Estigma

Nadia se había marchado a toda prisa apenas después de farfullar una vaga excusa. Garbiñe se quedó sentada con la palabra en la boca, sin saber qué hacer. La tarde se había complicado demasiado y, en espera de ver qué sucedía con el profesor Cubillo, decidió que lo mejor sería volver al apartamento de Gonzalo.

—¡Mierda! —exclamó rebuscando las llaves—. Se las he devuelto.

Gonzalo le había dicho que su turno de refuerzo acababa al final de la tarde. Pensando en eso, ella le había devuelto las llaves del apartamento para evitar perderlas.

Miró su reloj. Aún faltaba más de una hora para las diez de la noche, y no le apetecía quedarse sola en aquel lugar. Sin pensárselo dos veces, abrió el armario donde antes depositara la bolsa Adidas con el códice en su interior y la sacó con cuidado. Acababa de decidir que le iría mejor si tomaba algo en la cafetería.

Apenas salió del despacho se topó con la atlética figura de Luis, el vigilante del hospital. Ella le sonrió con cierto nerviosismo.

—¿Ocurre algo? —preguntó el vigilante.

—No… Bueno, sí —acertó a decir—. Mi amigo ha sufrido un desvanecimiento y le han llevado a urgencias. —Al menos, eso era verdad—. Me dirigía a tomar algo en la cafetería. Gonzalo está muy liado en su guardia y no he podido verle —informó—. Le esperaré allí.

—Vaya… Lamento lo de vuestro amigo —dijo Luis—. ¿Es grave?

—No creo. Una médica muy agradable ha venido a examinarlo… Nadia, se llamaba Nadia.

Luis la miró con manifiesta perplejidad. La mujer tenía un extraño centelleo en los ojos y, además, su último comentario le había dejado bastante desconcertado.

—Pero, usted es también una doctora, ¿no? —inquirió—. ¿Cuál es su especialidad?

Garbiñe tragó saliva intentando mantener la calma. Con inspirada discreción, se pasó someramente la lengua por los labios y respondió:

—Soy doctora, pero no médica… —Su mente buscó rápidamente una coartada creíble. Finalmente la encontró—. Me dedico a la Historia de la Medicina. No sé si sabes que Gonzalo está trabajando en nuestro campo…

—No lo sabía —respondió el vigilante—. No entiendo de esas cosas.

Su impávido rostro no dejaba traslucir si se creía lo que ella estaba contando, pero a la medievalista le pareció ver brillar sus ojos detrás de su aspecto inexpresivo. Ella buscó su mirada y la sostuvo con soberbia.

—Me gustaría llamar a Gonzalo —añadió entonces, de una forma un tanto imperativa—. Necesito hablar con él, aunque lo mejor sería verlo.

—La acompañaré a la cafetería, si lo desea, doctora —ofreció Luis, con gesto complaciente—. Desde allí le llamaremos, ¿le parece bien?

La medievalista asintió.

—Gracias.

Comenzaron a andar parsimoniosamente hacia la cafetería. Garbiñe se dejaba llevar, silenciosa y pensativa. El pasillo, solitario y penumbroso, le parecía más largo que antes. En su parte final, el destello de las luces del vestíbulo de la primera planta ejercía, a través de la cristalera de la puerta, una atrayente y tranquilizadora pulsión para sus mentes. Especialmente para la de la joven vasca, que deseaba que el día concluyese más pronto que tarde.

—Espere. —De repente, Luis se detuvo. Sus ojos, como los de Garbiñe, se habían mantenido fijos en la luz del final del pasillo; sin embargo, algo le había distraído. Había creído percibir una sombra moviéndose en una de las numerosas puertas que daban al pasillo—. No se mueva —susurró—. Hay algo que no me gusta…

Su vigoroso brazo apartó a la mujer hacia atrás con suavidad y ambos se apoyaron en la pared. Luis confiaba en su privilegiado sexto sentido, que ya en anteriores ocasiones le había advertido de los problemas antes de encontrárselos, y se mantenía alerta. Mientras, Garbiñe sentía incrementar la crispación de todos sus músculos bajo el brazo del vigilante.

—Son ellos… —murmuró con inflexión grave.

