Medianoche

Después de una frugal cena en el minúsculo comedor del personal de guardia, Gonzalo, Nadia y Garbiñe bajaron las escaleras que llevaban al laboratorio. La comida les había devuelto a una realidad menos afectiva, rebajando notablemente sus apetencias sexuales, como si el alimento hubiera desactivado el estímulo de la pócima de la alavesa.

Elías, el microbiólogo, que aún no se había marchado a su casa, acababa de hablar con Gonzalo con ánimo acalorado, dándole atropelladas explicaciones e instándole a acudir con premura en compañía del jefe de guardia, de la intensivista, de Nadia y de cuantos médicos de guardia quisieran invitar.

—Nos vemos allí en diez minutos, Elías —le aseguró Gonzalo.

Después se encaminaron pausadamente hacia el laboratorio. Garbiñe, especialmente silenciosa en la última hora, no se despegaba de Gonzalo. Tampoco había dado demasiadas explicaciones acerca de la muerte de Elizondo, aunque Gonzalo sospechaba que ella había intervenido activamente en esa muerte. No tenía claro cómo lo había hecho; no obstante, el médico prefirió evadirse de sus problemas durante la cena y no le preguntó más.

La medianoche llegó poco antes de que alcanzaran el laboratorio del hospital. Gonzalo se dijo que al menos habían disfrutado de una hora y media de paz.

En las puertas del laboratorio se encontraron con el doctor Pablo Perona.

El urgenciólogo miró extrañado a la joven filóloga.

—Esta es Garbiñe, Pablo —le presentó Gonzalo—. Esa amiga mía que te comenté.

—Encantado —dijo escuetamente el responsable de urgencias.

Algo en la mujer le hizo sentirse sobrecogido, pero optó por un silencio de complacencia y una sonrisa intrascendente. No disponía de demasiado tiempo para analizar sensaciones, ni siquiera las suyas propias. Levantó su mano en un rápido gesto de saludo, pero se abstuvo de dirigírsela a la mujer para evitar cualquier contacto físico.

—Hola —respondió la medievalista devolviéndole el mismo gesto inane.

—Entremos —instó Nadia, ansiosa por comentar sus sospechas con Elías.

La médica catalana había insistido mucho para que Garbiñe se quedara y finalmente lo había logrado. Tenía casi pergeñada una explicación que precisaba de la participación de la medievalista y sus consecuencias estaban al caer.

El pequeño laboratorio del hospital se encontraba prácticamente desierto. En la primera de las salas, la de la analítica de urgencias, estaba uno de los técnicos de laboratorio del turno de noche; y se sorprendió al ver esa comitiva de médicos caminando en procesión en dirección al espacio dedicado a Microbiología. Y aún se sorprendió más cuando segundos después vio pasar igualmente delante de sus narices a la intensivista de guardia y a otros dos médicos que no conocía. Uno de ellos, que vestía un pijama verde impregnado de manchas de yeso, debía de ser el traumatólogo.

En la pequeña habitación que con excesiva prepotencia daban en llamar Laboratorio de Microbiología, Elías había dispuesto una media docena de sillas que fueron ocupándose en pocos minutos. En el mostrador de análisis del microbiólogo pudieron ver varias placas marcadas con nombres y números.

Elías no estaba. Alguien dijo que habría ido al baño. El murmullo de los comentarios de los galenos fue incrementándose poco a poco hasta que el laboratorio casi parecía la taberna de un club.

Entonces entró Elías. Iba embutido en una bata estéril y protegido con gafas y mascarilla de seguridad biológica.

—¡Evento biológico clase 3! —exclamó con ironía, casi a voz en grito—. En esta pequeña ciudad de provincias un evento biológico clase 3…

Todos callaron de repente.

Su silencio estaba teñido de miedo. Quien más, quien menos, todos habían oído algo acerca de las muertes acontecidas durante la tarde, y el aspecto de médico de catástrofe nuclear con el que les había sorprendido el microbiólogo les hizo echarse a temblar.

Pablo pensó que, dado que era el jefe de guardia, debía ser el primero en intervenir:

—Estamos impacientes por escucharte…

El microbiólogo le interrumpió alzando su mano de forma imperativa.

