La batalla

El general Al Karim había decidido atacar el campamento de Hashim. Las últimas informaciones que le había conseguido hacer llegar el espía del valí Amir le daban una completa visión de los recursos bélicos de los sublevados.

Aun sin saber qué objetos habían traído consigo los hombres de armas de Al-Qilá, el general andalusí consideraba que sus fuerzas eran apreciablemente superiores a las de los insurrectos. Además, con los datos obtenidos por sus espías, el astuto general había diseñado un plan para el desplazamiento de su ejército por la sierra que le había acercado lo suficiente al asentamiento del herrero y le concedía una especial ventaja con la pendiente de la montaña a su favor. En breve ordenaría lanzar su definitivo ataque empleando todas sus fuerzas. Aprovecharía las todavía débiles luces del alba para sorprender a los rebeldes y no concederles ninguna posibilidad de respuesta.

Observó desde su tienda, plantada en lo más alto del campamento andalusí, los estandartes de guerra del ejército del emir ondeando soberbios al albur del viento vespertino junto a las tiendas de sus oficiales. Grupos de atareados peones ajustaban los lienzos de sus escudos y afilaban sus espadas y sus picas. Los arqueros tensaban sus cuerdas y adherían pequeñas plumas de ganso y paloma a sus puntiagudas flechas. Decenas de mozos asistían a los jinetes para asegurar con resistentes lazadas de cuero y esparto los refuerzos metálicos de sus monturas.

Al Karim tomó aire con profundidad. La ansiedad provocada por la cercanía de la batalla se había posado como una nube sobre sus cabezas que no desaparecería hasta que la sangre de sus enemigos salpicara las hojas de sus cimitarras. Todos en el campamento andalusí así lo sentían. Y volvían su mirada hacia La Meca pidiéndole a Alá su bendición para la batalla definitiva.

Al otro lado de las suaves colinas, en el campamento de Hashim, Sadfiq caminaba en busca de la orilla del arroyo intentando evitar las luces de las antorchas y los ojos de la guardia. Su mano no había dejado de acariciar la empuñadura de la daga que descansaba junto a su corazón. Intuía que las huestes andalusíes caerían sobre el campamento del herrero nada más amanecer. Su venganza debía estar cumplida para entonces, provocando un mayor desconcierto entre los sublevados y facilitando la victoria del emir.

Al otro lado del campamento rebelde, en una tienda de artesanos del gremio de los carpinteros, uno de los lugartenientes de Hashim, llamado Tobías, buscaba a alguien que supiera de caballos. Flanqueado por dos hombres de armas de su confianza había recorrido el campamento con el fin de dar con el hombre apropiado según los requerimientos de los cristianos de Al-Qilá.

—Precisamente duerme en esta tienda un hombre que dice tener gran habilidad con los caballos —informó uno de los carpinteros, de tez clara y rostro juvenil.

—¿Y su nombre?

—Dijo llamarse Sadfiq —añadió el mayor entre los carpinteros, dando un paso para ponerse delante de sus compañeros—. Fue caballerizo de las cuadras del valí de Toledo. —Calló un instante como si dudara—. Pero…

—¿Pero…?

—En las últimas horas se ha comportado de forma extraña. Hizo varias preguntas acerca de Hashim… me dio la impresión de que deseaba encontrase con él, aunque no creo que su mirada fuera amigable.

—¿Por qué no lo comunicaste? —inquirió Tobías, el hombre de confianza de Hashim.

—Era solo una impresión —se disculpó el carpintero con cierto temor. Las espadas de los hombres de armas que acompañaban a Tobías le imponían bastante respeto.

