La atracción del manuscrito Éuscaro

Los ojos de Gonzalo brillaban con un entusiasmo que la medievalista recordaba como propio. Sobre la mesa de la habitación, un sorprendentemente bien preservado conjunto de hojas de pergamino, cosidas a dos tapas de cuero oscuro, era el motivo de su asombro.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿De verdad es un códice medieval?

Junto al intrigante libro había una bolsa de cuero, que parecía proceder igualmente del medievo, y otras hojas de pergamino, solitarias, sin encuadernar. Entre ellas sobresalía una parcialmente plegada que parecía llevar toscamente dibujado un mapa.

El turbio olor a moho que se desprendía de los pergaminos no le disgustó; al contrario, acrecentó el halo de misterio de las extrañas letras que nadaban en aquellas páginas junto a fascinantes imágenes de policromados santos y vírgenes.

Garbiñe sonrió.

—Sí, lo es —certificó con gran deleite—. El más espléndido documento que un lingüista haya podido tener nunca entre sus manos…

—¿Y esa bolsa de cuero?

—Contiene un polvo aromático —informó Garbiñe—. Lo he olido solo un segundo. Quizá sea una pócima antigua, un remedio para algún mal o, incluso, un colorante para los policromados. Lo raro es que esté ahí, junto al texto, como si fuera algo de gran interés.

Gonzalo hizo el ademán de tomarla.

—¿Puedo?

—Con cuidado —indicó Garbiñe.

Gonzalo cogió la bolsa.

—Con cuidado —repitió en voz baja, para sí, el médico—. No queremos que se derrame.

—Habrá que analizar su contenido. Puede ser peligroso —advirtió ella—. No sé si lo he mencionado antes, pero también puede ser un veneno.

Gonzalo abrió la badaza de cuero y ante sus ojos apareció un polvo apelmazado de color purpúreo. Instintivamente se rascó la nariz.

—No creo que sea un veneno —murmuró—. Al menos, a mí no me lo parece.

Garbiñe se encogió de hombros. El olor de la bolsa le generaba un cierto grado de ansiedad difícil de clasificar. La misma sensación percibida antes de su crisis. Era como una indefinible punzada de ira.

—No sé en qué te basas para decirlo —masculló—. No creo que seas un experto en pócimas medievales.

—Parece más terroso que vegetal, ¿verdad? —el médico, excitado por el material polvoriento, obvió el comentario de Garbiñe.

—Y yo tampoco soy muy experta en eso.

De forma un tanto instintiva Gonzalo tomó un pequeño pellizco de aquel material harinoso y se lo llevó a la nariz. Un suave escozor le sobrevino. Después, un aroma empalagoso de difícil catalogación le embargó.

—Con esto te colocas —insinuó mientras percibía una rara pulsión en su cabeza.

—A lo mejor es para eso —replicó la joven medievalista haciendo de su anterior recelo una broma—. Pero ten cuidado, Gonzalo; insisto en que no sabemos lo que es en realidad esa sustancia. Yo no me he atrevido a tocarla.

Gonzalo pellizcó de nuevo y frotó suavemente sus manos con el polvo. Con extrañeza se percató de que realmente algo le sucedía en su interior. Él… que ponía la duda y el raciocinio por delante de ideologías, misticismo y confesiones religiosas.

—Bueno —exclamó pestañeando—, voy a dejarlo ya. Al final vas a tener razón y, si sigo, me engancho de veras…

—Eso, déjalo —aconsejó Garbiñe, intranquila por la manipulación del médico—. Parece que te está gustando más de la cuenta ese polvo pestilente. Tengo la cabeza a punto de estallar…

Gonzalo sonrió. Le parecía que también Garbiñe se había sentido rara con el polvillo. La joven le retiró la bolsa de las manos y volvió a atar el pequeño cordel de cuero que antes la cerraba. Las pupilas de sus ojos se habían empequeñecido de repente, y brillaban.

Gonzalo pasó sus dedos por los pergaminos.

