En poder del valí de Tudela
Cuando los islamitas se marcharon del campamento y la polvareda de la lucha se disipó, don Sancio se encontró solo, rodeado de los cuerpos de sus enemigos, a un centenar de pasos de las lonas asturianas. Estaba empapado en un sudor frío que le atravesaba desde la espina dorsal hasta el abdomen, le dolían los brazos y las piernas, le hormigueaban las manos, y su boca estaba seca como el esparto. Sin embargo, el final de la batalla y la muerte de sus enemigos derrotados le solazaban en ese instante, como siempre le había sucedido hasta ahora…
Retornó a las tiendas del campamento asturiano caminando pesadamente, algo preocupado por el destino de sus hombres, y deseando especialmente reencontrar a Gumessandus. Apenas si escuchaba, a su paso, algunos quejidos de los pocos hombres que, aún malheridos, habían sobrevivido a la violencia de la disputa. La mayor parte de ellos eran moros, y don Sancio no dudaba en ajusticiarles de un mandoble poniendo fin a su sufrimiento con el filo de su espada. Los menos eran cristianos, a los que atendía someramente, colocándoles en la mejor postura posible, bien fuera apoyándoles sobre un tronco o bien sobre un rebujo de sus ropajes; después, cuando llegaran los hombres de Astúlez, si aún estuvieran vivos, los recogerían con la finalidad de dar cura a sus heridas, en tanto en cuanto aquello fuera posible.
Al fin, don Sancio alcanzó el centro del campamento y observó a don Bernardo del Carpio, rodilla en tierra junto a su tienda, intentando dar aliento a su malherido lugarteniente, que yacía agonizando con una flecha insertada profundamente en su costado.
Don Sancio llegó hasta ellos y le dirigió una vaga sonrisa al noble astur.
—¡Dios os guarde, noble caballero asturiano! —saludó, calmosamente, con gran respeto—. Según creo, vos sois don Bernardo del Carpio…
El magnate asturiano levantó sus ojos ante el recién llegado. Le reconoció como el hombre que había dado la voz de alarma desde las rocas de la sierra en el momento fatal de la carga islámica. Con delicadas maneras, dejó la cabeza de su amigo moribundo sobre un embozo que hizo con la lona de su tienda, y se levantó con gesto pesaroso. Aquel parco movimiento hizo a su amigo exhalar su último halo de vida.
—Ha muerto —masculló don Bernardo del Carpio al percibirlo.
—Ya lo veo… Y lo siento. Dios se apiade de su alma. Murió defendiendo su buen nombre. —Después de aquellas palabras de pésame, don Sancio miró hacia la llanura. Ya no se veía ni rastro de sus atacantes—. Hacía mucho tiempo que los moros no se atrevían a llegar tan al norte. Estos que nos acometieron deben de ser los hombres del valí Muza —comentó.
Don Bernardo del Carpio suspiró, y durante un instante se mantuvo en silencio, ocultando su rostro tras sus ensangrentadas manos. Después volvió su mirada hacia el várdulo, que también callaba, ponderando el dolor de aquel noble guerrero, a la espera de las palabras que quisiera decir.
—En efecto, amigo mío —manifestó este, entonces—. Como bien dijisteis antes, yo soy Bernardo del Carpio, y acabo de perder en esta maldita vaguada lo que me quedaba de una brava mesnada de caballeros asturianos y leoneses. —Su voz sonaba casi a reprimenda. Don Sancio no se lo tuvo en cuenta. El asturiano hizo otra pausa y el noble várdulo respetó su momento de silencio manifestándole, con un gesto grave, que comprendía y compartía su dolor. El guerrero astur suspiró profundamente antes de volver a retomar la palabra—: De todas formas, amigo castellano, agradezco vuestro auxilio y la voz de alarma que disteis desde las rocas.
—Entre cristianos es obligado prestarse ayuda —respondió don Sancio—. Sobre todo en estas, que son mis tierras.
—¿Quién es entonces mi salvador? —preguntó don Bernardo del Carpio mientras tendía su mano al várdulo.
