Tránsito

Aún no se habían apagado las luces de las farolas de la ciudad cuando sonó el despertador de su móvil. Garbiñe se despertó sobresaltada y pulsó una tecla para apagar el irritante sonido. Entre sus manos se encontraban algunos pergaminos del códice medieval que tantos problemas le había estado causando en las últimas horas. Se había quedado dormida abrazada a sus páginas, ensimismada con la lectura de una narración que no se parecía a ninguna otra que hubiera visto a lo largo de su vida profesional. Se reprochó mentalmente tal comportamiento poco previsor después de comprobar que alguna de las hojas había quedado ligeramente arrugada; era impropio de una buena paleógrafa tener tan poco cuidado con un material tan precioso.

Una vez levantada, se aproximó a la puerta de su cuarto y esperó un segundo sin hacer ruido intentando comprobar si ya había alguien despierto. El silencio la tranquilizó. Tomó su ropa y la toalla que le había dejado la amiga de Gonzalo, y entreabrió la puerta con sigilo.

Nadie.

Frente a su dormitorio estaba el cuarto de baño. Dio un paso rápido, atravesó el pasillo y en un instante se encontró ante el espejo. Observó su propia imagen de rostro cansado y trasnochado, de párpados hinchados y pronunciadas ojeras, y se sonrió con tibieza.

Se quitó la ropa frente al espejo.

«No estás mal», se dijo observando los relieves que la naturaleza le había concedido. Después, recogió su pelo intentando no pensar en nada trascendente, se volvió a la bañera y, una vez que comprobó cómo iba la temperatura de los grifos, inició una ducha reparadora. El agua caliente recorrió sus angulosas curvas relajando sus músculos y alejando parcialmente sus miedos mientras la nube de vapor que el calor provocaba iba inundando todo el cuarto de baño.

Inmersa en aquel vapor, sus pensamientos se volvieron de nuevo al manuscrito de Bardulia. Sin duda, el tipo de lenguaje empleado y los numerosos párrafos en eusquera medieval eran muy importantes; tal vez incluso peligrosos dadas las características de su mensaje. Sin embargo, el relato mitológico que se entremezclaba con el texto jurídico le resultaba especialmente atractivo, y posiblemente su significado definitivo guardaba otros misterios que debían ser aclarados.

Recordó las conversaciones mantenidas con uno de sus amigos archiveros, un afable segoviano, ya jubilado, que se encargaba de la custodia de ciertos documentos de la villa de Sepúlveda y se vanagloriaba de tener en el patio de su casa —una esquina blasonada en lo mejor de la plaza de la villa—, una lápida y varios escudos coetáneos del héroe Fernán González.

Salió de la ducha envuelta en la toalla, con la tez sonrosada por el calor y la sensación de haber recuperado las fuerzas.

«Debes llamar a José María», se dijo mientras se secaba el torso, mirándole a los ojos a su imagen del espejo.

Después tomó el secador.

«Ya no importará que haga ruido», pensó; y comenzó a secarse el pelo relajadamente.

José María, así se llamaba el archivero jubilado: José María Gutierre de Lara. Era un hombre bastante especial, un historiador erudito, así como un verdadero experto en la figura de Fernán González, el conde más conocido de la historiografía castellana medieval. Garbiñe y él habían coincidido en un curso de archivística que se había realizado en Madrid unos años atrás, apenas concluida la carrera universitaria de Garbiñe. A pesar de la diferencia de edad habían congeniado de inmediato debido a la admiración compartida por el primer conde independiente de Castilla. Después de aquello, no pasaban más de dos meses sin que la paleógrafa le comentara algo de su trabajo, bien fuera telefónicamente, bien mediante el correo electrónico, método de comunicación que ella le había descubierto al archivero como extraordinariamente eficiente.

José María estaba al tanto de sus teorías y sus hallazgos, y le ofrecía una mirada panorámica sobre su trabajo que conjugaba conceptos históricos con trazos paleográficos, y que le era necesaria para entender a los escribas que copiaban documentos decenas de siglos antes. Esto que José María le brindaba sin mayor dificultad, había sido incapaz de ofrecérselo su propio jefe, el «ínclito» profesor Elorza.

