Codex Bardulia

Se quitó el jersey y los vaqueros y lo dejó todo sobre el respaldo de una de las dos sillas de madera de roble que había en el cuarto. Junto a la cama, a su derecha nada más entrar, observó una pequeña mesa y, sobre ella, un flexo de estilo modernista, con una tulipa de cristales de colores, y un par de libros de arte contemporáneo.

«Es una habitación muy coqueta», se había dicho Garbiñe mientras dejaba su bolsa a los pies de la cama donde le había tocado dormir.

La pared estaba pintada en un relajante tono marfil y, con una simetría implacable, dos parejas de cuadros de acertado tamaño se disputaban en ella su espacio decorativo. Eran una de esas muestras típicas de arte pop de los años setenta que parecían realmente originales.

Garbiñe se acercó a examinarlos.

«Parecen buenos —pensó—. Seguro que deben valer una pasta».

Sacó una camiseta del centenario del Athletic de Bilbao que utilizaba habitualmente como único pijama y, tras desprenderse de su sujetador, se la puso con la intención de conseguir un sueño reparador. Después se echó sobre la cama. A pesar de su cansancio, no llegaba a conciliar el sueño, y viendo que tras una decena de vueltas entre aquellas sábanas de raso Morfeo no se le imponía, decidió echarle de nuevo un vistazo a los manuscritos.

En cuanto tenía una mesa delante, tales pergaminos ejercían sobre ella una tentación imposible de soportar, reclamando su atención hacia las insólitas letras que habitaban en sus hojas.

Sacó el códice de la bolsa de deportes donde lo transportaba. El texto había sido encuadernado con dos pastas de un cuero bastante grueso que se mantenían unidas a los pergaminos mediante tres costuras equidistantes. Una de las costuras, más reciamente ejecutada, en el centro, y las otras dos en los extremos. Todas estaban realizadas con fuertes tiras del mismo material coriáceo. La medievalista comprobó, de nuevo, la existencia de dos tipos de pergamino, con texturas y numeraciones diferentes, como si fueran parte de dos textos diferentes cuyas páginas hubieran sido mezcladas, incluso desordenadamente. Aquello sería un obstáculo para la traducción, pero Garbiñe ya se había encontrado antes frente a retos similares y los había superado.

«Menos mal que Concha me asesoró en su conservación, si no estarían deshechos», se dijo recordando a su buena amiga, la restauradora de pergaminos del Archivo de la Nobleza de Toledo.

Atrapada de nuevo por el manuscrito, la medievalista volvió a releer la primera de las hojas:

EGO GUMESSANDUS ET MEI SOCII HEC SCRIPTURA LEGENTE AUDIVIMUS, MANUS NOSTRAS † † † ROBORAVIMUS. OVECO PRESBITER TESTIS, SANGIUS COMMES TESTIS, ANDERAZA UXOR COMITE TESTIS.[16]

Acarició levemente aquellas letras. Sintió que la transportaban a un mundo lejano, repleto de pasiones, sufrimientos y aventuras.

«Es, sencillamente, indescriptible», se dijo.

Un cálido aroma se quedó prendido entre sus dedos, y por un instante casi se sintió levitar enredada en aquellas extrañas sensaciones.

IN ERA DCCCCXX · POPULAVIT SANGIUS COMMES TOLETUM · PRO IUSSIONEM DOMINO NUNNIO. REGNAVIT NUNNIO COMMES ANNOS XVI · ET MIGRAVIT A SECCULO IN MENSE DECEMBRIS . ET SUSCEPIT IPSO REGNO FILIO EIUS GUNDISSALVO.[17]

* * *

Cuando Gumessandus volvió en sí, se vio tendido en el jergón de la misma estancia del castillo donde le habían acomodado al llegar. Se sentía magullado y confuso. En realidad no recordaba bien lo que le había ocurrido durante la noche; es más, después de despabilarse le asaltó una muy razonable duda acerca del tiempo real que había trascurrido. Casi podría asegurar que había pasado más de una noche allí dentro, tirado en su camastro.

Con gran esfuerzo se incorporó hasta quedarse sentado en el borde de la cama. Poco a poco fueron llegando hasta él, desde lo más perdido de su memoria, los recuerdos de lo que le había sucedido. Volvieron a él las dolorosas pulsiones en su cabeza, la mirada aterradora de don Sancio, el aroma de la fragua, los grilletes…

Sus muñecas le mostraron las señales de las cadenas, y al palparse la cara recordó con desagrado la patada recibida.

