El santuario de la espada

A lo lejos, entre las rocas, los jinetes vieron la silueta de una pequeña fortaleza sarracena. Eneco, el hombre de don Sancio, alzó su mano derecha y la comitiva se detuvo. Hashim, que había cabalgado a su lado desde la última parada, desmontó. Su gesto denotaba bastante cansancio, y en su fuero interno el herrero toledano agradecía la pausa.

Allí estaban, en el corazón de las tierras de los moros, a pocos días de la capital del emirato, buscando un lugar secreto entre los desfiladeros de las sierras que limitaban la meseta, en aquellos que los antiguos romanos llamaban Mons Marianus[43].

—Prácticamente hemos llegado —exclamó su guía, un joven mozárabe cordobés llamado Álvaro Paulo que soñaba con una rebelión de los cristianos de al-Ándalus que acabase con el poder musulmán.

—Yo no veo nada, muchacho —dijo Eneco.

—Allí, en aquella vaguada que baja profunda entre la maleza hay una entrada —señaló el mozárabe cordobés—. Seguidme.

Don Sancio, que cabalgaba al final de la comitiva, espoleó su caballo para llegarse hasta su hombre de confianza.

Hashim le sonrió.

Ambos consideraban que haber encontrado aquel joven cristiano que ahora los guiaba había sido un regalo para sus intenciones. Su mesnada, bastante parca a pesar de la incorporación de varios hombres de don Sancio después de la batalla con el ejército del emir, ya había mostrado señales de desencanto ante la falta de un lugar definido donde asentarse. Y, por el momento, el guía mozárabe había solventado parcialmente aquel problema.

Álvaro Paulo era un joven cristiano cordobés por cuyas venas corría algo de sangre judía. Se consideraba un buen estudioso de las antiguas enseñanzas latinas, y era profundamente religioso. Como otros muchos seguidores de Cristo en la capital del emirato, se había resistido a la islamización con gran denuedo aun a costa de poner en peligro su vida.

La presión islámica le había asfixiado, y después de pensarlo mucho había huido de su ciudad natal con la idea de llegar hasta las tierras libres del norte. En realidad, no sabía cómo podrían ayudarle los cristianos norteños, pero en su joven cabeza eso se lo plantearía cuando llegara el momento.

Sin embargo, su viaje hacia la libertad no había sido demasiado agradable y, después de penurias varias, acabó por convivir con unos pastores de aquellas tierras, llevando sus ovejas y cabras de acá para allá por las pedregosas sendas de la sierra.

Su casual encuentro con las huestes del herrero toledano fue, para él, una señal de Dios, pues pronto supo que sus nuevos amigos podrían forjar las armas que él emplearía contra los invasores sarracenos de Hispania.

Una vez se ganó la confianza de don Sancio, Álvaro Paulo les puso al corriente de las escasamente vigiladas sendas que cruzaban aquella sierra, y de la existencia de ciertos pasadizos y túneles que habían sido construidos por las últimas legiones romanas que allí habitaron. Los pastores del lugar los conocían, y así se los habían mostrado a Álvaro Paulo.

Finalmente, tales conocimientos habían llegado hasta las huestes de Hashim, cuyos hombres bajaban en ese mismo instante por un sendero casi oculto entre los matorrales, prestando gran cuidado para no despeñarse.

Ya en lo profundo de la vaguada, se introdujeron en un extraño laberinto circular formado por altas rocas que parecían gigantescas puntas de flecha en dirección al cielo. El laberinto los condujo hasta un espacio más diáfano a modo de antesala situado frente a una gran oquedad abierta en la montaña.

—Esa es la entrada —dijo Álvaro Paulo, orgulloso de sí mismo—. ¿No os lo dije?

La voz del joven cristiano retumbó devolviendo a sus oídos un profundo eco desde las altas rocas. Al mismo tiempo, unas negras nubes cubrieron parcialmente el sol provocando una oscura umbría en el lugar. Pareciera que algo sobrenatural los vigilara desde cada una de ellas, y no hubo en la mesnada quien no se sobrecogiera.

Don Sancio, advirtiendo el estremecimiento de sus hombres, ordenó con premura la limpieza de la zona y el asentamiento de un campamento. Tenía bien sabido que el trabajo calmaba con relativa facilidad la aprensión de las almas, y después de un instante de desasosiego, todos comenzaron a trabajar.

Así, los hombres de Hashim, el Herrero y don Sancio de Elzeto dispusieron un pequeño campamento entre las enormes rocas de la vaguada, limpiaron de breña la entrada al túnel que el mozárabe cordobés les había mostrado, y todo quedó dispuesto para una larga estancia en aquella serranía.

Durante meses, los rebeldes ahondaron y aseguraron los pasajes subterráneos; montaron talleres y forjaron armas; e incluso construyeron en las profundidades de la tierra un santuario donde esperar la llegada de otros hombres de valor que quisieran luchar contra los diablos sarracenos.

En aquellos tiempos, aún dirigió Hashim muchos días a sus hombres en reyertas y asaltos a las huestes del emir. Y también acudió don Sancio en secreto hasta las iglesias de Córdoba para conferenciar con los obispos mozárabes con el fin de que tomaran las armas junto a ellos.

Sin embargo, en Córdoba los cristianos optaron por la rebeldía de las palabras y de los pensamientos, pero no por la lucha, y cayeron por sus creencias bajo las espadas musulmanas. Un hombre santo, de nombre Eulogio, les hizo mártires antes que soldados. Todos, incluso Álvaro Paulo, siguieron a aquel profeta de la paz.

Y las secretas estancias labradas bajo la tierra se vieron poco a poco abandonadas y cubiertas de nuevo por la espesura…

Don Sancio, el guerrero que llegó a Córdoba bajo la protección del Gaizkiñ, regresó a sus heredades para habitar junto a su amada Anderaza y dar continuidad a su estirpe.