—¿Sabes lo que representan?

—Intentar saberlo forma parte de mi trabajo, doctor Salazar; soy paleógrafa medievalista, ¿recuerdas? —ironizó ella.

—¿Y eso es lo que te agobia? —preguntó el médico con la inexplicable sensación de que se expresaba con una insólita verborrea—. ¿Por qué? ¿No sabes traducirlo? ¿Temes que te roben el descubrimiento? ¿Alguien…?

—¡Para! Por favor —interrumpió Garbiñe mientras le ponía la palma de la mano sobre la boca—. Pareces un inquisidor puritano calvinista del siglo XVIII, y te aseguro que yo no soy ninguna hereje, ni creo ser una bruja.

Gonzalo le tiró un mordisco imaginario sobre sus dedos y ella se sonrió dando un paso atrás. Ambos notaron un raro lazo invisible que comenzaba a rodearles, una sutil atracción química que les hizo sentirse a gusto. Sus ojos se quedaron unidos durante un segundo por esa invisible empatía.

—Bien —Garbiñe decidió proseguir—. Si me permites, te lo cuento todo…

—Vale. No te interrumpiré.

La filóloga le refirió que, basándose en un relato del siglo X hallado en Sepúlveda, en los últimos cinco años había estado investigando algunos códices en la comarca de Valdegobia. Bajo los muros del monasterio de Santa María de Valpuesta, una beca conjunta de la Fundación Ikastuna y la Diputación de Álava le había permitido emprender una excavación arqueológica junto con historiadores de una universidad de Madrid; y esto lo había hecho apoyada por su inmediato superior, el profesor Elorza, pero muy a pesar del director de su Departamento, Esteban Larrea, que renegaba de contactos ajenos a la Fundación Ikastuna.

El equipo de arqueólogos había abandonado la excavación en el último trimestre, pero entre los enseres hallados en una de las celdas del monasterio primitivo, a unos dos metros bajo tierra, había aparecido un deteriorado documento grabado en cuero que parecía distinto a los otros. Para el resto de los expertos aquel material no era demasiado importante, pero Garbiñe presintió que se equivocaban. Se quedó con el pergamino y lo escondió para examinarlo en la soledad de su cuarto.

El resultado fue increíble. Después de rehabilitar someramente el pergamino con la ayuda a distancia de una experta restauradora, amiga suya desde sus años de estudios filológicos de postgrado en Madrid, el documento le permitió obtener un insólito hallazgo. Era un mapa de la zona dibujado en el siglo X, y conducía a un lugar muy especial.

—Le debo parte del éxito a Conchita, mi amiga restauradora —reconoció la medievalista vasca—. Aquí había un párrafo escrito por encima. —Señaló lo que parecía el icono de un templo religioso dibujado sobre el pergamino—. Si no se hubiera retirado no habría quedado visible la imagen de la ermita, y no tendríamos nada.

—Eficaz, esa amiga tuya —comentó el médico.

—Trabaja en el Archivo de la Nobleza de Toledo. Es de lo mejor del ramo.

La medievalista prosiguió con su relato. El mapa la dirigió hacia esa ermita que había permanecido oculta durante siglos. Cuando la encontró, comprobó que, en realidad, se trataba de una pequeña cueva excavada en la montaña situada en lo más intrincado del valle, en un lugar escondido cerca de los arrabales del antiguo castillo de Astúlez.

—¿Y nadie sabía nada de esa cueva?

—Pues, aunque no lo creas, no. Después de una intensa búsqueda bibliográfica comprobé que nadie había descrito nunca ese eremitorio —aclaró Garbiñe.

—Eso es muy raro, ¿no? —dijo Gonzalo.

—No solo es raro, es casi increíble. Estaba en un lugar que nadie había visitado desde la Edad Media.

—¿Y qué había allí?

—Pues inicialmente nada, era como si hubieran hecho limpieza antes de abandonarlo en los albores del siglo IX —bromeó—. Pero yo intuía que debía de haber algo. No sabes el tiempo que me pasé tocando cada esquina, cada recodo… Iba día tras día con mi cepillo… y además en secreto.