—Soy don Sancio López de Elzeto, el gobernante del castillo que divisáis sobre esa montaña —respondió el castellano estrechando la mano del caballero astur—. Allí arriba. —Señaló hacia las rocas mostrando el lugar donde emergía el lienzo de la muralla de su fortaleza—. Pronto estaremos dentro de sus muros y podréis reponer fuerzas.
—Gracias de nuevo.
Después de aquella presentación los dos caballeros comentaron los lances de la reyerta sufrida como amigos que se conocieran de tiempo atrás. La sangre derramada en común era una de las mejores argamasas para unir a los hombres de armas.
—Por cierto, don Bernardo, ¿habéis visto al freile que me acompañaba?
—No sé —dudó el asturiano—. No estoy seguro… le perdí de vista en el fragor de la lucha.
Don Sancio cabeceó nervioso. Sin querer, el inquieto arcediano de Santa María se había convertido en un bien demasiado precioso para los hombres de armas de Al-Qilá.
—Debo hacer todo lo posible por encontrarle cuanto antes —masculló don Sancio.
—¿Cómo se llama? —preguntó el noble astur.
—Gumessandus —respondió don Sancio—. Es el actual arcediano del monasterio de Santa María de Valpuesta, y oriundo de Asturias como vos.
—Os ayudaré —ofreció don Bernardo del Carpio—. Yo también he de buscar al resto de mis hombres y podemos revisar juntos el campamento. Debo saber cuántos de los míos han sobrevivido.
—Yo dejé un par de heridos de vuestra mesnada junto a aquella roca —expuso Sancio señalando hacia el llano—. En cuanto lleguen mis hombres los trasladaremos al castillo para curar sus heridas.
Caminaron juntos por el destartalado campamento gritando los nombres de sus hombres. Nadie respondió. Los cuerpos exánimes de los cristianos fueron apareciendo ante sus ojos, unos entre las tiendas, otros junto al río, o entre los árboles… sin embargo no dieron con el cadáver de Gumessandus.
—Los cuerpos de mis hombres están todos, pero no aparece el de vuestro arcediano.
—Es como si se lo hubiera tragado la tierra —se quejó Sancio con amargura.
—Deben haberle aprehendido los sarracenos. A veces toman rehenes entre los hombres de la Iglesia que creen importantes. Tal vez pretendan pedir un rescate por su vida —apuntó Bernardo.
—Gumessandus es muy importante para nosotros, y conoce demasiados secretos de nuestro condado —gruñó don Sancio—. Aunque no creo que los moros lo sepan… aún.
—Gumessandus… Dijisteis que era el arcediano de Santa María de Valpuesta, ¿verdad? —se interesó el noble astur mientras se atusaba la barbilla con gesto de cavilación—. Mi rey…
—Así es, don Bernardo —confirmó don Sancio sin dejar concluir al asturiano—; según creo, el monje tenía la encomienda de vuestro rey de contactar contigo para proponeros una misión.
—Cierto, eso fue lo que me indicó el rey Alfonso en una de sus últimas epístolas —aseveró don Bernardo, dando por buenas sus cavilaciones anteriores—. Ese monje venía a verme.
—Lo sé. Y puede que, además, quisiera pediros algo más… —Don Sancio le hablaba con sutil cordialidad, casi con inflexión petitoria—. Algo que interesaba también al obispo Juan, cabeza de la Iglesia del condado en el monasterio de Santa María de Valpuesta…
—Sea lo que sea, ya es tarde. Yo he de volver a Asturias, castellano, no puedo demorarme más acampando por estos predios vuestros —contrapuso don Bernardo del Carpio—. Llevo años de acá para allá llenando mis ojos con la sangre de muchos moros y algunos cristianos. No podré ayudaros con ninguna búsqueda, cualquiera que sean sus proposiciones. Ya he tenido más que suficiente con la última batalla contra los francos en Roncesvalles.
—Pero…
—Mi espada ha bebido de la sangre del conde Eblo[27], ¡y ojalá que la de hoy sea la última que mancha mis manos en muchos meses! —bufó con gran desolación—. Desconozco las propuestas de freile Gumessandus, pero no es mi deseo enfrentarme a los descreídos muladíes de Tudela, que en otro tiempo fueron aliados… Y no creo que en estos días mi rey Alfonso II precisara de mi espada para atacaros a vosotros, castellanos, por muy revoltosos que seáis. Y menos cuando lucháis con metales tan poderosos como esa espada…
El asturiano se había percatado de la sobresaliente calidad de las armas de don Sancio.