Por otro lado, el archivero de Sepúlveda siempre había sido muy crítico con la filosofía de la Fundación Ikastuna. En más de una ocasión había advertido a la joven medievalista de los posibles problemas que se encontraría en esa institución que él consideraba un tanto siniestra. Siempre que hablaban cara a cara acerca de tales consideraciones de José María, Garbiñe acababa escuchando cómo el viejo archivero le recordaba un extraño incidente que la joven había tenido en la biblioteca de la fundación. Ella siempre le había quitado importancia al hecho en cuestión, a pesar de que en su momento fue motivo para hacerle una intempestiva llamada de madrugada.

El incidente ocurrió cuando la joven llevaba apenas dos años bajo la tutela del profesor Elorza. Solo con pensar en José María y unirle al relato mítico del manuscrito eusquérico, Garbiñe revivió todo aquello como si estuviera sucediendo de nuevo…

Suspiró.

En ese instante, Gonzalo tocó la puerta del baño con delicadeza.

—¡Garbiñe! —llamó—, ¿estás bien? ¿Te pasa algo? Hace rato que estás en el baño…

—¡Sí, no te preocupes, Gonzalo! ¡Estoy bien! —gritó desde dentro—. Termino con el secador y salgo en un momento…

—Vale, vale —respondió él—. Te he puesto un café en la cocina. Debemos irnos pronto.

—No te preocupes, ya salgo.

Dejó el secador, tomó su ropa y se vistió sin abandonar sus recuerdos.

Gonzalo la esperaba con una sonrisa, apoyado en la pared del pasillo. Aún llevaba puesto el pijama del marido de Patricia.

—Mientras tomas café, yo me ducho —le dijo—. Pati está en la cocina. No te agobies cuando hables con ella, es una mujer muy directa, y no se corta un pelo con las preguntas…

—No te preocupes, Gonzalo; sabré cómo arreglármelas. —El médico observó en el rostro de la joven una mueca de indecisión. Era como si se le quedara algo en el tintero que no supiera cómo contar—. A propósito —prosiguió ella—, lamento decírtelo ahora, pero… he estado revisando mis apuntes y… Ya que es bastante temprano, podríamos…

—¡Arranca, mujer! —exclamó él, mostrándole una sonrisa de complicidad que le diera confianza—. No te voy a morder.

—Necesito ir a Sepúlveda —dijo ella al fin, de un tirón—. Debo recoger unas notas que tiene uno de mis colegas… Él vive allí.

—¿Sepúlveda? Vaya… la verdad es que eso no queda muy cerca de Plasencia que digamos —apuntó él, con un gesto de contenida contrariedad—. Bueno, ahora, cuando me duche, hablamos. ¿Vale?

Ella asintió.

Patricia esperaba en la cocina. Estaba sentada en un taburete ante una diminuta mesa que usualmente empleaba para desayunar. Llevaba puesta, colgando de sus hombros, una bata de diseño que apenas si cubría un camisón bastante transparente que casi ni llegaba a sus rodillas. La tela, pegada a sus bien proporcionadas formas, buscaba todos los relieves de su cuerpo.

—Hola —dijo al ver a su invitada—. Buenos días.

Garbiñe saludó con una disculpa añadida:

—Buenos días, Patricia. Siento las molestias que te estamos causando. La verdad…

—No pasa nada, querida —interrumpió Patricia—; ya conoces a Gonzalo, se mete en todo tipo de líos… Siempre ha sido así.

Miró a Garbiñe de arriba abajo sin pudor. Durante un instante pretendió sostenerle la mirada con cierta superioridad; sin embargo, nada más encontrarse con los ojos de la lingüista, una agobiante sensación le hizo cambiar de opinión.

—O sea, que eres historiadora o algo así.

—Sí, así es. Me dedico a la paleografía. —La medievalista seguía empleando un tono distante pero agradecido—. En cierto modo se puede decir que interpreto documentos medievales antiguos.

—Es muy interesante… y problemático a veces. Ya me contó algo Gonzalo anoche.

Garbiñe torció el gesto.

—¿Qué te ha contado? —preguntó, intentando parecer lo más ingenua posible.