En efecto, en el interior de la minúscula ermita, Garbiñe se había pasado horas y horas palpando cada saliente en busca de una señal. Ya casi había renunciado a encontrar nada en aquella cueva sagrada, cuando, al apoyarse en una minúscula oquedad disimulada en la roca, la pared cedió dando paso a otro habitáculo donde, al final, y sin ayuda de ninguna clase, había hallado aquel códice envuelto en un paño de ruda lana en una esquina, en el suelo, oculto bajo una roca redondeada marcada con una casi imperceptible cruz.

—Parece de película —dijo Gonzalo.

—La realidad es más extraña a veces que cualquier guión inventado —añadió ella con un halo misterioso.

—Me lo dices, o me lo cuentas —comentó el médico, repasando hechos más reales y cotidianos—. Recuerda que trabajo en un hospital… Te sorprenderías de las cosas que se ven.

—Imagino…

—Y entonces… —Gonzalo señaló los documentos sobre la mesa—. ¿Ese es el manuscrito que encontraste?

—Así es. Aunque en realidad son varios documentos mezclados. Casi todo forma parte de un documento del siglo IX —subrayó Garbiñe, señalando una de las páginas—. Pero lo importante no solo es su fecha, sino su contenido, el texto… Es un códice que contiene párrafos escritos en varias lenguas: latín, griego… y lo más acojonante, Gonzalo, en un romance que parece un castellano primario alejándose ya del latín vulgar y… ¡Dios! —Suspiró profundamente antes de proseguir—: En una lengua eusquérica comprensible… ¡El texto más antiguo en castellano y en eusquera hallado hasta ahora! Mucho más antiguo que las Glosas Emilianenses de San Millán de la Cogolla. Y nada que ver con las primitivas, arcaicas y dudosamente veraces inscripciones del yacimiento de Iruña-Veleia[12], donde apenas hay una decena de términos domésticos.

—¡Vaya discurso! —exclamó Gonzalo, que percibía la fuerza del entusiasmo de la joven filóloga; más aún, lo percibía, lo comprendía y lo compartía—. ¿Y del resto del códice qué me dices?

—Aún no lo tengo claro —masculló—. Hay hojas como esta, de mediados del 800, pero están mezcladas con otras, que quizá son minoría y proceden de finales del siglo X, de más allá del año 950. Parecen de la época del conde Fernán González y son similares a las del manuscrito de Sepúlveda que me inició en esta investigación. Aunque esto último tendré que comprobarlo in situ.

—Vaya, eres una completa erudita —exclamó Gonzalo, casi acomplejado.

—Aparte de ser mi trabajo, doctor —replicó, con retintín, Garbiñe—. Siempre hay personajes históricos que nos atraen por algo. Para mí, Fernán González es un personaje histórico muy atractivo.

—Muy importante…

—Desde mis tiempos de estudiante universitaria he revisado toda la documentación que he podido acerca de su tiempo. De hecho, juraría que nuestro códice tiene mucho que ver con esos otros documentos que te he dicho, los que revisé hace unos meses en un archivo histórico de Sepúlveda.

—¿Los de antes?

—Lo malo es que necesito más tiempo, y mis notas de Bilbao —añadió Garbiñe, con cierta pesadumbre, sin hacer caso a lo que le decía el médico—. O mejor, volver a Sepúlveda…

—Me he perdido. —Gonzalo la miraba con cierta perplejidad—. «Resetea», por favor.

Ella sonrió.

—Iré más despacio para ti, Gonzalo —dijo—. A ver, creo que hay en realidad dos documentos: uno más antiguo del siglo VIIIIX, y otro del siglo X que probablemente sea una copia del anterior, o un resumen. Ese texto hace continuas referencias al más antiguo y, a mi modo de ver, pretendía también indicar dónde estaba el códice original —explicó la medievalista vasca—. La copia del siglo X, que es la época de Fernán González, debió de ser fragmentada y desperdigada por alguna desconocida razón a lo largo de la Alta Edad Media.

