Onneca, la madre

Annus Domine 794

Apenas acababa de amanecer. La tenue luz del primer sol del día penetraba a través de la ventana de la cocina, haciendo brillar someramente las gruesas piedras de granito del caserío, rivalizando con las anaranjadas llamaradas de la hoguera en darle claridad a la estancia.

Ella era una mujer joven. Sus ojos, de un verde claro, casi transparente, transmitían una mirada franca, perspicaz y penetrante. Se había recogido su enmarañado cabello rojizo con una cinta de fieltro de color negro dejando diáfano un rostro grácil de equilibradas facciones cuadrangulares. Aquella cara, de piel blanca, tacto suave y mejillas sonrosadas, se adornaba con un gesto siempre amable que le confería una belleza un tanto particular.

Bostezó. Se había puesto en pie al alba, nada más percibir los primeros rayos del sol, y trajinaba en la cocina con gran vitalidad preparando bártulos y talegas para una próxima salida.

Después de dejarlo todo dispuesto, encima de un sólido anaquel de madera de encina que había bajo la ventana de la cocina, se ajustó un cinturón de cuero de cabrito y le enlazó una daga envainada pendiendo sobre su cadera derecha y una pequeña badaza sobre la izquierda.

Entonces miró por la ventana. El otoño les había regalado un día claro después de una semana de lluvia persistente. Sonrió. Sin duda, había elegido bien. Aquel era un día perfecto para ir a ver a la vieja sorgin[39], y Sancio ya era lo suficientemente mayor como para entender lo que la naturaleza les había concedido a algunos miembros de su clan.

Se volvió hacia la mesa grande de la cocina, una gruesa tabla de madera de pino de considerables dimensiones flaqueada por dos largos escaños, fabricados en ese mismo material, donde se sentaban, en los buenos tiempos del caserío, más de veinte comensales. Retiró un par de velones humeantes que recién había apagado. Apartó después un recipiente ornamental tallado con geométricos motivos de origen várdulo y, con delicada armonía, dispuso sobre la mesa una jarra de leche, un plato con una porción cuadrada de mantequilla, varios tazones fabricados en madera de abedul y una panera de mimbre que contenía varias rebanadas procedentes de una gran hogaza de pan de centeno.

Acababa de dejar todo preparado en la cocina cuando una gruesa mujer de gran envergadura, cabello castaño oscuro y ojos color avellana que rondaba la cincuentena apareció en el umbral de la estancia con los brazos en jarras y una mueca de fingido enfado.

—Debías haberme avisado, etxekoandre[40] —se quejó como quien reprende amorosamente a un niño—. Ya sabes que no me importa madrugar… y los hombres ya están a punto de bajar a los prados con el ganado.

—No te preocupes, Ammuna, ya estoy terminando con esto —replicó con suavidad—. ¿Te importa llamar al niño? Hemos de salir.

La oronda mujer observó a la joven señora con cariño. Su familia había estado unida a la casa de doña Onneca durante varias décadas. Su propio padre había sido uno de los más valientes hombres de armas del clan en las guerras contra los moros, y uno de sus ganaderos en tiempos de paz. Desde entonces, la relación con los señores del caserío se conformaba más como una aceptada simbiosis que como un ofensivo dominio feudal.

Onneca le sonrió y se giró con rapidez para ponerse unas abarcas de madera sobre sus escarpines de cuero vuelto. Debía salir al patio en busca de un saco de harina. Eso era lo único que le pediría la vieja bruja a cambio de sus servicios, y no debía olvidarlo.

La cocinera observaba los garbosos movimientos de su joven señora con la sana envidia de una madre orgullosa. Onneca era más bien delgada y no demasiado alta; el ajustado cinturón que se había puesto marcaba en su vestido una esbelta figura desentrañando los secretos de su cuerpo. Llevaba una túnica larga de color marrón oscuro tejida en gruesa lana y rematada con discretos adornos de hilo verde en las mangas y el vuelo. Sobre la túnica se había puesto una caliente pelliza de piel de cabrito que cubría sus hombros y sus brazos hasta los codos. La naturaleza la había hecho, como a los de su estirpe, fuerte y resistente, con una constitución atlética y fibrosa que se complementaba con unas curvas suaves y bien proporcionadas, más prominentes en las caderas después de su maternidad.

Cuando entró de nuevo, la fiel Ammuna ya estaba dando el desayuno al pequeño Sancio.

—¿No irás a ver a la sorgin, verdad? —preguntó con gesto grave la madura gobernanta.

Onneca no respondió, pero un especial brillo en sus ojos le hizo intuir a Ammuna que había dado en el clavo.