Patricia sonrió. El intento de su invitada había sido en vano. La médica era demasiado inteligente como para tragarse fácilmente esa fingida candidez. En su fuero interno percibía a Garbiñe como una mujer absorbente y oscura.

—No te preocupes, Garbiñe —añadió con una cierta inflexión irónica—. Mi vida no tiene nada que ver con vuestros misterios de la Historia… No tengo a nadie a quien contarle tus secretos.

—No es ese el problema, Patricia —contrapuso Garbiñe, con gesto más preocupado—. Es que… no quiero que te pase nada. No sé si me entiendes. No me lo perdonaría.

La apertura de la puerta del baño les anunció la próxima llegada de Gonzalo. Patricia dirigió una sonrisa cargada de complicidad y socarronería a Garbiñe, y se dirigió al encuentro con su amigo en el pasillo.

La filóloga sujetó la taza con sus dos manos, buscando el calor que le trasmitía el café caliente, y suspiró cogitabunda.

—Me toca entrar ahora —dijo Patricia desde el pasillo, al cruzarse con Gonzalo, con jocosidad—. Tienes ahí un café… y a tu extravagante chica…

Gonzalo la miró sonriente y aceptó la chanza. En un instante, sus ojos se fijaron inconscientemente en los sobresalientes relieves que la piel de los pechos de Patricia dibujaba en su exiguo camisón. Gonzalo no supo adivinar si tal levantamiento de pezones se debía al frío o la provocación, pero obvió cualquier disquisición cuando ella le rodeó con sutileza y entró en el cuarto de baño.

Parado un segundo en el pasillo, Gonzalo volvió a reencontrase con sus problemas actuales y se dijo que no era momento de retomar otros antiguos. Ya había recibido señales contradictorias en otras ocasiones, y en lo que respectaba a Patricia se había equivocado las más de las veces.

En la cocina, Garbiñe miraba a la nada dándole pequeños sorbos a su café con leche. Gonzalo saludó al entrar. Llevaba una sonrisa un tanto estúpida, esa que se le ponía cuando se sentía algo ridículo consigo mismo y que la joven filóloga aún no conocía.

—¿Te pasa algo, Gonzalo? Tienes una expresión… muy rara.

—No, nada; pensaba en… —Buscó algo rápido en su cerebro que se convirtiera en una buena excusa. No le parecía bien hablar de los enhiestos pezones de Patricia. Lo encontró finalmente—. Pensaba en lo del viaje a Sepúlveda que me dijiste.

—Eso…

—Sí —mintió Gonzalo.

—Ya sé que está bastante lejos de Plasencia, pero es imprescindible que recupere ciertos estudios sobre unos documentos medievales del siglo XI que están en poder de un buen amigo mío. Estoy segura de que explicarían mejor el significado de nuestro manuscrito —manifestó atropelladamente—. Me he dado cuenta de que no solo importa el tema político-lingüístico; es muy posible que la fundación busque también otras cosas…

—¿Qué cosas son esas? —inquirió Gonzalo, que ya estaba suficientemente preocupado con lo anterior.

—En el manuscrito hablan de unos seres legendarios muy poderosos —explicó Garbiñe—. Es posible que solo sean hombres que conocen alguna planta que les hace más fuertes o insensibles al dolor. Algo parecido a la coca en América del Sur… Sospecho que alguien en la fundación también está interesado en esa sustancia y en esos superhombres. —Se mostraba seria y concisa—. Sobre todo porque da la impresión de que son personas de puro origen eusquérico. Es más, Gonzalo, mientras me duchaba he recordado algo que me sucedió un día que…

—El lunes tengo guardia, Garbiñe —interrumpió él.

—Ya, pero…

—Y deberíamos estar en Plasencia esta misma noche —arguyó Gonzalo, interrumpiéndola de nuevo—. Además, tenemos que llamar al historiador de la Universidad de Extremadura del que te hablé. Es el profesor Cubillo; me imagino que también te podrá ayudar él. ¿O no?

