Iohannes Abate
Annus Domine 802
El otoño había irrumpido de repente en el bosque coloreando el suelo con un manto de ocres y amarillos. Junto al arroyo, las zarzamoras endulzaban las bocas de los viandantes con sus últimos racimos de minúsculos boliches negros y granates. En las estrechas veredas, los escaramujos ofrecían sus esféricas y bermejas bayas; las endrinas, sus violáceos y agridulces arañones; los robles, el ovoide amargor de sus bellotas; y las piñas, que salpicaban el lecho de hojarasca que cubría las bases de los troncos de sus espigados padres, concedían, al abrirse, el tesoro de sus piñones a un ejército de animaluchos comandados por cuervos, urracas, ardillas, topos y ratones.
Sancio caminaba despacio, disfrutando de los húmedos aromas que la densa arboleda le proporcionaba, absorto en sus pensamientos, que en las últimas horas eran, más que nada, preocupaciones. Su cuerpo empezaba a abandonar las desproporcionadas formas de la adolescencia: más ensanchados los hombros y las ijadas, más duras las facciones, y más gruesa y profunda la voz. Aún era delgado, pero su aspecto había ganado en contundencia. Después de casi tres años en el monasterio que fundara el freile Juan, al final se había acostumbrado a la severa disciplina de los monjes benedictinos y aceptaba sin rechistar las órdenes de su mentor, que ahora era el abad de Santa María de Valpuesta.
Esa tarde, el muchacho marchaba cabizbajo en dirección al castillo del conde Munnio, ya que no alcanzaba a comprender por qué le habían incluido en aquella comitiva que formaban el abad Juan y una media docena de sus gasalianes[7] más fieles. El castillo había formado parte de su vida en sus años infantiles, cuando las razias musulmanas le dejaron huérfano. El conde Munnio le había acogido entonces intramuros durante unos meses y, desde luego, no es que recordara aquellos tiempos como demasiado duros o particularmente malos. Es más, reconocía en su fuero interno que había sido bien tratado, pues los hombres del conde respetaron su noble estirpe y se preocuparon de darle una educación adecuada para ser el jefe de un clan. Pero cuando el abad Juan se cruzó en su camino todo cambió, y después de los tres años transcurridos bajo su tutela, el joven tenía claro que deseaba seguir en el monasterio para siempre. El ambiente del castillo se le antojaba ahora demasiado distante, casi hosco, y no deseaba tener que dar de nuevo explicaciones acerca de su endemoniado estigma.
—Vamos, Sancio —llamó el abad, devolviéndole a la realidad del sendero montañés—. No te hagas el remolón. Debemos llegar al castillo antes de la anochecida.
—¡Ya voy, abad Juan! —respondió el joven adelantándose hasta donde estaba su tutor tras una corta carrera.
—¡Ya estamos cerca! —gritó desde la cabecera del grupo un freile de rubicunda cara y de nombre Belasco, que había nacido en la cercana villa de Espegio[8]—. ¡Apresurad la marcha los de atrás!
Durante un rato, Sancio se mantuvo en silencio caminando junto al abad. Iban al mismo paso, ocupando casi por completo la estrecha senda que atravesaba el bosque hacia la fortaleza del conde. De vez en cuando, el abad lo miraba de forma inadvertida, esperando que el muchacho iniciara una conversación con él, y dispuesto a responder a cualquier pregunta de su pupilo, por muy imprevisible que fuera.
«Algo le ronda la cabeza a este chico», se decía el abad.
No sabía qué le preocupaba al joven várdulo, pero había algo, estaba seguro. Le parecía que Sancio llevaba todo el día queriendo hablarle, aunque sin atreverse. Con paciencia, aguardaba a que el joven se decidiera, incluso le lanzaba pequeños envites para estimular el diálogo. Sabía que, en algún momento, Sancio le relataría sus cavilaciones y todo se aclararía.
