Dirección médica
Todavía no habían llegado las diez de la mañana y el doctor Ricardo Gómez, director médico del hospital, se paseaba nervioso por su amplio despacho con una mueca de incredulidad manifiesta. Llevaba más de dos horas escuchando una cascada de insólitas explicaciones sin alcanzar a comprender nada, y cuanto más le contaban, menos comprendía.
Al final no había podido soportar sentado las aclaraciones de un sudoroso y desencajado doctor Pablo Perona, y se había levantado a estirar las piernas.
Las inimaginables peripecias de los facultativos de guardia durante las últimas horas eran cualquier cosa excepto habituales.
—Y Gonzalo no ha ido hoy a su consulta —dijo el director médico—. Parece que ha desaparecido.
—Así es, nadie le ha visto hoy —respondió cansinamente el médico de urgencias—; tal vez esté librando la guardia.
—Sabes de sobra que nunca libra al día siguiente de sus guardias —refutó el director médico—; prefiere seguir y demorar la libranza…
—No se trata de una más de «sus guardias», Ricardo —replicó el doctor Perona—. Te aseguro que esta no fue una guardia más para ninguno de nosotros. No puedes considerarla así después de lo que te he contado. Llevo aquí más de una hora…
—Además, él estaba de refuerzo, y eso no se libra.
—Tienes razón.
—En fin… —El doctor Gómez se volvió a sentar en su sillón, enfrente del médico responsable de urgencias—. Cuéntame de nuevo lo del depósito de cadáveres, por favor, porque no acabo de entenderlo. Me parece inverosímil.
—Pues es muy sencillo, Ricardo —masculló el doctor Perona, mirándole de soslayo con evidente aspereza—. Y ya te lo he contado dos veces… Pero tú sigues sin querer creerlo.
—Lo intento, te juro que lo intento.
El doctor Perona le dirigió una mueca de animadversión.
—Repetimos: teníamos dos cadáveres en el depósito infectados por un jodido hongo tropical que contagian los murciélagos o los vampiros; lo cual era muy comprometido —explicó el doctor Perona—. Y de repente recibo una llamada para ir al depósito. Voy allí y dos cuerpos se han volatilizado, ¿entiendes, Ricardo? Desaparecieron; huyeron de sus helados cajones de hojalata… —Mientras hablaba se había echado hacia delante de una forma un tanto agresiva, apoyándose sobre la amplia mesa del director médico y apuntándole con un amenazador dedo índice. Cuando acabó esa última frase hizo una pausa y se dejó caer sobre su respaldo mientras elucubraba una ironía—: Como ya sabes, yo no soy muy creyente… más bien nada, y por lo tanto me cuesta mucho hacerme a la idea de que esos muertos resucitaran. Más bien creo… —Se detuvo de nuevo para dar enjundia a su hipótesis—. Creo que alguien se los llevó…
—No me jodas, Pablo, ¿y quién podría hacerlo delante de vuestras narices?
—No lo sé… ¡Tal vez uno de los médicos de guardia se puso en contacto con algún servicio de emergencia biológica nacional y ellos se los llevaron! Quizás el pérfido cabrón de Chema Roca dio el aviso… o el tipo que se le escapó a Luis, el vigilante, en el pasillo de oncología. O alguien relacionado con la amiga de Gonzalo.
—Eso no es posible. Los celadores se habrían dado cuenta —objetó el director médico.
—Por favor… ¡No me digas qué es posible y qué no, Ricardo! —exclamó irritado—. Tú no estabas aquí, ni percibías ese agobiante ambiente en todo el hospital. Era como si una presencia lo inundara todo haciendo que nos costara respirar o pensar… —Su voz se fue diluyendo en un tono de pesadumbre hasta quedarse en un tenue susurro—. Tú no estabas —reprobó—, y por eso no debes, ni puedes, juzgarnos alegremente.
—De acuerdo, Pablo —convino el director sumando su inflexión tranquila a un gesto de aquiescencia—. Pero entiéndeme, yo debo hacerme una idea de lo ocurrido. Especialmente para saber qué decirles a los familiares de esos dos pacientes muertos… si es que los tienen.
—Lo sé —reconoció el doctor Perona—. Para eso estoy aquí. Yo era el jefe de la guardia, y te estoy contando lo ocurrido.
El director médico le ofreció un conato de sonrisa comprensiva. Durante un instante permaneció en silencio, garabateando en una hoja. Entonces sonó su teléfono.
