Quebrantos
Nada más colgar, el teléfono móvil de Gonzalo volvió a emitir su particular y estridente timbre de llamada entrante. El médico dirigió su mirada a la pequeña pantalla del aparato y sonrió displicentemente con un gesto que trasmitía mucho agobio y cierta desaprobación.
«No me dejarán en paz estos cabrones», refunfuñó en voz alta, como si se tuviera que justificar ante un acompañante invisible.
No tenía ninguna duda acerca del origen de la llamada. Oculta tras una inusitadamente larga sucesión de dígitos capitaneados por un reiterativo 63030, Gonzalo reconoció la extensión de la centralita del hospital placentino. Llevaban todo el día llamándole, pero él había decidido no responder. Al menos al principio, puesto que en las dos últimas ocasiones en las que sonó su móvil, el médico ya había estado a punto de descolgar.
En su interior, sus pensamientos, algo retorcidos —y con razón—, le instaban a dejar pasar de nuevo aquella llamada. Sin embargo, en el último instante cambió de opinión y pulsó el pequeño botón verde del aparato que daba paso a la voz de su interlocutor.
—¿Hola? —masculló.
Una conocida voz femenina le sorprendió con una vehemente reprimenda. Su dueña parecía, o fingía, estar bastante malhumorada.
Gonzalo inició una media sonrisa.
—Vale, vale… Me había dejado el teléfono móvil en el coche, Nadia —mintió—, por eso no os he contestado antes.
—Embustero… —replicó la médica, con un tono relativamente más afable.
—¿Me llamas desde el hospital?
—Como si no lo supieras…
—Y bien, ¿qué quieres? —inquirió él, algo menos cordial.
—Saber de ti —respondió ella con una inflexión ciertamente imperativa—. Llevas casi una semana sin venir al hospital.
—¡Qué conmovedor! —bromeó Gonzalo, con bastante indolencia—. Pero solo llevo tres días fuera.
—No seas tonto. ¿Dónde estás? Todos te buscan, pero nadie sabe nada.
—He tenido que salir de la ciudad por un pequeño problema personal…
—¿Y cómo se llama ese pequeño problema? ¿Garbiñe, tal vez…? —ironizó Nadia.
—No seas mala, doctora…
—Vale, no lo seré. —La joven médica catalana hizo una breve pausa. Gonzalo escuchó paciente su respiración sin hablar hasta que finalmente ella prosiguió—: Como ya te he dicho, aquí todos están revolucionados. Nadie nos cree… Además, los cadáveres infectados por el hongo asesino desaparecieron de la morgue como por encanto. Sin duda, alguien se los llevó durante la madrugada. —Instintivamente, Gonzalo dirigió sus pensamientos a la Fundación Ikastuna. Su apagado suspiro no fue percibido por Nadia—. Eloy, que estaba de refuerzo en urgencias el famoso día de autos, especulaba esta mañana acerca de la posibilidad de que uno de los celadores hubiera sido sobornado o engañado. No quería levantar la liebre por miedo a ser implicado. Ya sabes cómo se las gasta; pero parece ser que va a tener razón…
—Como siempre —incidió, interrumpiéndola, Gonzalo.
—Uno de los celadores del turno de noche confesó finalmente que había entregado los cadáveres a unos desconocidos —concluyó ella—. Dice que le engañaron, y que no lo había contado antes por miedo a las represalias del gerente.
—¿Y en la Dirección Médica qué opinan de todo esto? ¿Van a investigar algo?
En realidad, Gonzalo no deseaba promocionar ninguna pesquisa, pero la pregunta le había salido así.
—Ricardo no sabe a qué atenerse. Evidentemente, sin muertos no hay caso… —La médica residente hizo otra pausa. Esta vez Gonzalo esperó sus palabras. Dada la entrecortada forma de expresarse de Nadia, el médico sospechaba que le estaba ocultando algo. Pero, por otro lado, intuía que ella misma terminaría por contárselo—. A propósito —prosiguió la joven, confirmando la anterior suposición de Gonzalo—, para que no te lleves una sorpresa, te estoy llamando desde su despacho… Está aquí, y quiere hablar contigo. Me ha dicho que es importante, incluso vital para ti.