—¡Antes debéis protegeros! —aseveró con marcada vehemencia—. Nadia, en ese armario hay gafas y mascarillas como estas. —Señaló, con grandes aspavientos, a su «máscara de astronauta»—. Repártelas, por favor.

La médica residente obedeció sin chistar; y sus colegas comenzaron a ponerse, aún en sepulcral silencio, las medidas de protección que había ordenado el microbiólogo.

El traumatólogo, un joven de barba castaña bastante poblada y mirada inteligente, se atrevió a preguntar:

—¿Es tan peligroso de verdad?

—No lo sé —respondió el microbiólogo con sorna—. Son las muestras de cuatro individuos muertos en extrañas circunstancias… No obstante, por el momento yo estoy vivo.

Nadie rio la broma.

Cuando todos se hubieron puesto las batas, las mascarillas y las amplias gafas de protección biológica, Elías se plantó frente a ellos como si fuera un profesor de secundaria ante una clase de adolescentes preparados para diseccionar una rata.

Se sentía así en realidad.

—Lo que veis aquí son muestras de fluidos de los muertos —explicó mientras les mostraba las primeras placas de cultivo—. Y se las debemos agradecer a nuestra buena amiga Nadia, una perspicaz e inteligente médica residente. —Elías le guiñó un ojo. Ella se sonrojó. Conocía poco a Elías, pero tenía fama de ser un excelente microbiólogo, amén de uno de los mejores investigadores en potencia de aquel hospital. Todo le interesaba. No desfallecía hasta dar con el microorganismo que provocaba el cuadro clínico de cualquier paciente, estuviera ingresado o no—. Nadia les pinchó la raspa a los pacientes, y yo manipulé ese líquido cefalorraquídeo con gran cuidado. Lo teñí con varios colorantes, lo cultivé con y sin calor… En fin, como de costumbre, me lo curré.

—¿Y qué pasó? —inquirió el doctor Perona.

—Que me quedé acojonado, Pablo —respondió Elías—. Al principio no supe lo que estaba viendo porque no me lo esperaba; pero inmediatamente después observé crecer delante de mis narices decenas de hifas de hongos invadiendo un incontable número de leucocitos en esos líquidos cefalorraquídeos… Todos iguales. Jamás había visto algo así; salvo en los libros, claro.

—¿Y eso qué significa? —intervino Gonzalo, que no podía dar crédito a lo que escuchaba.

—Significa que el cerebro de todos esos tipos estaba invadido por una colonia superagresiva de un hongo oriundo de países más meridionales que el nuestro; y que en Europa únicamente existe en algunas grutas llenas de pájaros y grandes murciélagos… o vampiros. —Al traumatólogo se le escapó una risa sorda. Fue el único, los demás tenían una extraña expresión de temor en su rostro—. ¿No me crees, José Carlos? —Su voz, más gangosa y quebrada que lo habitual, le sorprendió—. ¿Te atreverías a quitarte los guantes y la mascarilla y respirar esta placa?

Mientras le preguntaba, levantó uno de los pequeños platitos que había sobre el mostrador y lo dirigió hacia su audiencia. El traumatólogo se calló al instante, y los demás murmuraron asustados.

El doctor Perona chistó.

—Dejadle continuar…

El microbiólogo, satisfecho con su demostración, dejó de nuevo la muestra sobre la mesa y prosiguió.

—El bicho en cuestión se llama Ajellomyces capsulatus, y es un hongo muy, pero que muy peligroso… —Un nuevo murmullo de sus colegas le interrumpió. Elías disfrutaba—. No tenéis ni puta idea de lo que es… Casi como yo, hasta que lo vi crecer segundo a segundo en las muestras como si fuera un jodido caníbal.

Después de esa declaración el doctor Perona no cabía en su bata. Como jefe de la guardia se veía dando la alarma y montando un tremendo lío burocrático que incluiría la participación de la prensa, la Consejería de Sanidad y todo lo demás.

—Pero, ¿de dónde ha salido? —inquirió con evidente inquietud.

—Ahora os lo diré —aseguró Elías, con ironía—. ¡Porque, sorprendentemente, sí sé de dónde ha venido ese bicho maligno! No obstante, deberéis esperar al final de la función.