—¡Vaya!

—¿Puedo seguir, doctor?

—Sigue, sigue…

—Hace unos años me topé con una parte importante de ese segundo documento más tardío, y su lectura me motivó a buscar y traducir el manuscrito original.

Señaló la mesa.

—Vale, ¿y lo que has hallado ahora? —preguntó el médico.

—Los pergaminos que ves encima de la mesa son un revoltijo de varios documentos que me costará separar. Pero entre ellos se encuentra el verdadero original…

—El especial…

—Es más que especial, superespecial. No solo por el tema paleográfico que te he contado antes. —Hizo una pequeña pausa. De repente parecía perder su labia para después hablar más despacio—: En su contenido parecen referirse a un relato mitológico o de viajes que aún no he estudiado bien. —La voz se tornó murmullo—. Y a una especie de tratado o a una fundación…

La medievalista se calló.

—¿Y…? —La mueca del médico la instaba a seguir—. ¿Cuál es el problema?

—Eso es lo más importante, incluso lo grandioso…, y posiblemente lo malo —murmuró ella, con gesto preocupado—. Vamos, que esa es la parte, cómo te diría… comprometida.

—¿Comprometida? —preguntó Gonzalo, que estaba ya bastante intrigado—. ¿A qué te refieres exactamente con «comprometida»?

—Te lo explico en un instante, doctor —respondió Garbiñe. Su gesto era serio y Gonzalo empezaba a apreciar mayor preocupación en él—. Le comenté a mi jefe y director de tesis el hallazgo del códice y, de nuevo, elucubré una teoría…

—¿Una teoría?

—Es una teoría recurrente en mí, la verdad… —Se detuvo un segundo, con la mirada perdida—. Pero es la mía.

—Continúa, por favor —instó Gonzalo, impaciente—; me tienes en ascuas.

—Mi teoría no le resultó demasiado adecuada para su modo de entender la historia de lo que todos ellos denominan «el pueblo vasco» —murmuró ella.

—¡Aclárate! —suplicó Gonzalo, al que no le gustaban nada las adivinanzas.

—¡No le gustó mi hipótesis! —espetó ella, con una inflexión más agresiva—. Le conté que en estos valles se pactó el origen de una refundación territorial medieval con pueblos de orígenes diversos que confluyeron aquí. —Hizo una pausa para tomar aire. Le sirvió para proseguir con más calma—. Todo el mundo habla de la repoblación y de la mezcolanza de los pueblos del norte, pero según mis investigaciones, y no quiero parecer prepotente, yo creo que hubo una verdadera intención política y jurídica. Y de ahí mi teoría.

—¿La explicarás alguna vez? —preguntó Gonzalo, que apenas podía seguir la argumentación de la arrebatada joven.

—Una decena de nobles vascones, autrigones y várdulos comprometiéndose en la creación de una zona defensiva desde el mar hasta los montes de Álava. El germen de una Castilla a la sombra de una fortaleza escondida en estos enclaves montañosos. Una única fortaleza principal, como el emblema de Castilla ha sido siempre un único castillo… pero rodeada de torres defensivas que formarán una red infranqueable. Y junto al castillo, un monasterio para proteger sus almas: Santa María de Valpuesta.

—Impresionante —balbució el médico—. Pero eso no me parece demasiado comprometedor.

—¿Sabes quién es Nuño Rasura?

—Me suena, pero exactamente no sé quién…

—Era uno de los llamados «jueces de Castilla» —explicó la medievalista—. Un magnate entre la leyenda y la realidad nacido en un tiempo indeterminado, en los orígenes de lo que llamamos Castilla. No todos aceptan su existencia.

—¿Y?

—Creo que él fue el magnate que ordenó escribir ese documento —prosiguió—. Y creo que era de origen vascón. Tal vez, incluso, podría decirse que era… y lo diré empleando una palabra «actual» que no me termina de convencer pero te ayudará a entenderlo: era euskaldun… un poco euskaldun… bilingüe más bien.