—Pequeña traidora —masculló Gonzalo con forzada sorna.
En ese momento, en el auricular sonó la más grave voz del doctor Ricardo Gómez:
—Hola, Gonzalo.
El gesto del médico cambió de repente. El conato de sonrisa que había dirigido a su amiga se transformó en una mueca de acritud. Le exasperaba dar explicaciones.
—Hola, Ricardo.
El saludo sonó frío y distante, tal vez incluso algo agresivo. El director médico recordó la guardia sufrida por Gonzalo y consideró que era mejor no tener demasiado en cuenta su tosquedad.
—Hemos anulado tu consulta de esta semana como tú querías… —Su voz se mantuvo monótona y plana ante el inicial tono descortés de su colega. Aquella técnica solía resultarle bastante útil en sus discusiones con los médicos del hospital. Sin abandonar su inflexión indiferente prosiguió—: ¿Cuándo piensas volver?
—Lo mejor será que la anules al menos durante dos días más —respondió Gonzalo, intentando ser algo menos incisivo—. No estoy en condiciones de trabajar ahora…
—De acuerdo, Gonzalo, no te preocupes; daré las órdenes oportunas.
—Gracias.
El director médico percibió el cambio de actitud de Gonzalo y, aunque tenía otros temas que comentar con él, decidió probar suerte con sus pesquisas acerca de lo sucedido en el hospital durante las últimas horas.
—Me gustaría mucho escuchar tu versión de los hechos de la guardia —expuso—. Tal vez así sabría a qué atenerme respecto a la información que debo transmitir a mis superiores de la Consejería… ¡Si es que debo transmitir alguna!
—No creo que difiera de la que te hayan podido contar Nadia o Pablo Perona —replicó Gonzalo—. Ella lo sabe todo. Lo malo es que las pruebas se han volatilizado, según parece.
—Sin embargo, no creo que Nadia conozca como tú lo que concierne a esa extraña mujer… Garbiñe creo que se llama, ¿qué tiene que ver ella con todo lo ocurrido?
—Por desgracia, esa mujer forma parte del origen del desastre. Es medievalista y habíamos quedado para tomar café, ya que somos amigos y queríamos charlar —refirió Gonzalo vagamente, sin entrar en mayores detalles—. La mala suerte quiso que aparecieran unos peligrosos hongos asesinos en unos documentos medievales que ella transportaba para llevarlos a la Universidad de Extremadura. Esos hongos provocaron las infecciones mortales… —El médico tomó aire en una limitada pausa—. Pero no todo es tan simple, ni puedo explicártelo ahora. Requeriría mucho tiempo, y en este momento, la verdad, no lo tengo.
—Entiendo. —Un pequeño instante de silencio interrumpió su charla. Parecía que ambos estaban analizando cómo proseguir. Finalmente, antes de que Gonzalo se despidiera, el director retomó la palabra—: Creemos saber cómo desaparecieron los cadáveres…
—¿Sí? —Aquello sí le interesaba a Gonzalo—. ¿Cómo?
—Al parecer, Eusebio, uno de los celadores del turno de noche, se topó con dos individuos que dijeron ser de una funeraria. Ellos se llevaron los cuerpos a no se sabe dónde… ¡los dos a la vez!
—Conozco bien a ese Eusebio, es una buena persona —añadió Gonzalo—. Pero, ¿no le pareció raro que se llevaran los dos cuerpos en el mismo vehículo?
—El celador reconoce que los individuos no le dieron buena espina, pero insiste en que fueron muy convincentes. Le mostraron unos documentos con el sello de un supuesto Departamento de Salud Pública del Servicio Extremeño de Salud, y le amenazaron con un desastre biológico como el de las películas… Vamos, que se acojonó un poco el buen hombre y transigió con ellos… Le obligaron a trasladar los muertos apresuradamente a una furgoneta gris que, según parece, carecía de logo funerario alguno. El tal Eusebio no recuerda nada más… bueno, excepto el acento de los supuestos funerarios, que parecía del norte.