Junto a su cama vio una jofaina, un cubo de agua y una pequeña pila de ropa que parecía contener un par de paños, un calzón de lana y una camisola muy aceptablemente tejida. No recordaba haber visto aquellos objetos cuando entró en el cuarto, por lo que dedujo que alguien había entrado mientras dormía. Suspiró mientras se atusaba el cabello con gesto de cansancio.

«Me vendrá bien el agua», se dijo en voz alta, acariciándose de nuevo el golpe de la cara.

Se quitó su camisa, algo pegajosa a causa de una noche de sudor y desasosiego, y se refrescó la cara y las axilas. Chapoteando en la jofaina intentaba relajarse con la tibieza del agua. Entonces, cuando burbujeaban sus labios con la cabeza metida en la palangana hasta casi las orejas, alguien golpeó la puerta del cuarto con rudeza.

—¿Quién vive? —preguntó Gumessandus, bastante sobresaltado.

—El conde os espera en su tablinium —respondió una voz varonil e imperiosa, acostumbrada a comunicar órdenes y verlas cumplirse—. Apremiad. Me pide que os informe de que desea departir pausadamente con vos.

—Ya voy. No le haré esperar, soldado.

Gumessandus suspiró de nuevo. No alcanzaba a comprender por qué el conde Nuño accedía ahora a recibirlo más privadamente. Se puso las ropas que le habían dejado en la celda con la mayor premura, y salió de su aposento. Un corpulento guardia de inexpresiva cara apareció en el umbral. Sin mediar más palabra, ambos se dirigieron al patio. El guardia marchaba delante caminando con gran celeridad y atravesaron el patio en un santiamén. Al otro lado le esperaba uno de los jóvenes pajes que conociera la noche de su llegada al castillo. Su gesto amable le hizo sentirse mejor.

El muchacho llevaba, en esta ocasión, el sayo de San Benito. Sus ojos eran de color avellana y su cabello de un castaño claro casi panocha. Era de constitución enjuta y fibrosa.

—Buenos días, joven novitius —saludó el arcediano tras analizar la vestimenta del paje. Después levantó sus ojos al cielo—. Aunque oscuros y nublados aún.

—Buenos días, arcediano Gumessandus —respondió el joven monje, devolviéndole una sonrisa franca—. Ya escampará, aún es muy temprano. Ahora debo llevaros ante el conde Nuño.

—Por supuesto —admitió el asturiano.

—Vamos, entonces.

—Aguarda un instante, novicio, no recuerdo bien tu nombre, y eso me incomoda. La última vez que te vi parecías un peón de la guardia, pero ahora veo que vistes nuestro hábito. Me gusta saber con quién hablo —expuso freile Gumessandus—. La noche no me ha sido demasiado propicia y aún estoy algo confundido. Debo haberlo olvidado. ¿Cómo te llamas?

—Soy Oveco de Flumecillo —respondió con tono respetuoso el novicio—, mi señor arcediano. No lo habíais olvidado… En verdad no me lo habíais preguntado antes.

—Lo siento, amigo mío —se disculpó el freile asturiano encogiéndose de hombros—. Y, a propósito, no hace falta que seas tan respetuoso al hablar conmigo.

Freile Oveco se inclinó con una sutil reverencia y, sin más comentarios, comenzó a andar hacia la escalera que conducía a la torre. El arcediano le siguió. Sin embargo, aquella mañana se había vuelto muy locuaz y prosiguió con su diálogo.

—Vistes el hábito de Valpuesta, pero yo no te había visto nunca antes de llegar aquí, muchacho. Imagino que perteneces al monasterio de Santa María, ¿verdad? —le preguntó.

—Sí, freile arcediano. En realidad aún pertenezco a su disciplina, aunque sirva al obispo Juan en este castillo.

—¿Cuándo dejaste el monasterio?

—El obispo Juan me envió al castillo hace ya más de cinco meses —explicó Oveco—. Por eso no me conocéis, arcediano. Estoy a las órdenes del conde Nuño, pero me cuido también de los aparejos de don Sancio siempre que el conde me lo manda… El obispo Juan estima mucho a don Sancio de Elzeto…

—Lo sé —murmuró Gumessandus acariciándose el golpe de su rostro—. He oído hablar de ello en el monasterio.

