Lunes

El hospital había sido edificado sobre un extenso prado en la falda de una colina, junto a la senda que llevaba al paso entre las montañas donde se situaba la ermita de la Virgen del Puerto. El paso había sido convertido en carretera años atrás, mientras se construía el hospital; y como en la mayoría de las ciudades con Virgen protectora, el centro hospitalario había mimetizado con ella su nombre.

Las vistas desde el hospital eran casi por sí mismas curativas, pues los amplios ventanales de las habitaciones daban al monte y permitían a los enfermos disfrutar de la visión amable de la naturaleza circundante, con sus verdes praderas, refrescantes regatos, sotos, encinas e, incluso, alguna que otra vaca pastando, a veces, frente a ellos.

Gonzalo apuró la subida de la cuesta con su utilitario blanco. Había devuelto el Montero a su amigo Juan, gerente de ventas de Mitsubishi de la ciudad, y volvía a la rutina de los coches pequeños. Suspiró, y metió la tercera marcha para darle más poder de tracción a su diminuto vehículo. El utilitario rugió, y Gonzalo recordó la berlina alemana de carrocería familiar y más de ciento cincuenta caballos de potencia que tanto le había costado conseguir y que, después de su áspera separación, había ido a parar a las inexpertas manos de su exmujer.

Un nuevo suspiro.

En los últimos tres años, las estribaciones del centro sanitario habían sucumbido al empuje inmobiliario que había provocado que la antigua carretera del Puerto fuera ya casi una avenida urbana, y que las filas de bloques y adosados amenazasen con sus paredes al mismísimo hospital. Tras una cerrada curva, Gonzalo penetró en el interior del recinto sanitario y, después de un rápido vistazo, localizó un adecuado hueco para aparcar su coche en el amplio aparcamiento que el Servicio de Salud de la región había construido para dar cobertura a los vehículos de trabajadores y enfermos.

El aparcamiento rodeaba al flamante y moderno edificio del Área de Consultas Externas donde Gonzalo pasaba la mayor parte de su tiempo asistiendo a enfermos con variados problemas respiratorios.

Miró su reloj. A pesar de la mala noche, del funesto fin de semana en Álava y del periplo por las carreteras comarcales que habían tomado de forma preventiva desde la villa de Sepúlveda, el médico había conseguido levantarse a tiempo para tomar un café antes de iniciar la consulta. Al final, su amiga le había liado y no habían salido de la preciosa villa segoviana hasta pasado el mediodía del domingo.

Pensó en Garbiñe. La joven y atractiva filóloga aún dormía en la habitación de invitados de su apartamento. Deseó estar con ella. No supo definir cómo. Fue un deseo fugaz, y esta vez no solo basado en su acostumbrada avidez sexual…

«En poco más de veinticuatro horas no se puede sentir nada que no sea deseo sexual —se dijo—. ¿O sí?».

Llegó a su despacho con la cotidianidad habitual, como si no hubiera pasado nada durante las últimas ajetreadas cuarenta y ocho horas. Saludó a enfermeros, enfermeras, celadores, auxiliares, colegas facultativos y a cuantos seres humanos se cruzaron con él. Era un hombre de buen trato, por lo que, salvando a un par de colegas envidiosos, los trabajadores del centro le saludaban con verdadera y correspondida estima.

Una vez en la consulta, cambió su ya raído polo de marca de color azul de la temporada pasada por la parte superior del blanco pijama sanitario y salió en dirección a la cafetería.

* * *

La pequeña cafetería del hospital comarcal era en sí misma un retrato sociológico de su personal. Gonzalo, que se atribuía ciertas dotes de observador y se consideraba un buen clasificador de seres humanos, se divertía a veces intentando analizar cada grupo formado alrededor de un café. Eran diversas familias que hacían vida común en sus pequeños círculos. En ocasiones se interrelacionaban, más por motivos laborales que personales, pero rara vez se mezclaban con fluidez las personas de los distintos estamentos. Los médicos tomaban el café con los médicos, las enfermeras, con las enfermeras… y así cada escalafón. Es más, entre los mismos galenos, pocas veces se sentaban en una misma mesa matinal los médicos de las especialidades médicas y las quirúrgicas.

Sin embargo, el rito del café de sobremesa era diferente. Era más bien el cuerpo médico de guardia el que lo disfrutaba. Y en las guardias, donde salía a relucir la pequeña dimensión del centro sanitario, galenos de distintos servicios compartían, muchas veces, un común y habitualmente minúsculo momento de relax en la sobremesa.