—Sea como fuere, amigo carpintero —reprendió este—, deberías habérnoslo hecho saber. Hace tiempo que sospechamos de la existencia de un traidor entre nosotros. Las columnas de humo de las hogueras de los hombres del emir de Córdoba se han movido en los últimos días colocándose en una ventajosa posición sobre nuestro campamento. Mañana nos trasladaremos hacia la parte más elevada del valle para poder defendernos mejor. Tenedlo todo dispuesto. —Se dirigió a uno de sus guardias y ordenó—: Ve a la tienda de Hashim y cuéntale lo que has oído… ¡Y da la voz de alarma! Quiero que den con ese Sadfiq antes del alba. —Tobías ahogó un suspiro—. Avisad también a los hombres del norte; y en caso de que Hashim no esté en su tienda, corred a buscarlo en la orilla de la garganta… ¡Rápido!

—¿Puedo ir con ellos, Tobías? —pidió compungido el joven—. Yo conozco a ese hombre, y puedo ser de gran ayuda…

—Sea, carpintero, toma una espada y síguenos. —Se volvió a los otros y dijo—: Los hombres del norte han empezado a repartir las armas que han traído para la batalla… ¡Acudid prestos al centro del campamento y conseguid las vuestras! Puede que mañana ya se haya cumplido nuestro destino.

* * *

Sudaba. La noche acababa de sustituir a las últimas penumbras del atardecer y se imponía oscura y tenebrosa, apenas vencida por las antorchas del campamento, que aparecía fantasmagórico hacia el valle, a unas cuantas decenas de codos de distancia.

El agua de la garganta susurraba su devenir salvaje por el cauce serrano, viajando hacia el valle entre redondos pedregales que parecían racimos de gigantes uvas sobre el lecho del brioso y joven río. No hacía ni una pizca de calor, pero él sudaba. Y su sudor se impregnaba en la empuñadura de aquella daga que le acompañaba desde la mismísima muerte de sus pequeñas hijas.

Odio. Sudaba por el odio.

En la orilla, a menos de cien pasos de distancia, pudo reconocer la silueta de una figura humana. Tembló. Era él, estaba seguro. Mil veces maldito en su corazón. Se aferró a su arma y aceleró el paso sin dejar de mirar a su enemigo.

—¡Dios! —masculló—. ¡Verás cumplido tu deseo!

El sudor se le enfrió de repente sobre su camisola. Sigiloso, escudriñando cada sombra, se acercó hasta quedar apenas a diez pasos de su objetivo.

Solo. El herrero estaba allí, con los ojos puestos en las estrellas musitando extrañas frases latinas en honor de dioses extraños. Aparentemente estaba desarmado. No pendía espada de su cintura, ni se le veían puñales u otras armas cortas entre su ropa, y tampoco parecía disponer de lanza, pica, hacha u otra arma de mayor tamaño a mano.

Avanzó hacia él.

Apenas a cinco pasos del herrero, el caballerizo de las cuadras del valí gruñó:

—Por fin estoy ante el dueño del clan de los malignos…

Su voz sonó grave, extrañamente clara, aunque quebrada. El herrero retrocedió sobresaltado al verse sorprendido por una visita inesperada. Las facciones de aquel hombre le resultaron familiares. A medida que se acercaba recordó con pesar lo que su gesto de odio significaba.

—Eres tú —gruñó Hashim caminando hacia atrás. En el crispado rostro del traidor cristiano se dibujaron, de repente, los hechos brutales de sus propios hijos; aquellos hechos que un día le narrara un encolerizado viejo en la puerta de su herrería—. Tú…

Sadfiq levantó su daga y la dirigió hacia el cabecilla de los sublevados con los ojos encendidos.

—He de cerrar el círculo de muerte que tu sangre llevó a mi casa, perro muladí —gruñó.

La primera embestida del encolerizado caballerizo toledano rasgó parcialmente el hombro de Hashim, que se había escorado hacia la orilla del río intentando evitar su ataque. Trastabillándose después de aquel escorzo, rodó hasta el lecho de la garganta. Se levantó como pudo entre las redondeadas rocas y se tocó el hombro, que rezumaba entre la desgarrada camisola un hilo de sangre caliente.

«No parece una herida demasiado profunda», pensó el herrero. Ya en pie, buscó instintivamente algo a su alrededor que le pudiera servir de arma. Sin encontrar nada que le pareciera adecuado, tomó finalmente una de las piedras de generoso tamaño que yacían junto al agua.