Pero el joven callaba. Dos días antes de aquel viaje, su estigma había vuelto a dar amenazantes señales de vida en la persona de freile Belasco. Hasta entonces, nadie le había comunicado que estuviera previsto que él acompañara a los monjes al castillo y, por ello, en sus pensamientos estaba marcado ese evento como el motivo que le llevaba a ser alejado del monasterio.
Y tal convencimiento le cohibía.
Le daba vueltas y vueltas en su cabeza intentando buscar la mejor manera de olvidarse de ello. Sin embargo, cuando lo pensaba mejor, consideraba que no debía dejar de lado sus opiniones y deseaba comunicarlas. Poco a poco convino consigo mismo que ya estaba decidido. En cuanto pudiera, le haría notar a su mentor su disconformidad respecto a cualquier posibilidad que incluyera llevarle a vivir en el castillo.
Agarró con fuerza la badaza que colgaba de su cinturón y, maldiciendo una vez más su estigma, estuvo tentado de arrancársela para lanzarla a la profundidad del bosque. Un suspiro profundo surgió de sus entrañas y, finalmente, el recuerdo de su madre y el cálido aroma que la badaza dejó en su mano le concedieron las fuerzas precisas para hablar.
—Vuelvo a pedirte disculpas por lo sucedido anteayer, mi señor abad Juan —manifestó con un rictus muy serio, adornado de una solemnidad que hizo sonreír a su tutor—. No pude controlar al Gaizkiñ… pero no volverá a pasar, lo juro. —El eclesiástico lo miró con una sonrisa en sus labios, casi con un gesto de jocosidad que el muchacho no comprendió, y sus ojos le devolvieron al abad una mirada llena de desazón e ira. El religioso estuvo tentado de reprenderlo, sin embargo prefirió esperar a sus argumentos. Sancio prosiguió—: Ya sé por qué me has traído contigo en esta comitiva.
—¿Sí?
—Vais a dejarme abandonado en el castillo para que mi estigma no os cause más problemas en Santa María de Valpuesta.
—¡Así que es eso! —exclamó el religioso, aún más sonriente que antes—. Ya me tenías preocupado, querido Sancio. Creía que habías enfermado.
—Enfermaré en el castillo, seguro —amenazó Sancio, sin dejar de incidir en su argumentación—. Y allí el estigma será mucho más peligroso…
El abad Juan se detuvo y le señaló con su dedo índice reprendiéndole.
—No se amenaza, Sancio —dijo muy serio.
—Lo siento —masculló el joven várdulo.
—Además, Sancio, no creo que se cumpliera lo que dices —añadió el abad más condescendientemente—. Ni enfermarías, ni el estigma sería más maligno. Pero…
—¿Pero qué? —insistió el joven.
—Pero estás equivocado. No sé de dónde has sacado esa idea, Sancio, pero no voy a abandonarte en el castillo del conde —le informó, tranquilizadoramente, el abad de Santa María de Valpuesta—. Aunque, si lo hiciera, no te ocurriría nada malo. El conde Munnio cuidó muy bien de ti cuando los sarracenos asolaron Elzeto y sitiaron a tus padres en la torre de Astúlez; y también después, en cuanto supo de su muerte. Yo reclamé tu tutela cuando, más tarde, tú y yo nos encontramos…, ya sabes por qué. No tengo que recordarte cómo nos conocimos. El conde, que tenía mayor ascendiente sobre tu persona, te puso a mi cargo sin dudarlo… Y, desde luego, yo no voy a deshacerme de ti ahora.
—¿Por qué marchamos, entonces, todos en esta inusual comitiva? —inquirió, un poco más sosegado, el joven—. Casi nunca nos acompañáis cuando llevamos aparejos, berzas y hortalizas para intercambiar…
—Pensé que te apetecería volver conmigo al castillo del conde —incidió el freile haciendo hincapié en el término «conmigo»—. Es un lugar casi mágico para nuestra comunidad… y me gustaría que así lo percibieras.
—Ya lo visito de cuando en cuando, abad Juan —refutó el joven várdulo—. Cada dos semanas ayudo al freile camerarius a traer las cosas.
