Hechos
La cafetería estaba a punto de cerrar. Sin embargo, Daniel, un joven y simpático camarero de complexión atlética, tez clara y cabellos rubios y cortos, les había concedido un cuarto de hora más. Gonzalo lo estimaba, y su sentimiento era recíproco. El rubio camarero limpió con eficacia la barra y les sirvió un café.
Sentado en una de las mesas que había junto a las ventanas de la cafetería, el doctor Chema Roca observó a Gonzalo con rabia.
—Deberías quedarte —declaró en voz alta—. Con todo este jaleo la guardia está fatal… Según me han contado ya hay tres cadáveres, incluido mi paciente de la segunda planta… Mejor dicho —sonrió con socarronería—, rectifico: el paciente que me robasteis para cargároslo. Voy a tener que empezar a dudar de vuestra práctica clínica.
En un primer instante, Gonzalo no respondió a sus insidias y prefirió obviar su ofensivo comentario. A su lado, Nadia le dirigió una mirada de desprecio. Gonzalo le tiró levemente de la manga, y le susurró al oído que tomase asiento en la mesa de la esquina más alejada del internista. Ella obedeció.
Después, Gonzalo se acercó a la mesa del doctor Roca y le replicó:
—Hoy no me apetece escuchar niñerías de colegas acomplejados, querido Chema. —Gonzalo se mostraba implacable con sus palabras y su gesto—. Alargaré mi jornada lo que sea necesario para aclarar lo que está ocurriendo; Pablo me lo ha pedido y yo he accedido. Pero eso no significa que me quede con tu «busca». Te vendría bien madurar…
Chema emitió un tenue gruñido y obvió contestar.
Gonzalo suspiró. Tal vez se había excedido con sus palabras. Intentó rebajar la tensión lo mejor que supo ofreciéndole algo de información médica.
—Venimos del depósito. —El doctor Roca arqueó sus cejas y su cabello rubio pareció cambiar de posición sobre su cabeza—. Nadia ha tomado nuevas muestras del marroquí, de tu paciente y de los otros dos tipos. —Evitó decir que conocía a Elizondo—. Elías está convencido de saber lo que está pasando. En breve estaremos en el laboratorio, por si quieres —no pudo evitar un gesto sarcástico acompañando a la insidiosa propuesta—, o puedes ir.
—No sabía que hubieras «ajusticiado» a otro paciente más —farfulló su colega—. Pensé que solo habían sido tres.
Gonzalo se encogió de hombros. En verdad, la extraña muerte de Elizondo le había cogido por sorpresa. Por un instante, nada más saberlo, pensó que Dios existía, después lo dudó de nuevo.
—Eres mucho peor que el doctor Mengele, el famoso «ángel de la muerte» de los campos de exterminio nazi —añadió el doctor Roca.
Gonzalo encajó sin inmutarse la inculpadora frase y evitó continuar la conversación.
—Buena guardia —dijo. Y se alejó en dirección a la mesa de Nadia.
En ese breve período de apenas diez segundos sus pensamientos le llevaron a los cadáveres. Era como si una venganza invisible se hubiera desatado sobre sus perseguidores. Dos de los muertos pertenecían a la Fundación Ikastuna, y los otros dos eran de la zona, aunque con ciertas peculiaridades que debería analizar con más tiempo.
Llegó a la mesa. Su rostro transmitía pesadumbre y cansancio. Nadia le sonrió.
—No te preocupes por tu chica —animó con una sonrisa, intentando distraerle de sus tribulaciones.
—No pensaba en Garbiñe…
En realidad, en ningún momento la había presentado como su chica, aunque la idea no le disgustó. Se sentó mientras emitía un suspiro largo y pesaroso.
—Pablo vendrá ahora. Me ha dado permiso para llamar a otro residente —apuntó Nadia—. Así podremos dedicarnos a resolver estos casos.
—En cierto modo, gracias a ti hemos tomado las muestras. Mereces estar en el ajo hasta el final —reconoció Gonzalo—. Pero debemos estar expectantes. Aún no está claro qué demonios está ocurriendo.
—¿Y los libros antiguos, los códices medievales de tus amigos?
—Los códices… ¿qué sabes de esos libros?
—Vaya… Claro, nadie te lo ha dicho. No te has enterado lo de tu amigo, el profesor Cubillo, ¿verdad?