—Será ir y volver, Gonzalo —suplicó ella con marcada inquietud—; sé que es una paliza, pero necesito esos textos, y la verdad es que ahora sin coche y sola no me atrevo a seguir. Al fin y al cabo hoy es sábado y tenemos todo el día…

—Bueno, bueno… no te preocupes, Garbiñe; iremos primero a Sepúlveda —accedió Gonzalo, vencido por su insistencia—. Pero hay que salir ya mismo. Venga, yo se lo diré a Patricia. Mientras, recoge tus cosas… Protege el manuscrito lo mejor que puedas. Cada vez me da más miedo.

—Eres un cielo —dijo.

Y le besó en la mejilla.

Poco después, ya en la calle y con sus escasos bultos colocados en el maletero del Mitsubishi Montero, Garbiñe y Gonzalo se despedían de Patricia agradeciéndole sus desvelos y rogándole que tuviera cuidado.

—No te preocupes, Gonzalo, te aseguro que sé dónde desaparecer este fin de semana —aseguró la médica—. Nadie podría encontrarme. Ni siquiera tú…

Subieron al todoterreno y Patricia le dio un beso en la mejilla a Gonzalo a través de la ventana. El ufano galeno se sintió por un instante como un agente secreto británico.

«Eres un iluso», pensó después.

—Buen viaje —dijo Patricia.

Finalmente, el médico arrancó el todoterreno e inició su marcha. La saludó con la mano mientras se iban, y Patricia devolvió el saludo hasta que el vehículo desapareció en el cruce, al final de la calle. Después, se dirigió de nuevo al portal de su casa. Se había dejado arriba el maletín y el ordenador portátil, y sin ellos no podría pasar la consulta.

* * *

Amanecía en Valladolid. El austero pero imponente palacio del Conde-Duque de Benavente reflejaba en su fachada anaranjada los primeros rayos del sol matutino. A pocos metros de su portalón, un hombre corpulento de gesto hosco y mirada aviesa paseaba nervioso manoseando un teléfono móvil. La llamada que esperaba no se producía, y cada minuto que pasaba llevaba aparejadas unas más que probables malas noticias para sus propósitos.

Como si de un protocolo pactado se tratara, miró por enésima vez su reloj y después a la pantalla de su silencioso móvil.

Poco a poco, el sol comenzaba a elevarse y las sombras de los árboles daban fe del transcurso de la mañana. Finalmente, el nervioso individuo decidió tomar la iniciativa y llamar.

Tras un corto período de espera, su interlocutor respondió.

—Asier no ha llegado, y ni siquiera ha llamado para avisar —informó con gesto arisco—. Y ya sabe que eso significa que no los ha encontrado. —Al otro lado de la línea, una voz imperativa se quejaba de su suerte y le daba órdenes y explicaciones con premura—. Pues yo creo que hemos perdido el tiempo en esta maldita ciudad —se atrevió a comentar el hombre corpulento.

Inmediatamente después aguantó, cabizbajo y en silencio, la reprimenda de su superior para acabar asintiendo antes de colgar.

—De acuerdo, profesor Elizondo —convino con una inflexión más sosegada—, volveré con Urrutia. Si no queda más remedio iremos a Plasencia, ya que usted cree que se han dirigido hacia allí.

* * *

Gonzalo conducía en silencio callejeando por Valladolid según las indicaciones que le había dado Patricia. Después de un rato comenzaron a ver grandes señales azules indicando la salida hacia Aranda de Duero por la N-122.

—Ya estamos en marcha —afirmó, con relativa satisfacción—. ¿Puedes mirar en el mapa qué carretera debemos tomar luego para ir a Sepúlveda?

—Vale. —Garbiñe recordó las otras veces que había ido a casa de su amigo José María. Siguió con el dedo el trayecto de la N-122 hasta Aranda de Duero. Allí tomarían la A-1 hasta la salida de Bodeguillas, y desde allí una comarcal los llevaría a la villa de Sepúlveda sin mayores complicaciones—. Lo tengo —dijo ufana—. Nos queda un rato…

Gonzalo conducía con escrupuloso respeto de los límites de velocidad y las señales de tráfico. No deseaba más problemas. Se congratuló consigo mismo porque pensó que no había sido demasiado difícil encontrar la carretera que los llevaba a Aranda de Duero. Era bastante temprano, y Valladolid los estaba despidiendo con una alborada envuelta en la niebla, parcialmente nubosa, y salpicada aún de las fantasmales luces nocturnas de la ciudad.