Sadfiq ya se había vuelto frente a él, e interrumpía su salida hacia el campamento zigzagueando amenazante la daga ante sus ojos. El rumor de la garganta parecía haber aumentado en la oscuridad de la noche.

—¡Yo no maté a tus hijas, cristiano! —exclamó el herrero—. Fueron los hombres del emir, esos a los que ahora sirves… Mis hijos solo…

—Los hombres del emir llevaron a tus hijos a mi casa, eso es cierto —replicó Sadfiq—; pero ellos llevaron a cabo el ultraje, y ellos se vanagloriaron después de su «proeza» en las tabernas de nuestro barrio… Los hijos del herrero.

—Ya no eran mis hijos… —Hashim asía con fuerza el pedrusco con su mano derecha—. Yo también los he perdido; por eso estoy aquí, a la orilla de esta garganta luchando contra el emir de Córdoba. Estás en el bando equivocado.

—Yo no tengo bandos, herrero —masculló el caballerizo—. Mi único fin es cumplir la promesa que hice ante los desgarrados cuerpos de mis hijas pequeñas. ¿Qué sabes tú de mis propósitos? ¿Acaso sabes si después de darte muerte a ti no intentaré lo mismo con el valí Amir o con el mismo general Al Karim? —Hashim le miraba con una mezcla de angustia y compasión. Parecía un perturbado viviendo en su delirio. El cristiano prosiguió—: Gracias a ti tengo acceso a sus personas. Lo que me ocurra después no tendrá importancia.

—Únete a nosotros… La mayoría de los cristianos descontentos de Toledo están aquí.

—Yo ya no tengo fe.

Se lanzó de nuevo hacia el herrero y este, con más suerte que pericia, desvió la daga con su piedra evitando ser alcanzado en el tórax; sin embargo, recibió un nuevo corte en el muslo, algo más profundo que el anterior. La piedra cayó de sus manos y gimió de dolor. Nada más aparecer el rojo color de la sangre tiñendo el pantalón, llevó las manos a la herida intentando frenar el sangrado.

Resopló nervioso mientras buscaba a su agresor. El colérico cristiano había salido despedido hacia la orilla alejándose de él unos cuatro o cinco pasos. Hashim analizó rápidamente su situación. Seguía vivo y las heridas no eran mortales, pero debía encontrar la manera de salir de allí cuanto antes. Al menos, después del último envite de Sadfiq, el herrero había conseguido algo más de espacio y no tardó en aprovecharlo para iniciar una carrera hacia el campamento.

—¡No huyas! —le gritó Sadfiq mientras le perseguía—. No llegarás muy lejos.

El herrero consiguió una pequeña ventaja inicial, pero las antorchas del campamento brillaban demasiado lejos y la herida de su pierna le impedía correr tan deprisa como hubiera deseado. Tropezó apenas recorridas dos docenas de pasos. Mientras intentaba ponerse de nuevo en pie volvió la mirada a su enemigo. Casi podía sentir su aliento de furia.

Retomó como pudo su carrera. En su ilusa visión del campamento creyó ver las antorchas de las primeras lonas acercarse veloces. Volvió a correr. Ya estaba a punto de ser alcanzado cuando frente a él aparecieron, como por encanto, las antorchas que antes pensara imaginarias.

—¡Estoy aquí! —gritó hacia ellas.

Un grupo de hombres armados llegó hasta él antes que Sadfiq. Sorprendido, el caballerizo toledano detuvo en seco su carrera. Don Sancio, el caballero cristiano de Al-Qilá que mandaba a aquellos hombres, se adelantó con su espada desenvainada mostrando un torvo gesto de amenaza.

El caballerizo del valí se mantuvo frente al caballero devolviéndole una mueca de arrogante desprecio.

—Yo soy cristiano, hombre del norte —manifestó, entre jadeos, el caballerizo—. No me importa morir…

El herrero, sintiéndose ya seguro, asistía angustiado al enfrentamiento. En su fuero interno sentía pena por lo que había sufrido el caballerizo Sadfiq.