Era lunes y muy temprano, más de lo habitual para Gonzalo. Pidió un café en la barra y se dio la vuelta buscando dónde sentarse. La mayor parte de las mesas que estaban ocupadas le mostraban enfermeras, enfermeros y auxiliares de distintos departamentos a su alrededor. Echó un primer vistazo en busca de colegas. Por fin, en una mesa a la derecha del local que estaba semioculta por un biombo, dos radiólogos charlaban con discreta pose. Posiblemente uno de ellos saliera de guardia. Gonzalo los saludó afablemente. Ellos devolvieron el saludo, sonrientes. Su relación con Gonzalo era excelente, y el médico confiaba ciegamente en sus informes.

Un segundo vistazo le hizo descubrir a uno de los pocos «enemigos» que tenía en su trabajo. Se trataba del doctor Breña, un hombre alto, no muy agraciado según el parecer previo de las mujeres de la casa, de cara ovalada pero rechoncha, bigote cano bien cuidado, pálido de tez, cuello de toro, discretamente entrado en carnes, gesto antipático, un poco cojo, aviesamente introvertido, usualmente huraño, insufriblemente insistente, pertinaz y testarudo, lingüísticamente cargante y mediocremente irónico que pasaba de la cincuentena. Y soltero, sin compromiso conocido y sin noticia de frecuentar mancebos, ni fulanas… Los últimos años habían acentuado su perfil solitario y heterodoxo, alejándose del común de sus colegas en credos, modos y maneras; estrujando los protocolos mediante un comportamiento de pérfido exceso de celo en el estudio de sus pacientes, que acababan saturados de todo tipo de agresivas exploraciones y arbitrarias pruebas en las que les atravesaban sin pudor cualquier orificio corporal. Cuando se dignaba comunicarse con el resto de los facultativos de su servicio, la queja se convertía con frecuencia en su mayor afán, y era increíblemente capaz de encontrar en cualquier suceso un motivo de crítica y denuncia. En fin, era el tipo clásico de «mosca cojonera» hospitalaria que muchos despreciaban, alguno o alguna odiaba y todos evitaban. Gonzalo, a pesar de sus desavenencias, le saludó con irónica desgana. Su colega le correspondió de igual manera.

Una última ojeada al local le hizo fijarse en el doctor Alfredo Rolando, un internista cuarentón, de gesto amable, cabello entrecano y barba bien cortada; casi se diría que era un hombre atractivo si no fuera por su incipiente sobrepeso. El doctor Rolando gozaba de un cerebro privilegiado, conversación interesante, vastos conocimientos de medicina y otras artes, temática variada —que a veces es cosa difícil de hallar en algunos médicos—, e inteligente ironía. A Gonzalo le gustaba medirse dialécticamente con él. Aprovechaba la tendencia de «progre urbano» y utópico teórico de su colega, cuya manera de vivir se asimilaba paradójicamente más a la del más esnob de los burgueses que a la de un austero proletario, para sacarle los colores. No siempre lo conseguía. Pero la disputa dialéctica merecía la pena.

—Buenas. —Gonzalo le saludó con amigable cortesía. Deseaba un rato de conversación médica—. ¿Cómo es que estás solo? —preguntó.

—Esta mañana no he ido a la sesión —respondió el doctor Rolando—. Los demás aún están arriba.

—¿Y eso?

—He ido a firmar lo del traslado.

El doctor Rolando tenía toda su familia en Madrid, y tiempo atrás había solicitado trasladarse allí, a la capital, a un hospital de los punteros.

En pocas semanas lo conseguiría.

—Enhorabuena… Reconozco que voy a echar de menos tu docencia —ironizó Gonzalo—. No sé qué haremos sin ti en el hospital.

—Lo de siempre —replicó Alfredo—. Los pacientes se seguirán curando por su cuenta… siempre que no os los carguéis antes.

—No seas perverso —objetó Gonzalo, aceptando la respuesta socarrona de su colega.

—No viene al caso, pero, precisamente, en eso estaba pensando…

—¿En la perversión? Cómo se nota que tienes a tu esposa en Madrid, Alfredo —bromeó Gonzalo—. Creo que a tu edad debes dejar de frecuentar las voluptuosas negras del lupanar de la ciudad.

El internista soportó el sarcasmo con una amplia sonrisa. Gonzalo solía ser así, y el tópico del burdel de la ciudad era recurrente en él.

—No es eso, sátrapa salido recién abandonado por una pérfida —contraatacó, con un gruñido, haciendo mención a la reciente separación de su amigo—. Te lo explicaré, si me dejas… No seas impaciente.