—Ciertamente, don Bernardo, esta es una espada muy especial —admitió el várdulo con orgullo—. Teníamos unos buenos maestros herreros en nuestro condado…
—¿Puedo sopesarla?
Don Sancio le ofreció la empuñadura. Aún se veían en la hoja algunas salpicaduras de sangre sarracena.
—Tomad.
—Increíble —murmuró don Bernardo del Carpio lanzando varios mandobles al aire—. Jamás tuve algo así en mis manos. Es una lástima que no pueda quedarme con vosotros más tiempo. Me gustaría poder probarla en un combate.
—En todo caso, amigo astur, ya hablaremos de ello en la seguridad de los muros de Astúlez. Tal vez pueda cumplirse ese deseo a pesar de vuestras ansias de paz…
—De acuerdo, amigo —asumió el noble asturiano, y le devolvió la espada.
A lo lejos, en los alrededores de la fortificada ermita que se abría al valle, la mesnada proveniente del castillo recogía a los supervivientes de la razia sarracena. Don Sancio y don Bernardo salieron a la planicie alejándose del río para reclamar su atención con gritos y golpes en sus escudos. Poco después, los hombres de armas de Astúlez los recogieron en un carromato tirado por dos bueyes. Hicieron el camino de vuelta sumidos en sus pensamientos, y apenas intercambiaron más palabras. Sin embargo, los dos guerreros percibían una viva cercanía entre ellos. Era como si fueran uno reflejo de otro, sufridos defensores de unas tierras dolientes y amenazadas.
Unas horas más tarde se encontraron en el castillo, curadas las heridas, vestidos con limpios ropajes y disfrutando de una copa de vino de Álava y de una mesa de apetecibles viandas.
* * *
En las inmediaciones del paso de Pancorbo, los sarracenos habían situado un portentoso campamento de casi un centenar de tiendas, enclavadas al abrigo de una fortificación que dominaba un desfiladero de especial y estratégica importancia. Después de sus últimas razias, que habían asolado Álava y el levante del reino asturiano, los andalusíes habían reconquistado los pasos que conducían al norte y, junto a su aliado Muza ibn Muza, valí de Tudela, esperaban seguir ganándoles batallas a los impertérritos diablos castellanos de Al-Qilá.
A un día de camino de aquel campamento cordobés, marchando en dirección norte, el valí de Tudela había tomado un pequeño torreón que antaño edificaran los godos, y desde aquel lugar partía para conferenciar con sus aliados andalusíes, a los que su familia rendía pleitesía desde que sus antepasados abrazaran el islam. En aquel robusto torreón se alojaron los hombres que habían asaltado los arrabales de Astúlez.
Y con ellos sus prisioneros.
Era ya noche cerrada cuando Gumessandus recuperó el sentido. En cuanto abrió sus ojos, se vio tendido en el suelo de una húmeda estancia de planta cuadrangular. Tenía unos diez pasos de ancho, estaba completamente vacía y parcialmente iluminada por un solitario candil de aceite que estaba dispuesto junto a la puerta. Una pequeña saetera era la única ventana, y aún se veía oscura, sin haces del sol que la penetraran.
El freile comprobó que estaba solo. Nadie había a su alrededor, y durante un segundo se sintió perdido y angustiado. No podía saber dónde estaba, pero no le cupo duda de que sus captores eran los diablos mahometanos contra los que habían luchado en la vaguada del río Tumecillo, junto a los predios de Astúlez.
A pesar de recién haber recuperado la conciencia, la oscuridad de la noche, los dolorimientos de sus múltiples contusiones y el aún persistente aturdimiento que soportaba su cabeza le hicieron acurrucarse en un rincón cerca del fanal y dormitar de nuevo esperando sentirse mejor. En su duermevela le sorprendieron oníricas ensoñaciones que le acongojaron. Los sarracenos obtenían el secreto del várdulo Sancio y sometían al reino de Asturias a sangre y fuego, asesinando a sus hombres y violentando a sus mujeres.