—Vaya…
—¿Tú no sabrás algo más de…?
—No —interrumpió con bastante brusquedad Gonzalo, intentando eliminar a la Fundación Ikastuna de sus pensamientos—. No sé nada.
—¡Pero si no he terminado la pregunta!
—Yo no sé nada, Ricardo, nada que pueda ayudarte. Lamento lo de los muertos, y me fastidia haber sido en parte causante de todo esto. Pero no es culpa mía, y ahora debo ocuparme de otros asuntos que también son muy importantes para mí…
—¿Como esa nueva amiga tuya? —inquirió el director con inflexión algo sarcástica.
—¡Qué pesados sois, joder!
—Pero…
—Asuntos personales que no son de tu incumbencia, Ricardo —masculló Gonzalo, de nuevo frío como el hielo.
—Ya…
—Siento tener que dejarte… No te preocupes, volveré en un par de días.
—¡Espera! Tengo algo más que decirte, y es muy importante.
—No sé si creerte —se quejó Gonzalo—, das demasiadas vueltas…
—Créeme… Además, después Nadia quiere volver a hablar contigo.
Gonzalo suspiró. A pesar de su deseo de concluir aquella incómoda conversación decidió escuchar el final de la disertación del directivo hospitalario.
—Dispara —gruñó.
—Según creo, lo que te voy a contar no tiene nada que ver con lo de la guardia; a lo peor me equivoco, pero a mi entender son hechos diferentes.
—¡Arranca ya, Ricardo, por Dios!
—Ha llamado a la Dirección Médica un abogado de Salamanca preguntando por ti vehementemente.
—¿Un abogado de Salamanca?
—Sí. Decía representar a un profesor universitario que ha sido acusado de la desaparición de su mujer…
—Espera, espera, Ricardo… ¿qué tiene que ver eso conmigo? —inquirió Gonzalo con una voz trémula, bastante alejada de su hiriente actitud anterior. En su fuero interno, una dolorosa duda iba tomando cuerpo, y solo deseaba poder alejarse de ella.
—Al parecer, tú conoces a la mujer de ese supuesto maltratador —respondió el director médico.
Gonzalo sintió un extraño temor. Un escalofrío recorrió su espalda como si la fatalidad presentida fuera ya inamovible. Después, sus aceleradas palpitaciones tomaron opresivamente su pecho con un galope de angustia difícil de soportar.
—¿Cómo se llama? —preguntó, casi sin fuerzas.
—¿El profesor?
—¡Ella, joder! ¡¿Cómo se llama ella?! —gritó Gonzalo.
El doctor Ricardo Gómez no entendía el porqué de la desazón que Gonzalo le transmitía con aquel desgarrador grito. Optó por contestar vagamente, sin elucubrar teoría alguna:
—Espera, lo tengo escrito por aquí… Ya lo tengo, se llama Patricia Domínguez. En realidad no se sabe si el tipo la ha matado o no. Ella lleva varios días desaparecida, y nadie sabe dónde está. Es una historia muy extraña. El abogado insiste en hablar contigo porque tú…
—¡Malditos hijos de la gran puta! —bramó el médico dejando caer su móvil sobre la mesa—. No puede ser verdad, Dios… Solo es una amenaza.
Decenas de momentos vividos junto a su buena amiga se agolparon de repente en su memoria. Su piel tersa rozándole la mejilla; sus ojos vivaces e inteligentes, profundas linternas de sus inquietudes; su risa, sus hipótesis vitales, la sensualidad de sus curvas femeninas…
Una punzada de odio se abrió paso entre los recuerdos de la esbelta mujer que un día le cautivase.
—No puede haber sido su marido —murmuró, apesadumbrado, ocultando la cabeza entre sus manos—. Ese pusilánime… Son los malditos cabrones de Ikastuna que quieren amedrentarme con esa noticia…
Al otro lado del teléfono, el doctor Ricardo Gómez se mostraba desconcertado. La incisiva mirada de la doctora Nadia Vélez le instaba a dar una explicación que evidentemente no tenía.