—Vale —convino Gonzalo, encajando el golpe bajo en referencia a su exesposa. Así eran sus batallas dialécticas.

—Ayer estuve de guardia y me consultaron en urgencias por un tipo que presentaba alteraciones del comportamiento.

—No es tan raro.

—Escucha, y no seas impaciente. El hombre, de unos cuarenta y cinco años, acudió por su propio pie insistiendo en que durante los últimos días había notado una necesidad perentoria de hacer daño. Y no era algo como un brote psicótico o un delirio. Nadie le ordenaba. Él mismo necesitaba… matar. Llegó a sentarse enfrente de uno de los médicos de urgencias y le dijo que era el mismísimo demonio… No veas cómo se acojonó nuestro colega.

No era habitual que Alfredo Rolando diera tanta importancia a ese tipo de sucesos. Arrastrado por su actitud, e influido por los sucesos de Álava, Gonzalo comenzó a percibir en sí mismo una extraña sensación de angustia.

—¿Y entonces? —le instó a continuar.

—Les recomendé hacer un tac cerebral —aclaró el internista—; el tipo tenía una minúscula lesión en la región frontal…

—Eso lo explica todo, Alfredo —apuntó Gonzalo, más tranquilo—. Estaba «frontalizado»…

—Ya… pero no me quedé tranquilo. Y en eso pensaba cuando llegaste. Estaba intentando recordar un artículo del New England Journal of Medicine; un estudio acerca de ciertas personas que necesitaban hacer el mal. Era de un neurólogo americano, un tal David H. Gayskiño…

—Pues el apellido del tipo se las trae…

—Déjame seguir, Gonzalo —reclamó Alfredo—. Sí, con ese apellido quizás sea de origen brasileño, pero trabaja en Chicago. El caso es que, en los individuos examinados, el tipo no encontraba ninguna lesión, tan solo cierta actividad frontal en la tomografía de emisión de positrones… y lo que es más asombroso, un cambio en la composición del sudor, cuyo contenido en feromonas y sales se modificaba hasta hacerse anormal.

—¿Ahora los malvados huelen peor? —preguntó Gonzalo con una mueca sarcástica.

—No, según el autor, no —contestó, con una sonrisa, Alfredo—. Sorprendentemente, no… Él explica que no es una cuestión del olor, es algo bastante más sutil. No sé como se le ocurriría analizar el sudor. —Aunque el asunto sonaba algo jocoso, Alfredo lo contaba con la suficiente seriedad como para que fuera creíble. Gonzalo no terminaba de estar relajado—. En fin, el tipo elucubraba una hipótesis: creía que ciertos individuos estaban genéticamente predispuestos al mal y generaban unas proteínas que se imbricaban en procesos del lóbulo frontal. Daba una extraña explicación de lo del cambio en la composición de las feromonas…

—¿Será para que otros, más locos aún que ellos, los detecten y los eliminen? —insinuó Gonzalo, sin un ápice de broma.

—¡A veces me sorprendes, doctor Salazar! —exclamó Alfredo—. Has dado en el clavo. Hablaba de una extraña atracción entre un grupo de hombres malvados y uno de verdugos ejecutores… Lo explicaba como si de anticuerpos y antígenos se tratara. Cada grupo de malvados tiene un verdugo específico que los detecta solo a ellos; luego habla de la importancia del hábitat, considerando cofactores de tipo ambiental necesarios para que el sistema funcione, como si lo mejor para un determinado verdugo fuera que su malvada víctima respirase un determinado olor, etcétera, etcétera, etcétera.

—No sé cómo pudieron admitir ese artículo en el «prestigioso» New England —apuntó Gonzalo intentando mostrarse mordaz.

En aquel instante un grupo de médicos entraba en la cafetería. El reloj se acercaba a las nueve menos cuarto, y la jornada comenzaba.

—En fin, a mí me pareció algo extraño —concluyó el doctor Rolando.

—Bueno, yo me voy —le dijo Gonzalo a su colega internista apurando su café—. Es una interesante charla, pero tengo la consulta a tope.

—Hasta luego.

—Buena suerte con el traslado.

—Te espero en mi cena de despedida.

—Iré, no lo dudes.

Gonzalo se levantó y se dirigió a la salida saludando amablemente a los colegas que estaban sentados en otras mesas. Antes de abandonar la cafetería hizo una pequeña parada frente a la televisión del local, que estaba apoyada en un soporte colgante unido a la pared. En ese instante, uno de los locutores narraba las noticias más interesantes de las últimas horas. Después de escuchar apenas un minuto, salió aceleradamente, deseando que no hubiera nadie esperando ante su puerta.