Un sudor frío le invadió con el miedo, y su corto sueño fue todo menos reparador. Sometido a un desenfreno diaforético de continuada angustia, al final la alborada tocó sus ojos y le obligó a volver a una realidad grandemente penosa, aunque momentáneamente menos aterradora que sus sueños.
Apenas transcurridos unos instantes, tras la puerta escuchó ruido de pasos. Le pareció un concurrido grupo de hombres de armas acercándose. Pudo oír también varias voces hablando en dialecto arábigo. Al poco rato, después de escuchar una voz de mando, el herrumbroso sonido de la cerradura le anunció que los dueños de la casa o castillo donde estaba encerrado pronto se le presentarían. Se alejó de la puerta situándose, lo más digno que pudo, junto a la pared.
—Alá te guarde, cristiano —saludó al entrar en el cuarto un sarraceno de aspecto corpulento, ojos marrones, cabello cobrizo rizado y tez no excesivamente oscura que vestía con ropas vistosas de preciados materiales.
—Dios os guarde —correspondió Gumessandus, que nada más ver al moro y percibir sus maneras amables había decidido emplear su más exquisita diplomacia—, mi señor valí…
—Mi nombre es Muza ibn Muza, de la saga de los Banu Qasi, cristiano —anunció pomposamente el noble sarraceno—. Y, como bien dices, soy el valí de Tudela y Zaragoza, un aliado fiel del emir de Córdoba. —Después de su presentación calló un instante, escudriñando la respuesta del eclesiástico cristiano. El tiempo, como las palabras del valí, también se detuvo para Gumessandus, que apenas si sentía sus propios suspiros mientras el moro le examinaba. Finalmente el valí prosiguió—: Bien… Tú, abad, arcediano o lo que seas, pareces gente de interés para los tuyos. Tal vez mereces, incluso, que te cambie por un rescate en lugar de darte muerte o someterte a esclavitud. ¿Qué opinas, abad?
—Mis amigos lo pagarían, valí Muza…
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Por qué eres tú tan importante, cristiano? —El valí le miró con ojos penetrantes e incisivos, como si supiera de antemano la respuesta de lo que preguntaba. Gumessandus se mantuvo en silencio, intentando evitar que el magnate sarraceno le sonsacara. Después de la lucha en el campamento y del golpe en la cabeza, no se encontraba precisamente en buenas condiciones para medirse dialécticamente con aquel muladí. Le parecía lo bastante inteligente como para descubrir los secretos que su mente guardaba. El valí se acercó hasta casi tocarle—. Tal vez sepas algo que nosotros pretendiéramos saber —agregó.
Antes de que el asturiano pudiera responder, dos de los guardias que acompañaban al valí de Tudela le tomaron por los brazos. Gumessandus apenas si se resistió.
—¡Qué demonios hacéis! —farfulló.
—Veo que estás demasiado aturdido para hablar… tal vez incluso hambriento —añadió el valí Muza—. Mis hombres te llevarán a las cocinas de esta humilde torre. Allí podrás comer y beber algo. Y calentarte, pues parece que estés arrecido de frío. Después, cuando hayas mejorado, ya hablaremos.
—Gracias —masculló el asturiano, desconcertado por la misericordia del cabecilla moro—. No sé qué decir…
—Como ves, eclesiástico cristiano, somos algo más civilizados que tus «buenos» amigos de Al-Qilá —ironizó el valí.
El arcediano Gumessandus no contestó. Carecía de fuerzas para ello. Los guardias le llevaron casi en vilo hasta la cocina. Allí, sentado ante una mesa de madera de pino, observó cómo dos gruesas cocineras trajinaban entre calderos y fogones. Un fuerte olor a especias lo inundaba todo, provocándole un mayor deseo por la comida. Junto a las matronas, varios jóvenes ejercían de avezados aprendices cortando verdolagas, desollando liebres y cabritos y desplumando capones. El monje quedó ciertamente impresionado por la abundancia de la despensa de aquella torre sarracena.
—¿Dónde estamos? —inquirió.
Nadie contestó. Uno de los muchachos le puso un cazo de guiso de cabrito, un vaso de aguamiel y un pedazo de pan ácimo.