—¡Esto es la leche! —exclamó Gonzalo con la sensación de no poder hacer frente a todo lo que le sobrevenía—. Me voy a hacer un ingreso y el mundo se vuelve más loco de lo que ya estaba. Garbiñe descubre el cadáver de ese tipo… —Decidió evitar el nombre del siniestro Elizondo—. De ese otro «indiano de Osakidetza» que, para más inri, estaba junto al cuerpo inconsciente de Luis, el vigilante. El mismo Luis que tiene una herida punzante en el hombro de un origen no determinado aún, y que no puede contarnos nada porque parece drogado…
Nadia se encogió de hombros sin atreverse a intervenir. Así era la realidad de aquel día.
Gonzalo acabó preguntando directamente:
—Y bien, ¿qué demonios le ha ocurrido a Cubillo?
—Tuvo una especie de mareo —aclaró la médica residente de urgencias—. Entonces, tu amiga Garbiñe me llamó y lo examiné en tu consulta. Después le pedí a un celador que lo llevara a urgencias para hacerle unas pruebas. Eso es todo. —Gonzalo la miraba con incredulidad. Ella prosiguió—: En tu despacho había un extraño olor. Era muy agobiante, se metía en la nariz y parecía llegar al hipocampo… Tu Garbiñe me dijo que a veces los documentos y códices medievales están contaminados por microorganismos y…
De repente se quedó callada. Era demasiado fácil.
—¿Qué más…? ¡Continúa, Nadia!
Ella seguía absorta en su pensamiento, y Gonzalo tuvo que zarandearla para devolverla a la conversación.
—¿Y si esos códices transmiten alguna enfermedad infecciosa, Gonzalo? —inquirió ella.
—Ya lo había pensado —reconoció el médico—. Pero, ¿y yo? ¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué no me he infectado? ¿Por qué Garbiñe no se ha infectado?
—Susceptibilidad individual, tal vez genética, mi querido médico adjunto —replicó ella con una irónica sensación de victoria argumentativa—. Puede que haya personas más susceptibles que otras. Es sobradamente conocido y frecuente en la medicina.
Gonzalo recordó la conversación mantenida con Elías al principio de la tarde:
—Pues vamos a tener suerte.
—¿Por qué?
—Le envié a Elías una muestra del material de Garbiñe.
—Brillante —dijo ella.
—Casualidad —reconoció él—. Entonces, ¿cómo está Cubillo?
—Bien. Le dimos de alta. Me pidió que te dijera que se comunicaría con vosotros por correo electrónico. —Se detuvo un instante rememorando las palabras del profesor—. Añadió algo más… ¡Ah, sí! Dijo que ya se pensaría si aceptaba el reto a pesar del peligro. Tú sabrás a lo que se refiere.
—No lo sé —mintió mientras le sonreía con cierta tibieza—. No tengo ni idea.
—Ya… —Nadia se había percatado de que su colega no le decía toda la verdad, pero rehusó iniciar una discusión—. Entiendo… hay que ser discreto.
En aquel instante, Garbiñe entró en la cafetería. A simple vista, no parecía demasiado cansada pese a todo lo que le había ocurrido durante aquella extraña tarde. Más aún, se les mostraba seductora y atractiva, especialmente hermosa a los ojos de Gonzalo.
Avanzó hacia su mesa y, cuando pasó junto al doctor Roca, le miró apenas un segundo, pero bastó para que él percibiera un gran desprecio y un odio insondable. El otrora sarcástico internista jadeó aquejado de una incipiente pero creciente angustia; esos ojos penetrantes que le habían escudriñado hasta sus más profundas miserias le hicieron presa de una gran inquietud. Invadido por un extraño miedo se levantó y, sin decir más palabras ni volver su vista a la mesa de Gonzalo, huyó presuroso de aquel lugar con la sensación de precisar aire fresco para poder respirar.
Garbiñe se plantó rápidamente frente a la mesa donde estaban Nadia y Gonzalo. El médico se levantó para saludarla y entonces, sin mediar palabra alguna, Garbiñe le abrazó con fuerza y le besó en la boca con inusitada e inesperada pasión. Después de su primera sorpresa, Gonzalo aceptó su caluroso envite recreándose en los recovecos de sus labios. Se dejó estrujar, percibió sobre su pecho los rígidos relieves de los excitados pezones de la joven y, poco después, la sangre rellenando su virilidad.
El beso se prolongó hasta que ambos pudieron sentir el calor de su entrepierna; entonces, ella se apartó, satisfecha, le ofreció una mirada cómplice y sensual, y sonrió.
Nadia, una vez concluido el espectáculo, también sonrió, mordisqueándose el labio con un gesto cómplice. Casi hubiera deseado ser besada por aquella extraña mujer. Pareciera que los tres estuvieran bajo la acción de alguna desinhibidora substancia.
—¿Y ahora? —preguntó la médica.