—¿Esa es la causa de los extraños síntomas de estos pacientes? —preguntó la intensivista, una inteligente joven de cara regordeta, rostro atractivo y gesto amable.

—De la muerte, seguro que sí —respondió el microbiólogo—. No obstante…

—¿Qué quieres decir? —intervino Nadia—. ¿Hay algún tóxico, o microorganismo más que intervenga en la clínica neurológica y el resto de síntomas que presentaron los enfermos?

Elías se giró y tomó otra de las placas de cultivo.

—¡De nuevo, os pido un fuerte aplauso para nuestra Nadia! —exclamó con júbilo—. Me alegro de que les hicieras un aspirado traqueobronquial a esos cuerpos exánimes aún calientes —bromeó sarcásticamente, dirigiendo su mirada a la médica residente y señalando la muestra—. ¡Mirad! —habló para todos—, ¡esta es una muestra de su aspirado traqueal! No me vais a creer, pero hay otro hongo, mejor dicho, las esporas de una… —Se detuvo para incrementar la tensión de su ya seducido público—. De una seta, una seta mágica. Me ha costado un huevo saber qué era… Pero ya sabéis lo cabezón que me pongo con estas cosas y al final lo encontré. Es Psilocybe semilanceolata. Ya sé que no os suena de nada, queridos colegas; pero puedo deciros que se trata de un hongo de los bosques que tiene unas cualidades muy especiales. —El microbiólogo estaba disfrutando con la exposición y su auditorio se mostraba entregado—. Contiene un peligroso y potente agente psicotrópico cuyas propiedades pueden explicar síntomas de locura, temblor, ansiedad…

Una voz femenina, trémula y susurrante se escuchó entonces desde una de las esquinas del laboratorio:

—Es como si uno de los hongos le alienara y otro le matara…

Todos, incluso Elías, se volvieron hacia aquella inquietante voz.

—¿Y tú…? —inquirió el excéntrico microbiólogo. Gonzalo no le dejó terminar.

—Es mi amiga Garbiñe —masculló con cierta desazón—. Ella descubrió a… uno de los muertos. Le dije que podría acompañarme porque…

—No te canses, Gonzalo —interrumpió Elías con una arisca mueca que sorprendió al resto de la audiencia—. Luego lo aclararás… —Gonzalo resopló con alivio a pesar de la iniquidad del gesto de su colega. Fue solo un segundo, porque Elías le sorprendió con una extraña mirada dirigida exclusivamente a él—. Porque ahora te voy a decir lo que hay en esta otra placa… Y te incumbe a ti. ¿Lo intuyes?

—No —mintió.

Todos lo notaron.

—Esta mañana, cabronazo —gruñó el microbiólogo—, me enviaste un material polvoriento en un bote de los de recoger orina…

Gonzalo tragó saliva, sus colegas comenzaron a murmurar con inquietud. Garbiñe acarició su escarcela levemente. Las palabras del microbiólogo sonaban a algo más que a reprimenda, y la mayoría allí consideró que tenía razón.

—No sé si intuías lo que esa mierda provocaba, pero me he visto expuesto a un peligro innecesario… —Elías alzó la voz y se dirigió a todos—: Ese polvo contenía muchas sustancias: ácaros, algunos pólenes, células vegetales y… mohos. Unos mohos muy, pero que muy especiales… —A medida que se elevaba su voz, sus ojos se veían inyectados por decenas de capilares—. ¡Ese jodido polvo tenía el maldito Ajellomyces capsulatus que se ha llevado al otro barrio a esos individuos en menos de veinticuatro horas! —gritó.

Después de aquel alegato, Elías se calló y, durante un instante que a Gonzalo le pareció eterno, nadie habló, ni siquiera para comentarlo. Él había llevado al hospital una bomba biológica aun sin saberlo. Ahora todos se lo reprocharían.

En sus pensamientos lo hacían ya.

Solo Nadia se atrevió a romper el incómodo y prolongado silencio:

—Yo no entiendo por qué…

—¿Por qué, qué? —Elías seguía teniendo la voz cantante en aquel momento de la noche—. ¿Qué quieres decir, Nadia, bonita? —preguntó mordazmente.