—Cierto —convino el abad—. Pero no pasáis de las cocinas o de las cuadras de los arrabales. Tienes que sentir el corazón que late en el castillo.
—¿Las piedras laten? —su anterior nerviosismo le llevó a hacer una broma de las palabras del abad. Al instante se arrepintió de su inconveniente mordacidad. El severo gesto del abad le hizo percibir el error cometido.
—¡No seas tan obtuso, Sancio! La cortedad de miras no me agrada en absoluto. Te considero un joven sensible e inteligente —reprochó el eclesiástico con dureza.
—Perdón, abad Juan, no medí bien mis palabras —se disculpó Sancio con sinceridad—. Tenéis toda la razón.
—Mi deseo es que sientas el castillo como yo mismo lo siento, y que aprecies lo que significa para nuestro monasterio —expuso el abad con vehemencia—. Por eso quería que vinieras hoy conmigo. Soy yo el que debo comparecer ante el conde, no tú, mi soberbio pupilo.
El chico se calló, vencido por la evidencia. Estaba algo más tranquilo ante la aclaración del abad confirmando que se trataba de una visita de cortesía, y no deseaba pleitear más con su mentor.
—En fin… —suspiró mirándole a los ojos—. No me lo tengáis demasiado en cuenta, magíster.
—Venga, Sancio —instó el abad, sonriendo halagado por el afecto que le mostraba su pupilo—, apresurémonos. Esos freiles nos sacan mucha ventaja…
* * *
El camino serrano concluyó ante los gruesos lienzos de las murallas del castillo del conde, una gigantesca mole de roca y madera que emergía fantasmagóricamente en lo intrincado de la espesura. A pesar de los continuos ataques de los sarracenos a las tierras de Álava y Al-Qilá, aquella oculta fortaleza levantada sobre los cimientos de un antiguo castro romano parecía invisible a los ojos de los moros, pues jamás habían alcanzado siquiera sus arrabales, y daba la impresión de que desconocían incluso su existencia. Tal vez, los rezos de los monjes del pequeño monasterio de Santa María y las demás plegarias de otros eremitas que estaban repartidos por la sierra lo protegían. El caso es que desde allí los hombres de Al-Qilá avanzaban hacia el sur sin pausa, y los moros no eran capaces de detenerlos.
Ante los portalones de gruesa madera de roble, el abad Juan recordó aquellos lejanos días en los que abandonara sus grutas en la piedra para tomar el compromiso de convertir la pequeña ermita de Santa María de Valpuesta en un verdadero monasterio benedictino.
Lejos del motivo que había sospechado el joven Sancio, las razones de abad Juan para acudir con tanta premura al castillo del conde tenían más que ver con el propio monasterio y con la burocracia asturiana que con el desagradable incidente del Gaizkiñ que había puesto en serio peligro al pobre freile camerarius. El rey de Asturias estaba preparando un documento fundacional para su monasterio y había que limar asperezas con el magnate local, que no estaba muy dispuesto a ceder ni un ápice del gobierno de su condado a los asturianos.
Después de dar santo y seña, los monjes pasaron bajo el rastrillo de hierro, atravesaron las gruesas puertas de madera y acabaron en medio del patio de armas del castillo, aguardando a que un peón acompañara al abad Juan junto al conde.
—Tú esperarás aquí con Belasco, Sancio —ordenó el abad—. Yo he de hablar con el conde Munnio. Enviaré a un guardia a por ti cuando finalice nuestra reunión. Presta atención a todo lo que veas… y, por favor, no tientes la ira del Gaizkiñ.