—Sancio no debería ir, etxekoandre; apenas acaba de cumplir los siete años y no creo que la visión de esa bruja sea muy conveniente para un niño de su edad —arguyó santiguándose repetidamente—. Además, lo que ella hace no es muy cristiano que digamos…

—No estoy de acuerdo con eso, Ammuna —replicó Onneca, algo molesta con la aseveración de su oronda ama de llaves—. A los hombres que se abandonan en el bosque se los tiene por eremitas… Son hombres santos que debemos respetar. Sin embargo, al parecer, cuando eso mismo lo hace una mujer se convierte en una bruja y hay que perseguirla. —Sus argumentos sonaban a regañina, pero Ammuna no se daba por reprendida. La noble dama prosiguió—: Pues yo me niego a pensar así —concluyó con gesto severo—. Además, necesito su ayuda para saber si Sancio posee…

—No quiero estar al tanto de nada más, etxekoandre —interrumpió Ammuna—. Ya sabes la angustia que me provoca el sino de la gente de vuestra sangre… Creía que el pequeño Sancio no… Nunca me lo habías comentado.

—Aún no lo sabemos, querida amiga. —Su mirada se perdió en un infinito de la pared, mientras en su cabeza se entremezclaban pensamientos de temor, duda y esperanza—. Pero pronto lo sabremos.

* * *

La mujer caminaba deprisa, pero sigilosamente, deteniéndose de cuando en cuando en alguno de los recodos de la senda del bosque para comprobar que nadie los seguía. Asía con gran fuerza la mano de un niño pálido y enjuto que hacía grandes esfuerzos por no separarse de su madre. A cada uno de los pasos que ella daba, el chiquillo correteaba, se trastabillaba y a veces, incluso, saltaba inducido por la tensión del brazo de su madre. Sin embargo, de su boca no salía ni una tenue protesta, ni una mínima queja. La madre escuchaba tan solo el resoplar de su jadeo.

De repente, después de un par de horas de rápido caminar, la mujer se detuvo y, tras comprobar una pequeña señal ovalada grabada sobre el tronco de un roble centenario, abandonó la seguridad de la senda y se internó en lo intrincado del bosque.

El sol de otoño estaba en lo más alto del cielo y el día era claro, sin nubes ni nieblas; sin embargo, en lo más denso de la espesura la umbría los poseía y los enfriaba, pues apenas si los alcanzaban los pequeños y erráticos haces de luz solar que habían conseguido evitar las densas copas de los árboles. Detrás de unas generosas ramas de endrino se toparon con un pequeño claro abierto en el bosque que les concedió un repentino baño de sol. Su luz los deslumbró un instante, pero lo agradecieron.

La madre se paró. Dejó las dos grandes bolsas que llevaba, y movió la articulación de su hombro mientras daba un suspiro que mitigara la molestia del peso soportado.

El niño se apoyó en el tronco de una sabina. Por fin, su cansancio vencía al extraño miedo que se había asentado en su corazón.

—¿Cuándo llegamos? —se atrevió a preguntar con voz baja.

—Pronto.

—¿Cuándo es pronto? —insistió.

La madre no le respondió de inmediato. Se acercó a él y, agachándose hasta quedar a su altura, señaló un punto entre los árboles.

—¿Ves aquella cabaña al otro lado del claro?

El niño guiñó sus ojos de color azul grisáceo buscando el lugar que le señalaba el dedo de su madre.

—¡Sí! —exclamó con entusiasmo—. ¡Ya la veo!

—Allí descansaremos —le dijo—. En esa cabaña vive una mujer algo irascible, pero tiene buen corazón. Era una buena amiga de tu abuela. Y quería mucho a tu padre…

El recuerdo de su esposo, fallecido en una razia de los andalusíes apenas hacía un año, le trajo una sensación de congoja ya conocida, una pena recurrente que iba y venía desde entonces y que, por desgracia, no la abandonaría jamás.

Elzeto, la villa donde su esposo gobernara hasta su muerte, había caído en poder de los moros cordobeses. Aquello había condicionado la vuelta de su corta familia al caserío de su clan. Para ella había sido casi como una segunda derrota.

Sin embargo, las rudas piedras de su antigua casa paterna la habían devuelto a los misterios de su sangre, y estaba dispuesta a comprobar si su único hijo Sancio poseía la maldición del estigma.

—¿Qué es irascible? —El niño interrumpió sus cuitas y ella le sonrió. Como su madre no le contestaba, preguntó de nuevo—: ¿Es fea?

—Se enfada demasiado, pero enseguida se le pasa y no guarda rencor —le explicó con una media carcajada—. Pero guapa, lo que se dice guapa, no es tampoco. Lo que ocurre es que ya es mayor.