El vigilante se giró de repente. Sin modificar el volumen de su voz y con un gesto suficientemente imperativo preguntó:

—¿Qué quiere decir? —Desde la primera vez que la vio había sospechado que algo en ella no estaba claro. No obstante, ya no era el momento de las pesquisas discretas. Incluso podría ser demasiado tarde para cualquier clase de investigación. Lo que el vigilante necesitaba eran respuestas claras y concisas. Entonces interpeló—: ¿Quiénes son ellos?

Garbiñe tomó aire con una inspiración muy profunda, intentando ganar calma. El vigilante mantenía una pequeña presión sobre ella. La mujer volvió a inspirar muy despacio y después exhaló un suspiro antes de contestar:

—Unos asesinos —respondió al final, con un tenue balbuceo—. Unos asesinos muy peligrosos.

Luis se estremeció. Era lo último que esperaba escuchar.

—¿Asesinos?

—Tengo algo que ellos desean. —Garbiñe levantó ligeramente la bolsa de deportes y comenzó a explicarle al vigilante la situación, tal y como ella la percibía—. Es un documento que quieren destruir… Sería muy largo de contar ahora, pero estoy convencida de que no les importaría acabar con nuestras vidas para quitármelo.

—¡Joder…! —gruñó el vigilante intentando no levantar en exceso la voz—. ¿Está hablando en serio? ¿Nos quieren matar?

—Sí —aseveró con los ojos muy abiertos la medievalista alavesa—. Eso he dicho.

—Bien, no nos precipitemos —masculló, ansioso, Luis—. Usted quédese ahí, pegada a la pared…

—Pero…

—No se mueva —ordenó él.

Ella obedeció, pero como si de un aprendido movimiento se tratara, introdujo sus dedos en la escarcela de cuero que pendía de su cinturón. La pinza formada por sus dedos pulgar, índice y corazón palpó la mantecosa textura del polvo. Al mismo tiempo, y con medida serenidad, el vigilante desabrochó el botón de su pistolera.

Jamás había usado su arma.

—Manténgase pegada a la pared; y pase lo que pase, si consigue salir de este pasadizo, vaya al cuarto de la telefonista… Está a la derecha de aquella puerta… —Señaló al final del pasillo—. ¿Vale?

—Vale. Sé dónde está.

—Si yo no aparezco… dígale a la telefonista que llame a la policía —concluyó el vigilante.

—Pero, Luis…

La medievalista no pudo concluir su réplica. En ese instante, percibió un silbido extraño rozando su oreja derecha, y después un golpe seco y sordo, como el que genera el tapón de una botella de cava al ser descorchada con prudencia.

Luego escuchó la voz de Luis, entrecortada, como si fuera un quejido sordo:

—Mierda —resoplaba el vigilante—. Algo me ha golpeado el hombro. Creo que me han herido…

El vigilante perdió un instante la noción del espacio y se trastabilló cayendo hacia atrás sobre Garbiñe. El hombro del corpulento Luis golpeó de lleno sobre su cara. Estaba húmedo y caliente, y su contacto le resultó muy desagradable. Sin poder evitarlo, se sujetó a su cuello y los dos rodaron por el suelo.

La suerte, buena o mala según para quién, quiso que el golpe más duro se lo llevara Luis, que se topó de cabeza con una de las esquinas del pasillo.

Después no se movió.

«Está inconsciente —pensó la medievalista—. Pero momentáneamente, me ha salvado la vida».

—He alcanzado al guardia de seguridad y han caído los dos al suelo —escuchó Garbiñe desde lo que parecía, en la penumbra, una de las puertas. Sin dejar de mirar aquel umbral, la pinza de sus dedos se hundió más en el polvo de su escarcela mientras el rictus de su rostro se desencajaba.

—¡Garbiñe! —le gritaron—. ¡Solo queremos el códice! ¡Si nos lo entregas te dejaremos marchar!

Ella no respondió. Si alguien hubiera podido ver sus ojos habría observado un insólito movimiento de sus pupilas, dilatándose y contrayéndose a una velocidad pasmosa. Y habría sentido temor ante su nuevo gesto.

Del recodo de la puerta salieron dos bultos. El contraluz dibujó las siluetas de sus sombras; sombras que de inmediato se movieron, acercándosele con gran celeridad mientras ella no era capaz de pensar con claridad.