—Esta carne es pura, infiel, sazonada con ajos de Egipto y azafrán de Sevilla, y no ese gorrino envilecido embebido en vino que os gusta engullir a los cristianos —comentó, con gesto solícito, en un tenue murmullo, el joven aprendiz de cocinero mientras le servía. Sus movimientos le demostraban respeto y calidez; pareciera estar casi agasajándole. Era como si esperara que el prisionero se complaciera en el yantar, y así ganar su ánimo a través de su estómago.
El eclesiástico asturiano le sonrió. Posiblemente estaba al tanto de las intenciones de sus captores, pero en aquel momento su fortaleza era mucho más que frágil, y empezó a comer con bastante ansia.
Los soldados no le quitaron los ojos de encima mientras comía, pero a Gumessandus no le importaba. Superado por las primarias necesidades de su organismo, su mente se mantuvo en blanco todo el rato. Era como si el miedo se hubiera evaporado de repente frente a aquellas viandas, como si su misión junto a don Sancio careciera de verdadera importancia, como si todo lo anterior que había acontecido en su vida no hubiera sido real.
«Me han dado alguna clase de poción que aliena el sentido», se dijo en un instante de lucidez.
Poco después se vio sentado en un sillón de madera de roble que había sido acolchado con dos cojines de blanda lana. No sabía cómo había llegado allí, pero era evidente que se encontraba en otra sala del torreón, algo mejor decorada que las cocinas y, por supuesto, diferente de la inicial mazmorra donde despertara. Persistía sobre su cabeza la misma sensación de aturdimiento que le rondara desde el almuerzo, impidiéndole pensar con fluidez. Casi ni podía entreabrir los párpados, pesados como bloques de granito, y cabeceaba cuando le vencían para despabilarse tras cada cabeceo. Y así varias veces.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el valí, que se había situado frente a él con una sonrisa torva.
—Gumessandus —farfulló con inflexión trémula y lenguaje balbuciente.
—¿Eres un hombre de la Iglesia?
—Sí. Soy el arcediano del monasterio de Santa María de Valpuesta…
Las preguntas del magnate moro eran concisas y directas, tanto que el aturdido freile asturiano se sentía forzado a contestar de igual manera. De momento no había existido nada digno de un sobreesfuerzo de ocultación.
—¿Dónde naciste?
—Soy de Asturias…
—¿Qué hacías en Astúlez, arcediano?
—Tengo una encomienda que realizar para el conde Nuño Nunniz de Al-Qilá, el Dux Iudex[28] —proclamó—. Soy un buen escribano. —De repente se puso en pie tan rápido como si un resorte se hubiera disparado en sus piernas. Los párpados subieron como rastrillo de una fortaleza dejando ver unos ojos vidriosos, aviesos y mióticos—. ¡El diablo de Bardulia os reventará con su brillante spatha[29]! —gritó con gesto amenazador, a pesar de estar tambaleándose—; y os revolcaréis de dolor en vuestra agonía, abyectos agarenos…
—¿El diablo?
—¡Don Sancio! —gritó—. El portador del estigma de los asesinos… y vigía de los misteriosos bultos que un maldito judío toledano quiere llevarse a su tierra. —El asturiano concluyó su frase ya casi en un murmullo, y cayó de nuevo sobre el sillón como un fardo—. Don Sancio…
El valí se dirigió hacia uno de sus más inteligentes consejeros, un experto en álgebra e historia de origen egipcio que nunca le fallaba.
—¿Entiendes algo, Ahmed?
—Debemos analizarlo bien, valí Muza —sugirió el consejero—. Hay que conseguir descifrar este mensaje, pues parece de gran importancia para los cristianos de Al-Qilá, y es posible que tal vez también lo sea para nuestros aliados los andalusíes; no en vano hace referencia a la ciudad de Toledo…
—¿Y quién será ese demonio de don Sancio que debemos temer? —se preguntó en voz alta el valí.
El consejero callaba. En el interior de su mente sus elucubraciones trenzaban pensamientos que intentaban dar respuesta a esa pregunta. El valí le dirigió una mirada inquisitiva.
—Tal vez…
A Ahmed le vinieron a la memoria las últimas escaramuzas de sus huestes en territorio cristiano y las terribles derrotas que les habían infligido los hombres de Al-Qilá en las inmediaciones de Astúlez. Recordó las palabras de algunos supervivientes que mencionaban un guerrero aterrador, que los paralizaba con la mirada y les hacía ver su muerte… Muchos le consideraban una leyenda, pero otros le creían un diablo, tal y como acababa de describir el monje.
