Elizondo

Esteban Larrea revisó de nuevo en la pantalla del ordenador la página del pergamino antes de coger el teléfono. Recostado en su sillón de cuero, marcó nervioso aquel número mil veces utilizado con la mirada perdida en el infinito. Su despacho, situado en la segunda planta de la sede bilbaína de la Fundación Ikastuna, era una amplia sala rectangular de estilo victoriano. Nada más entrar en ella, sus visitantes se encontraban un primer espacio de recepción y solaz, formado por un agradable sofá estilo Chesterfield de tres plazas, fabricado en un cuero granate de reconocible calidad, dos cómodos sillones del mismo material y mismo estilo británico, y una mesa baja de café donde Larrea había dispuesto un ajedrez de mármol, regalo de un antiguo alumno que ahora vivía en Venecia. En aquella parte del despacho solía recibir Larrea a sus visitas más importantes, entre las que, naturalmente, se encontraban los representantes de los patronos de la fundación y ciertos políticos del gobierno autónomo.

Más allá de esa zona estaba la mesa de trabajo, de estilo castellano, fabricada en maderas nobles labradas en color oscuro. Había sido hábilmente colocada junto a la única ventana de la estancia, una diáfana cristalera de tamaño considerable que se complementaba con dos gruesas cortinas de color verde oscuro.

Rodeándolo todo, y dispuesta sobre la mayor parte de la pared, casi sin dejar resquicio alguno, una estantería de madera de roble repleta de libros daba la decadente pero agradable sensación de biblioteca decimonónica anglosajona. Un exquisito sillón de cuero de madera de roble donde ahora se recostaba y otras dos sillas de madera de aspecto robusto frente a la mesa completaban el mobiliario de su despacho.

—Me gustaría hablar con Iñaki Elizondo —le dijo a su primer interlocutor. Soportó, con gesto inexpresivo, unos minutos de una escasamente estimulante melodía y, finalmente, su mueca se convirtió en una tenue sonrisa al escuchar la voz esperada—. Hola, Iñaki —saludó—. Solamente te llamaba para recordarte la reunión de esta noche en la fundación.

—No lo había olvidado…

—Perfecto —sentenció Esteban Larrea, que hablaba despacio y silabeando. Casi era evidente su vacilación—. Nos vemos entonces; aunque…

Su interlocutor se impacientaba ante el mantenido titubeo de Larrea.

—Venga, Esteban, dime qué es lo que quieres en realidad —exhortó con cierta brusquedad.

—Vale, vale —accedió su interlocutor—; no te soliviantes. Nunca se te escapa nada, Iñaki.

—Por supuesto, es mi trabajo, ¿recuerdas?

—Sí, por supuesto.

—¿Entonces…?

—Lo que quiero es… Me gustaría que me adelantases algo de información antes de la reunión de esta tarde —expuso Esteban Larrea, ya con tono más espontáneo y familiar, como si su relación con Elizondo estuviera impregnada de recurrente complicidad—. Creo que ya habéis visitado al profesor Elorza, ¿no?

—Sí —respondió Iñaki Elizondo—, acertaste. Envié a uno de mis hombres a hablar con él.

—¿Y qué tal se portó el profesor?

—Es un apocado…, y no creo que sepa realmente dónde está esa chica. Te aseguro que Ibarra se lo habría sacado —sentenció—; es un tipo muy convincente. Tú ya me entiendes, ¿verdad?

—Sí —asintió—, completamente… —Esteban Larrea se mantuvo un momento en silencio. Iñaki Elizondo esperó sus palabras. Estaba claro que el tema era muy importante para ambos—. Ya te dije que Elorza era un poco cobarde —prosiguió Larrea—. Le conozco bien. En fin, hasta que no demos con la mujer, tendremos ese frente abierto. —Nuevamente se quedó un instante absorto mirando la pantalla de su ordenador—. No debemos dejar que el documento llegue a ser público. No debe haber existido nunca. No sabes lo que perjudicaría los objetivos de nuestros patronos en estos duros momentos…

—Lo sé —admitió Elizondo—. Estamos en ello; te aseguro que la cogeremos y examinaremos el documento con gran cuidado.

—Bien… entonces…

Iñaki Elizondo no le dejó despedirse:

—Sin embargo, para mí es más interesante el otro frente, Esteban —reveló—. Y estamos avanzando bastante en él. Voy a dar datos importantes para nuestra causa al finalizar la reunión de esta tarde.

—Tu famosa búsqueda, ¿no? —observó Esteban Larrea con una cierta indiferencia. Sabía que Iñaki era un hombre de una personalidad un tanto tenebrosa. Quizás por ello en la fundación le habían confiado ciertas oscuras labores de seguridad.

Iñaki Elizondo sonrió ante la tibieza de su interlocutor telefónico. Se imaginó una mueca de indolencia en su rostro y le despreció en su fuero interno. «Esto es lo que hay», se dijo.

Le daba igual lo que pensaran sus colegas. Llevaba años detrás de una leyenda. Desde que su abuelo le relatara la extraña historia de un individuo de su cuadrilla que había provocado la muerte de un moro en una reyerta de Ceuta sin tocarlo, solamente con su mirada. El excepcional evento, ocurrido cuando su antepasado servía en la Legión, allá por los años veinte del siglo pasado, había dejado intensamente marcado a su abuelo; tanto como para narrarlo de forma recurrente en todas las reuniones de familia. Iñaki Elizondo había escuchado e interiorizado la historia, y se había impregnado de su misterio casi sin pretenderlo.