—Ha debido de ser una buena caída —señaló Oveco, que se había percatado de la mueca anterior del arcediano.

—¿Cómo dices, novicio?

—Lo de la cara, freile Gumessandus —indicó el novicio tocándose su propio rostro para explicarse mejor—. Don Sancio comentó que os precipitasteis desde la gradería que accede al lienzo de la muralla sur. Ha sido un verdadero milagro que sobrevivierais.

—Ya —resopló el eclesiástico asturiano—. Eso es lo que ha relatado el noble caballero de la torre de Astúlez, ¿no?

—Sí —afirmó Oveco sin dar muestra de percatarse de la irónica inflexión del arcediano.

—Tal vez fue eso lo que me ocurrió realmente —masculló Gumessandus después de una mínima pausa sin poder ocultar su rencor—, una mala caída… y un milagro.

—Al menos habréis reposado bien —se interesó el novicio—. Tenéis buen aspecto.

El arcediano suspiró.

—Sí, claro… —Se detuvo un instante para formular su siguiente pregunta. Miró al joven monje con serio gesto. Quería una respuesta concreta—. Una cosa más, Oveco, ¿cuánto tiempo he estado descansando en mi cuarto?

—Dos días —contestó el novicio sin inmutarse.

El arcediano no preguntó más, quedando sumido por unos instantes en sus pensamientos. Dos días eran mucho tiempo. Demasiado. El joven monje esperó paciente a que Gumessandus volviera a caminar. Su contestación no había sido recibida con agrado y, por ello, prefirió quedarse quieto y esperar las órdenes del freile astur.

—Vamos, nos esperan —instó este.

* * *

Amanecía. El castillo lo notaba y comenzaba a moverse como un ente vivo que se despereza ante los primeros rayos del débil sol de la alborada.

Antes de pasar al interior de la torre, freile Gumessandus buscó, al otro lado del patio de armas, a los extraños orientales que acompañaban al noble várdulo la otra noche, antes de su desgraciada visita a los sótanos. Observó a una docena de hombres armados que caminaban, indolentes, hacia las cuadras; pero no había rastro alguno de los insólitos andalusíes.

Poco a poco, el castillo fue adquiriendo mayor vida ante la pálida luz que permitían los nublados. En el patio, las voces de los hombres de la guardia se mezclaban con el tintineo de los utensilios y calderos que manejaban tres gordos cocineros; y con los relinchos de los caballos y los balidos de los corderos; y con secos golpes de hacha sobre gruesos maderos. Podían incluso percibirse los crujidos de la paja y los tocones ardiendo en dos grandes hogueras en el centro del patio.

Gumessandus subió pausadamente la escalera de la torre con los sentidos puestos en el trajín del castillo. Oveco le precedía en silencio. Cuando llegaron a las puertas del tablinium[18] donde el conde recibía a sus visitantes, la multitud de nuevos sonidos que inundaban ya la fortaleza hacía imposible discernir todos sus orígenes y, finalmente, Gumessandus dejó de prestarles atención.

Oveco se despidió ante la puerta de la sala de audiencias del conde.

—Yo debo ir a la cocina —se excusó—. Podéis mandar a buscarme luego, si lo deseáis.

—De acuerdo, Oveco.

La entrada de la sala estaba flanqueada por dos hombres de armas bien pertrechados para la lucha; sus torsos se veían protegidos por un peto de cuero de aspecto coriáceo, y portaban una lanza corta y un tosco escudo circular de madera de pino. Una amenazante hacha pendía de sus cinturas. En conjunto, provocaban respeto y temor.

El arcediano esperó un rato frente a la puerta en silencio. Después decidió entablar una conversación con los guardianes para aliviar la ansiedad de la espera.

—¿Y los nobles regidores de las fortalezas que circundan el castillo del conde? —les preguntó.

Uno de los guardias le respondió vagamente que los caballeros aún dormían en sus aposentos. El arcediano sonrió. Al menos podría hablar con el conde sin interrupciones.

En ese momento la puerta se abrió, y ante freile Gumessandus apareció un hombre de tez morena y ojos vivaces vestido a la usanza de los moros.