La mañana era fría. Después de buscar en el mapa el número de la carretera y la ruta a seguir como le había pedido Gonzalo, Garbiñe se acurrucó en su asiento, dormitando. Había pasado muy mala noche, sometida al estrés de la lectura de su relato medieval… y al miedo.

Una media hora después de conducir por la N-122, Gonzalo le preguntó acerca de la persona que debían ver en Sepúlveda. Ella se restregó los ojos.

—¿Sí? —musitó estirándose—. ¿Qué decías?

—¿Estabas dormida?

—No importa, Gonzalo, en realidad solo tenía los ojos cerrados… —mintió piadosamente.

—Te preguntaba por el individuo que vamos a ver en Sepúlveda.

—Ah… Es un buen amigo mío. En realidad es un historiador jubilado que se encarga del archivo municipal de la villa —explicó ella—. Lo conocí en un curso de archivística cuando apenas había acabado mi carrera. Ha sido un gran apoyo en todo…

—Vaya…

—Me parece estar escuchándolo. Siempre me previno acerca de la fundación, no hacía más que recordarme una historia que me había pasado en los primeros años de mi ingreso en esa organización.

—Pues me parece que ha acertado de pleno.

—A la vista está —admitió ella—. Cuando le conozcas verás como me lo recuerda…

—¿Qué te pasó?

Garbiñe rebuscó en sus recuerdos con la mirada perdida. Gonzalo esperó pacientemente.

Entonces, ella comenzó su relato:

—Era un día de octubre, lluvioso y frío, muy desapacible, en realidad. Yo estaba en una de las bibliotecas de mi trabajo. La fundación tiene varias, pero la de la planta baja es inmensa, y casi siempre está medio desierta. Esa tarde, además, estaba prácticamente a oscuras.

—Tétrico… —murmuró Gonzalo.

Garbiñe parecía estar viéndola como si estuviera allí mismo. La biblioteca era una de las habitaciones más grandes del palacete donde estaba ubicada la Fundación Ikastuna. Había sido distribuida en tres salas separadas por grandes librerías de madera.

—Yo solía ponerme en una de las mesas laterales junto a un gran ventanal de la sala de Historia —prosiguió—. Era una de las mesas más pequeñas, pero me gustaba la sensación de intimidad, y la ventana me daba la posibilidad de ver algo más que libros. Cosa que era imposible en otras zonas.

—¿Estabas sola?

—Al menos no había nadie en las mesas centrales que tenía frente a mí, que eran más anchas y bastante más largas que la mía —respondió—. Incluso podría haber jurado que tampoco había nadie en toda mi sala. Recuerdo que alguien carraspeó a lo lejos. Posiblemente, fuera quien fuera, estuviera junto al estante de temas políticos, en la sala de Filosofía, al otro lado de la biblioteca.

—Tenebroso, sin duda —bromeó Gonzalo con una media carcajada.

—Tú te ríes, pero, con la mayoría de las mesas vacías, las luces que las iluminaban no eran necesarias; por esa razón solo estaban encendidas las muy escasas bombillas de las lámparas del techo y la tulipa de mi propia mesa. —En sus recuerdos, la tenuidad de la luz añadida a las robustas y oscuras librerías de madera de cerezo le daban a la estancia el aspecto de un lúgubre museo victoriano; aunque entonces no se lo pareciera a ella, ya que aquella biblioteca era como su segunda casa. Con frecuencia era la última persona en abandonarla cada tarde.

—¿Qué hacías allí? ¿Ibas todos los días?

—Por aquel entonces me tocaba catalogar varios pergaminos fechados en el siglo XI que procedían del norte de Burgos. Mi jefe intentaba determinar cuántos patronímicos eusquéricos estaban escritos en ellos. Era un trabajo algo pesado y, como me llevaba bastante tiempo, lo realizaba fuera del horario laboral normal… Se había empeñado en que ese listado era imprescindible para mi tesis.

—Así de dura es la vida de una joven becaria de paleografía medieval —ironizó Gonzalo.