Como él mismo, el cristiano lo había perdido todo; e incluso entendía que le considerara el causante de todos sus males. Tal vez, si hubiera dispuesto de más tiempo habría podido convencerle de que los moros estaban en el origen de todos sus problemas. Esos que habían llegado a la ciudad desde lejanas tierras reprimiendo sus vidas y convirtiéndolos en esclavos a la mayoría.

El hombre de armas blandió su arma, que silbó amenazante ante su enemigo. El toledano era, sin duda, demasiado débil para tan pertrechado guerrero.

Entonces Hashim gritó:

—¡No le mates, hombre de Al-Qilá! Solo es un perturbado.

Don Sancio acarició su badaza. Su mirada seguía siendo aviesa y cruel. El caballerizo perdió de repente toda su arrogancia y comenzó a percibir un gran temor que de inmediato se acompañó de una intensa sequedad en la boca y de una gran opresión recorriendo su pecho desde el epigastrio hasta la garganta.

Salivó como pudo intentando devolver la humedad a su lengua para poder hablar.

—Dios mío, ¿qué me has hecho? —masculló, tembloroso, caminando hacia atrás y mirando al oscuro cielo de la noche. Empezó a sudar profusamente de nuevo. El temor se hizo asfixiantemente mayor.

—¡No le mates! —volvió a gritar Hashim. Estaba viendo al hombre del norte con la espada en alto reflejando la luz de las antorchas, tenue y penumbrosa, y convirtiéndola en un fulgor de rara intensidad—. Por tu Dios, no le mates…

Pero el hombre de armas ya no pudo parar.

Su espada cayó desde lo alto, y el reflejo de las antorchas en la hoja de la espada se tornó granate…

… Como la sangre.

El quejido de Hashim apenas era audible. Su culpa le poseía, y a pesar de haber sido salvado por aquel extraño norteño, un sentimiento de odio hacia él le invadió.

No deseaba la muerte de aquel hombre. Sin embargo, ni siquiera pudo hablar. El viento le trajo de improviso un olor a cañas quemadas que le distrajo, haciéndole apartar su vista del decapitado cuerpo de Sadfiq para dirigirla hacia la montaña.

—¿Qué es ese olor?

Después percibieron el silbido. Sonaba como el poderoso viento del este circulando entre los árboles. Pero no se movía ni una hoja a su alrededor, ni notaban la frescura sobre sus rostros.

Don Sancio se tornó hacia los otros y gritó:

—¡Rápido! Corred hacia el campamento y dad la alarma… ¡Nos atacan!

—Pero…

El sonido se hizo más cercano y el cielo se iluminó con él. Centenares de saetas encendidas llovían desde la montaña cayendo sobre las lonas y los hombres.

Sancio agarró al muladí por el brazo y le llevó casi en vilo sin hacer caso a sus gemidos de dolor, sorteando las flechas incendiarias como Dios le daba a entender. Únicamente pensaba en llegar a su escudo para guarecerse bajo él.

Al fin alcanzaron el campamento. Los hombres que le habían acompañado a la orilla de la garganta ya no estaban con él. Sus cuerpos yacían ensartados y calcinados unos pasos más atrás.

Lo que a la llegada de los hombres del norte pareciera una vivaracha alquería era, ahora, una grotesca tea ardiente que consumía las lonas y los hombres, alimentándose de su sangre y su dolor.

El guerrero de Al-Qilá colocó al herido Hashim bajo una de las cubiertas que aún permanecían en pie. Después cortó con inusitada celeridad parte de la tela de la tienda y con los pedazos le fabricó un rústico pero efectivo vendaje al muslo del herrero. Junto a ellos yacían muchos de los sublevados. Algunos, aún vivos pero malheridos, gemían en su agonía con angustia.

—No podemos hacer nada por ellos ahora, Hashim —sentenció el caballero várdulo, con gesto ensombrecido—. Después de las flechas de fuego vendrán las huestes del emir. —Don Sancio hablaba con voz grave, y con los ojos puestos en el infinito—. Debemos organizarnos; si no, estaremos perdidos…

—Entonces hay que llegar hasta los primeros árboles del bosque, en el lado este —masculló el herrero, señalando la dirección que debían tomar.