—¿Y bien? —insistió el valí.
—Me vinieron a la memoria ciertos relatos que nuestros hombres narraban acerca de un misterioso cristiano que los embrujaba.
—Cierto… también yo lo recuerdo ahora. ¡Eres brillante, Ahmed! —le congratuló el valí Muza—. Bien, entonces esperaremos a que se le pase el efecto del elixir a este monje, y después le someteremos a tormento para que nos lo aclare todo. Tenemos que saber qué se propone ese diablo cristiano al que llaman don Sancio.
—Así se hará, valí Muza —confirmó el consejero solícitamente.
El valí se volvió hacia sus guardias y ordenó:
—¡Llevadle de nuevo a la mazmorra! Se han acabado las contemplaciones para él.
* * *
Se encontraban en la segunda planta de la torre más ancha y alta del castillo de Astúlez. Allí había una gran sala donde don Sancio organizaba las reuniones con sus capitanes. Un acogedor fuego y dos decenas de grandes velones de cera de abeja los alumbraban en el inicio de aquella anochecida sin luna, tan oscura como su actual suerte. El noble várdulo había convocado una reunión para trazar sus próximos planes, citando a doña Anderaza, a Eneco de Salazar y al judío de Toledo.
—Han sido los hombres del valí de Tudela, el maldito Muza ibn Muza —aseguró Eneco de Salazar—. Los prisioneros que hicimos en el valle han confesado.
—¡Cómo he podido ser tan incauto! —se quejó don Sancio—. No debí alejarme de él.
El noble don Bernardo, que en realidad se encontraba bastante fuera de lugar entre aquellos insólitos castellanos, los esperaba en otra cámara, situada cerca de las estancias de los soldados, donde don Sancio le había indicado permanecer reponiendo fuerzas ante una bien servida mesa.
—No es tiempo de lamentaciones —exclamó doña Anderaza—. El arcediano astur será importante para el conde Nuño, pero nosotros no podemos demorarnos. Mi gente está en las Basquiñuelas, y necesito vuestra ayuda para alcanzarlos sin peligro. Los moros están muy activos y debemos llegar cuanto antes a la fortificación de Elzeto. El conde podrá encontrar otro escribano… Además, es muy probable que Gumessandus haya muerto ya.
—El documento del conde Nuño es imprescindible para el condado, doña Anderaza. No sabéis cuán importante es para regirnos según nuestras propias leyes. Nuño determina la ley de nuestra comarca, es el Iux donde todos debemos acudir —contrapuso don Sancio, irritado consigo mismo por tener que oponerse a la noble alavesa.
La mujer le miraba con un gesto de contenida rabia. Don Sancio, sabedor de la encomienda que le imponía su deber, prosiguió:
—Además, está la cuestión de la especial mercancía que transportamos a Toledo.
—Ese caballero asturiano, Bernardo del Carpio, seguro que os acompaña y os ayuda a protegerla —replicó doña Anderaza—. ¿Qué precisáis de Gumessandus?
—El arcediano debía convencerle —lamentó el noble várdulo—. Si se niega a guiarnos no tengo muchos argumentos que emplear sin contarle toda la verdad. Necesitamos al arcediano también para eso.
—Esta situación puede hacernos perder la mercancía, don Sancio —intervino el judío, angustiado—. El magnate asturiano puede reclamarla para el rey de Asturias… y eso sería fatal para mis aliados en Toledo.
—Eso no va a pasar —sentenció don Sancio con voz grave—. Os lo aseguro, no sucederá de ninguna manera, Joseph. Aquí no gobierna ese rey.
Después de esa frase, el silencio ocupó la sala un prolongado período, como si un ángel les hubiera hecho a todos volverse al interior de sus corazones para reflexionar. Sin embargo, la tensión era más que reseñable entre ellos, y sobre todo evidente en doña Anderaza. Don Sancio analizaba todas las posibilidades, sobre todo los perjuicios que el ínclito Gumessandus podría depararles. En sus manos estaba gran parte del futuro de todos.