—Pasad, freile —invitó con gran cordialidad—; el conde Nuño os espera.

Gumessandus entró. En su cara era evidente su perplejidad ante el andalusí. Este se hizo a un lado y le mostró el camino hacia el interior de la sala con un amable gesto.

Buscando entre las nubes, el sol encontraba un tamizado paso generando varios lumínicos haces que, dispersos, alcanzaban el muro del castillo. Algunos rayos más eficaces en aquel instante penetraban por las estrechas saeteras iluminando la sala bastante mejor que las numerosas antorchas que colgaban de las paredes. El arcediano guiñó los ojos un segundo ante la inesperada luminosidad de la sala.

Cuando sus pupilas se acostumbraron a la luz, freile Gumessandus se encontró con la imagen del conde Nuño acompañado por don Sancio de Elzeto, el hombre de tez oscura, y una bella mujer de noble aspecto y edad indefinida, tocada con una escarcela plateada que apenas dejaba escapar alguno de sus cabellos dorados. No se percibía en ella la lozanía de las doncellas casaderas, pero aún no surcaban grandes arrugas su hermoso rostro, de gesto grave y sereno y de mirada penetrante y altiva, que transmitía una dominante apostura.

El eclesiástico asturiano se inclinó con respeto. Sin embargo, no pudo disimular un gesto de acritud ante lo concurrido de la sala.

Sobre todo, evitó mirar directamente a los ojos de don Sancio.

El conde Nuño se percató de su malestar, y sonrió con tibieza. Desconfiaba de los asturianos, sabía que su condado estaba relativamente sometido al poder de los monarcas de Oviedo; sabía que había comprometido un cierto vasallaje al rey Alfonso II, aquel que era casi un hermano de sangre a causa de los orígenes vascones de su madre, la noble Munia[19]. Pero, en la lejanía de sus recónditos valles, su subordinación se hacía más tenue, diluida gracias al imperio de sus fortificaciones, la valentía de sus caballeros y la fe que emanaba del monasterio de Valpuesta.

—Me imagino, arcediano, que esperabais un encuentro algo más privado —comentó el conde Nuño con un tono de disculpa—. Sin embargo, lo que persigáis saber puede esperar.

—Estoy a vuestras órdenes, señor —declaró Gumessandus con diplomacia.

—Tal vez cuando conozcáis a las personas que nos acompañan lo comprendáis todo mucho mejor, freile —apuntó don Sancio con expresión amigable—. Siempre será mejor hablar directamente unos y otros, en lugar de deambular en la oscuridad del desconocimiento.

—Estoy de acuerdo, noble Sancio —respondió el arcediano, apretando los puños bajo su hábito para evitar mostrar su rencor.

El noble várdulo le sonrió.

Gumessandus no alcanzaba a saber si los demás en la sala estaban comprendiendo el juego de palabras que don Sancio le dirigía. Pensó que lo mejor era mostrarse expectante, pero siendo discreto; por ello correspondió con otra sonrisa afable al gesto de don Sancio. Esa mueca atemperó la inicial tensión que había provocado su llegada.

El conde tomó la palabra.

—Veo que ya estáis casi recuperado de vuestra caída, arcediano —comentó.

—Completamente recuperado, conde —replicó Gumessandus, palpándose de modo instintivo su cara.

—Ya os comenté, don Nuño, que no era una lesión de cuidado —interrumpió don Sancio, en un tono que al monje seguía pareciéndole demasiado turbio. Era como si casi se creyera su propio embuste.

—Me atendisteis bien, señor —respondió el monje astur siguiéndole el juego dialéctico—. Y… gracias por la ropa, me queda a la perfección. Parece mi propio sayo.

—Me alegro —intervino el conde, dando por zanjada la cuestión—. Entonces, haz las presentaciones, Sancio. Nuestro amigo eclesiástico debe conocer al resto de nuestros invitados.

El noble várdulo avanzó hasta el centro de la sala.

—La dama es doña Anderaza de Toloño —explicó don Sancio—, una noble alavesa que ha podido escapar de las aceifas de los moros cordobeses. Es posible que hayáis oído hablar de ella en la corte de Oviedo. Su padre era primo hermano de doña Munia, la madre del rey Alfonso, el Segundo de Asturias. En la juventud de Alfonso, cuando aún no era el poderoso rey que hoy es, la familia de doña Anderaza le ocultó y protegió en sus tierras durante muchos años…

—Saludos, arcediano —dijo la dama.