—Elizondo —gruñó.

Tan solo existía una posibilidad: la matarían. Como casi habían hecho con el pobre vigilante que yacía junto a ella, con la respiración entrecortada. Y después se llevarían el códice. Su códice.

Entonces ocurrió. Percibió un olor penetrante y pesado, casi desagradable aunque familiar. Al instante, su mente se nubló.

No supo cómo, ni de dónde sacó fuerzas para ponerse en pie. Parecía que su cuerpo ya no le pertenecía, era como si otro ser hubiera tomado sus brazos, sus piernas, su cerebro… Primero puso la rodilla en el suelo y, después, con un salto poco habitual en alguien de su frágil físico, se plantó frente a las sombras que le amenazaban, interrumpiendo su camino con la consiguiente sorpresa para sus inicuos propietarios. Ellos no tuvieron más remedio que detenerse ante aquella agilidad felina que les encaraba.

—Elizondo… —No fue una palabra limpia; fue como un gruñido emitido con una voz quebrada, desconocida, demasiado grave y gutural para pertenecer a una mujer joven—. Tú eres mi destino…

La imagen de la medievalista era desconcertante. Su mano derecha se elevaba sobre su cabeza en dirección a aquel hombre que, sorprendido, retrocedía ante ella mostrándole un gesto inicuo pero desconcertado.

Los dientes de la mujer chirriaron como los goznes de una puerta oxidada.

Avanzó.

El pasillo estaba oscuro, pero ambos enemigos se vieron reflejados en los ojos de su contrario, apenas separados veinte centímetros sus rostros. Los ojos de ella vibraron en un vertical nistagmo de pavorosa celeridad, aderezando una mueca de ira que consiguió atemorizar al antes pugnaz Elizondo sin que él alcanzara a entender por qué se sentía aterrado.

Garbiñe le mostró su bolsa de deportes y gruñó con rabia.

—¿Buscas esto?

Elizondo tardó en responder.

—Te buscaba a ti —masculló—. Eras tú…

La mujer no contestó. Su enemigo retrocedió un paso más. Intentó volver a hablar, pero solo pudo observar cómo, con una contorsión imposible, la mujer aspiraba el polvo de su mano, y después lo soplaba con fuerza hacia su rostro. La nube de polvorienta materia, verdadera amalgama de saliva, mucosidad y otros extraños fluidos provenientes de la boca y la nariz de la mujer, impactó sobre su cara y le arrojó hacia atrás como si hubiera sido golpeado por una maza de acero. Su cráneo retumbó contra el suelo del pasillo.

A su espalda, el esbirro que le acompañaba, un hombre de tez pálida y cabello albino, se lanzó al suelo, gritando como si estuviera poseído por un ente demoníaco. Sus manos se volvieron a la pistolera de su axila buscando la defensa de su revólver de 9mm.

Garbiñe clavó sus ojos en el aterrado rostro del matón. Su mirada le inmovilizó y la pistola se deslizó desde sus manos al suelo. Sin dejar de mirarle, la mujer descargó una violenta patada sobre el rostro de Elizondo, que yacía a sus pies obnubilado.

Un crujido de nariz rota y estallido ocular.

Sangre.

Una sonrisa de mujer.

La mano del albino abandonó la búsqueda de su pistola, que ya estaba en el suelo, y haciendo uso de la fuerza que aún le quedaba, salió corriendo hacia la luz dando trompicones, huyendo de unos espíritus que recién se le habían aparecido, y que ahora le perseguían con intención de torturarlo hasta la muerte.

Con el cuerpo inconsciente del vigilante como único testigo, quedaron ellos, Garbiñe y Elizondo, dos adversarios sometidos a su definitivo destino.

La mujer chasqueó sus manos y estiró su cuello buscando relajarse.

Solo fueron unos segundos. Pero a Elizondo le parecieron horas; las horas de su propia e inesperada agonía…

Sintió crujir los cartílagos de su laringe, después los de su tráquea y, más tarde, percibió el creciente colapso de sus pulmones. El polvo le invadía, y a su asfixia se le añadía un terrible dolor, tan lacerante como nunca hubiera creído posible.

