Empírica didáctica

Después de aquel cónclave, la vida en los predios del monasterio de Valpuesta continuó con su difícil monotonía de lucha y resistencia. Sin embargo, para Sancio y Nuño las cosas habían cambiado. El futuro obispo de Santa María de Valpuesta había convenido con el conde Munnio que ambos jóvenes compartieran educación. Por ello, los viajes de Sancio al castillo se hicieron cada vez más frecuentes con el fin de que el joven várdulo se ejercitase con las armas y el caballo. A su vez, el hijo del conde pasaba largas temporadas en el monasterio bajo la atenta mirada del abad, aprendiendo botánica, escritura latina, teología y filosofía. Incluso a veces, el otrora expatriado mozárabe les permitía algún exceso, sorprendiéndoles con versos de sutil pecaminosidad que antaño aprendiera en el reino de Córdoba.

Antes de cenar junto con el resto de los monjes, y una vez cumplidas las horas de estudio en el aún exiguo scriptorium del monasterio, el abad Juan disfrutaba junto a sus pupilos de un grato paseo vespertino por el bosque en busca de plantas medicinales. Sin embargo, en lo que respectaba al eclesiástico, no todo se reducía a un mero deleite en esas caminatas montaraces previas a la cena. Durante esos paseos, el abad siempre andaba sumido en secretas elucubraciones e insólitos planteamientos de diversas teorías acerca de las sustancias que, nada más ponerse en contacto con la piel de Sancio, convocaban el estigma del Gaizkiñ. Se preocupaba de no perder de vista al muchacho en ningún momento, para después anotar en qué plantas había puesto más atención.

Sin embargo, a veces, como en aquella tarde de otoño, el abad abdicaba momentáneamente de ese empeño, y se contentaba con explicarles a sus jóvenes aprendices cómo sobrevivir a ciertos males con la ayuda de los muchos elementos que el bosque proporcionaba.

—¿Qué debemos hacer para acelerar la curación de las heridas de guerra? —preguntó Nuño, recordando las propias excoriaciones producidas en el entrenamiento con las espadas en el patio del castillo.

—Abundante agua limpia…, y plantas astringentes como el arándano, el hipérico, la tormentilla, la corteza de sauce o la corteza de fresno —respondió el abad Juan—. ¿Vosotros conocéis algún remedio más?

—Yo sé que la caléndula cicatriza también algunas heridas, y cura los redondeles de tiña y otras enfermedades de la piel —dijo Sancio, convencido de sus conocimientos.

—Estás en lo cierto, muchacho —admitió el abad, y el joven quedó grandemente satisfecho, sintiéndose ufano y orgulloso por el reconocimiento de su maestro—. Sois buenos alumnos.

—¿Qué son esos brotes, abad Juan? —inquirió Nuño señalando unas plantas entre la breña que crecía junto a un roble.

—Esto es genciana, Nuño —explicó el abad tomando una hoja de forma elíptica de una planta de tallo fistuloso y flores amarillas que casi alcanzaba la cintura del muchacho—. Es una planta amarga que se emplea en las doncellas inapetentes… Pero debemos abstenernos de administrarla con la artemisia, que es una maleza muy útil que ayuda a digerir los empachos de los condes tragantones. —El abad Juan gesticuló la imaginaria e insana avidez de un noble guloso. Los chicos rieron ante la broma—. Contra el cansancio —prosiguió— son reconstituyentes el ajenjo, el árnica, la hierba de los gatos y la salvia.

—Algunas veces he visto a Belasco gruñendo por la constipación de sus tripas —apuntó Sancio—. Por su glotonería se timpaniza, y hay que ver cómo son sus flatulencias…

—Eso mejora con cocciones de algunas plantas carminativas —informó el abad Juan sonriendo divertido—. Y con el ayuno. —La charla botánica se estaba convirtiendo en una chanza que les divertía a todos—. Las hojas carminativas ejercen una influencia beneficiosa sobre la evacuación de los gases intestinales, las contracciones dolorosas y los calambres del intestino. Yo suelo recomendarle a nuestro Belasco un cocimiento de manzanilla, raíces de ruibarbo, anís e hinojo que revierte lo putrefacto de su panza.

Después de un rato enlazando chascarrillos y bromas sobre los problemas del freile camerarius, Nuño se acordó de la pequeña bolsa de cuero de su amigo. Estaba rellena de un polvo de color amarillento, casi ocre.

Apenas había cesado la última carcajada cuando preguntó:

—¿Y qué clase de sustancia llevas en esa badaza, Sancio? ¿De qué plantas se compone?

El abad Juan mudó de inmediato su rostro. Durante los últimos años había observado detenidamente a Sancio cuando su estigma se hacía presente. Antes de la aparición del Gaizkiñ, el muchacho siempre pellizcaba una minúscula cantidad de ese extraño polvo contenido en la bolsita que colgaba de su cinturón. No sabía muy bien en qué momento Sancio rellenaba la badaza; y aún no conocía la naturaleza de la materia que contenía, y eso a pesar de sus pesquisas y de las numerosas preguntas, siempre sin respuesta, que de vez en cuando le formulaba al joven várdulo.

En ese instante, cuando Nuño inquirió a su amigo de una manera inocente y despreocupada, el abad Juan dirigió su mirada a su pupilo con evidente ansiedad.

—¿Mi bolsa?

—Sí. Esa escarcela que no dejas ni a sol ni a sombra.

—No puedo decirlo —manifestó el joven con rictus serio—. Mi madre me lo prohibió. Le juré que nunca lo diría…

—Ya… Entiendo, amigo —reconoció Nuño. Su madre también había fallecido en sus primeros años, y seguía en su corazón como un espectro protector al que acudir de vez en cuando.

—Bueno, lo entendemos los dos —intervino el abad Juan—. Aunque, tal vez a ella, que estará ya en el cielo a la derecha de Nuestro Señor Jesucristo junto a la madre de Nuño, no le importe que compartas tu secreto con nosotros.

—¡No insistas, abad Juan! —replicó el joven várdulo, soliviantado, compungido y ansioso a la vez—. Te lo he explicado muchas veces. Ella me hizo jurar que jamás hablaría de ello…

El eclesiástico suspiró mientras le ofrecía a Sancio un gesto de comprensión sincera.

—No insistiré, Sancio —convino—. Al menos, de momento…