—Exacto —asumió ella, jocosa a pesar de lo adverso de sus recuerdos—. Solía empezar con mi tema después del café del mediodía, no más tarde de las cuatro de la tarde; y acababa más allá de las ocho y media, prácticamente de noche. Entonces, si la bibliotecaria ya se había marchado, buscaba a Pedro, el guardia de seguridad, un vigilante que habitualmente estaba contratado en jornada de tarde, y juntos cerrábamos la sala. Él pensaba lo mismo que tú acerca de la vida de las becarias… Y más de una vez me tiró los tejos como si yo fuera la Lewinsky. —Miró a Gonzalo ofreciéndole una sonrisa lasciva para responder a su ironía antes de proseguir—: En fin, como otras, aquella tarde se había ido diluyendo con mi más que monótona tarea. A veces pensaba que estaba perdiendo toda mi juventud.

—Pero tu trabajo te gustaba, ¿no?

—En realidad sí; pero en tardes como aquella, tan oscura y desierta, a veces me hartaba, y con lo que me pasó después, más… —Se calló un instante y miró al infinito. Gonzalo esperó sus palabras—. Mucho más…

Ella se vio a sí misma sentada junto al ventanal. La débil luz que provenía del nublado exterior iba apagándose poco a poco hasta que lo único que se intuía venir de la ventana era la negritud de la noche. Como casi siempre, los escasos ocupantes que pudieran haber estado en otras zonas de la biblioteca abandonaron sigilosamente uno a uno sus mesas, incluida la bibliotecaria. Fue en aquel momento, después de un rato en el que únicamente oía el ruido de su bolígrafo mientras escribía sobre su cuaderno de notas, cuando, como por encanto, sin saber desde dónde, apareció aquel hombre alto y delgado, de mirada hosca, gesto torvo y voz quebrada dirigiéndose a ella con un somero saludo que parecía de compromiso. Garbiñe se recordó sobresaltada y ridícula; apenas si había podido balbucear una respuesta de cortesía ante su corto saludo.

También recordó que había tenido miedo.

—¿Qué pasó? Me tienes en ascuas —inquirió Gonzalo, al ver que Garbiñe no seguía.

—Se plantó frente a mí un tipo de aspecto muy extraño… Se sentó mirándome a los ojos fijamente como si yo fuera parte del mobiliario y no una persona. —El visitante había invadido su espacio vital sin muestra alguna de cortesía, como si todo allí le perteneciera—. Tengo su conversación grabada en mi memoria como si me hubiera pasado ayer —añadió la medievalista—. «¿Eres tú Garbiñe Laín?», me preguntó nada más sentarse.

Recordó aquella sonrisa inmóvil, casi como de maniquí de cera. Parecía falsa, escéptica y forzada; no transmitía nada amistoso, sino, más bien, intimidatorio. Ella le había respondido afirmativamente, en un murmullo, aún no repuesta de su sorpresa. El aspecto y los movimientos del hombre habían conseguido amedrentarla. Tal vez eso era lo que él se había propuesto, y si era así lo había logrado.

La indumentaria de su inesperado visitante complementaba hábilmente sus gestos amenazadores. Iba vestido con una chaqueta de lana negra que cubría una camisa morada de cuello redondo, también bastante oscura, y con un pantalón vaquero gris oscuro algo holgado, de corte clásico. Su edad era indefinida, pero lo cuidado de su tez, sumada a lo canoso de sus sienes, le hizo pensar a Garbiñe que tal vez estuviera alrededor de los cuarenta y tantos años. Tuve que tragar saliva, estremecida, esperando que él dijera algo.

—¿Estabais allí mirándoos, sin hablar?

Ella se encogió de hombros con un gesto claramente afirmativo.

—Fue un instante, pero me pareció larguísimo. «Sé que estás revisando y catalogando documentos de la Alta Edad Media», me dijo él, finalmente. Parecía que también me hubiera estado examinando. Yo le pregunté: «¿Quién es usted?». Usaba la cortesía en el trato para marcar distancias, pero no me sirvió de nada. Me dijo: «Puedes tutearme, pequeña». El muy cabrón. Y después: «Somos compañeros de trabajo, puede que incluso colegas».

—Prepotente, el individuo —intervino Gonzalo.

