La huida
Un extraño silencio rodeaba la casa rural en aquel valle entre Burgos y Álava. La pequeña explanada que hacía las funciones de aparcamiento del establecimiento estaba ocupada por un solitario Mercedes Coupé de color negro antracita, alimentado por más de dos centenas de caballos de potencia.
En el interior del alojamiento rural, dos hombres de indumentaria clónica, compenetrados en sus trajes con similitud deportiva, rompían el silencio del exterior con una conversación que apenas era un murmullo.
Uno de ellos era un hombre corpulento de ojos inusitadamente pálidos, tez pajiza y cabellos blancos propios de un albino. El otro era algo más alto, igualmente hercúleo, de cabello castaño oscuro, piel morena aceitunada, ojos color avellana, labios finos y gesto tétrico.
—No creo que los políticos deban saber nada de esto —murmuró el hombre albino, que iba embutido en un polo de marca color beis sobre el que descansaba una chaqueta de estilo inglés que se ajustaba a sus anchos hombros como si hubiera sido encargada a medida—. Nosotros trabajamos al margen. Ya sabes quién nos paga… y a quién servimos, Ibarra.
El otro individuó asintió. Se levantó sobre su frente unas gafas oscuras de marca y observó el orondo cuerpo de aquella mujer de mediana edad que tiritaba yaciente a sus pies, semiinconsciente. El sordo ronquido que la mujer emitía le estaba poniendo nervioso.
—Espero que no la hayas golpeado demasiado fuerte —dijo.
—Descuida, ya se está recuperando.
—Ya veo…
Ibarra se mantuvo pensativo un instante.
—¿Entonces qué hacemos? —preguntó el albino mientras levantaba sus gélidos ojos, de un azul claro, casi transparente, buscando una respuesta.
—No dejar ningún rastro de nuestra presencia en este lugar, Urrutia —respondió Ibarra, que compartía atuendo con el albino, con el mismo polo ajustado y ligeramente distinto diseño de americana—. Anda, lleva a esa mujer al cobertizo. Prenderemos fuego al caserío antes de irnos… Ya tenemos la información que nos pedían. La chica se nos ha escapado. Llamaré al profesor Elizondo para decírselo.
Urrutia obedeció y desapareció de la estancia arrastrando a la mujer.
—No hemos tenido suerte, profesor Elizondo; la becaria de Pedro María Elorza ha huido —informó Ibarra, con cierto pesar, a su interlocutor en el teléfono—. Sabemos que la acompaña un tipo. Desconozco qué relación tiene con ella, pero no creo que se conocieran de antes. Es mucho más probable, según lo que informó la dueña del caserío, que se enrollaran aquí. —Hizo una pausa. En obediente silencio, Ibarra dejó hablar a su interlocutor telefónico. Era obvio, y así se reflejaba en su rostro, que se trataba de un superior con gran ascendiente sobre él—. Tampoco yo entiendo por qué se ha ido con ella —convino el matón—. Tal vez sea solo una coincidencia en el momento de abandonar la casa rural…
—La mujer que regentaba el establecimiento nos dijo que se llamaba Gonzalo Salazar —explicó Ibarra tras escuchar con atención—. Según la reserva parece ser de Plasencia… Creo que es una ciudad pequeña al sur de Salamanca. La casera nos dijo que era médico allí. A saber, a lo mejor es celador…
De nuevo esperó las palabras de su interlocutor que le hicieron perder de modo súbito el pequeño gesto de sonrisa que había iniciado con su intento de chiste sanitario.
—De acuerdo —asintió finalmente, con rictus más serio, Ibarra—. Cuando usted sepa algo más de él nos llama. Nosotros volveremos a ver al cabrón de Elorza para que nos dé el móvil de la chica. No le fallaremos, señor, nos veremos en el despacho del profesor Larrea.
* * *
Gonzalo redujo la velocidad de su vehículo para tomar la última curva de la carretera comarcal. Al final de una corta recta ya se veía la señal de ceda el paso que marcaba el límite con la carretera nacional. Garbiñe le acompañaba en silencio, intentando decidir cuál sería su mejor opción.
Gonzalo suspiró. Temía que aquel viaje se convirtiera en otra sutil pesadilla. Su vida hasta aquel annus horribilis no había sido demasiado complicada. Tercer hijo de una relativamente acomodada familia de funcionarios de origen soriano asentados en Madrid, su infancia fue feliz hasta que su abuelo enfermó de Alzheimer apenas a los sesenta años y se trasladó a vivir con ellos. Aquello no había trastocado demasiado la vida en la familia, pues la religiosidad de la madre del galeno había aplacado todos los desajustes. Sin embargo, la enfermedad de su abuelo, otrora vividor terrateniente, sorprendió a Gonzalo en la mitad de su adolescencia, cuando un poderoso ego se iba formando en su interior, y le reafirmó en la negación perpetua de un Dios supremo que aún no había superado. Recordaba con cierta ansiedad los gritos y ronroneos del viejo, y las noches en vela de su madre. Desde entonces, en sus noches, ahora solitarias, arreciaban con marcada periodicidad miedos infinitos a la pérdida de la propia identidad, a la desaparición de su propio ser. Le aterraba el hecho de morir y no trascender en la historia del mundo. Y cuando en su agnosticismo sufría una de esas crisis, soñaba un infierno de verdad infinita donde la mayoría de las almas cohabitarían mostrando sin pudor todos los hechos vividos, buenos o malos, por siempre jamás.
Y paradójicamente, a pesar de su anticlericalismo formal, tal idea de verdad absoluta le había convertido en una buena persona, puesto que el mero hecho de desnudar su alma ante sus familiares, conocidos y amigos le angustiaba. Por todo ello, Gonzalo se había ido fabricando un particular mundo del bien y del mal, de lo blanco y lo negro, en el que lo gris era casi predominante en lo relativo a las excusas.