—¿Lo saben todos? ¿Lo habíais dispuesto así si os atacaban? —En sus preguntas se dejaban entrever ciertas dudas acerca de la capacidad organizativa del campamento. El fulminante ataque con las flechas de fuego había causado demasiados daños. Don Sancio no podía entender cómo se habían podido acercar tanto los andalusíes sin que nadie se percatase de ello. Después recordó al caballerizo traidor y le maldijo en su interior. Mientras, el herrero no acababa de contestar—. ¿Y bien? —insistió el várdulo.

—Sí. Estaba planeado —respondió el herrero. Seguía consternado por todo lo ocurrido en la última hora.

—Bien, tú espera aquí un instante, Hashim; yo voy a por eso. —Señaló un par de escudos junto a dos soldados caídos justo frente a una tienda en llamas. El muladí asintió. El hombre de Al-Qilá era hosco, tal vez incluso maligno, pero le había salvado la vida momentos antes, y aún le estaba salvando la vida ahora. Sus dudas respecto a la muerte del pobre Sadfiq se diluyeron someramente. Al fin y al cabo, el caballerizo cristiano de Toledo era un traidor—. Toma —dijo Sancio cuando regresó de entre las llamas dándole uno de los escudos—. Cúbrete con esto.

Amanecía. Las llamas en el campamento consumían las últimas tiendas. Entre los árboles, el conde Nuño intentaba organizar a sus hombres. Sabía que las huestes moras estaban a punto de llegar.

El ejército andalusí había golpeado primero, por sorpresa y más despiadadamente de lo esperado. Nadie sabía que los hombres del emir estaban tan cerca. Además, muchos de los hombres de Hashim no estaban acostumbrados realmente a la guerra, pues había sido la pericia de su jefe la que les había hecho vencer en las numerosas reyertas mantenidas contra las huestes del valí de Toledo.

El ejército del general Al Karim era otra cosa.

Además, esperando debajo de aquellos árboles, el conde Nuño no sabía lo que había sido del mejor guerrero de su mesnada. Don Sancio había ido en busca del herrero, pero aún no había aparecido. No obstante, la batalla final estaba por llegar y debía recomponer a sus huestes.

Con la ayuda de los hombres que habían salido ilesos de la lluvia de flechas, recuperó las armas que habían traído desde Al-Qilá y las repartió entre los que allí quedaban. Tuvo que emplear toda su locuacidad en un improvisado alarde ante ellos para mantenerlos unidos ante lo que se avecinaba a pesar de tener la imagen de su destruido asentamiento como fondo.

Al menos, la lluvia de flechas incendiarias había cesado, y don Sancio y Hashim pudieron atravesar la parte final del campamento sublevado con más tranquilidad. Asimismo, la luz de sol empezaba a competir con las hogueras, y su claridad generaba confianza entre los supervivientes.

Don Sancio se fijó en la arboleda. Entre las encinas se percibía un continuo movimiento de hombres y caballerías.

—Nuño está reagrupando a los hombres —exclamó con mejor ánimo—. Vamos, herrero, nos queda poco tiempo.

* * *

Gumessandus inspiró profundamente. El viejo obispo Juan le había pedido salir de su celda para tomar aire fresco. Con la ayuda de sus brazos y un cayado de encina, el anciano llegó hasta el patio y se sentó en un escaño de piedra junto al pozo. El arcediano permaneció de pie, apoyado en una sólida columna, esperando reiniciar su narración cuando el obispo se lo demandara.

—Seguid ahora, arcediano —pidió el obispo Juan cuando se hubo acomodado completamente.

Gumessandus sonrió. La frescura de la atmósfera del valle de Gobia le confortó gratamente. El relato que narraba le hacía sentir de nuevo la angustia de los difíciles momentos de la batalla, pero verse allí, respirando el aire que silbaba entre los arcos del sencillo claustro del monasterio de Santa María, rodeado por sus piedras de color mostaza, le devolvía la tranquilidad a su alma.