—Yo le dije: «No me ha dicho su nombre». No me había gustado nada su tono, mezcla de pseudopaternal, irónico, burlesco o ¡yo qué sé! —Recordó su insistencia en la distancia que le concedía el empleo del usted. Al menos así parecía mantener su dignidad—. Tampoco sabía quién demonios le había dado mi nombre, pero podía ser cualquiera de la fundación.

Gonzalo conducía mecánicamente, expectante ante el devenir del relato. No se atrevía a interrumpir.

Garbiñe prosiguió:

—No paraba de hablar: «Soy un buen amigo de tu jefe, Garbiñe; él me dijo que estabas aquí», me espetó con una voz mucho más imperativa, casi huraña. Y después peor: «Mi nombre no te importa… Tan solo debes saber que yo, como tú, pertenezco a esta fundación; aunque a diferencia de lo que tú representas, yo tengo un determinado rango en ella… Así que, amiga mía, responderás a unas cuantas preguntas sin chistar, ¿verdad, pequeña?». Ahí sí que me eché a temblar… así que asentí, porque estaba claro que no podía contrarrestar aquel envite.

Garbiñe le contó después a Gonzalo que el áspero hombre del traje oscuro le había preguntado acerca de los documentos que ella estaba revisando. Quería saber, sobre todo, si en ellos se describía alguna clase de sacrificio humano, o si mencionaban sustancias psicotrópicas o hechos especiales que hubieran realizado algunos hombres de la época.

—Yo intentaba mantenerme lo más tranquila posible, o al menos aparentarlo. Le comenté que a veces aparecían hechos poco creíbles en los textos medievales, y que había que entender la exageración de los escribas de los monasterios… —continuó Garbiñe—. Él dijo entenderlo todo, pero se quedó en silencio frente a mí, como si esperara algo más. Era tal su mirada inquisitiva que tuve que contarle algo. Me di cuenta de que, aparte de su interés por mi trabajo, su deseo era que yo pasara miedo; y desde luego que consiguió lo que se proponía. Entonces le conté que había leído un pergamino de finales del siglo X que se refería a la época de Fernán González y que podría contener algo de lo que parecía interesarle. —Garbiñe le mostraba a Gonzalo la misma mueca circunspecta que le había ofrecido a su visitante entonces—. Le expliqué que formaba parte de un cartulario monacal. En ese documento se describía la cesión de una tierra cercana a la población de Espejo en Álava que había sido realizada por un importante caballero castellano. El caballero, que en tiempos había sido un monje, estaba descrito en el texto como un gran héroe en relación con los hechos que había vivido con sus «especiales armas» y al empleo de ciertas plantas que le hacían particularmente valeroso, casi invencible…

—¡Vaya! —exclamó Gonzalo—. Eso me suena.

—Eso fue exactamente lo que dijo aquel cabrón hostigador: «¡Vaya!», y luego siguió: «¡Así que eras tú quien tenía ese jodido texto!».

—¡Qué amable!

—Ya ves… Después hizo una mención a mi jefe y me ordenó darle una copia del pergamino en cuestión… vamos, que ya sabía lo que estaba buscando.

—¿Se lo diste?

—Sí.

—¿Y luego?

—Al final acabó confesándome su nombre: «Recuérdame bien, Garbiñe, soy el profesor Elizondo». Después dijo que, por mi bien, esperaba no tener que volver a encontrarse conmigo nunca más…

—¿Y ha sido así?

—Sí, hasta el día de hoy, sí —afirmó Garbiñe—. En los cinco años que he pasado en la fundación no he visto a nadie que se le parezca. He oído hablar de un departamento especial que se ocupa de la Seguridad de la Organización. Posiblemente ese tipo perteneciera a él, y te aseguro que no deseo volver a verle jamás… Espero que sea así.

Garbiñe se calló. Era como si después de aquel relato se hubiera quedado exhausta. Gonzalo, angustiado por lo que le acababa de contar, optó por redirigir la conversación.

—A propósito, ¿por qué no llamas a tu amigo, el historiador de Sepúlveda, para que te tenga preparados esos papeles que dices? —propuso el médico—. No me gustaría perder demasiado tiempo allí.

La medievalista vasca suspiró. La vuelta a la realidad fue un alivio.

—Tienes razón, ahora mismo lo hago.