El muchacho prometió obedecer. Se fijó en un escaño de piedra que estaba adosado al lienzo de la muralla y se acomodó sobre él. En el patio se ejercitaban unos cuantos guerreros del conde y, desde su asiento, se entretuvo observando sus atléticos movimientos. Estaba contento. Las palabras de su mentor le habían tranquilizado, y eso le permitía observarlo todo sin angustia añadida. Las otras veces que había acudido a la fortaleza, freile Belasco, el camerarius, le había metido en el almacén a descargar, y ya casi no recordaba cómo luchaban los soldados. Sin embargo, en esta ocasión el freile camerarius le había dejado a su libre albedrío mientras él intercambiaba pequeños aperos de labranza tallados en buena madera de pino y artilugios varios que había traído en una gran saca de cuero desde el monasterio. Así era la naturaleza de freile Belasco: comerciante metido a monje. El abad Juan lo sabía, y lo consentía, pues no en vano sus trueques beneficiaban habitualmente las arcas de Santa María de Valpuesta.
Los soldados iban y venían. Un pequeño sotechado construido en madera y paja en mitad del patio servía como almacén de armas, y los hombres entraban y salían de él con espadas y escudos de madera. Después, dispuestos en dos filas algo irregulares, se enfrentaban unos a otros con bastante ardor. Tanto que, de cuando en cuando, se escuchaban los gritos de dolor de los hombres que habían sido golpeados y las risotadas de los vencedores.
Sancio estaba absorto e impresionado con el espectáculo. El sordo sonido de los golpes que intercambiaban le conmovía, produciéndole un ligero cosquilleo en el estómago. Era como una extraña combinación de miedo, gozo y envidia. Mas, si hubiera tenido que decir qué era lo que más le embargaba, se habría decantado por la envidia.
—Hola —escuchó, entonces, a su espalda.
Estaba tan ensimismado en los movimientos de los hombres del patio que no se había percatado de que alguien se le aproximaba. Algo sobresaltado, Sancio se volvió a su interlocutor. No le había gustado tanto sigilo.
Para su sorpresa, se encontró frente a un muchacho que debía de rondar su misma edad, vestido a la usanza de los hombres de armas de la fortaleza. Iba embutido en una cota de malla de hierro, que le llegaba hasta sus rodillas, y cubierto con una barroca celada decorada con una cenefa que recorría, labrada en relieve, toda la circunferencia inferior del casco. Las pequeñas torres plasmadas en ese ornamento le recordaron la imagen del castillo del conde. Debajo de la malla se podían vislumbrar una camisola y un calzón de ruda lana de color oscuro. El joven guerrero calzaba botas de cuero reforzadas con cubiertas de metal que le llegaban casi hasta las rodillas y, para completar su estampa, en su mano derecha llevaba una de las espadas de madera con las que entrenaban los hombres del patio.
—Hola —saludó Sancio. Su voz llevaba incorporada una buena dosis de recelo. No le había gustado verse sorprendido. También, tal vez más que cualquier otra cosa, envidió la apostura del otro chico.
Este se quitó el casco y lo depositó en el escaño de piedra. Sancio pudo observar sus ojos claros, penetrantes, casi soberbios, y su cabello castaño, oscurecido por el sudor que pegaba unos mechones con otros enmarañándolo. El joven guerrero del castillo se retiró el pelo de la cara con el antebrazo, cambió la espada de madera a la mano izquierda y le ofreció la derecha a Sancio con una sincera sonrisa.
—Me llamo Nuño. —Sus palabras se acompañaron con un gesto mezcla de altivez y amabilidad—. Soy el hijo del conde Munnio. El abate Juan me ha instado a venir a saludarte. Casi diría que me lo ha ordenado —bromeó.
Sancio percibía una sensación confusa. Era agradable hablar con alguien de su edad; sin embargo, ardía en deseos de testar la valentía de aquel joven soldado. En contra de los consejos que le había dado su mentor, llevó su mano disimuladamente a la escarcela de su cinturón y pellizcó una pequeña porción de su contenido.
—Yo soy Sancio —respondió tendiendo la mano impregnada de polvo. Una inapreciable parte del mismo se espolvoreó en una minúscula nubecilla—. Sancio López de Elzeto, hijo de…
—Lo sé. El abate me lo dijo —atajó Nuño, tomando la mano de Sancio con sana energía—. Al parecer debimos coincidir en este castillo cuando éramos más pequeños y tus padres…
—No lo recuerdo —farfulló Sancio, con un rictus de indolencia, interrumpiéndole. Su preventivo recelo no menguaba. Le faltaba sentir su alma.