—Pero… esa es una argumentación que no creo que te reporte ningún problema en tu famosa fundación, según yo la entiendo —arguyó Gonzalo—; más bien puede ser inclusive beneficioso para los fines que propugna…

—Espera que llegue al final, hombre —reprochó ella interrumpiéndole—, y lo entenderás todo. Hasta lo que yo sé, en el manuscrito se hallan las más antiguas palabras escritas en una lengua eusquérica evolucionada y conformada gramaticalmente, y compartida, en ese período alto medieval, por algunos grupos de caristios, autrigones, várdulos y vascones —continuó Garbiñe, engolando la voz—; pero, para sorpresa… y desagrado, de mis jefes de la fundación, expresan el compromiso de todos esos pueblos del norte con el espíritu de la Hispania total romana bajo el manto de una ley propia. El códice original parece narrar un pacto de vascones y várdulos que llegan a unas tierras donde otros pueblos hispanorromanos están diezmados por los musulmanes… Los pocos caristios y autrigones que quedan se les unen en esa misión… que no deja de ser un auténtico pacto por España. ¿Entiendes?

—Vaya —dijo Gonzalo—. La verdad es que yo había leído algo de Valpuesta en internet; pero no sabía que se estuviera investigando tanto sobre ello. —Su gesto expresaba sorpresa mezclada con incredulidad, amén de un cierto grado de envidia por los conocimientos históricos que demostraba poseer su nueva amiga—. Y de ese juez de Castilla, Nuño Rasura, pues lo mismo.

—Ya ves, amigo mío, a veces en los lugares más recónditos se descubren las cosas más extraordinarias —señaló ella.

—O más temibles, según quién las analice —resaltó Gonzalo.

—Cierto.

—¿Y tus jefes, entonces…?

—Hace unos días le envié una imagen digital de uno de los textos por correo electrónico al profesor Elorza, mi superior más inmediato —precisó la filóloga medievalista—. Era una fotografía de un texto en particular…

—Que estaría escrito en su totalidad en eusquera altomedieval —insinuó Gonzalo—, supongo…

—Sí, supones bien —asintió Garbiñe, con un gesto que denotaba una gran preocupación—. Por eso, ayer mismo me pidió que le enviara todo el documento original; cosa que, obviamente, no he hecho… Ni pienso hacer. Ellos desearían que este documento no existiera.

—Claro, le quieres ahorrar el disgusto de comprobar que las palabras más antiguas halladas en un eusquera comprensible dicen algo así como «¡Viva España!», ¿verdad? —ironizó Gonzalo con un tono intensamente cáustico—. No viene demasiado bien para una postura de fuerza en futuras negociaciones tras la ruptura de la última tregua, ni para promover ningún referéndum de autodeterminación… Ni para el planteamiento historicista de los nacionalistas, sean o no radicales, ¿no?

Garbiñe hizo una pausa de contenida desazón. No le había entusiasmado el sarcasmo de su recién encontrado colaborador, y su gesto se lo demostraba con claridad meridiana. Gonzalo la observaba atentamente, manteniendo un discreto silencio que se vio acompañado con una mueca de disculpa y un encogimiento de hombros. Tras un momento de duda, la medievalista admitió aquel gesto con una media sonrisa.

—Hoy he recibido una carta de la fundación —continuó—. Me la hicieron llegar mis vecinos. Ellos saben que sigo aquí. La carta me agobió, y provocó el desagradable espectáculo que presenciaste antes. Esa crisis nerviosa, o de ansiedad, o de ira… No me había pasado nunca.

—Olvida eso, ya no tiene importancia… Y no es un hecho tan grave —aconsejó Gonzalo, y de inmediato volvió a interesarse por el contenido de la carta—: A propósito, ¿qué decía la carta de tu profesor Elorza?