—Saludos, señora —correspondió obsequiosamente Gumessandus, inclinándose con cortesía.

—Y, cuando los moros nos dejan, aún mantenemos correspondencia con don Alfonso —apuntó la noble alavesa.

Don Sancio, una vez cumplimentado ese primer saludo, prosiguió con las presentaciones.

—Don Joseph, el hombre que abrió la puerta, es un noble judío de Toledo, que…

—¿No será un maestro herrero? —inquirió de una forma un tanto repentina freile Gumessandus. Su tono casi fue insolente.

—Tal vez —replicó el conde, sorprendido por la interrupción del monje.

Gumessandus sonrió. Le parecía haber detectado un pequeño titubeo en la respuesta del magnate castellano. Sin embargo, el inexpresivo gesto de don Nuño enseguida le hizo cambiar de opinión.

El hebreo se mantuvo en un discreto silencio.

—Es posible, arcediano, que estéis más cerca de lo que buscáis de lo que creéis —continuó el conde, haciéndole un gesto a don Sancio para que le dejara el mando de la conversación—. Más aún, posiblemente serás testigo antes de lo que esperas de los mecanismos de defensa que tiene nuestro pequeño condado.

—No alcanzo a entender, estimado conde Nuño, de qué me habláis —declaró el monje con esmerado tacto.

Desde luego, no mentía.

Gumessandus habría deseado estar a solas con el conde, hablarle de la necesidad de su fidelidad al rey de Asturias; y, sobre la base de la mutua confianza, incitarle a explicar cómo conseguía que sus gentes siguieran repoblando los territorios que circundaban el monasterio de Valpuesta sin sufrir las razias de los cordobeses, que sí asolaban los predios de los condes de Álava y los verdes valles de Asturias. Los moros evitaban los territorios de don Nuño, y el rey Alfonso quería saber el porqué.

Y ahora, en aquella estancia de un castillo oculto entre bosques y peñas, se veía junto a un inexplicable grupo de heterogéneos personajes. Y con alguno de ellos ya había tenido más que palabras. Su mirada, perdida en el desasosiego de su tribulación, no pasó desapercibida.

—¿Regresasteis ya de vuestro viaje interior, freile Gumessandus? —preguntó el conde.

—Perdón, señorías —farfulló el monje.

El conde le mostró una silla de madera de pino labrada con motivos mozárabes que estaba colocada junto a una amplia mesa. El arcediano se sentó. Los demás se acercaron y ocuparon otros asientos junto al monje. El conde se mantuvo en pie.

—Como os decía, don Joseph está aquí con la pretensión de cumplir la encomienda de un buen cristiano de Toledo que nos pidió ayuda.

—Dios os guarde, don Joseph —saludó el arcediano.

El judío se inclinó con respeto. Intentó hablar, pero un gesto del conde le impidió devolver el saludo. Parecía que al noble le urgía completar su razonamiento.

—El obispo Juan me habló muy bien de vos, freile. Sois un hombre de letras, un diplomático… Enseguida supo que seríais el hombre ideal para nuestra empresa.

El arcediano mudó su rostro. Sintió que era objeto de una burla que no comprendía, y en su gesto comenzaron a aparecer signos de desconcierto, pero también de contenida ira.

—¿Vuestra empresa? —inquirió mientras volvía a preguntarse qué información tendría el conde de su encuentro con don Sancio.

—Sabemos que traíais una comisión secreta del rey Alfonso… —Gumessandus torció el gesto—. Pero yo os voy a proponer posponerla y uniros a nosotros en otro mandado que es muy importante para nuestro condado, para el futuro de los cristianos y para la recuperación de Hispania.

—Solo soy un hombre de la Iglesia —manifestó el eclesiástico.

—Pero conocéis la escritura y las lenguas de las antiguas tribus norteñas. Y vuestra estirpe es goda —añadió el conde Nuño—. Precisamos un hombre de letras…

—Además —intervino doña Anderaza—, según creo, conocéis al noble Bernardo, el caballero del Carpio.