—No sé qué le pasa…
—¿Pero dice algo? —insistió la médica catalana.
—Ha soltado el teléfono. Se le oye gritar. Me parece que esa mujer era amiga o familia suya…
—Dame el teléfono —instó ella, interrumpiéndole.
El director médico se lo entregó con apremio. El auricular le ardía en la palma de su mano.
—¿Gonzalo? —preguntó la médica con suavidad.
Nadie respondió.
Ella gritó:
—¡Gonzalo, por favor, coge el teléfono!
Nadia escuchó un pequeño golpe.
—Hola, Nadia. —La voz de Gonzalo sonaba lejana y ronca, ahogada en una sensación de sufrimiento—. Lo siento, pero no puedo hablar más. No estoy en condiciones de nada…
—¿Esa mujer…?
—Es una buena amiga —afirmó él—. Lo siento, Nadia, tengo que colgar… He de llamarla, debo saber qué le ha ocurrido.
—Ya sé que no quieres hablar más ahora, Gonzalo —interrumpió ella—, pero tienes mi teléfono. Estamos en contacto, ¿vale?
—Sí…
* * *
Sumido en una creciente desazón, Gonzalo pulsó en las teclas de su móvil el teléfono de Patricia. Los intermitentes tonos se le hicieron demasiado largos. Una gota de sudor se deslizó por su frente.
Entonces, una conocida voz femenina le hizo dar un vuelco a su corazón.
—Hola, Gonzalo, ¿qué se te ofrece?
El sufrido médico suspiró con una hondura que casi no recordaba.
—No sabes lo que me alegra escucharte…
—¿Y eso?
—¿Estás bien?
—Sí, sí… —Patricia se mostraba desconcertada. La voz de su amigo le transmitía inquietud y pesadumbre—. ¿Qué te ocurre? Pareces muy alterado.
—Ahora te lo explico todo —aseguró Gonzalo—. Pero antes dime, ¿te ha llamado alguien… desconocido, o extraño en los últimos días?
—No, he tenido el teléfono desconectado; ¿por qué?
El médico volvió a suspirar.
—¿Y qué me dices de tu marido?
—No le he visto en tres días. Ya te dije, cuando estuviste en mi casa, que buscaría un buen escondite para que no te preocuparas. Me fui a la casa de mis abuelos en Santander, y he tenido restringidas casi todas las llamadas entrantes de mi teléfono. Prácticamente acabo de volver a conectarlo…
—¿Y él?
—No se lo dije —respondió ella—. No creo que te tenga que explicar nuestra particular relación de marido y mujer. Lo he hecho otras veces… Me refiero a lo de desaparecer. Imagino que él se mostrará tan displicente como siempre, pero ya estoy acostumbrada… Y, en realidad, él también. Ahora le llamaré.
—Menos mal…
—¿Me dices ya qué coños pasa?
—Hemos tenido ciertos problemas…
—¿Problemas…?
—Los individuos que perseguían a Garbiñe se presentaron aquí.
—¿En Plasencia?
—Sí. Y, por suerte, no salieron bien parados —explicó él—. Pero…
—Arranca, que hoy sí tengo que ir a la clínica —reclamó ella—. Ya son tres días de asueto, y yo vivo de mi trabajo.
—Alguien llamó al hospital preguntando por mí. Se hacía pasar por el abogado de tu marido…
La médica arqueó las cejas en un gesto que indicaba sorpresa y duda.
—¿El abogado de mi marido?
Gonzalo carraspeó. No tenía claro cómo continuar.
—Dejó entrever que tu marido te había… hecho desaparecer —balbució—. Y por eso te llamo. Por un momento me lo creí…
Patricia lanzó un bufido de rabia.
—¡Menudos cabrones!… ¿Cómo han podido? Ahora sí que tengo miedo.
—Imaginaba que había sido solo una broma macabra para hacerme sentir culpable y amedrentarme; pero tenía que decírtelo por si acaso, para que tomaras las precauciones necesarias.