El joven Nuño hizo caso omiso al gesto de Sancio, pero al estrechar su mano percibió un extraño calor que le hizo intentar retirar la suya. Su intento no tuvo éxito, su mano no le respondía y parecía haber perdido toda su fuerza. Angustiado, clavó sus ojos en ella intentando concentrar toda su energía en sus dedos.
Nada.
Entonces llevó sus ojos hasta los de Sancio buscando una explicación, pero solo le sirvió para quedarse atrapado en ellos, inexpresivos, vidriosos, grises y fríos. Súbitamente advirtió nuevos goterones de sudor irrumpiendo en su frente y una pesadez en su garganta.
—¿Qué me pasa…? —balbució.
—Nada, Nuño, solamente es Él… —respondió Sancio con una voz herrumbrosa y quebrada.
De repente, el freile camerarius apareció en el umbral de una de las puertas de las cuadras departiendo amigablemente con uno de los mozos palafreneros. La casualidad le llevó a dirigir su mirada a la esquina donde estaban los jóvenes y, nada más observar la escena de aquel particular saludo entre ellos, su habitual expresión bonachona se tornó en una mueca de horror.
—¡Sancio! —gritó amenazante, abandonando la liviana plática que mantenía con el mozo del castillo y echando a correr hacia los jóvenes—. ¡Recuerda lo que le prometiste al abad Juan…!
En ese momento, el aludido Sancio soltó la mano del otro joven que, tembloroso, fue a sentarse al escaño intentando no desplomarse.
El joven várdulo se sentó a su lado esperando una reprimenda de freile Belasco. Se había dejado vencer por sus bajezas; esa combinación de ira, angustia y envidia que había sentido al ver al hijo del conde, habían despertado su estigma. Una agria mueca de desasosiego en su cara mostraba un más que notorio sentimiento de culpa. El camerarius se les acercaba a toda prisa con gesto afligido, gruñendo algo para sí.
El hijo del conde suspiró profundamente.
Después tosió varias veces.
—Ha sido muy extraño —musitó, abriendo y cerrando la mano, que iba recuperando su tono muscular por momentos.
—Lo siento mucho, Nuño —se disculpó Sancio con sinceridad—. No… no debería haberte… sujetado la mano con tanta… fuerza. —Sorprendentemente tartamudeaba. La pulsión del estigma había sido insólitamente apacible, y tal sensación le había provocado un cierto temblor en la voz—. No debería…
—No pasa nada —replicó, iniciando una tímida sonrisa, el hijo del conde, que ya percibía la vuelta de la fuerza a sus manos—. Ha sido una sensación rara, parecía que estuvieras dentro de mi alma… Sin embargo, he percibido… afecto. ¿Y tú?
—Yo… —Sancio rebuscó en sus sentimientos y, para su sorpresa, estuvo de acuerdo—. También lo he sentido —aseguró, y después sonrió como Nuño—. Es inaudito.
El camerarius llegó hasta ellos jadeando por la carrera a lo largo del patio de armas.
—¿Estás bien, muchacho? —preguntó dirigiéndose a Nuño, algo atónito por su aparente felicidad.
—Sí, freile, estoy bien —respondió el hijo del conde incorporándose sin dejar de mover los dedos.
—¡Sancio, eres un irresponsable! —reprendió el monje, que recordaba la zozobra y el miedo que él mismo había vivido un par de días antes en esa misma situación—. Has faltado a tu promesa. —El freile de Espegio se percató enseguida de la identidad de Nuño, y a su enfado se le añadió un cierto grado de temor—. ¿Seguro que estás bien? —le insistió—. ¿Doy aviso a algún peón de tu padre?
—Seguro, freile —aseveró de nuevo el muchacho—. Miradme, no hace falta que aviséis a nadie. Estoy perfectamente. Mi amigo Sancio tiene mucha fuerza en sus manos…
El camerarius suspiró aliviado y decidió no indagar más. Nuño parecía indemne.