—Disculpa, Pablo, es mi secretaria —dijo mientras levantaba el auricular.
—Perdón por la interrupción, doctor Gómez —dijo ella.
—¿Qué pasa, Mercedes?
—Ha llamado el director de enfermería para avisarme de que, por lo visto, el doctor Salazar dejó una nota a sus enfermeras indicándoles que suspendieran la consulta los tres próximos días y que recolocaran a los enfermos la semana que viene.
—Vaya, al menos ha pensado en sus pacientes… —Tapó el auricular y se dirigió al doctor Perona—: Gonzalo ha suspendido su consulta… No va a venir.
El urgenciólogo se encogió de hombros con una mueca de indiferencia. El director se despidió de su secretaria después de dar el visto bueno al cambio de consulta propuesto por el desaparecido doctor Salazar, y continuó su conversación.
—Hablando de otra cosa, ¿cómo explicas que Elías destruyera las supuestas muestras? —inquirió.
En el rostro del doctor Perona se perfiló una nueva mueca de discrepancia.
—Solo sé que él niega rotundamente haberlas destruido —expuso—. Me lo aseguró personalmente, y yo le creo.
—Alguien, tal vez «un ente indefinido» lo hizo, ¿no, Pablo? —Su voz sonó irritantemente irónica para el doctor Perona. Su cálida amabilidad anterior apenas le había durado unos segundos—. Alguien de fuera del hospital. Tal vez los mismísimos muertos, que querían pasar desapercibidos y borrar su rastro. Aquí cada uno se busca su excusa para que nada quede claro… Ya hablaré con Elías…
—Tú puedes creerle o no —replicó el doctor Perona intentando mostrarse indiferente—. Como te acabo de decir, yo sí le creo. Y si piensas que tu burla me hace algún daño, te puedo asegurar que me importa un comino, o un huevo mejor dicho… ¡Que me la suda, vamos! —gruñó—; hablando mal y pronto, para que lo entiendas.
—No seas soez, Pablo, por favor —criticó su interlocutor buscando nuevamente un tono mucho más conciliador—. No te pega. —El jefe de urgencias se encogió de hombros. Estaba muy cansado, y había llegado hasta el punto de no importarle nada. El director médico volvió a la carga—: Entonces, dime, ¿qué hago yo ahora, Pablo? ¿Doy la alarma a la Consejería de Sanidad para que estudien una epidemia de un hongo asesino del que no tengo muestras, ni enfermos, ni víctimas? ¿Llamo a la policía y le digo que me han robado dos muertos con una enfermedad contagiosa tropical potencialmente fatal? ¿Evito que entierren los otros dos cadáveres? ¡Dime!
—¡Haz lo que te parezca, Ricardo! —bramó el doctor Perona—. Me tiene sin cuidado.
Se levantó.
—¿Dónde vas?
—A casa, Ricardo. Debo descansar. Yo tampoco sé lo que ha pasado. Tal vez Gonzalo te pueda aclarar algo, él trajo a la chica que tenía los libros infectados.
—¿Te refieres a la mujer que decía ser experta en temas medievales? —preguntó el director.
—Sí.
Avanzó hasta la puerta del despacho arrastrando los pies pesadamente. El director le miraba con una sensación poco definida, con un ánimo entre conmovido y soliviantado. En cierto modo sentía pena por él.
Pablo se sintió observado y se volvió. Sin una razón clara que lo explicase, su pensamiento voló hacia los ojos de la medievalista huida.
—Lo que no sabemos es de qué trataban esos pergaminos medievales que ella custodiaba como si fueran más importantes que su propia vida —dijo—. Ese códice era el principio y el final de todo…
—¿El códice?
El doctor Perona asintió.
—Me gustaría saber de qué trataba… —La mirada del médico de urgencias se dirigió al amplio ventanal del despacho, perdiéndose en un horizonte intangible—. ¿Por qué sería tan peligroso su contenido?
—A mí también me gustaría saberlo.
—Luis, el vigilante, nos contó que ella estaba segura de que la perseguían por lo que estaba escrito en ese códice medieval. —La voz de Pablo Perona se tornó en un murmullo—. Intentaron matarles…
El director se encogió de hombros con un gesto de incredulidad.
—El vigilante es el único que tiene algo objetivo y palpable: una herida en el hombro y una brecha en la cabeza —observó el director—. Pero el neurólogo dice que está bajo un estado de shock amnésico y duda de la veracidad de su relato.