—Ya… es vieja.

—Ahora tenemos que seguir caminando hasta la cabaña, Sancio —exhortó interrumpiendo la conversación—. No debemos retrasarnos más. Tengo ganas de soltar este saco de harina.

El niño no volvió a decir nada. El insólito viaje a través del bosque les había llevado varias horas y estaba cansado y hambriento. Pero algo en su interior le hacía sentirse raro, no sabía qué le ocurría; sus manos temblaban someramente y a veces sentía un tenue castañetear de sus dientes. Tal vez solo era el hambre, o el frío; pero en su interior, su sencilla mente infantil le advertía de que, sobre todo, aquello que sentía era miedo. Solo miedo.

Durante el resto del viaje, Sancio luchó por imaginar algo agradable. Al final casi lo había conseguido a base de mirar mucho al suelo, sin pensar en otras cosas más que en las hojas anaranjadas y amarillas desprendidas de los abedules y el verde musgo crecido sobre troncos y rocas del camino.

Una pequeña edificación levantada junto a un inmenso saliente rocoso apareció ante ellos a la vuelta de un recodo. Construido a base de pequeños troncos de pinos entrelazados por ramas de sauce, en realidad, aquello no era otra cosa más que un porche, una techumbre que protegía la entrada a una oquedad en la piedra.

Onneca gritó:

—¡Dios te guarde, hermana Mancia! —Estaba segura de que cualquiera que habitara en el interior de la roca la habría oído. Esperó con ansiedad. La única respuesta que obtuvo fue el silencio. La noble dama insistió—: ¡Necesito tu consejo!

Después de unos instantes, una voz herrumbrosa y desgarrada respondió desde el interior del eremitorio:

—¡Ya va! —A pesar de lo cascado de esa voz, la inflexión era en sí misma afable e indulgente. Pareciera haber reconocido a sus visitantes—. No deseo hacer esperar a la dueña del poderoso espíritu Gaizkiñ.

Sancio, que se había colocado tras su madre, dio un respingo asustado por lo quebrado de aquella voz. Agarrado al vestido de Onneca, se acercaba tanto a ella que casi le impedía moverse.

—No tengas miedo, hijo —dijo su madre, y le apretó hacia sí con un gesto de tierna protección—. Es una mujer buena. Ya lo verás.

—En el castillo decían que en el bosque hay brujas… ¿Esa que nos habla es una bruja? —preguntó Sancio en voz muy baja, casi en un murmullo que apenas escuchó su madre.

Ella no respondió. Apretó su pequeña manita para darle confianza y le sonrió.

—Traigo un saco de harina, hermana —exclamó Onneca de nuevo con potente voz—. Podrás hornear pan para varias semanas.

Entonces, una mujer enjuta y delgada, de rostro arrugado, tez pálida y mirada increíblemente astuta salió de la oquedad de la montaña caminando con cierta dificultad y ayudándose con un cayado de encina que portaba con su mano derecha. Pareciera que su pierna izquierda no le respondiera todo lo bien que quisiera, pues la arrastraba ligeramente y descansaba su peso sobre el cayado en lugar de apoyarse en ella.

El niño la miró de reojo desde el refugio que le conferían los brazos de su madre rodeándole.

La madura ermitaña tenía el cabello casi blanco y, a pesar de llevarlo muy corto, algunos mechones se enmarañaban sobre su frente dándole un aspecto descuidado y varonil. Además, se lo había tonsurado a la altura de la nuca como si fuera un verdadero monje; lo cual, aparte de hacer su rostro más torvo, contribuía a incrementar un confuso aspecto hombruno. Su indumentaria podría haberse considerarse sobria, austera o sencilla en algún momento de su vida años atrás; sin embargo, ahora no era más que una ajada túnica de lana gris bastante deteriorada, que iba ceñida a su cintura gracias a un grueso cordón de esparto de color negro. El deslucido conjunto se completaba con unas sandalias de cuero de vaca casi sin suela. Su apariencia era la de una mujer vieja, posiblemente mucho más vieja de lo que en realidad era.

Al verse frente a aquellos recién llegados, la solitaria mujer sonrió mostrando una sorprendentemente intacta y blanca dentadura; y como si hubiera sido capaz de oír el anterior murmullo del pequeño hacia su madre, buscó los asustados ojos grisáceos del niño a la altura de la cintura de Onneca, y le dirigió una extraña mirada que contenía algo de amenaza, mucho de reconvención y un poco de broma.

—No soy ninguna bruja, muchacho imberbe y maleducado —gruñó.