Viendo que su señor no proseguía con su discurso, Eneco de Salazar se atrevió a hablar:
—Ciertamente… —Hizo una pausa para mirar a don Sancio y buscar su aquiescencia. El noble várdulo le devolvió un gesto de aprobación y Eneco prosiguió—: Desconocemos si el arcediano Gumessandus aún vive. Sin embargo, no podemos dejar de analizar lo que sí conocemos: sabemos que han sido las huestes de Muza las que se lo llevaron… Y sabemos que si le hubieran querido muerto, ya habríamos avistado su cadáver en el campamento del noble asturiano… Por lo tanto, y a mi humilde entender, el freile ha sido retenido para pedirnos un rescate o para sonsacarle alguna información acerca de nuestras huestes y nuestros baluartes.
—Y eso último podría perjudicar también a vuestros hombres, doña Anderaza —apuntó don Sancio, aprovechando las palabras de su hombre de confianza.
—Y entonces, don Sancio, ¿qué proponéis que hagamos? —preguntó ella, con inflexión huraña.
El noble várdulo sintió como una punzada la mirada de reproche que la valerosa mujer había incluido en su interpelación. En su corazón de guerrero, de ser estigmatizado por la estirpe del Gaizkiñ, había comenzado a hacerse un hueco un inaudito sentimiento de cariño, o tal vez de deseo, hacia doña Anderaza. Sin embargo, y al menos momentáneamente, el caballero asumía que se debía a su verdadera encomienda, y que no tenía más remedio que convencer a la noble dama aun a costa de futuros envites amorosos.
—Según nuestros espías y montaraces, y lo confirmado por los prisioneros que hemos aprehendido, los sarracenos del valí de Tudela se asentaron, no hace mucho, en un destartalado torreón abandonado que se encuentra a menos de dos días de camino de aquí —explicó don Sancio—. Muza ha mejorado sus defensas, y lo emplea como enlace cuando se acerca a departir con los cordobeses del campamento andalusí de Pancorbo…
—¿Entonces…? —Don Sancio había hecho una pequeña pausa y doña Anderaza le instaba a continuar. Su ansiedad requería información precisa y presurosa, y su gesto era más que evidente—. Seguid, por Dios, don Sancio.
—Los hombres de Muza aún deben estar allí, solazándose de su incursión y creyendo que estamos vencidos —concluyó el várdulo.
—Y esa fortificación se encuentra relativamente cerca del sitio que tu gente llama Basquiñuelas, noble señora —añadió Eneco.
—Por San Millán, Eneco, ¿no pretenderéis que nosotros los ataquemos? ¿Es eso lo que en verdad estáis proponiendo? Ahora no estamos en condiciones de vencerlos —arguyó doña Anderaza con gesto displicente—, apenas hace unas horas que asolaron los arrabales de Astúlez…
—¿Eso es lo que creéis…? ¿Que estamos vencidos? —inquirió entonces don Sancio.
—Está a la vista…
—Lo sucedido ha sido un error de nuestros vigías, que no dieron la alarma a tiempo. Por ello, los habitantes de las alquerías no pudieron refugiarse en la ermita fortificada —replicó el noble várdulo—. No obstante, a pesar de todo apenas si hemos sufrido bajas. Han sido los asturianos, que estaban acampados junto al río, los más perjudicados.
—Tal vez tengáis razón, don Sancio —asumió ella—. Pero de ahí a atacar ahora una torre…
—Confiad en mí, doña Anderaza —insistió él—. Hemos sido capaces de repelerlos decenas de veces; seguimos avanzando hacia el sur, robándoles terreno en la meseta. Incluso vos traéis a vuestro clan a nuestros dominios… —La miró fijamente a los ojos intentando trasmitirle algo más que una idea, intentando mostrar un conato de un sentimiento aún poco cuajado pero intenso y sincero. Y le rogó—: Por favor…
La mujer sintió un pequeño estremecimiento mientras daba vueltas a aquella propuesta.
—¿Me aseguráis que protegeréis a mis hombres primero?
—Os aseguro que los trataré como si ya fueran parte de los míos.
—Está bien, don Sancio —convino ella, finalmente, asumiendo las tesis de los caballeros castellanos de aquel concilio—. ¡Contadme cómo lo haremos!