Debido a su apresuramiento, no pudo escuchar las últimas noticias de sucesos. Una locutora rubia, de figura casi anoréxica y ojos azules, se lamentaba de la desaparición de una joven doctora en la ciudad de Valladolid. Al parecer, nadie la había visto en las últimas cuarenta y ocho horas. La policía aseguraba que todas las líneas de investigación estaban abiertas. Por eso, el marido de la joven médica, un eficiente profesor de la Universidad de Salamanca, había sido conducido ante el juez para prestar declaración…

* * *

Mientras la retórica locutora se regocijaba en los escabrosos detalles de otros recientes casos similares, Gonzalo subía las escaleras del edificio de Consultas Externas ajeno a estas noticias que posiblemente le incumbieran peligrosamente.

Entonces sonó el vibrante timbre de su móvil, cogiéndole de improviso y obligándole a dar un pequeño respingo. Tras recuperarse del susto, el médico carraspeó antes de hablar.

—Diga…

Una tenue voz femenina le respondió:

—Hola, Gonzalo, soy yo.

—Buenos días, Garbiñe —saludó él con meliflua amabilidad—. ¿Qué tal has dormido en esa cama plegable?

—Bien, gracias.

—¿No te duele la espalda?

—Estoy bien, Gonzalo, no te preocupes —respondió la medievalista algo más rudamente, como si sus preocupaciones estuvieran por encima de cualquier sentimiento en esas horas de la mañana—. Lamento los problemas que te estoy causando.

—No digas tonterías —reprendió el médico—. La verdad es que no sé por qué te empeñaste en dormir allí. Yo te habría cambiado mi cama sin dudarlo… Al fin y al cabo era tu…

—No importa, de veras. —Su interrupción se siguió de un mínimo silencio que Gonzalo respetó. Después, ella prosiguió—: ¿Sabes algo del profesor Cubillo? Me agobia no tener noticias suyas.

—He vuelto a enviarle un correo electrónico esta misma mañana desde casa —respondió él—. Espero que conteste cuando lo lea. Es temprano aún… —Gonzalo decidió cambiar de tema—. ¿Sabes algo más del significado de tu códice? Lo digo por si me pregunta algo.

—Poco más —respondió ella—. Ahora me pondré de nuevo con él. Sigo colgada de la parte extraña que narra esos sucesos legendarios. Posiblemente formen parte de la mitología de autrigones, várdulos o vascones…

—Muy bien, espero que te cunda.

—Lo malo es que hay partes del texto que están mal porque el pergamino está invadido por mohos —se quejó—. No sabes lo que me gustaría hablar con alguien que entendiera de restauración de pergaminos para fijar las páginas más dañadas…

Echo de menos a mi amiga Conchita, la restauradora; solía ser mi tabla de salvación en estos casos.

—Tal vez yo conozca a alguien —apuntó Gonzalo, recordando que una de sus pacientes también restauraba libros—. Bueno, debo ponerme manos a la obra, Garbiñe, tengo trabajo; luego te llamo para vernos aquí. Recuerda que hoy paso la tarde en el hospital, reforzando la guardia de Medicina Interna.

—Vale. Yo seguiré con el texto hasta ver al profesor Cubillo —convino ella.

Un momento antes de despedirse, Gonzalo pensó que tal vez Garbiñe se sentiría demasiado sola en su pequeño apartamento.

—Aunque si quieres, puedes venir a la biblioteca del hospital —ofreció—. Puedo hablar con Inma, la bibliotecaria, que es una mujer encantadora y muy buena amiga mía…

La medievalista aceptó la propuesta sin pensárselo dos veces. Al fin y al cabo, en la biblioteca tendría más espacio; y, además, las paredes de la casa de Gonzalo le estaban pesando como las losas de un cementerio.

—Me parece bien —dijo—. Seguro que avanzo algo más.

—Lo malo es que yo no puedo verte hasta primera hora de la tarde, cuando quedemos con Cubillo —advirtió él—; tengo una multitud de pacientes hoy, y después debo pasar por urgencias… En fin, no sé si podremos comer juntos.

—No importa, tomaré algo en la cafetería… Porque hay cafetería en tu hospital, ¿no? —bromeó.

—Claro…

—Bien; entonces, dentro de un rato voy para allá.

—De todas formas, intentaré llamarte a lo largo de la mañana por si hay algún cambio de planes.

—Vale. Agur

—Adiós —se despidió él, que ya estaba temiendo la rebelión de sus pacientes a la puerta de su consulta.