—Sí, esa gente ha muerto muy rápido, Elías; pero, salvo el paciente musulmán, que tenía un proceso catarral, los otros tres estaban completamente sanos previamente. O lo parecían, al menos… —Su intervención levantó un conato de murmullo general que ella cortó elevando la voz—. Me interesé por saber qué le había ocurrido al individuo que ingresó después del primer muerto. ¿Sabéis?, ese tipo había venido por un nimio esguince de tobillo… Mi pregunta es: ¿por qué ha sido ese hongo tan agresivo con estos pacientes? Y si dices que la causa está únicamente en ese polvo… ¿es que había tantas colonias en él?

Elías dudó un instante.

—No, la verdad es que no eran muchas —dijo con gesto pensativo.

—¿Y nosotros? Yo aún estoy bien; y llevo todo el día con estos pacientes…

—Posiblemente, las personas afectadas tengan una mayor susceptibilidad a la infección —apuntó la intensivista.

El murmullo general de los galenos apoyó, esta vez, la hipótesis de la perspicaz médica.

—¿Y de dónde ha salido ese material infeccioso, Gonzalo? —El médico que acababa de hablar era su recién encontrado enemigo, el doctor Roca, que había entrado el último en el laboratorio, pero había podido escuchar las palabras finales de la disertación del microbiólogo de guardia.

Sin mirar a su amiga medievalista para recabar su posible permiso, Gonzalo respondió con tibieza:

—Procede de una bolsa de cuero que encontramos junto a unos documentos medievales. —Mantuvo su mirada en un indefinido punto de la pared, evitando los ojos de sus colegas, que creía serían acusadores—. Mi amiga Garbiñe es filóloga medievalista. Únicamente me proponía ayudarla con su trabajo. Fue una idea inocente. Tal vez inconsciente… —Hablaba muy pausadamente con tono de descargo, asumiendo en parte su culpa—. La verdad, no pensaba que pudiera ser tan peligroso. Os lo juro…

Aún con la duda en su pensamiento acerca de todo lo ocurrido, Nadia salió al quite de su incomodidad:

—Pero si en el polvo no había tantos mohos, aún no entiendo cómo pudieron…

Elías se levantó y contempló las muestras de su mesa. Un gesto de su mano interrumpió el argumento de la médica.

—¡No lo sé, Nadia! —exclamó—. Será predisposición genética, somática, celular, o cualquier otra coña marinera… —La duda le alcanzó entonces y se detuvo. Sus colegas le miraron expectantes. El microbiólogo recordó entonces el primer experimento de la mañana y su tono de voz se aplacó, adquiriendo las formas docentes del principio de su alocución—. En un primer momento, cuando analicé el polvo que me trajo Gonzalo, las hifas de Ajellomyces capsulatus apenas si se veían. Me costó un triunfo detectarlas y llegar a definirlas. Sin embargo, ciertamente, en las muestras de los pacientes las hifas eran otra cosa mucho más virulenta…

En ese instante, Garbiñe se levantó de su asiento y se adelantó hasta el microbiólogo con inusitada determinación.

Deseaba confirmar su propia teoría.

Nadia aplaudió en su interior.

—Puedes analizar de nuevo el polvo —dijo, y le mostró la escarcela de cuero con un sutil giro de cadera.

Elías se echó instintivamente hacia atrás y los de la primera fila arrastraron sus sillas en dirección contraria, alejándose de la mujer.

—¿Eso es…?

Con una serenidad pasmosa, casi desafiante, ella continuó:

—Sí. ¿Dónde puedo poner un pellizco?

Elías dudó de nuevo. Sus colegas se fueron aún más atrás, quedándose casi pegados a la pared. El microbiólogo venció su miedo gracias a su curiosidad y, de una forma un tanto ansiosa, revolvió uno de los cajones hasta dar con lo que quería.

—Aquí. —Le ofreció una placa de cultivo y ella tomó un poco de aquella sustancia polvorienta que parecía una arena de color ocre. A través de sus mascarillas percibieron un tenue olor cálido y pegajoso—. Ponlo sobre este cristal.