Se sonrió al pensarlo.
Garbiñe bostezó. El sordo murmullo de aquel bostezo le devolvió a su insólita realidad.
—En Valladolid tengo una amiga —dijo entonces el médico—. Puede alojarnos esta noche. Es imposible llegar a Plasencia.
—No quiero comprometerla, Gonzalo. Mejor dicho, no quiero comprometer a nadie —apuntó la medievalista—. Temo que…
—No pasará nada, mujer —interrumpió el médico—. Es una buena amiga.
—Pero… —titubeó ella.
—Vamos, Garbiñe, estamos en España en el siglo XXI, y no creo que nadie envíe asesinos a sueldo para liquidarnos por causa de un enigmático códice del siglo IX —ironizó él.
Inmediatamente después de articular aquella frase se arrepintió. Antes de que pudiera pronunciar otra, un repetitivo soniquete irrumpió entre ellos sobresaltándole más de lo esperado.
—Es mi móvil —informó Garbiñe.
Con cierta ansiedad rebuscó en uno de los bolsillos de su chaqueta y al final, después de unos interminables timbrazos, lo encontró. Gonzalo se detuvo al llegar a la señal de ceda el paso. Comprobó en el retrovisor que ningún vehículo le apremiaba y esperó a que la medievalista contestara.
—Es mi antiguo jefe —anunció Garbiñe observando el número de la pantalla.
—Contesta —aconsejó Gonzalo al ver una duda en el rostro de su amiga.
Así lo hizo:
—¿Sí? Hola, Pedro María… Bien… ¿Y, tú? No, hace días que no estoy allí —refirió con indolencia, respondiendo a las preguntas de su jefe con monosílabos y frases entrecortadas.
Gonzalo, pendiente del móvil, intentaba desentrañar la conversación que ella mantenía.
—Habla más fuerte —murmuró con una marcada vocalización—. Pareces asustada.
—No puedo ir, Pedro María. —Garbiñe le hizo caso y habló más alto, intentando mostrarse más segura—. Lo siento, pero voy a colgarte… No, no puedo decir nada. No insistas, no voy a decirte dónde voy… No me grites, no te va a servir de nada… ¡¿Qué…?!
De repente, el teléfono se deslizó de sus manos y en su rostro apareció una mueca llena de asombro y miedo.
Gonzalo observó su gesto, y con un giro de volante algo inesperado se apartó hacia el mínimo arcén de la calzada y apagó el motor del coche.
—¿Qué pasa? —inquirió nervioso.
—La casa rural… —farfulló Garbiñe. No le salían las palabras.
—¡Habla ya, joder! —instó el médico, más irritado—. Me tienes en ascuas…
—Me ha dicho… que ha habido un incendio en la casa rural —explicó acongojada—. Ha dado a entender que han sido ellos, que ya saben dónde estamos… Que lo del incendio es solo una advertencia…
Un llanto fácil se apoderó de ella. Gonzalo torció el gesto y se palpó la frente con un suspiro de angustia. Miró a su sollozante compañera de viaje y, tras un instante de duda, la confortó con un abrazo que incluso a él resultaba necesario.
—Vamos, vamos —susurró con voz amable—. No nos vengamos abajo ahora. Tenemos que llegar a Valladolid esta noche.
Después, el atardecer los acompañó en su viaje y el silencio se hizo dueño del resto del trayecto hasta que las luces de la capital castellana se les presentaron a lo lejos, como un escenario de realista tranquilidad, como si los destellos de anuncios y farolas los fueran a despertar de un mal sueño.
—No me dijiste el nombre de tu amiga.
—Se llama Patricia Domínguez.
—¿Es médico?
—Sí. Es una antigua compañera de «Residencia»…
Los ojos de Garbiñe dibujaron una expresión de extrañeza que le obligaron a precisar.
—Hicimos la especialidad juntos; a eso le llamamos la «Residencia» —le explicó Gonzalo—. Lo del MIR: Médicos Internos Residentes…
—Vale, vale, no soy tonta… —interrumpió ella—. Ya lo sabía; por un instante se me había olvidado vuestro lío docente.
—Éramos uña y carne —prosiguió Gonzalo—. Currábamos mucho: guardias, trabajos, sesiones… fueron unos años muy buenos para ambos.
—Resulta evidente que a ti te gustaba ella —insinuó Garbiñe.
—Puede… Sin embargo, la vida nos llevó por senderos distintos —alegó Gonzalo—. Yo me casé con una radióloga que, como dicen los argentinos, «recién» me dejó plantado; y ella con un estúpido profesor universitario… un listillo pedante que se dedicaba a estudiar la antropología de los pueblos precolombinos. Un completo tostón, vamos…
—Vaya, vaya. Ya veo por qué te has metido a estudiar Historia —arguyó Garbiñe—. Me parece que te sigue atrayendo tu amiga médica…
Su tono divertido se acompañó de una despreocupada sonrisa que le hizo bastante atractiva. Gonzalo se contagió al momento de su humor.
—Solo carnalmente —reconoció con gesto sarcástico—. Como todas.
Garbiñe rio su chiste relajadamente, aprovechando ese instante de tranquila banalidad que los alejó, momentáneamente, de sus preocupaciones reales. Por su parte, en los últimos cuatro años el único compromiso afectivo que había existido en su vida era la paleografía. La aventura sentimental con su último novio, el abertzale, había sido un rotundo fracaso. A medida que la medievalista avanzaba en sus estudios, las discusiones políticas con él empeoraban. Finalmente, y a pesar de su buen entendimiento sexual, la joven le dejó sin más explicaciones.
Él también se sintió liberado.