—Vuelvo en un instante —masculló—. Debo terminar mis tareas. —Le dirigió una mirada amenazadora a Sancio y añadió—: ¡Compórtate bien!
El joven se encogió de hombros en un gesto de aquiescencia. Freile Belasco emitió un sordo gruñido y retornó a las cuadras para cerrar los tratos que había iniciado con los palafreneros del castillo.
Entonces, Nuño se dirigió de nuevo a Sancio y le ofreció unirse a la mesnada de su padre para ejercitarse con las espadas de madera. El joven várdulo le miró entusiasmado. Todas sus cuitas se habían disipado.
—¿Puedo?
—Debes —insistió Nuño—. Son órdenes del abate Juan.
Y ambos corrieron hacia el centro del patio riendo amigablemente. El Gaizkiñ había sido magnánimo en aquella ocasión…
Era un buen augurio.
* * *
Desde una de las estrechas ventanas de la torre que daba al patio, en realidad una saetera modificada para servir de balcón a un escueto pasillo, el abad Juan había presenciado el encuentro de los jóvenes. Durante un instante temió por un enfrentamiento entre ambos; sin embargo, pronto descubrió que acababa de presenciar el inicio de una amistad imperecedera. Junto a él, el conde Munnio sonreía complacido, y compartía su misma apreciación.
—Teníais razón, abad Juan —dijo el noble.
Sancio era un muchacho poco corriente, procedente de un clan de guerreros várdulos que eran poseedores de habilidades difíciles de explicar. Don Munnio lo sabía. Desde que sus propios antepasados vascones de las legiones romanas llegaran a esos valles, en los antiguos tiempos del desmembramiento del poderoso Imperio romano, el clan de los antepasados de Sancio siempre había sido un aliado fiel.
—Su amistad es una buena noticia para todos.
—En efecto.
—Al-Qilá verá días de gloria.
—Especialmente si continuamos con lo nuestro, abad Juan —instó el magnate, volviendo sus pensamientos a sus ocupaciones actuales—. El mensajero asturiano ha llegado ya, y no es mi deseo hacerle esperar más de lo estrictamente necesario.
—Vamos, pues, con nuestro concilio. Pronto dejaré de ser el abad Juan y tendréis que llamarme obispo, mi señor conde Munnio —apuntó el eclesiástico con mordaz ironía—. No más cerremos el acuerdo con estos alaveses, primos de nuestro rey Alfonso, el Segundo de Asturias…
—Lo haré con mucho gusto —aseguró el conde, que compartía una gran amistad con el monje desde que este se hiciera cargo de la ermita de Santa María para intentar hacer de ella un monasterio—. Episcopus Iohannes… suena bastante bien.
* * *
Entraron de nuevo en la sala donde los eseraban los parientes del rey asturiano, con el noble don Lope Gustioz de Orduña a la cabeza. El conde Munnio había conocido a don Alfonso de Asturias varios años atrás, en un viaje que realizó a las tierras de Orduña, donde el ahora rey hubo de ocultarse en su juventud a causa de las disputas cortesanas por la posesión del trono de Oviedo. Ajeno a aquellas intrigas, el conde Munnio siempre había pensado que los nobles asturianos carecían de sentido común en cuanto a la persistencia de sus enfrentamientos fratricidas y de sus continuos cambios dinásticos.
Don Alfonso, el segundo rey de tal nombre en Asturias, había nacido alrededor del año 760 de Nuestro Señor. Era hijo de una noble vascona alavesa llamada Munia, y desde su más tierna infancia fue educado para ser el rey que tomaría el gobierno de los asturianos después de la muerte de Silo. Sin embargo, en el momento de la sucesión, su juventud motivó el levantamiento de uno de los nobles de nombre Mauregato que, comandando un grupo de descontentos magnates gallegos, se hizo con el reino astur y provocó la huida del joven Alfonso. Prácticamente desterrado, Alfonso fue a buscar refugio en las tierras alavesas de la familia de su madre.