—¿Qué precauciones, Gonzalo? —gruñó ella—. Me has dejado acojonada, hablando mal y pronto. No me apetece ir con escolta…
—Hablaré con ese individuo cuanto antes —convino él, interrumpiéndola—. Desviaré su atención, te lo prometo.
—Lo que tienes que hacer es hablar con tu Garbiñe y decirle que llegue a un acuerdo con sus jefes.
—También lo haré.
—Vale…
Gonzalo dejó pasar un instante en silencio. Después balbuceó su agobio.
—Lo siento.
Patricia se mostraba entera a pesar de su preocupación. No se resistía a la tentación de concebir todo aquello como burda amenaza sin peligro real. Prefería creerlo así: una broma de pésimo gusto.
—No es culpa tuya —dijo con cierto sarcasmo—. Si la mala pécora de Jimena no te hubiera dejado, jamás habría pasado esto.
—Touché —susurró el médico—. Por favor, cuídate.
—Ahora más que nunca…
* * *
El cielo de Mérida amenazaba lluvia. Las nubes, de un gris azulado y oscuro, avanzaban sobre la ciudad ensombreciendo la tarde, acortándola como si el día diera por acabada su vida y precozmente dejara paso a una noche húmeda y tenebrosa.
Así lo sentía el profesor Eduardo Cubillo en su angustiado corazón. Sentado con gesto preocupado frente al ordenador en su despacho de la universidad, cabeceando nervioso, con los ojos enrojecidos tras horas de trabajo frente a la pantalla, buscaba la manera de solucionar aquel embrollo que se le había venido encima casi sin darse cuenta. Pero era su propia cobardía la que ahora lo atenazaba, oprimiendo su pecho como si el aire no llegara a expandirse en sus pulmones con suficiente eficacia.
En su mesa se disponían de forma desordenada varios libros, algún cuaderno, dos o tres decenas de folios escritos a mano, dos reproducciones de textos clásicos, una taza de té vacía y un ordenador portátil HP, algo antiguo, pero que aún daba su servicio eficientemente. En la pantalla del computador se podía ver la página del correo electrónico del medievalista mostrando una decena de mensajes en la bandeja de entrada.
«Otra vez —gruñó—. Otra vez son ellos. ¿Cómo demonios se habrán enterado? Ha debido de ser alguien de Plasencia, o la misma Garbiñe. Esa loca con ojos asesinos».
Entre el desorden, el recorte de un periódico mostrando una reseña funeraria había ganado espacio al resto del papeleo, y ocupaba un lugar privilegiado sobre la mesa. El profesor trasladó sus ojos hacia ese trozo de papel de periódico y, como le había sucedido a lo largo de toda la tarde, un sudor frío le recorrió la espalda provocándole un suspiro profundo de angustia y consternación.
El recorte no era otra cosa que una delicada esquela escrita sobre fondo negro que pertenecía a un periódico local de un pueblecito de La Rioja. En ella se podía leer un mensaje personalizado bastante aterrador:
«Eduardo Cubillo, profesor de la Universidad de Extremadura: Descanse en paz. Tus amigos de F. I. te recordarán siempre. Tu muerte ha supuesto una desgraciada pérdida para nosotros. Esperamos que el cielo te recompense, y que tu falta no obligue a pasar penalidades a los tuyos. Siempre fuiste inteligente y supiste lo que te convenía… y lo que les convenía a ellos».
Después de releerlo y sufrir de nuevo con su lectura, el profesor Cubillo abrió uno de los mensajes de la bandeja de entrada de su correo electrónico. Su contenido no se alejaba mucho de lo que transmitía aquella esquela que algún desaprensivo le había remitido con un mensajero horas atrás. Por todo ello, y muy a pesar suyo, había tomado la decisión de abandonar el proyecto del códice Bardulia. Así se lo había asegurado al invisible y anónimo sujeto que le enviaba aquellos mensajes a través de la red.
Sin embargo, su negativa no terminaba por aplacar a aquellos individuos; más aún, le requerían un mayor compromiso con una colaboración que el medievalista no sabía cómo articular. No tendría más remedio que hablar con su peligroso y ya casi más enemigo que amigo, el doctor Gonzalo Salazar.