El niño volvió a temblar.

—Dispénsale, hermana Mancia —pidió la madre.

La ermitaña emitió un sordo bufido. No le gustaba la gente; sin embargo, Onneca era alguien de especial importancia para ella.

Entonces prosiguió:

—Creo saber a lo que vienes, madre y viuda.

—¿Es eso posible, ermitaña? —La mueca de sorpresa de Onneca parecía fingida—. ¿Tanto se me nota?

Mancia se sentó en uno de los salientes de la roca y sonrió con una extraña mueca, mezcla de dulzura y mordacidad. Onneca se mantenía en silencio mientras esperaba su respuesta.

La ermitaña habló después de un rato:

—Me imagino que sabes que el niño puede morir en la prueba —expuso con inflexión más seria, mientras su rostro se mudaba acomodándose a lo terrible de aquella frase—. Es tu hijo, ¿verdad?… ¿No tienes miedo?

—¡Claro que es mi hijo, Mancia! —replicó Onneca—. Y no, no tengo miedo. —La noble várdula dirigió a la ermitaña una mirada cargada de contrariedad—. No tengo miedo porque no creo que muera —refutó con energía—. Sé que no morirá.

—Me impresiona tu fe, querida Onneca —agregó la ermitaña pausadamente, con notoria admiración—. Pero, por el contrario, yo sí temo. Nunca hubo un varón que dominara el estigma, querida mía. Ellos no pueden. Es cosa nuestra, de mujeres. Sería excepcional que tu Sancio lo tuviera… Excepcional y peligroso.

—Sé que el estigma de mi clan habita en él, vieja Mancia. —Sus ojos brillaron con una mezcla de ira, orgullo y esperanza—. No me preguntes cómo, pero lo sé… Sancio sobrevivirá a la prueba —sentenció—. ¡Sobrevivirá!

—Entonces lo comprobaremos; si es lo que deseas, querida. —Llevó sus ojos al niño, que parecía ajeno a sus argumentos, y recabó su atención—. Atiende, Sancio —le dijo la vieja ermitaña—. ¿Ves esa pequeña seta amarilla que está sobre la mesa?

—Sí —respondió el niño.

—Es una sorgin zorrotz[41] —musitó la ermitaña—. Si la picamos junto a la raíz del beleño oscuro obtendremos un polvo que confundirá a tus enemigos. Cuando lo respiren, los vencerás con gran facilidad…

—¿Qué enemigos?

—Los moros… o aquellos que el Gaizkiñ te señale, mocoso… Si es que soportas su venida. ¡Qué más da quiénes sean! ¡Enemigos! —masculló.

—¿Quién es el Gaizkiñ?

Sancio había dejado de temer a la mujer y ella lo percibía con un punto de desazón. Algo en su interior comenzó a hacerla dudar. Si su preocupación inicial era el peligro que pudiera correr el niño, la de ahora se centraba en protegerse de él. Suspiró, miró al cielo, que aún se mostraba azul impoluto, y susurró una antigua oración.

Después de aquel momento de turbación habló:

—Deja la harina en la cueva, noble Onneca. —Se había vuelto hacia la madre sin contestar al niño. Su voz se había transformado, tornándose mucho más suave, perdiendo casi por completo su anterior inflexión quebrada—. Me parece que vas a tener razón. Este chiquillo de aspecto lechoso oculta una extraña fuerza… —La vieja calló un instante y sonrió—. Pero ahora debéis descansar. Más tarde comeremos algo… —Su mirada se tornó de nuevo misteriosa y tétrica—. Y después iremos a la gruta del gran saguzar[42].

—La gruta… —La madre repitió aquellas palabras con angustia. Recordó la humedad de aquella cueva repleta de murciélagos, y el denso olor de sus excrementos crujiendo bajo sus pies. Recordó a su abuela susurrándole al oído palabras extrañas mientras las tenebrosas sombras de miles de raros murciélagos las rodeaban emitiendo terroríficos silbidos. Recordó tomar, con sus minúsculas manos de niña, puñados de las resecas deyecciones de aquellas malignas bestias, para luego machacarlas hasta obtener un polvo fino y ocre. Recordó su propia respiración entrecortada, su agobio, su sudor frío, las imágenes borrosas, los monstruos de sus visiones… Y la ira, la ira poseyéndola hasta dominarla—. Y el saguzar

—Sí, Onneca, esa gruta que tú conoces bien. La prueba definitiva —añadió la vieja Mancia apercibiéndose de los recuerdos de la joven viuda—. Allí sabremos si tu Sancio posee en verdad el espíritu más poderoso de toda Bardulia…