—No todo había salido bien, obispo. Nos habían golpeado durante el alba con un ataque por sorpresa que había sido guiado por el traidor que moraba entre nosotros.

—¿El mismo al que dio muerte nuestro Sancio?

—El mismo. Un cristiano perturbado por las malas artes de los moros.

—Santa María, ruega por nosotros. —El obispo se santiguó tres veces—. Dios nos libre de caer en los brazos del maligno…

El arcediano repitió el gesto, persignándose las mismas veces antes de proseguir:

—Con cientos de flechas prendieron nuestras lonas y dieron muerte a decenas de los hombres de Toledo. Pero, gracias a Dios, Nuestro Señor, no hubo muertos ni heridos entre los hombres de nuestra mesnada, y pudimos reorganizar una empalizada y preparar nuestras caballerías.

—¿Y los moros?

—Don Nuño dijo que los hombres del general Al-Karim sabían que nos habían causado bastante daño, y que eso haría que nos atacasen más pronto que tarde.

—¿Fue así?

—Sí. —Gumessandus recordó el ensordecedor ruido de los tambores, las trompetas y los timbales del ejército andalusí. El temor se apoderó de los corazones de muchos de los hombres de la mesnada de Hashim, y el conde Nuño tuvo que hacer grandes esfuerzos para tranquilizarlos. El arcediano tembló. Su memoria le hizo volver a ver los estandartes asomando por la colina que tenían más al norte, donde entre las encinas y los robles había grandes prados. Ese mismo lugar privilegiado al que ellos, los hombres de Al-Qilá, hubieran deseado trasladar el campamento en la mañana anterior al ataque andalusí. La tardanza en aceptar sus proféticos consejos había sido definitivamente un terrible error—. Vinieron por la sierra, con cientos de peones y decenas de jinetes, acompañándose de un atronador estruendo.

—Según lo que me contáis, arcediano, Dios tuvo que interceder por nuestros guerreros —apuntó el obispo Juan, que parecía vivir la batalla a pesar de entornar de cuando en cuando sus viejos ojos vidriosos.

El arcediano de Santa María de Valpuesta sonrió. Los moros no sabían en realidad a lo que se enfrentaban, creían que los sublevados eran artesanos y labradores descontentos, armados con aperos de labranza y rústicas espadas.

Pero se encontraron otra cosa.

* * *

El caballero várdulo cabalgó frente a ellos elevando hacia el cielo aquella larga y brillante espada mientras gritaba sus consignas en un alarde infinito. A lo lejos, bajando la colina, vieron las huestes andalusíes ganar terreno poco a poco.

Los primeros, los hombres de a pie, con sus alfanjes y escudos circulares; tras ellos, docenas de arqueros y, más allá, jinetes de caballería ligera con picas y lanzas.

Pero, subyugados por las palabras de don Sancio, el miedo había abandonado a los hombres del campamento de Hashim, y entrechocaban las espadas con los escudos dando gritos de furia, y armando cisco y alharaca para animarse a sí mismos y a los demás.

Entonces sucedió.

Volvieron a llover las saetas de los arqueros moros sobre ellos; pero esta vez estaban preparados y se cubrieron ante sus silbidos con los escudos del brillante metal que forjaran los herreros de Toledo en el castillo del conde Nuño Rasura.

La vanguardia de peones moros avanzó. Armados con lanzas cortas y espadas, los soldados del emir caminaron entre las lonas humeantes a pesar de que las saetas caían también sobre ellos. Pero eran muy numerosos, y gritaban exaltados por la fe de su profeta. Además, no eran demasiado importantes sus vidas para el general andalusí, pues este deseaba la victoria sobre todas las cosas, y eso incluía las vidas de unos cuantos peones de su propia mesnada.