Su abuelo murió poseído por el Alzheimer en una residencia de mala muerte de Donostia; su padre, un convencido franquista con el que nunca había congeniado, se alejó en cuanto pudo de la desenfrenada vida de su hijo y acabó sus días precozmente y en solitario, invadido por un cáncer linfático en una clínica de Pamplona.

La vida, después, había llevado a Iñaki Elizondo por distintos derroteros; estudió Historia, corrió delante de los toros en Pamplona, plantó cara a las Fuerzas del Orden Público del Estado en manifestaciones antisistema y acabó flirteando con el mundo más radical de Euskal Herria.

Pero un día cambió su destino. En una de las últimas prácticas de un máster en Paleografía de la Universidad del País Vasco, un documento del siglo XIV le sorprendió con un relato casi calcado al de su abuelo. Un ser maligno, oriundo de las montañas alavesas, provocaba muerte y enfermedad a sus enemigos. Aquello le dejó impresionado; ya no se trataba de una anécdota familiar. Era algo más consistente y menos etéreo que las divagaciones de un anciano con demencia.

Se centró, entonces, en el estudio de cuantos documentos caían en sus manos que versaran sobre figuras mitológicas éuscaras, especialmente en aquellos que se asociaban al mal, a la venganza y a la enfermedad. Una cosa le llevó a otra y, estudiando con empeño ilimitado cualquier documento que hablara de esos míticos seres, se fue volviendo sombrío y tenebroso. Mientras estudiaba, se incrementaba su parte oscura, su visión parcial de aquellos mitos patrios, propios, éuscaros…

Nunca supo qué le llevó a ser aceptado en la fundación, posiblemente la mezcla de todo lo que en él habitaba. No era exactamente el prototipo de investigador gudari que allí se requería; sin embargo, fue acogido y asimilado inmediatamente por los dirigentes de la organización.

En la fundación, Iñaki Elizondo prosiguió sus investigaciones y, desde aquel puesto de ambigua dedicación que le habían propuesto asumir, sus apasionados delirios medievales le incitaron a modificar sus pesquisas. Ya no solo se dedicaría a los manuscritos, su nueva ocupación le abriría la posibilidad de una nueva búsqueda: la de aquel legionario de Ceuta, la de sus ascendientes y la de sus descendientes.

—Por supuesto, Esteban —replicó, y sintió que sus ojos brillaban exaltados por sus pensamientos—. Mi búsqueda…

—Ya veo. Sigue avanzando viento en popa según me cuentas.

—Claro, amigo mío. Y te diré, además, que he contactado con aquel neurólogo americano que descubrí en internet. Mi hermano, el médico, me facilitó las cosas.

Iñaki Elizondo le informaba como si estuviera dándole el parte de una determinada acción bélica. Conciso y claro. Se sonrió. Por alguna intrínseca razón que no alcanzaba a comprender, se solazaba y disfrutaba contándole a Esteban Larrea sus avances.

Tal vez era únicamente por fastidiarlo.

—¿Y el médico americano, qué sabe de ese estigma que tanto buscas? —preguntó Larrea.

—Me ha explicado su teoría fisiopatológica de la maldad. Y puede ser creíble —conjeturó Elizondo—. Ya te la contaré. Tiene que ver con tumores cerebrales, malformaciones, sustancias alucinógenas de origen natural, mutaciones genéticas y feromonas.

—Esa terminología es demasiado complicada para alguien de letras como yo —se quejó Larrea.

—O como yo… recuerda que solo soy un simple doctor en Historia con algunos conocimientos en paleografía. Pero, de todas formas, nuestras limitaciones científicas no importan. En la junta directiva de la fundación confían en mí —aseguró Elizondo—. He conseguido que acepten colaborar con él, si es preciso.

—Me parece muy bien. —La voz de Esteban sonó algo indolente. A veces las ideaciones de su compañero Iñaki le resultaban imposibles—. Siempre que no afecte a otras líneas de estudio de la fundación.

—No habrá problemas respecto a eso.

—Entonces, dices que has avanzado, ¿no?

—Mi gente ha localizado a uno de ellos —expuso, entre dientes, Iñaki Elizondo.

—¿De ellos? —inquirió Larrea.

—¡De los descendientes del cabo Salazar, coño! —le espetó Elizondo—. Tenía un grupo trabajando en ello, llevaban varios meses estudiando sus movimientos. Le localizaron después de rastrear decenas de personas… Han hecho un dosier completo acerca de los posibles afectados. No creo que nos equivoquemos. Estoy esperando la llamada de mi hermano, él sabe dónde se encuentra ahora ese individuo…

—¿Por eso decías lo de colaborar con el neurólogo americano?

—Exactamente. Nosotros le facilitaríamos sus investigaciones y él nos ayudaría a examinar al individuo en cuestión… Cuando lo tengamos en nuestras manos, claro.

—Felicidades, Iñaki —dijo Larrea arqueando sus cejas en un gesto de incredulidad—. Pero no abandones el otro tema.

El historiador insistía de una forma un tanto enfática, casi como si le diera una orden directa a su interlocutor.

—De acuerdo —masculló, indiferente, Elizondo.

—Tenme al tanto de lo de Elorza, Iñaki. Es importante dar con su jodida pupila. Creo que hoy por hoy es lo más importante para nuestra fundación. He hablado con los patronos. Ese documento no debe ver la luz. —El profesor se mostró especialmente vehemente—. Nunca habrá existido. Esta noche en la reunión estará la junta directiva en pleno, y quedará meridianamente claro que es así.

—No te preocupes, querido Esteban. En mi departamento podemos encargarnos sin problemas de las dos cosas; no hace falta que te muestres tan incisivo —gruñó Elizondo—. Bueno, te dejo; necesito hablar con mis hombres. Agur.

—Nos vemos en la fundación. Agur.