—Bueno, la carta no era de mi jefe directo —balbuceó la filóloga—. Peor que eso; era del jefe de Departamento, un mandamás de la Fundación Ikastuna llamado Esteban Larrea.

—¿Qué quiere?

—Me ordena llevarle el códice a la fundación antes de tres días —masculló.

—Pues no le hagas caso —propuso Gonzalo, en un tono algo infantil.

—No es tan fácil —se quejó Garbiñe, con un gesto displicente acompañado de una hosca mirada de desaprobación.

—No entiendo por qué —insistió él.

Garbiñe optó por no contestar; se sentó sobre la cama atusándose nerviosa el cabello con la vista en un punto perdido de la pared de la habitación. Era como si estuviera analizando qué responder.

Gonzalo la observó detenidamente y reconoció que era muy atractiva. Las facciones de su rostro ya no le parecían tan duras, ni ella tan delgada; además, sus argumentos eran ciertamente convincentes y su conversación ágil e inteligente. Le resultaba muy agradable sentir la pasión que ella había puesto en su trabajo. En resumen, le gustaba aquella joven.

Entonces, ella volvió su mirada hacia el médico.

—Han quemado el coche de mi antiguo novio —gruñó—. Calcinado por completo en la puerta de su casa.

—¿Cómo? —inquirió Gonzalo, casi a voz en grito.

Ella continuó con inflexión grave.

—Me han metido una separata del periódico junto a la carta… Kalea Borroka dice el titular. No hay quien se lo crea. Mi ex era súper euskaldun. —Garbiñe había hablado con una manifiesta inquietud. Después, calló de nuevo un instante; parecía que su mente trabajase a golpes en aquel asunto. Gonzalo esperó otra vez sus palabras percibiendo una intranquilidad creciente en su propio corazón. Su palpitar acelerado se lo demostraba con creces. Aquella historia, que para él había comenzado como una especie de inocente flirteo, se estaba complicando en exceso—. En la fundación a veces pasan estas cosas, amigo mío, especialmente ahora, que temen perder la ayuda institucional si cambia el gobierno autónomo —añadió la medievalista con el mismo tono sombrío de voz—. Han sido ellos… los muy cabrones le han quemado el coche. Los conozco bien porque he estado allí. Les he pertenecido, y sé que no les importa enfrentarse a cualquiera. Son así de conspiradores desde sus inicios en el siglo XIX. Y, por desgracia, en nuestros días tienen dinero. Las instituciones del gobierno vasco los apoyaban… Y, además, ciertos gobiernos sudamericanos que hoy en día nadan en petróleo les envían dinero a espuertas. —Su gesto denotaba un progresivo nerviosismo invadiéndola de nuevo a medida que hablaba. Se esforzaba en serenarse y controlar sus miedos, aunque en su fuero interno no acababa de creerse tan importante para la fundación como para que pretendieran hacerla desaparecer—. No puedo volver a Bilbao…, y me horroriza ir a casa de mi madre en Álava; no quiero ponerla en peligro. Gracias a Dios, ellos no saben ni que existe. Al menos, eso creo…

—Vaya, pues sí que acojona un poco todo este asunto —confesó Gonzalo con la sensación de haberse metido en un embrollo que parecía sobrepasarle—. ¿Por qué no les mandas el códice a los de la universidad de Madrid? Seguro que así te podrías olvidar de todo esto.

—¡Y una mierda, Gonzalo! —refunfuñó enojada—. Es mi códice, he trabajado varios años excavando y estudiando todos los legajos que caían en mis manos. —Le miraba fijamente, gesticulando apasionada e iracunda—. Yo he de descubrir su significado real. Nadie creía que aquel agujero tenía este tesoro. Yo lo encontré, doctor… Y, pase lo que pase, yo lo descifraré. Y cuando esté segura de todo lo que en él está escrito lo daré a conocer a la prensa, a la universidad o a quien sea… Entonces no me importará lo que me ocurra —sentenció.