Y un terror infinito. Cientos de demonios le asaltaban, le gritaban y le golpeaban. Podía oler el hedor de sus hálitos, el calor húmedo y nauseabundo de sus manos, el discurrir de sus punzantes y pustulosas uñas por su rostro…

Garbiñe se arrojó al suelo. En cuclillas, pegada a la pared de nuevo para sujetar mejor su espalda, observó impasible el retorcimiento de su enemigo. Disfrutó del crujido de sus huesos cuando convulsionaba, de las lágrimas de sangre que sus ojos lloraban, de los guturales quejidos que su destrozada garganta emitía, de su gesto de pavor, de la nula clemencia que el cielo le había concedido, de su deseo de morir, retrasado en favor de su sufrimiento.

Los segundos habían sido horas para él.

Y ella lo supo.

Después, como si la muerte de su adversario la hubiera ayudado a recuperar todas sus fuerzas de repente, se levantó y continuó caminando hacia el vestíbulo de la primera planta del hospital como si nada hubiera pasado.

Apenas había dado dos o tres pasos, un chirriante tintineo invadió el silencio del pasillo y le hizo volverse. En el suelo, junto al cuerpo exánime de su enemigo, un destello le hizo descubrir un teléfono móvil, presumiblemente del cadáver.

La pantalla del teléfono avisaba de un mensaje para el profesor Elizondo. Garbiñe pensó que, tal vez, se tratara de alguien de la fundación. Sin pensárselo dos veces, pulsó la tecla que le ofrecía la lectura del mensaje y esperó.

El texto no le pareció demasiado claro:

«He seguido al tipo equivocado, el doctor Salazar no tiene que ver con el cabo Salazar que conoció nuestro abuelo. En realidad, ese cabo se llamaba Huarte-Mendicoa de Salazar».

El móvil vibró y chirrió de nuevo.

«Más mensajes», se dijo ella.

Pulsó nuevamente la opción de leer:

«Era un soldado navarro. Acabó en un pueblo alavés como panadero».

Una nueva vibración. Un tercer mensaje:

«En breve te diré quién es nuestro verdadero objetivo, llámame. Iremos a buscarte».

Garbiñe arrojó el teléfono contra la pared con rabia. El destino parecía cerrar un círculo en torno a su persona. Sin quererlo, su mente viajó a los documentos que había revisado en los últimos meses.

«Mis antepasados medievales me persiguen… y los actuales también», se dijo.

Y echó a correr hacia la luz que centelleaba al final del pasillo.

* * *

La telefonista, una sonriente cincuentona de amable rostro, la miró con incredulidad. Era la segunda vez que se le aparecía aquella mujer, pero ahora su aspecto era diferente. Sin embargo, algo en aquella chocante joven de ojos extraviados le instó a hacer todo lo que le pedía. Después de comprobar todas las llamadas, ella despareció.

* * *

Pablo Perona recibió la noticia con una mueca de pavor. Apenas colgó, se dejó caer sobre su sillón ante los ojos inquietos de Nadia y Gonzalo, que no podían imaginar la trascendencia de la nueva noticia.

—Era la telefonista, desde la centralita —gruñó Pablo—. Dos celadores han encontrado a Luis, el vigilante, malherido enfrente de la consulta de Oncología… Nos lo traen a urgencias.

—¡Joder! ¿Qué coño le ha pasado? —interpeló Nadia.

—¡No sé…!

El doctor Perona suspiró.

—¿Hay más? —inquirió Gonzalo.

—En efecto, hay más… —Hablaba con la mirada puesta en un punto indefinido—. Han encontrado otro tipo con el rostro desfigurado yaciendo junto a él… ¡Estaba muerto!

Nadia emitió un pequeño aullido. Gonzalo resopló, y tragó saliva varias veces. Sus pensamientos se dirigieron entonces a su amiga alavesa. Deseó con toda su alma que estuviera bien y a salvo.

En ese instante, un insistente timbre anunció la llegada de un mensaje a su móvil. No tardó ni un segundo en abrirlo.

«Me imagino que ya estás al corriente de lo de Luis y el cabrón muerto. Era Elizondo. Te veré dentro de un rato en la cafetería. Necesito estar sola para apaciguar mi espíritu. Garbiñe», leyó el médico.

Parecía que el cielo hubiera escuchado su deseo.