Gumessandus esperó un segundo antes de asentir. Sintió que le asaltaban con comentarios inconexos. No alcanzaba a ver la relación de Bernardo del Carpio con las letras.

—Sí, pero…

—Será mejor que os expliquemos por qué necesitamos de vuestra intervención —expuso el conde pausadamente, percatándose del desconcierto del monje astur—. Por un lado, freile arcediano, precisamos que nos ayudéis a convencer a don Bernardo para que acompañe a una de nuestras huestes en un viaje peligroso a las tierras de Toledo. Sabemos que en las proximidades de la antigua Salmántica[20] mantuvo una fortaleza que defendió de los moros hasta que marchó a las guerras con los francos carolingios…

—Estáis en lo cierto —respondió en un murmullo Gumessandus—. Sorprendentemente, los andalusíes le permitieron la tenencia de aquella torre.

—Tenemos una importante mercancía que debe llegar a Toledo cuanto antes. Y estamos obligados a hacer todos los esfuerzos posibles para que esa mercancía alcance su destino —explicó el conde Nuño con gesto grave—. Creemos que don Bernardo sería de gran ayuda para movernos en territorio andalusí desde Salmántica a Toledo.

—¿De qué mercancía estáis hablando? —preguntó, con inflexión incisiva, el arcediano.

Don Sancio cruzó sus ojos con los de su señor pidiendo discreción. El conde contuvo su discurso momentáneamente, y recompuso sus argumentos.

—Ya lo sabréis…

Gumessandus dirigió entonces su mirada al judío, que permanecía prudentemente callado en su sillón.

—Me imagino que nuestro silencioso invitado hebreo sí está al tanto…

—No seáis suspicaz, amigo freile —interrumpió, intentando mostrarse amable, el conde Nuño—. Tenemos informes del obispo de Valpuesta que hablan bien de vos; él confía en vuestra buena fe, pero nosotros aún no sabemos si podemos fiarnos plenamente…

—Ya veo.

—Descuidad, pronto lo sabréis todo acerca de nuestro trascendental encargo.

Gumessandus decidió que era mejor mostrarse más solícito y sosegado.

—De acuerdo, os ayudaré en vuestra misión —aceptó finalmente—. Hablaré con don Bernardo.

Los presentes dieron muestras de sincero agradecimiento, y Gumessandus pensó que esto sería bueno para obtener la información que precisaba el rey de Asturias.

—Según mis noticias —agregó de inmediato—, don Bernardo se encuentra en tierras alavesas; y, de acuerdo con el mandato de mi rey Alfonso, el caballero Bernardo debería ponerse en contacto conmigo en cuanto estuviera cerca de estos lares.

—Cierto —intervino, entonces, la noble dama alavesa—. Yo puedo dar fe de ello.

Gumessandus la miró mostrando de nuevo un gesto de asombro. Parecía ser el único que desconociera todos los hilos de aquel argumento.

—No lo sabíais, freile Gumessandus —prosiguió la dama—, ni podíais saberlo. Coincidimos con el noble Bernardo en una de las fortalezas de mi familia. Viaja hacia Astúlez con algunos de mis hombres. Es por ello por lo que estoy aquí presente.

El arcediano la observaba con cierto grado de sorpresa. Su porte y su discurso eran especialmente vigorosos… Pero, a pesar de todo, la hermosura de su rostro, la perfecta conformación de su atrayente silueta y la delicadeza de sus gestos resaltaban una feminidad inteligente.

—Vaya… Gracias por la noticia, señora.

—Como sabéis, las razias sobre el oriente de Álava son muy frecuentes y agresivas —continuó ella—; debido a ello, parte de mi clan se siente incapaz de progresar hacia el sur. Mi padre prefiere asentarse allí donde ya estamos o, incluso, desplazarse de nuevo a nuestros antiguos solares del norte. Pero yo dirijo un grupo que ha optado por viajar al oeste, hasta los predios de Valpuesta, y ponerse bajo la protección del obispo y de los caballeros de las fortalezas de Castiella. Los moros han asolado las tierras de Orduña, de Toloño y de Ayala, y hay un centenar de hombres libres con sus familias a mi cargo.

—Difícil tarea para una mujer —atestiguó el arcediano, casi sin querer.