Ya estaba a punto de toparse la infantería mora con las primeras defensas de los sublevados, cuando como por encanto se abrió un pasillo entre los hombres de Hashim y, cabalgando en nueve caballos forrados de una resistente cota de malla, los nueve caballeros de Al-Qilá salieron a galope tendido, blandiendo sus espadas fulgurantes a diestro y siniestro. Llevaban pesadas armaduras, y cubrían sus cabezas con cascos labrados con extrañas leyendas escritas en sus lenguas antiguas. Salieron en dos filas, liderados por el conde Nuño y don Sancio, e irrumpieron entre los soldados andalusíes con furia, dando muerte a muchos y extendiendo el temor entre todos ellos.

Desde lo alto de la colina, el general Al Karim rugió de rabia. La visión de los caballeros había atemorizado a las primeras filas de sus hombres de a pie. Eran los menos preparados, jóvenes enrolados en levas recientes. Muchos, sí, pero torpes y asustadizos también.

—¡Avanzad con los jinetes y que se preparen para cargar contra esos cristianos! —gritó, iracundo, a sus lugartenientes—. ¡Y enviad ya el resto de los peones a la batalla!

Don Sancio desmontó.

A su alrededor, el repliegue y la muerte de los andalusíes le había dejado prácticamente solo. Desde su posición, le hizo un gesto al conde Nuño, y el jefe de los cristianos del norte ordenó retroceder a sus jinetes para emprender una nueva carga.

El várdulo se giró de nuevo. Pareciera que el polvo se hubiera tragado a los moros, pero fue solo la ilusión de un momento. Una nueva horda de soldados musulmanes le asaltó con fiereza obligándole a retroceder unos pasos. Estos ya parecían hombres más peligrosos, con mejor apostura y mayores habilidades para la guerra.

«Ya vienen», musitó para sí mientras introducía con fuerza la mano derecha en su vieja escarcela de cuero. Movió sus dedos impregnándolos con su contenido polvoriento y, con un gesto instintivo, la dirigió, cerrada en un puño, hasta su nariz para inspirar solo un segundo. Después, con su mano derecha aún cerrada en un puño y su magna espada siseando frente a sus enemigos en su mano izquierda, el caballero várdulo avanzó de nuevo emitiendo un apabullante alarido. Su diestra se elevó sobre sus enemigos y voló una pequeña nube amarilla sobre todos ellos, para dispersarse después entre el polvo de la batalla.

El cielo se tornó gris para las almas de los moros que se le enfrentaban. El temor los absorbía para dejarlos paralizados ante la furia del hombre de Al-Qilá. El brillo de su vigorosa espada aparecía intermitente sobre sus cabezas, y salpicaba de gruesos y rojizos goterones de sangre el suelo a su alrededor.

Su vigor le llevó a romper el grupo de peones y quedar frente a la carga de los jinetes ligeros del general andalusí. Clavó firmemente sus pies en la tierra y, parcialmente arqueado su torso hacia atrás, esperó la llegada de la caballería mora. El primer encontronazo lo resolvió incrustando la poderosa hoja de su espada en el cuerpo de un brioso corcel árabe. Aquello descabalgó a su jinete y derribó a media docena de caballos como si fueran piezas de un dominó gigante.

Desde la distancia, el general andalusí no podía creer lo que veía. De nuevo, los cristianos del norte le plantaban cara y deshacían su ventaja inicial en una batalla.

—¡Cargad con todo! —gritó, furioso. Y el resto de su ejército se lanzó colina abajo hacia los sublevados.

Pero Dios quiso que su orden no tuviera el resultado previsto. Don Sancio aguantó inicialmente el envite de los jinetes musulmanes, y cuando parecía verse rodeado por las restantes huestes del emir, a su espalda observó ondear el estandarte de don Bernardo del Carpio al frente de su mesnada, doblegando de nuevo a sus atacantes.

—¡Ahora os sirve de poco esa sustancia que tuerce los sentidos, Sancio! —gritó el asturiano, sonriendo con ironía mientras sus hombres protegían al héroe várdulo y volvían a romper las filas sarracenas con gran facilidad, a pesar del mayor número de soldados andalusíes.