Gonzalo soportó en silencio su conato de ira. No era plan que volviera a desencadenársele otra crisis de ansiedad. Su comprensiva sonrisa hizo que la mujer se serenara parcialmente.

—Perdóname, no debería haberte gritado —se excusó ella con una mirada sincera—. Al menos tú me has ofrecido ayuda. Discúlpame, no sé qué me pasa…

—¿Tal vez sea miedo?

—Es muy posible…

—Ya lo sé, lo tengo hasta yo.

Ella se encogió de hombros.

—¿Me disculpas un segundo, Gonzalo? Voy…

La medievalista señaló la puerta del baño y no finalizó la frase. Impulsivamente se metió en el cuarto de baño y cerró la puerta. Parecía que sus paredes de blanca loza la ayudasen a recuperar mejor el sosiego. Abrió el grifo y sumergió sus manos en el agua corriente mientras se miraba en el espejo. Después retocó su media melena pelirroja mientras el ruido del chorro de agua ejercía un efecto tranquilizador en su interior, ayudándola a darle la vuelta a sus problemas.

Aquel momento resultó relajante y clarificador. Se dijo que era necesario recuperar aquella fuerza y autoestima que la habían llevado a defender furiosamente su contraproducente hipótesis en el hostil entorno de la fundación. Además, el nuevo gobierno de Euskadi podría ser definitivo para sus propósitos; debía aguantar la presión hasta poder contactar con alguien menos sectario.

Se lavó la cara con cuidado para no mojarse el cabello y cerró el grifo. Levantó su cabeza y clavó sus ojos en el espejo buscando su ímpetu interior en su propia mirada.

«Vamos, Garbiñe, tú puedes con esto», se dijo en un suspiro. Después tomó una de las perfumadas y blanquísimas toallas del cuarto de baño y comenzó a secarse lentamente, como si el movimiento rotatorio de sus manos sobre su rostro la ayudara a la recuperación de las fuerzas que anteriormente le faltasen.

Mientras, Gonzalo miraba por la ventana con la mente en blanco. Se había levantado un poco de aire que arrullaba las ramas de las hayas y los robles cercanos al caserío.

La mujer seguía encerrada. Gonzalo se volvió y dio un par de pasos en dirección al baño. De nuevo analizaba su propia situación, y la de ambos en aquella casona.

—De todas formas, Garbiñe —expuso, en voz alta, hablando hacia la puerta—, algo me dice que no debemos quedarnos aquí; especialmente después de recibir esa amenazadora misiva. Desde luego, hay algunos dementes en tu tierra que no disfrutarían con lo que se presupone significa ese documento tuyo. ¿O no?

—Por desgracia, estoy completamente de acuerdo. Tengo la sospecha… o mejor, la certeza, de que si en mi departamento consiguen el códice lo destruirán —aseguró Garbiñe saliendo del baño—. Además, les urge hacerlo antes de que el nuevo gobierno vasco se haga más fuerte en la sociedad. Esto es una verdadera mierda…

—Todo se arreglará.

—Ya veremos… —Sus ojos se dirigieron de forma inconsciente a un pequeño monedero que había sobre la mesa de su habitación—. Te confesaré que vivo casi al día, y la fundación no tardará ni un segundo en quitarme lo poco que me queda de mi beca, si no lo ha hecho ya. Pero no quiero pedirle dinero a mi madre. No quiero que descubran su existencia; además, la pobre cree que todo me va sobre ruedas…

Una peregrina idea se pasó por la cabeza de Gonzalo como un relámpago. Después de un microsegundo, sin pensárselo mucho, decidió exponerla.

—Podrías venir a Plasencia —sugirió con una inflexión algo infantil, como si su propuesta fuera parte de un imposible futuro.

Garbiñe lo miró perpleja.

—¿Qué?

La irreflexiva proposición se hizo fuerte en Gonzalo.