Garbiñe lo hizo. Entonces, Elías dispuso sobre la placa uno de sus líquidos para teñir y, de inmediato, llevó la muestra al microscopio. Antes de ponerla bajo la lente echó una mirada al aspecto macroscópico y, con bastante asombro, creyó ver un minúsculo conato de crecimiento fúngico. Era prácticamente imposible que ya estuviera creciendo algo, pero sus ojos no le engañaban. Eso le aterró.

—¿Qué demonios tienes en la piel de tus dedos, querida? —masculló cáusticamente—. Parece que hubieras puesto un estimulante en la muestra.

Garbiñe le devolvió una sonrisa fría y una mirada retadora. El microbiólogo apartó sus ojos, inquieto y desconcertado por la provocadora mueca de la joven medievalista, y decidió observar la muestra bajo el microscopio con su avidez habitual.

Impacientes, los médicos de guardia empezaron a comentar de nuevo entre ellos; primero fue un tenue susurro, después el tono fue subiendo hasta que el ronroneo de la sala fue casi una algarabía.

—¿Pero ya ha crecido algo? —preguntó, alzando la voz sobre el resto, el doctor Perona.

A pesar de ser el jefe de la guardia, se había mantenido hasta entonces con un bajo perfil de intervención en ese intrincado asunto. Sin embargo, en aquel momento, era el único que se había atrevido a adelantarse un paso hacia Elías.

—Sí… No sé cómo cojones lo ha hecho el endemoniado bicho, pero sí —respondió el microbiólogo sin dejar de mirar el microscopio, casi masticando las palabras—. Esa muestra, inicialmente vacía, se está llenando de las jodidas hifas de Ajellomyces capsulatus… y de algunas de ese otro hongo psicotrópico.

—Debemos dar parte —apuntó, entonces, el doctor Roca—. Tal vez sea preciso poner todo este hospital en cuarentena. Nos mandarán a alguien para analizar los cuerpos y ese material.

Elías se opuso:

—Pues yo creo que todavía podemos investigarlo nosotros. No parece tan contagioso en realidad… siempre que esta mujer no lo toque. —Evitó encontrarse de nuevo con su insólita mirada—. Las muestras anteriores no crecieron así de rápido. Además, de momento han sido solo cuatro casos, y dos de ellos ya están en el tanatorio. No creo que la familia del marroquí nos devuelva el cuerpo, y los de Plasencia… no sé, pero lo dudo mucho. A los «indianos» nadie los ha reclamado.

—No te entiendo… ¿Dices que han sido «solo» cuatro casos? —intervino de nuevo la intensivista con un gesto de reproche—. ¿Cuántos muertos más quieres que haya en un hospital comarcal como este?

Elías no contestó, solo se encogió de hombros con gesto indiferente. De nuevo todos empezaron a hablar, y la sala se llenó de los comentarios de unos y otros.

—Yo he de irme —le dijo Garbiñe al microbiólogo con voz suave aislando su conversación del resto—. Y esta bolsa de cuero se vendrá conmigo… Ellos eran mis enemigos, por eso han muerto. Es así de simple. El polvo reconoce a los enemigos de quien porta la bolsa… Así lo han narrado sus verdaderos propietarios medievales. Y yo les creo.

—Eso es una sandez, querida —replicó Elías, también en voz baja.

—Me da igual lo que piense, doctor —masculló ella—. Pero no creo que desee que se lo demuestre. —El microbiólogo retrocedió. Ella se volvió a la sala hasta descubrir a su amigo—. ¡Gonzalo! —le llamó en voz alta, imperativamente, y haciendo callar con su voz a todos en la sala—. Debemos irnos ya. Tal vez el otro tipo, el que sobrevivió, haya dado aviso a la fundación. Recuerda que tienen largos tentáculos…

—De acuerdo —asintió Gonzalo, completamente entregado a su destino—. Te acompaño.

En la sala, los otros los miraban desconcertados.

—Me gustaría volver a hablar con el profesor Cubillo —añadió ella—. Tenemos que publicar todo esto antes de que ellos nos cojan y destruyan el códice…

Ninguno de los presentes entendió nada a pesar de escuchar con gran atención a la rara mujer. Únicamente Nadia, que había elucubrado una increíble teoría en su cerebro, intuyó lo que quiso decir la medievalista.