Pasaron los años, y el joven exiliado se convirtió en un hombre valeroso que aún tuvo que ver en Asturias otro rey, de nombre Bermudo y sobrenombre Diácono, que subsistió poco tiempo en la corte, pues era más amigo de la tranquilidad de las iglesias que del fragor de las batallas; y fue vencido en tan numerosas ocasiones por los pérfidos andalusíes que finalmente abandonó el trono para volver a los claustros de las abadías.
Fue entonces cuando don Alfonso, que se encontraba ya en la plenitud de la vida, regresó a Oviedo con suficientes apoyos para hacerse definitivamente con el trono.
Tal hecho era reciente en la memoria del conde Munnio, pues apenas hacía ocho años que don Alfonso II regía sin contestación alguna en toda Asturias. Sorprendentemente, las costumbres alavesas y castellanas habían arraigado poco en él, aunque demostraba sentir cierto amor y relativa comprensión por el oriente de su reino.
El abad Juan intuía que ese era el motivo por el cual el rey asturiano había elegido a sus parientes de Orduña para mediar con los nobles locales del Valle de Gobia en lo relativo al monasterio de Santa María de Valpuesta y su futura consideración como obispado de la Iglesia de Asturias. De otro modo, cualquier mensajero procedente de los palacios de Oviedo o de los lejanos mares gallegos no hubiera sido tan bien recibido.
El abad recordó sus paseos en los claustros asturianos y las pretensiones expansivas de los eclesiásticos de la corte. Parecía que, finalmente, el obispado de Valpuesta vería la luz bajo su mandato.
Las discusiones de los magnates presentes en el castillo no se prolongaron demasiado pues, ya en la lejanía de la corte de Oviedo, el rey Alfonso tenía otras muchas porfías por las que preocuparse y, sobre todo, cuantiosas y peligrosas contiendas con los diablos musulmanes del emir cordobés Abd al-Rahman II.
Las hordas del emir andalusí le habían acometido con numerosas aceifas, asolando los mejores valles del corazón del reino, llegando incluso hasta la capital, Oviedo, en más de una ocasión. Por lo tanto, los nobles sentados a la mesa del conde Munnio alcanzaron pronto un acuerdo, y brindaron con el mejor vino alavés de Orduña para celebrarlo adecuadamente.
—Entonces, don Munnio, ¿podemos hacerle llegar a don Alfonso vuestro beneplácito respecto a la sede episcopal de Santa María de Valpuesta? —inquirió don Lope de Orduña con una copa de vino en la mano. El enviado del rey estaba convencido de la respuesta positiva del conde.
—Por supuesto, amigo mío —convino el magnate vascón de Al-Qilá—; pero siempre que sea el abad Juan quien se convierta en el obispo de Valpuesta.
—Así será, don Munnio, no tengáis ninguna duda acerca de ello. En breve dispondremos de los pergaminos que lo certifiquen con el sello del rey —corroboró don Lope—. Por otro lado, y de acuerdo con el futuro episcopus, facilitaréis y protegeréis los asentamientos de cristianos en las tierras del sur, donde más acechan los moros, para así ganarles el máximo de su terreno.
—Hace muchos años que venimos haciéndolo así desde este castillo, don Lope —advirtió el conde Munnio, con una media sonrisa acompañada de un gesto de contenida mordacidad—. Cuando llegaron mis antepasados, los capitanes legionarios vascones de las cohortes hispanas de Roma, a este otrora ruinoso castro romano que he convertido en una fortaleza inexpugnable, vivían desperdigadas por estos y otros valles alaveses muchas gentes de etnias diversas que se pusieron bajo el manto protector de mi familia. Había asentamientos cántabros, várdulos, vascones, autrigones y caristios. A veces, incluso, con luchas y pleitos entre ellos. Pero hoy todos somos miembros de una misma casa, una casa dentro de Hispania. Los moros nos llaman Al-Qilá, y nosotros se lo agradecemos construyendo más y más castillos que no puedan jamás devastar…