—Y los demás solo estamos paranoicos —se quejó el doctor Perona con mordacidad.
—No te lo tomes así, Pablo —la frase sonó a media disculpa—. Esa mujer o el mismo Gonzalo podrían ofrecer algo de luz a los hechos. Es una pena que haya desaparecido. Todos me habéis hablado de ella, pero tampoco la he visto. Como todo lo que sucedió durante la pasada guardia, es otro evento fantasmagórico. Desaparecida en combate —bromeó.
Pablo abrió la puerta del despacho con ese último comentario del doctor Ricardo Gómez martilleando su cerebro. Se giró y, dirigiéndole una mirada desafiante desde el umbral, le espetó una frase final en forma de sutil amenaza:
—Espero que el diablo te oiga, y que se te aparezcan los muertos, los hongos asesinos y ella…
Después se fue dejándole con la palabra en la boca.
* * *
Gonzalo había ayudado a huir a Garbiñe; y, como consecuencia de aquella ayuda, no paraba de darle vueltas a lo que el futuro debía depararle. Alejarse de toda su vida anterior no le parecía nada lógico, pero la enigmática personalidad de la filóloga había hecho mella en él, y, dadas sus últimas experiencias con las mujeres, la atracción carnal que inicialmente le dominó al conocerla se estaba transformando poco a poco en un indefinido sentimiento cercano a lo que en otros tiempos hubiera llamado amor.
Entre sus dudas se incluía el desconocimiento de lo que la alavesa pudiera sentir. Sin embargo, a pesar de la persistente e inequívoca devoción que la medievalista mostraba por su códice, el médico había creído percibir un vago atisbo de cariño hacia él.
Su huida a altas horas de la madrugada había coincidido con la desaparición de los cuerpos de los pacientes muertos en el hospital de Plasencia. En un primer momento, transitando por la vieja carretera del Puerto en dirección a la nada, ni Gonzalo ni Garbiñe conocían la noticia de aquella desaparición.
Gonzalo se enteró después, mientras la medievalista estaba recogiendo sus bártulos antes de partir hacia su nuevo destino. Un exaltado Pablo Perona le llamó al móvil relatándole lo ocurrido y pidiéndole toda clase de explicaciones. En un primer instante, el médico ocultó aquella llamada a Garbiñe. Después, una vez abandonaron las estrechas curvas de los caminos comarcales y fueron absorbidos por la monotonía de la autopista, Gonzalo se lo contó.
Mientras le narraba a su amiga aquello que el doctor Perona le había transmitido con gran ansiedad, se dio cuenta de que la sombra de la Fundación Ikastuna era demasiado alargada. A pesar del poder que le intuía a Garbiñe, nunca podrían enfrentarse directamente a ellos. Siempre estarían a su merced si lo hacían. Y así, el médico consideró que debería dejar pasar un par de días antes de volver al hospital. Por otro lado, su corazón le exigía seguir de cerca las peripecias de la alavesa, al menos hasta que el códice viera la luz pública.
Una hora y media después de salir del hospital llegaron a un ignoto pueblo castellano a la vera de la autovía A5, a unos ciento cincuenta kilómetros de Madrid. Un joven veinteañero les estaba esperando en la mitad de la noche junto a un mesón que había a la entrada del pueblo, nada más dejar la autovía.
—Hola —saludó dando por hecho quiénes eran—. Tú debes de ser Gonzalo, el amigo de mi padre.
—Hola —respondió Gonzalo mientras le ofrecía su mano cortésmente.
El muchacho estrechó la mano del médico. Garbiñe levantó la suya con un gesto amable, que de inmediato fue correspondido por el joven.
—Os llevaré a la casa rural —dijo, después de los saludos de rigor.
Un poco más tarde, después de agradecer vivamente sus desvelos al joven y a su padre, Garbiñe y Gonzalo dormitaron agotados en las rústicas habitaciones del establecimiento hotelero. Un escueto beso en la mejilla fue lo único que recibió Gonzalo antes de que ambos desconectaran y pusieran sus mentes en manos de Morfeo. Él echó de menos algo más pasional, como el profundo e inexplicable beso que había recibido en la cafetería unas horas antes. No obstante, los ojos de Garbiñe habían brillado sutilmente mientras le besaba en la mejilla, como si en un futuro no lejano ambos pudieran compartir algo más que el sueño.
Al menos, así lo creyó Gonzalo mientras decidía en sus sueños si volvería o no a su casa al día siguiente.