—Hasta donde alcanzo a comprender, Dios no ha hecho distingos por mi sexo, y me ha concedido valor e inteligencia para llevar a buen fin mis asuntos y los de mi clan, freile Gumessandus —reprendió, sin demasiada malevolencia, la noble alavesa—. Ellos confían en mí.

Don Sancio había observado su disertación con agrado y, no más acabó, una media sonrisa se dibujó en sus finos labios. Desde que meses antes la conociera, cuando la dama se puso en contacto con el obispo Juan y con él mismo para trazar su plan migratorio, se sentía impresionado por doña Anderaza. Por un lado, no llegaba a concebir cómo no se había casado, pues era bella y dispuesta; sin embargo, también entendía que, según para qué varón, tal vez la poderosa voluntad y preclara inteligencia de la dama serían un problema.

Siempre que analizaba esta cuestión, Sancio daba por buena la idea de que, en cuestión de matrimonios, sumar voluntades y mentes era mejor que dominarlas, y él siempre preferiría compartir su vida con una igual más que con una sierva. La guerra, los moros y el temor al estigma del Gaizkiñ habían limitado sus encuentros con las mujeres, haciendo de él un hombre solitario.

Todo aquello, al final, tan solo podía hacerle sonreír a medias.

El conde Nuño tomó entonces la palabra.

—En lo que nos ha narrado doña Anderaza se encuentra justificada, freile Gumessandus, la otra petición que os hago —dijo.

—No alcanzo a comprenderos, conde. De nuevo me pierdo entre vuestros planes —se quejó el arcediano.

—No disponemos en estas tierras de hombres de letras lo suficientemente instruidos, ya que aún no podemos asegurar sus vidas —bromeó el noble—. Han acudido otros monjes y escribas a mi condado, pero yo necesito a un verdadero conocedor de la historia y las letras. El obispo Juan me dijo que no sabía de nadie mejor. No quiero un escribano que relate la cesión de tal o cual prado, cierta vaca o tantos mulos al monasterio; necesito un erudito que redacte un documento comprensible para nuestra gente que explique quiénes somos, y que sirva de compromiso entre los nobles caballeros de Castiella y de guía ante los que vayan ocupando las tierras que les arrebatemos a los moros.

—¿Deseáis que yo lo redacte? —inquirió el freile asturiano considerablemente sorprendido.

—Sí —afirmó el noble—. Deseo que participéis en ese documento dirigiendo a escribas de todas las lenguas de Castiella.

—¿Antes o después de volver de Toledo?

Sin pretenderlo en realidad, la inflexión de su voz había hecho que su interpelación se cargase de ironía y prepotencia.

—¿Ambicionáis ir a Toledo? —inquirió el conde.

El noble se expresaba con total franqueza ante Gumessandus, haciendo caso omiso a la doble intención que parecía llevar incluida la anterior pregunta del asturiano.

—Yo… —vaciló el arcediano.

—Os propuse hacer las gestiones con don Bernardo, pero no hablé de la necesidad de vuestra presencia en la comitiva que viajará a Toledo —aclaró el conde.

—Comprendo. Disculpad, entonces —se retractó Gumessandus—. No quise parecer insolente.

—Estáis perdonado, freile —señaló el conde, conciliadoramente—. Entiendo que vuestras dudas os traicionen. Os recordaré mi proposición: pretendo que, después de reunirnos con don Bernardo en la fortaleza de Astúlez, vos permanezcáis aquí, junto con los monjes del castillo o del monasterio que elijáis, y que trabajéis todos en ese documento.

—Ahora lo entiendo —aseveró el freile, y permaneció un instante ensimismado en sus elucubraciones. El resto de los presentes en la estancia respetó aquella pausada reflexión. Después continuó—: Entonces, si me lo permitís, lo decidiré tras mi encuentro con don Bernardo —planteó el eclesiástico finalmente.

—Sea —asintió el conde—. Dejaremos el documento para más tarde, pero recordad que es muy importante para nosotros.

El eclesiástico astur se palpó el mentón con gesto pensativo. Aún le quedaba algo pendiente.

—¿Y sobre la información que os he demandado para el rey Alfonso? —incidió—. ¿Qué me ofertáis?

—Os aseguro, arcediano, que responderé a todas las preguntas que me hagáis a vuestro regreso —concedió el conde.