer envite de la hueste agarena, pero contaban ya al menos con tres bajas.

A un centenar de pasos, la caballería agarena se viró para cargar de nuevo sobre ellos. Su lento trote se tornó en segundos vigoroso galope, aderezado de nuevo con salvajes gritos de guerra.

Don Bernardo del Carpio elevó los ojos al cielo y se santiguó.

* * *

Entre tanto, don Sancio y sus hombres dejaban atrás el último recodo del camino de la sierra y se topaban con el cauce del río. Galopando tan rápido como sus monturas les permitían, se lanzaron hacia el campamento asturiano en el mismo instante en que los sarracenos lo hacían. Un segundo después, Gumessandus se veía pie a tierra detrás del noble várdulo, aterrorizado, espada en mano, y buscando un lugar donde evitar la lucha.

—¡Manteneos a mi espalda, arcediano! —le gritó don Sancio corriendo hacia la polvareda que anunciaba el lugar de la más encarnizada lucha—. Y no temáis…

Don Bernardo del Carpio se mantenía en pie mientras sus hombres iban sucumbiendo ante los atacantes. Casi todos los moros ya habían abandonado sus caballos, y luchaban cuerpo a cuerpo con los cristianos. Su superioridad en número era apabullante, y el noble astur maldecía su mala suerte. Había sobrevivido a batallas más honrosas en los campos del río Duero, vencido en Roncesvalles a los aguerridos soldados del emperador Carlomagno y superado a los blondos normandos en las playas de Galicia… Y ahora combatía en aquella ribera de Castiella, viendo agonizar a los pocos hombres de armas que aún le rendían fidelidad, frente a unos moros que no debían de ser más que unos bandoleros de escasa estirpe y peor sangre.

Entonces oyó a sus espaldas un grito de furia, y ante sus ojos se le presentó don Sancio blandiendo una espada de un brillo que nunca había conocido. Sonrió tibiamente a su desconocido partidario y a los hombres que lo acompañaban. Su cara transmitía algo de alivio y cierta desesperación.

—¡Bienvenidos, castellanos! —gritó mientras su espada sesgaba el cuello de otro de sus adversarios—. La muerte o la gloria nos esperan. Estos moros son muchos… y nosotros cada vez menos.

—¡No os dobleguéis y seguid peleando, asturiano! —replicó enérgicamente don Sancio—. No tardarán en socorrernos desde el castillo.

Gumessandus seguía los pasos de don Sancio como va un perro tras su amo. Apenas alcanzaron el centro del campamento se vieron rodeados por soldados sarracenos que esgrimían sólidas hachas y espadas curvas, tan torcidas como sus oscuras almas. Entonces sucedió algo que le compungió sobremanera. El várdulo gritaba en su extraño idioma, y blandía su magnífica espada con gesto amenazador mientras introducía su mano en la escarcela que colgaba de su cinturón.

—Cuando podáis, marchad hacia las rocas sin mirar atrás, arcediano —le gruñó a Gumessandus con una voz desgarrada.

Una docena de moros le rodeaba, aunque en sus rostros, sus intranquilas muecas parecían demostrar que le temían, puesto que no se decidían a atacarle. Entonces, don Sancio sacó la mano de la escarcela. Estaba impregnada de un extraño polvo amarillento que se llevó a la cara. Se cubrió la nariz con la mano manchada, e inhaló con fuerza emitiendo un sonido gutural y profundo que a Gumessandus no le pareció humano. La cara del castellano se desfiguró mientras aspiraba. Sus ojos se inyectaron de sangre y sus pupilas se perdieron diminutas en el iris de sus ojos. Las venas de su cuello se hincharon, crujieron los huesos de sus manos, rechinaron sus dientes, se erizaron sus cabellos, se contrajeron los músculos de sus brazos… Aterrado por tal imagen, Gumessandus se trastabilló con uno de los muertos que yacían en el campo de batalla, y cayó como un fardo sobre el cadáver. Ante sus ojos, el várdulo atacó con terrible eficacia a los sarracenos, que parecían temblar paralizados en sus posiciones y los más morían sin oponer ninguna resistencia.

El arcediano no se atrevía a incorporarse. Don Sancio avanzaba lanzando al aire aquel pegajoso polvo amarillo y sus adversarios iban siendo masacrados a sus pies. Gumessandus solo deseaba rezar, y le rogaba a Dios no ser descubierto por aquel ser diabólico que, por suerte, estaba de su parte. Un poco después lo perdió de vista entre el polvo de la reyerta. Parecía haberse quedado solo de repente, aislado como si una urna de vidrio lo protegiera; solo escuchaba el sonido argéntico de las espadas, los gritos de los guerreros y la quejumbre de los mutilados y malheridos.

El miedo lo invadió. Tembloroso, se agarró con aprensión a su morral, tomó la espada empinándola hacia delante con gesto defensivo y decidió volverse sobre sus pasos buscando atropelladamente la senda de la montaña. Cuando la alcanzó, el sonido del galope de los hombres de armas de Astúlez ya se acercaba atronador, irrumpiendo desde los pedregales junto a gritos de guerra y venganza. Los moros, ante aquel ataque, iniciaron su retirada dejando la muerte instalada en el campamento de los asturianos.

La muerte de los cristianos… y la suya propia.

En el otro frente de la razia, en la ermita, los castellanos de los arrabales habían aguantado las embestidas de sus enemigos arrojando piedras, flechas y hachones a la hueste mora que, una vez advertida su minoría ante el envite de los castellanos de Astúlez, igualmente tomaba el camino de vuelta, uniéndose en su retirada a la mesnada que irrumpiera en el campamento de don Bernardo.

Un poderoso cierzo acompañó la huida de las tropas sarracenas. Movía hacia el oriente las nubes negras que exhalaban las casas destruidas, hacía ondear los pocos pendones que aún estaban en pie, clavados entre los muertos en los campamentos, y silbaba entre las copas de los árboles canciones de dolor y de guerra. Dios parecía empeñado en alejar los miasmas de la muerte que aquellos diablos infieles habían provocado entre los cristianos.

En lontananza, Gumessandus, que suspiraba de alivio apoyado en el grueso tronco de una vetusta encina, creyó escuchar en el viento los llantos de los niños que se habían refugiado en la ermita mezclados con los gritos de júbilo de los que habían salido vivos del ataque de la mesnada mora, y con los lamentos de aquellos que habían perdido a algún miembro de su clan.

«Están demasiado lejos», se dijo extrañado por su capacidad de percepción. «Es prácticamente imposible oírlos».

Entonces, como si la noche le poseyera repentinamente, sus ojos se vieron ocupados por negras nubes, y un fuerte dolor de cabeza le apabulló hasta el desmayo. Arrastrado por misteriosos jinetes de tez oscura y ojos brillantes, su mente se perdió en un sopor desconocido.