—Lo que oyes. —El médico respondió con un gesto de complicidad. Su otro yo le decía que se estaba buscando demasiados problemas. En cierto modo, su vida siempre había sido un rosario de impulsos cercenados, y ahora temía desbarrar. Por otro lado, su reciente divorcio había rebajado demasiado su autoestima y, vacío de proyectos vitales, cualquier destino le parecía bien—. Allí podrías trabajar en el manuscrito en secreto y, cuando concluyas el trabajo, puedes sacarlo a la luz a través de la UEX, la Universidad de Extremadura —argumentó—. Conozco a un par de profesores que son realmente buenos.

La perplejidad no abandonaba el gesto de la lingüista.

—¿Irme contigo?

—Sí. ¿Por qué no? Plasencia es una ciudad pequeña y económica. Puedes encontrar algo barato que alquilar —manifestó de una forma un tanto inconsciente, como si aquel cambio de vida y domicilio que le ofrecía a Garbiñe fuera algo fácil e intrascendente—; y mientras lo encuentras puedes vivir en mi casa. Mi piso es bastante grande, con dos baños… No me entiendas mal, solo sería hasta que consigas algún lugar donde estar. —Le dirigió una mirada inocente para demostrar que no le movía ningún interés excesivamente personal, ni pretensión alguna de entablar una relación afectiva—. ¿Qué me dices?

—No sé, Gonzalo, la verdad… Esto me coge de sorpresa —murmuró ella, vacilante.

—Tal vez solo sea una idea peregrina —se justificó Gonzalo—. Tú haz lo que creas oportuno, solamente es una posibilidad que se me ha ocurrido. No debes sentirte obligada, ¿vale?

—No, si te lo agradezco, de veras, pero… —La oferta del galeno no era del todo descabellada; imprevisible sí, pero no era una idea tan loca. Alejarse de la fundación por un tiempo le vendría bien. Tal vez debiera pensárselo más—. ¿Y qué pasará con mi coche?

Nada más preguntarlo, le pareció que la excusa era algo banal. Era como si buscara algo que emplear como parapeto mientras reflexionaba acerca de aquel ofrecimiento. Gonzalo se encogió de hombros.

—¿Tu coche?

—En realidad no es mi coche; es el coche que tengo alquilado —explicó ella—. Pero debo devolverlo.

—Si es por eso, no hay problema —declaró Gonzalo—. Lo dejaremos en el primer pueblo que podamos. Llamaremos a la empresa que te lo alquiló y le pondremos cualquier excusa. No tienen por qué dudar de un respetable médico…

—¿Tú crees?

—Por supuesto, Garbiñe. Eso es peccata minuta. Si quieres, yo me puedo encargar —ofreció Gonzalo—. Haré la llamada.

La filóloga dudó solo un segundo más. La cálida amabilidad de su recién encontrado amigo le ofrecía cierta seguridad. Pero no dejaba de ser un desconocido. Por otra parte, cada vez que cerraba los ojos le venía a la memoria la horrible foto del periódico con el utilitario de su antigua pareja completamente calcinado… Aquel poco común médico extremeño no podía ser peor que los canallas de la fundación. De cualquier manera, debían abandonar la casa rural cuanto antes; en eso él tenía razón.

—Vale. En diez minutos abajo, con las maletas y todo —convino ella—. Diez minutos, no más… Así no podré arrepentirme. De todas formas, me parece fatal quedarme en tu casa. Apenas nos… conocemos. Un hotel sería lo mejor.

—Como tú prefieras, Garbiñe. Cuando lleguemos a Plasencia lo decides.

Gonzalo sonrió comprensivamente. En verdad no sabía muy bien los motivos que le llevaban a enredarse así con aquel sombrío y posiblemente peligroso asunto… O tal vez sí. Tal vez era únicamente lo de siempre: la chica le atraía y eso le hacía perder objetividad en el análisis de la situación. Durante un mínimo instante se le pasó por la mente un pensamiento de mal augurio. Cabía la posibilidad de que, después de todo, los acontecimientos hicieran que se arrepintiera de ser tan amable y solícito con aquella desconocida.

«Ya veremos», pensó.