Entonces, cuando aún estaba todo en el aire y Garbiñe y Gonzalo estaban a punto de abandonar la sala, ocurrió otro hecho de difícil explicación para las científicas mentes de los galenos allí congregados. El buscapersonas del jefe de la guardia comenzó a sonar. Y después el de todos los allí presentes.

—«Urgente al depósito de cadáveres» —leyó en voz alta el doctor Perona.

—¡A mí me pone lo mismo! —masculló Gonzalo desconcertado.

—¡Y a mí! —exclamó la intensivista.

Un murmullo recorrió la sala.

Todos los médicos habían recibido el mismo incomprensible mensaje.

Antes de que el grupo de médicos se levantase tumultuosamente para ir al depósito, Garbiñe, que deseaba más que nada abandonar el hospital, dirigió una mirada inquisitiva a su anfitrión.

—Necesito que me lleves —murmuró.

Sus ojos parecían introducirse sin tapujos en los pensamientos de Gonzalo provocando la transformación de su petición en una orden.

—De acuerdo —asumió el médico.

Poco después, una vez recogido todo, se dirigieron cautelosamente hacia el aparcamiento. Gonzalo caminaba deprisa, con una vaga sensación de estar siendo observado; sin embargo, Garbiñe transmitía una insólita imagen de placidez.

Gonzalo arrancó su utilitario y, sin saber muy bien por qué, se dirigió hacia la ermita de la Virgen del Puerto, en dirección contraria a la ciudad. Una vez allí detuvo el vehículo. Ya se sentía más seguro, y deseaba aclarar las cosas antes de ir a su casa.

—¿Cómo crees que tus jefes averiguaron dónde trabajo? —preguntó mientras se recostaba sobre el asiento del coche en un gesto de contenida zozobra.

Garbiñe, por el contrario, le ofrecía una mirada serena, difícil de clasificar. Gonzalo la sintió lejana, acerba, atroz…

—La mujer de la casa rural debió de decírselo.

Gonzalo se atusó el cabello. En su cerebro lo sucedido durante las últimas horas tenía una única explicación.

—Lo hiciste tú, ¿verdad?

Ella inició una media sonrisa.

—Creo que sí.

—Tu cuerpo selecciona y elimina crudamente a tus adversarios… —Gonzalo recordó en ese momento la conversación mantenida con su colega internista al inicio de la mañana—. Debería presentarte a mi amigo Alfredo.

—¿Deseas que lo fulmine? —se atrevió a bromear ella.

—No, no… no es por eso —replicó con una tenue sonrisa él—. Es una estupidez. Me habló de un artículo médico que curiosamente describía a gente como…

—¿Como yo?

—No me hagas caso, es una tontería, pero…

—No lo es. Yo también me hago cruces con esto; pero el espíritu que describe el códice, yo lo tengo. Vive aquí —concluyó elevando someramente la bolsa de cuero que pendía de su cintura.

Gonzalo suspiró.

—¿Y ahora qué?

—Yo debo irme; no sé dónde pero ellos saben que estoy aquí. Y, pese a todo, aún no estoy preparada para ir «eliminando adversarios».

—Son casi las tres de la madrugada —advirtió el médico—. Podríamos dormir un rato y…

—Me gustaría marcharme ya, Gonzalo, esta misma noche —interrumpió la medievalista—. ¿Te importaría acercarme a algún lugar…?

Gonzalo se quedó absorto de nuevo, atrapado en los penetrantes ojos de la medievalista.

—¿Sabes?, por mucho que me atraigas, y sé que lo sabes, eres una mujer demasiado problemática para mí —masculló con cierto sarcasmo—. No obstante, ya estaba un poco harto de mi monotonía. Además, después de esto no creo que las añagazas de mi exmujer me provoquen ningún agobio.

Garbiñe sonrió con franqueza. Sus bellos ojos centellearon aún más.

—¿Entonces…?

—Vas a tener suerte conmigo —aseguró el médico—; tengo un buen amigo viviendo en un pueblo a una hora de aquí. Regenta una casa rural. Puedo llamarlo y pedirle que te acoja esta noche. Después ya veremos.

—Gracias, Gonzalo. Sabía que podría contar contigo —declaró ella.

Él sonrió, y entornó sus ojos en un gesto de anuencia, asumiendo entregadamente su situación.