Después, todo sucedió muy deprisa. Los moros, desconcertados por la resistencia y el contraataque de los sublevados toledanos y de sus aliados, se replegaron cobardemente hasta su campamento a pesar de los mandatos de su general.

El jefe militar observaba con ira y angustia cómo en cuestión de pocas horas el signo de la batalla se había tornado en su contra por la intervención de aquel guerrero loco que quebrara el ataque de su caballería. Y ahora, los recovecos de la sierra se llenaban de su ejército en deserción.

En el campamento de los sublevados, los gritos de júbilo ante la victoria inundaron el ambiente solo un instante. Se sabían en minoría y, además, la muerte de muchos de los suyos se mostraba ante sus ojos en el devastado y humeante campamento.

La desolación se mascaba a su alrededor. Habían vencido en aquella batalla, pero el conde Nuño Rasura sabía que pronto se reagruparían los musulmanes, y que un mayor ejército se les enfrentaría.

Cuando descabalgó tras la última de las cargas de sus caballeros, comprobó de nuevo que a su alrededor no quedaba demasiado de donde tirar para una nueva batalla.

—Hemos de hablar, Hashim —dijo—. Debes levantar este campamento y huir de aquí. No podremos soportar un nuevo enfrentamiento cuando ellos se reagrupen. —Miró hacia el valle en el sur de las montañas—. Y lo harán pronto. No tardarán más de dos días.

—Pero con vuestra ayuda, Nuño…

—Nosotros debemos regresar, querido amigo Hashim —interrumpió el conde con una media sonrisa en sus labios—. Hemos cumplido con la promesa que le hicimos a don Joseph; ya tienes tus armas y el secreto de la mejor forja que nadie haya concebido jamás.

—Sin embargo, juntos hemos vencido al mejor general del emir —arguyó el herrero—. Podemos repetirlo, podemos levantar a los cristianos de todo al-Ándalus.

—Nuestra tierra nos reclama —replicó don Nuño—. Si seguimos aquí, los moros la invadirán. Además, insisto, amigo mío, esta victoria es un espejismo.

El herrero bajó sus ojos.

—¿Dónde iremos, entonces, conde? —preguntó.

—Podéis viajar al norte con nosotros, como muchos otros cristianos andalusíes han hecho —respondió el noble.

—Yo no soy cristiano…

—Te acogeremos igual —insistió el magnate de Bardulia—. Debes reconocer que la mayoría de tus hombres sí lo son. Y tu familia lo fue hace tiempo.

Hashim no contestó. Sus ojos de herrero se volvieron a las cumbres de la sierra, absortos un instante en unos extraños pensamientos. El conde Nuño respetó su silencio y esperó sus palabras pacientemente.

—Entonces iremos al sur, cristiano —dijo al fin el toledano—. Llevaremos la guerra al mismísimo corazón del emirato.

—Si ese es tu deseo… —El conde de Al-Qilá buscó sus ojos para transmitirle su apoyo. El herrero no había dejado de sorprenderle desde que le conociera. Su determinación había nacido un día, tiempo atrás, fruto de un irrefrenable deseo de venganza; sin embargo, ahora era algo más profundo—. Tu revuelta nos vendrá bien en nuestro condado.

—No se hable más, conde, iremos al sur.

—Haré que alguno de los nuestros te acompañe en ese viaje —ofreció Nuño.

—¿Don Sancio?

—Mucho pides, herrero —ironizó el conde—. Sancio es imprescindible en Al-Qilá. No obstante, Eneco de Salazar estaría dispuesto a unirse a vuestra mesnada. Es joven y disfruta con las aventuras. —El conde recordaba las palabras del joven montañés, siempre deseoso de enfrentarse a los moros—. Y así siempre podríamos estar en contacto.

El herrero se levantó.

—Cualquier refuerzo será bien recibido —dijo.

Le tendió la mano al noble y este la tomó para ponerse en pie. Después la estrechó con firmeza en un gesto de amistad.

—No obstante, os ayudaremos a abandonar esta sierra.